12/4/18

Jorge Luis Borges: Mi entrañable señor Cervantes [Conferencia pronunciada en Austin, 1968]





Puede parecer una tarea estéril e ingrata discutir una vez más el tema de Don Quijote, ya que se han escrito sobre él tantos libros, bibliotecas enteras, bibliotecas aún más abundantes que la que fue incendiada por el piadoso celo del sacristán y el barbero. Sin embargo, siempre hay placer, siempre hay una suerte de felicidad cuando se habla de un amigo. Y creo que todos podemos considerar a Don Quijote como un amigo. Esto no ocurre con todos los personajes de ficción. Supongo que Agamenón y Beowulf resultan más bien distantes. Y me pregunto si el príncipe Hamlet no nos hubiera menospreciado si le hubiéramos hablado como amigos, del mismo modo en que desairó a Rosencrantz y Guildenstern. Porque hay ciertos personajes, y eso son, creo, los más altos de la ficción, a los que con seguridad y humildemente podemos llamar amigos. Pienso en Huckleberry Finn, en Mr. Picwick, en Peer Gynt y en no muchos más.


Pero ahora hablaremos de nuestro amigo Don Quijote. Primero digamos que el libro ha tenido un extraño destino. Pues de algún modo, apenas si podemos entender por qué los gramáticos y académicos le han tomado tanto aprecio a Don Quijote. Y en el siglo XIX fue alabado y elogiado, diría yo, por las razones equivocadas. Por ejemplo, si consideramos un libro como el ejercicio de Montalvo, Capítulos que se le olvidaron a Cervantes, descubrimos que Cervantes fue admirado por la gran cantidad de proverbios que conocía. Y el hecho es que, como todos sabemos, Cervantes se burló de los proverbios haciendo que su rechoncho Sancho los repitiera profusamente. Entonces, la gente consideraba a Cervantes un escritor ornamental. Y debo decir que a Cervantes no le interesaba para nada la escritura ornamental; la escritura refinada no le agradaba demasiado, y leí en alguna parte que la famosa dedicatoria de su libro al Conde de Lemos fue escrita por un amigo de Cervantes o copiada de algún libro, que él mismo no estaba especialmente interesado en escribir esa clase de cosas. Cervantes fue admirado por su “buen estilo”, y por supuesto las palabras “buen estilo” significan muchas cosas. Si pensamos que Cervantes nos transmitió el personaje y el destino del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, tenemos que admitir su buen estilo, o, más bien, algo más que un buen estilo, porque cuando hablamos de buen estilo pensamos en algo meramente verbal.



Me pregunto cómo hizo Cervantes para lograr ese milagro, pero de algún modo lo logró. Y recuerdo ahora una de las cosas más notables que he leído, algo que me produjo tristeza. Stevenson dijo: “¿Qué es el personaje de un libro?" Y respondió: “Después de todo, un personaje es tan sólo una ristra de palabras”.



Es cierto, y sin embargo, lo consideramos una blasfemia. Porque cuando pensamos, digamos, en Don Quijote o en Huckleberry Finn o en Peer Gynt o en Lord Jim, sin duda no pensamos en ristras de palabras. También podríamos decir que nuestros amigos están hechos de ristras de palabras y, por supuesto, de percepciones visuales. Cuando en la ficción nos encontramos con un verdadero personaje, sabemos que ese personaje existe más allá del mundo que lo creó. Sabemos que hay cientos de cosas que no conocemos, y que sin embargo existen. De hecho, hay personajes de ficción que cobran vida en una sola frase. Y tal vez no sepamos demasiadas cosas sobre ellos, pero, especialmente, lo sabemos todo. Por ejemplo, ese personaje creado por el gran contemporáneo de Cervantes, Shakespeare: Yorick; el pobre Yorick, es creado, diría, en pocas líneas. Cobra vida. No volvemos a saber nada de él, y sin embargo sabemos que lo conocemos. Y tal vez, después de leer Ulises, conocemos cientos de cosas, cientos de hechos, cientos de circunstancias acerca de Stephen Dedalus y de Leopold Blomm. Pero no los conocemos como a Don Quijote, de quien sabemos muchos menos.


Ahora voy al libro mismo. Podemos decir que es un conflicto entre los sueños y la realidad. Esta afirmación es, por supuesto, errónea, ya que no hay causa para que consideremos que un sueño es menos real que el contenido del diario de hoy o que las cosas registradas en el diario de hoy. No obstante, como debemos hablar de sueño y realidad, porque también podríamos, pensando en Goethe, hablar de Wahrheit und Dichtung, de verdad y poesía. Pero cuando Cervantes pensó escribir este libro, supongo que consideró la idea del conflicto entre los sueños y la realidad, entre las proezas consignadas en los romances que Don Quijote leyó y que fueron tomadas del Matière de Bretagne, del Matière France y demás y la monótona realidad de la vida española a principios del siglo XVII. Y encontramos este conflicto en el título mismo del libro. Creo que, tal vez, algunos traductores ingleses se han equivocado al traducir El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha como The ingenious knight: Don Quijote de la Mancha, porque las palabras Knight y Don son lo mismo. Yo diría tal vez “the ingenious country gentleman” y allí está el conflicto.

Pero, por supuesto, durante todo el libro, especialmente en la primera parte, el conflicto es muy brutal y obvio. Vemos a un caballero que vaga en sus empresas filantrópicas a través de los polvorientos caminos de España, siempre apelado y en apuros. Además, de eso, encontramos muchos indicios de la misma idea. Porque por supuesto, Cervantes era un hombre demasiado sabio como para no saber que, aun cuando opusiera los sueños y la realidad, la realidad no era, digamos, la verdadera realidad, o la monótona realidad común. Era una realidad creada por él; es decir, la gente que representa la realidad en Don Quijote forma parte del sueño de Cervantes tanto como Don Quijote y sus infladas ideas de la caballerosidad, de defender a los inocentes y demás. Y a lo largo de todo el libro hay una suerte de mezcla de los sueños y la realidad.

Por ejemplo, se puede señalar un hecho, y me atrevo a decir que ha sido señalado con mucha frecuencia, ya que se han escrito tantas cosas sobre Don Quijote. Es el hecho de que, tal como la gente habla todo el tiempo del teatro en Hamlet, la gente habla todo el tiempo de libros en Don Quijote. Cuando el párroco y el barbero revisan la biblioteca de Don Quijote, descubrimos, para nuestro asombro, que uno de los libros ha sido escrito por Cervantes, y sentimos que en cualquier momento el barbero y el párroco pueden encontrarse con un volumen del mismo libro que estamos leyendo. En realidad eso es lo que pasa, tal vez lo recuerden, en ese otro libro espléndido sueño de la humanidad, el libro de Las Mil y Una Noches. Pues en medio de la noche Scherezade empieza a contar distraídamente una historia y esa historia es la historia de Scherezade. Y podríamos seguir hasta el infinito. Por supuesto, esto se debe a, bueno, a un simple error del copista que vacila antes ese hecho, si Scherezade contando la historia de Scherezade es tan maravilloso como cualquier otro de los maravillosos cuentos de las Noches.

Además, también tenemos en Don Quijote el hecho de que muchas historias están entrelazadas. Al principio podemos pensar que se debe a que Cervantes puede haber pensado que sus lectores podrían cansarse de la compañía de Don Quijote y de Sancho y entonces trató de entretenerlos entrelazando otras historias. Pero yo creo que lo hizo por otra razón. Y esa otra razón sería que esas historia, la Novela del curioso impertinente, el cuento del cautivo y demás, son otras historias. Y por eso está esa relación de sueño y realidad, que es la esencia del libro. Por ejemplo, cuando el cautivo nos cuenta su cautiverio, habla de un compañero. Y ese compañero, se nos hace sentir, es finalmente nada menos que Miguel de Cervantes Saavedra, que escribió el libro. Así, hay un personaje que es un sueño de Cervantes y que, a su vez sueña con Cervantes y lo convierte en un sueño. Después, en la segunda parte del libro, descubrimos, para nuestro asombro, que los personajes han leído la primera parte y que también han leído la imitación del libro que ha escrito un rival. Y no escatiman juicios literarios y se ponen del lado de Cervantes. Así es como si Cervantes estuviera todo el tiempo entrando y saliendo fugazmente de su propio libro y, por supuesto, debe haber disfrutado mucho de su juego.

Por supuesto, desde entonces otros escritores han jugado ese juego (permítanme que recuerde a Pirandello) y también una vez lo ha jugado uno de mis escritores favoritos, Henrik Ibsen. No sé si recordarán que al final del tercer acto de Peer Gynt hay un naufragio. Peer Gynt está a punto de ahogarse. Está por caer el telón. Y entonces Peer Gynt dice: “Después de todo, nada puede ocurrirme, porque ¿cómo puedo morir al final del tercer acto?”. Y encontramos un chiste similar en uno de los prólogos de Bernard Shaw. Dice que nada le serviría a un novelista escribir “se le llenaron los ojos de lágrimas, pues vio que a su hijo sólo le quedaban unos pocos capítulos de vida”. Y yo diría que fue Cervantes quien inventó este juego. Salvo que, por supuesto, nadie inventa nada, porque siempre hay algunos malditos antecesores que han inventado muchísimas cosas antes que nosotros.

Entonces tenemos en Don Quijote, un doble carácter: Realidad y sueño. Pero al mismo tiempo Cervantes sabía que la realidad estaba hecha de la misma materia que los sueños. Es lo que debe haber sentido. Todos los hombres lo sienten en algún momento de su vida. Pero él se divirtió recordándonos que aquello que tomamos como pura realidad era también un sueño. Y así todo el libro es una suerte de sueño. Y al final sentimos que, después de todo también nosotros podemos ser un sueño.

Y hay otro hecho que me gustaría recordarles: cuando Cervantes habló de La Mancha, cuando habló de los caminos polvorientos, de las posadas de España a principios del siglo XVII, pensaba en ellas como cosas aburridas, como cosas muy ordinarias. Algo muy semejante sentía Sinclair Lewis al hablar de Main Street, y cosas así. Y sin embargo ahora palabras como La Mancha tienen una significación romántica porque Cervantes se burló de ellas.

Y hay otro hecho que me gustaría recordarles. Cervantes, como él mismo dijo dos o tres veces, quería que el mundo olvidara los romances de caballería que él acostumbraba a leer. Y sin embargo, si hoy se recuerdan nombres tales como Palmerín de Inglaterra, Tirant lo Blanc, Amadís de Gaula y otros, es porque Cervantes se burló de ellos. Y de algún modo esos nombres ahora son inmortales. Entonces uno no debe quejarse si la gente se ríe de nosotros, porque por lo que sabemos, esa gente puede inmortalizarnos con su risa.

Por supuesto, no creo que tengamos la suerte de que se ría de nosotros un hombre como Cervantes. Pero seamos optimistas y pensemos que podría ocurrir.

Y ahora llegamos a otra cosa. Algo que es tal vez tan importante como otros hechos que ya les he recordado. Bernard Shaw dijo que un escritor sólo podía tener tanto tiempo como el que le diera su poder de convicción. Y, en el caso de Don Quijote, creo que todos estamos seguros de conocerlo. Creo que no hay duda posible de nuestra convicción en cuanto a su realidad. Por supuesto, Coleridge escribió sobre una voluntaria suspensión del descreimiento. Ahora me gustaría entrar en detalles acerca de mi afirmación.

Creo que todos nosotros creemos en Alonso Quijano. Y, por raro que parezca, creemos en él desde el primer momento en que nos es presentado. Es decir, desde la primera página del primer capítulo. Y sin embargo, cuando Cervantes lo presentó ante nosotros, supongo que sabía muy poco de él. Cervantes debe haber sabido tan poco como nosotros. Debe haber pensado en él como héroe o como el eje de una novela de humor, pero no se ve ningún intento de entrar en lo que podríamos llamar su psicología. Por ejemplo, si otro escritor hubiera tomado el tema de Alonso Quijano, o de cómo Alonso Quijano se volvió loco por leer demasiado, hubiera entrado en detalles acerca de su locura. Nos hubiera mostrado el lento oscurecimiento de su razón. Nos hubiera mostrado cómo todo empezó con una alucinación, cómo al principio jugó con la idea de ser un caballero errante, cómo por fin se lo tomó en serio, y tal vez todo eso no le hubiera servido de nada a ese escritor. Pero Cervantes meramente nos dice que se volvió loco. Y nosotros le creemos.

Ahora bien, ¿qué significa creer en Don Quijote? Supongo que significa creer en la realidad de su personaje, de su mente. Porque una cosa es creer en un personaje, y otra muy diferente es creer en la realidad de las cosas que le ocurrieron. En el caso de Shakespeare es muy claro. Supongo que todos creemos en el príncipe Hamlet, que todos creemos en Macbeth. Pero no estoy seguro de que las cosas ocurrieran tal como Shakespeare nos cuenta en la corte de Dinamarca, ni tampoco creemos en las tres brujas de Macbeth.

En el caso de Don Quijote, estoy seguro de que creemos en su realidad. No estoy seguro – tal vez sea una blasfemia, pero después de todo, estamos hablando entre amigos, les estoy hablando a todos ustedes; el algo diferente ¿no? ; estoy hablando en confianza – no estoy del todo seguro de que creo en Sancho como creo en Don Quijote. Pues a veces siento, que pienso en Sancho como un mero contraste de Don Quijote. Y después están los otros personajes. Me parece que creo en Sansón Carrasco, creo en el cura, en el barbero, tal vez en el duque, pero después de todo no tengo que pensar mucho en ellos, y cuando leo Don Quijote tengo una sensación extraña. Me pregunto si compartirán esta sensación conmigo. Cuando leo Don Quijote, siento que esas aventuras no están allí por sí mismas. Coleridge comentó que cuando leemos Don Quijote nunca nos preguntamos “¿y ahora qué sigue?”, sino que nos preguntamos qué ocurrió antes, y que estamos más dispuestos a releer un capítulo que a continuar con uno nuevo.

¿Cuál es la causa? La causa, supongo, es que sentimos, al menos yo siento, que las aventuras de Don Quijote son meros adjetivos de Don Quijote. Es una argucia del autor para que conozcamos profundamente al personaje. Es por eso que libros como La ruta de Don Quijote, de Azorín, o la Vida de Don Quijote y Sancho, de Unamuno, nos parecen de algún modo innecesarios. Porque toman las aventuras o la geografía de las historias demasiado en serio. Mientras que nosotros realmente creemos en Don Quijote y sabemos que el autor inventó las aventuras para que nosotros pudiéramos conocerlo mejor.

Y no sé si esto no es cierto con respecto a toda la literatura. No sé si podemos encontrar un solo libro, un buen libro, del que aceptemos el argumento aunque no aceptemos a los personajes. Creo que eso no ocurre nunca, creo que para aceptar un libro tenemos que aceptar a su personaje central. Y podemos pensar que estamos interesados en las aventuras, pero en realidad estamos más interesados en el héroe. Por ejemplo, aun en el caso de otro gran amigo nuestro  y le pido disculpas a él y ustedes por no haberlo mencionado, Mr. Sherlock Holmes, no sé si creemos verdaderamente en El perro de los Baskerville. No lo creo, al menos yo creo en Sherlock Holmes, creo en el Dr. Watson, creo en esa amistad.

Y lo mismo ocurre con Don Quijote. Por ejemplo, cuando cuenta las extrañas cosas que vio en la cueva de Montesinos. Y sin embargo, yo siento que él es un personaje muy real. Las historias no tienen nada especial, no se ve ninguna ansiedad especial en la urdimbre que las une, pero son, en cierto sentido, como espejos, como espejos en los que podemos ver a Don Quijote. Y sin embargo, al final, cuando él vuelve, cuando vuelve a su pueblo natal para morir, sentimos lástima de él porque tenemos que creer en esa aventura. El siempre había sido un hombre valiente. Fue un hombre valiente cuando le dijo estas palabras al caballero enmascarado que lo derribó: “Dulcinea del Toboso es la dama más bella del mundo y yo el más miserable de los caballeros”. Y sin embargo, al final, descubrió que toda su vida había sido una ilusión, una necedad, y murió de la manera más triste del mundo, sabiendo que había estado equivocado.

Ahora llegamos a lo que tal vez sea la escena más grande ese gran libro: la verdadera muerte de Alonso Quijano. Tal vez sea una lástima que sepamos tan poco de Alonso Quijano. Sólo nos es mostrado en una o dos páginas antes de que se vuelva loco. Y sin embargo, tal vez no sea una lástima, porque sentimos que sus amigos lo abandonaron. Y entonces también podemos amarlo. Y al final, cuando Alonso Quijano descubre que nunca ha sido Don Quijote, que Don Quijote es una mera ilusión, y que está por morirse, la tristeza nos arrasa, y también a Cervantes.

Cualquier otro escritor hubiera cedido a la tentación de escribir un “pasaje florido”. Después de todo, debemos pensar que Don Quijote había acompañado a Cervantes muchos años. Y, cuando le llega el momento de morir, Cervantes debe haber sentido que se estaba despidiendo de un viejo y querido amigo. Y, si hubiera sido peor escritor, o tal vez si hubiera sentido menos pena por lo que estaba pasando, se hubiera lanzado a una “escritura florida”.

Ahora estoy al borde de la blasfemia, pero creo que cuando Hamlet está por morir, creo que tendría que haber dicho algo mejor que “el resto es silencio”. Porque eso me impresiona como escritura florida y bastante falsa. Amo a Shakespeare, lo amo tanto que puedo decir estas cosas de él y esperar que me perdone. Pero bien, también diré: Hamlet, “el resto es silencio”… no hay otro que pueda decir eso antes de morir. Después de todo, era un dandy y le encantaba lucirse.

Pero en el caso de Don Quijote, Cervantes se sintió tan sobrecogido por lo que estaba ocurriendo que escribió: “El cual entre suspiros y lágrimas de quienes lo rodeaban” y no recuerdo exactamente las palabras, pero el sentido es “dio el Espíritu, quiero decir que se murió”. Ahora bien, supongo que cuando Cervantes releyó esta oración debe haber sentido que no estaba a la altura de lo que se esperaba de él. Y sin embargo, también debe haber sentido que se había producido un gran milagro. De algún modo sentimos que Cervantes lo lamenta mucho, que Cervantes está tan triste como nosotros. Y por eso se le puede perdonar una oración imperfecta, una oración tentativa, una oración que en realidad no es imperfecta ni tentativa sino un resquicio a través del cual podemos ver lo que él sentía.

Ahora, si me hacen algunas preguntas trataré de responderlas. Siento que no he hecho justicia al tema, pero después de todo, estoy un poco conmovido. He vuelto a Austin después de seis años. Y tal vez ese sentimiento ha superado lo que siento por Cervantes y por Don Quijote. Creo que los hombres seguirán pensando en Don Quijote porque después de todo hay una cosa que no queremos olvidar: una cosa que nos da vida de tanto en tanto, y que tal vez nos la quita, y esa cosa es la felicidad. Y, a pesar de los muchos infortunios de Don Quijote, el libro nos da como sentimiento final la felicidad. Y sé que seguirá dándoles felicidad a los hombres. Y para repetir una frase trillada y famosa, pero por supuesto todas las expresiones famosas se vuelven trilladas: “Algo bello es una dicha eterna”. Y de algún modo Don Quijote, más allá del hecho de que nos hemos puesto un poco mórbidos, de que todos hemos sido sentimentales con respecto a él es esencialmente una causa de dicha. Siempre pienso que una de las cosas felices que me han ocurrido en la vida es haber conocido a Don Quijote.



Conferencia pronunciada por Jorge Luis Borges en inglés, en Austin, 1968
Recobrada y transcripta por Julio Ortega con ayuda de Richard A. Gordon
Versión castellana de Mirta Rosemberg
En revista Inti, Para no volver a La Mancha, Providence, 45, Primavera de 1997
Y en Poesía, Buenos Aires, 18, 1999
Jorge Luis Borges with Dr. Miguel González-Gerth at The University of Texas at Austin in 1982 
Photo by Larry Murphey/ Harry Ransom Center


11/4/18

Leonor Acevedo de Borges: Georgie, mi hijo *








Georgie nació en la misma casa que yo, en el centro de Buenos Aires, en la calle Tucumán. Pero no estuvo allí mucho tiempo: algunos años después nos fuimos a vivir al barrio de Palermo, a una gran casa con jardín... Ese jardín es el que él recuerda cuando dice que ha pasado su infancia en un jardín y en una biblioteca. Esta última era de mi marido; allá formó su espíritu. Como su padre, cada vez que una palabra o que una cosa le llamaba la atención y que no conocía, la buscaba rápido para informarse en un diccionario o en otro libro donde encontrarla.

Es en esta casa, donde estuvo hasta la edad de trece años, donde él comienza a leer ante todo en inglés, con una institutriz; después de esto él va al colegio. Nos fuimos enseguida a Europa. En Ginebra, donde él hace el bachillerato en francés, se queda durante seis años y pudo aprender mucho sobre literatura francesa y alemana. Además, aprende alemán, solo; él compró muchos libros alemanes que se encontraban fácilmente (era durante la guerra). De esta manera descubre la literatura china en las traducciones alemanas. Luego nos fuimos a España. Allí entra en relación con los jóvenes poetas del movimiento ultraísta, y encuentra también a quien él ha considerado siempre como su maestro, Cansinos Assens. También frecuentaba a Gómez de la Serna.

A nuestra vuelta, en 1921, escribió aquí Fervor de Buenos Aires. Pero nosotros volvimos a partir para Europa y él dejó aquí los ejemplares de su libro... Estos llegan mientras tanto a España, sin él saberlo. Cuando pasamos por Madrid se encuentra a Ramón Gómez de la Serna, Enrique Díez Canedo y Alfonso Reyes entusiasmados con su libro, al que Gómez de la Serna consagra en un artículo en la Revista de Occidente. Este artículo llegó a la Argentina, y cuando Georgie volvió, su libro estaba lanzado. El continúa escribiendo, impulsado por su padre, que le evita toda preocupación material.

Al principio, no podía hablar en público; actualmente, o bien él ha vencido eso o ha cambiado. Cuando se le ofreció un banquete, en el momento en que Perón lo despidió de su puesto, escribió un discurso, pero fue Pedro Henríquez Ureña quien lo tuvo que leer. Cuando las celebraciones centenarias de Buenos Aires, en 1936, no pudo leer un texto que le habían pedido cuando se quedó solo, delante de la radio; debió de recurrir, de nuevo, a Henríquez Ureña ¡y muchísima gente encontró que Borges tenía una curiosa voz por la radio!

Cuando era pequeño era un niño tímido, muy reservado. Adoraba a su hermana y ambos imaginaban un número infinito de juegos extraordinarios. No discutían jamás y estaban siempre juntos antes de que Georgie encontrara amigos en el colegio de Suiza. Su primer escrito impreso fue la traducción de un cuento de Oscar Wilde, El príncipe feliz, que él hizo en Buenos Aires cuando tenía nueve años. Alvaro Melián Lafinur encuentra este trabajo «perfecto», y lo publica en el diario El País. El segundo texto fue una carta que escribió a uno de sus amigos que era abogado en Génova. Ésta la publica en un diario de esta ciudad en su texto original francés.

Dio su primera conferencia a los 23 o 24 años. Era El idioma de los argentinos. Obviamente, no la leyó, arguyendo su mala vista. Es Rojas Silveyra quien le reemplaza; Georgie estuvo a punto de no asistir, por miedo; pero cambió de opinión en el último momento para no apenarme, como él dijo luego.

Yo supe pronto que él sería escritor. A los seis años había compuesto un pequeño cuento, en español clásico, titulado La orilla fatal; tenía cuatro o cinco páginas. Cuando era pequeño tenía un lenguaje del todo extraordinario. ¿Quizá lo entendía mal? Desfiguraba completamente muchas palabras.

Tenía pasión por los animales, sobre todo por las bestias feroces. Cuando íbamos al jardín zoológico, era difícil hacerle salir. Yo, siendo pequeña, tenía miedo de él, que era grande y fuerte. Tenía miedo de que se encolerizara y me golpeara... Pero él era muy bueno. Cuando no quería ceder, le quitaba sus libros; eso era determinante. La lectura fue pronto su gran pasión. Pero le gustaba también mucho salir, a la calle o al jardín. Este último tenía una gran palmera de la cual Georgie se acuerda en sus versos llamándola «conventillo de pájaros». Bajo esta palmera él inventaba con su hermana juegos, sueños, proyectos. Creaban los personajes con los que jugaban; estaban en su isla.

Al principio, a Georgie no le gustaban las visitas de los amigos de mi marido. Luego se acostumbró. Pronto, por ejemplo, cuando Carriego venía, a él le gustaba quedarse abajo con los mayores para oír al poeta recitar sus propios versos, o bien El misionero, de Almafuerte; se quedaba allí, con los grandes ojos abiertos...

En nuestra primera vuelta de Europa hizo grandes amistades y le resultó duro cuando debimos volver a partir para Londres donde mi marido tenía que cuidarse los ojos. Georgie estaba entonces enamorado de una joven que él había conocido en casa de unos amigos y a la que dedica algunos poemas de Fervor de Buenos Aires... Pero no se casó jamás, cosa que yo lamento mucho. Tuvo un tiempo en el que no le gustaban los niños; pero cuando su hermana Nora los tuvo los quiso apasionadamente. Como yo lo había hecho para mi marido, que veía muy mal también, le leía todo a Georgie desde los siete años. Y cuando escribe, me dicta. Hay algunas cosas que él no me ha leído, como el poema Los dones, tan triste, donde él habla de sus ojos. Pero lo leí cuando se imprimió. «¿Cómo hiciste?», le pregunté, y él me respondió: «Sí, lo dicté a alguien en la biblioteca porque pensé que te daría pena». En efecto, él disimula todo lo que se relaciona con su mala vista, lo disimula mucho. Está siempre de buen humor, pero sé bien que en el fondo hay otra cosa...

Es necesario que yo le cuente cómo conoció a Victoria Ocampo. Fue después de esta famosa conferencia sobre El idioma de los argentinos, que la prensa publica al día siguiente. Aquella misma noche, Victoria le escribió una carta: «Usted ha sabido decir lo que yo siempre he pensado de la lengua española y no he podido decir. Quisiera hablarle». Quedó impactado; él, un muchacho: «¿Qué puedo yo decirle a Victoria? ¡A Victoria Ocampo!» «Pero ella te está diciendo de lo que quiere que le hables». La carta llegó un sábado y ella invitó a Georgie a almorzar para el día siguiente. Fue allí y, naturalmente, hablaron mucho. Luego Victoria vino a casa. Georgie ha tenido siempre por ella al mismo tiempo que mucho afecto, un gran respeto. Él es también un gran amigo de Silvina Ocampo y de su marido Adolfo Bioy Casares, a quien conoció antes de su matrimonio.

En aquella época dibujaba animales tumbado en el suelo, y comenzaba siempre al revés, por las patas. Dibujaba sobre todo tigres, que eran sus animales favoritos. Después de los tigres y de otros animales salvajes, pasa a animales prehistóricos sobre los que él leyó durante dos años todo lo que es posible leer. Enseguida se apasionó por las cosas egipcias y leyó sobre ello incesantemente hasta el momento en el que cae en la literatura china. Hay varios libros sobre este tema. En suma, él ama todo lo que es misterioso. Es así como ha escrito muchas conferencias sobre la Cabala. Incluso los judíos le han preguntado cómo sabe él tanto de la Cabala. Luego de eso tuvo la época de Dante, sobre el que él ha escrito mucho. Yo creo que se podría hacer un libro. Él ha profundizado mucho en este tema y dice que la Divina Comedia es lo más extraordinario de la literatura humana. ¡Fue necesario que yo se lo leyera en italiano!

Cuando estaba en el colegio, Georgie era buen estudiante, aplicándose a sus deberes y a sus lecciones, pero las matemáticas le costaban. Por el contrario, le gustaba la historia y, naturalmente, la literatura, así como la gramática y la filosofía, En cuanto a esta última disciplina, leía mucho y hablaba con su padre, porque mi marido, aun siendo abogado, había hecho un curso de psicología inglesa en el Instituto de Lenguas Vivas. Los dos comenzaron a hablar de filosofía cuando Georgie tenía diez años. Mi marido, que murió en 1938, estaba orgulloso de su hijo; él también había escrito poemas y la primera traducción española en verso de las Rubayatas de Omar Khayyam, Pero él cedió todo su interés en este dominio a su hijo.

Georgie tuvo dos accidentes graves, uno de ellos cuando era un niño. Cayó del primer vagón de un tranvía y las ruedas del segundo coche pasaron a algunos centímetros de su cabeza; algunos cabellos suyos quedaron cortados, a sus gafas no les pasó nada, pero su nariz quedó estropeada. Tuvo otro accidente horrible, a raíz del cual empezó a escribir cuentos fantásticos, lo que no le había ocurrido antes. Yo creo que algo cambió entonces en su cerebro. En todo caso, estuvo un cierto tiempo entre la vida y la muerte. Era en la víspera de Navidad, Georgie había ido a buscar a una invitada que debía venir a almorzar. ¡Y Georgie no llegaba! Yo estaba como loca hasta el momento en que telefonearon de la policía. Mi marido y yo partimos enseguida.

Había ocurrido que el ascensor no funcionaba y Georgie había subido las escaleras muy rápido y no había visto una ventana abierta cuyo vidrio se incrustó en su cabeza. Se le ven aún las cicatrices. La herida no había sido bien desinfectada en los puntos de sutura. Tenía cuarenta grados de fiebre al día siguiente. La fiebre continuó y fue necesario operar finalmente en plena noche. Estuvo entre la vida y la muerte durante dos semanas, con cuarenta o cuarenta y un grados de fiebre. Al principio de la primera, la fiebre había comenzado a bajar, y me dijo: «Léeme un libro, léeme una página». Había tenido delirios y veía animales entrar por la puerta, etc. Yo le leí una página y él me dijo entonces: «Todo va bien. ¿Cómo estás? Sí, sé que no voy a enloquecer, lo he comprendido perfectamente». Después de su vuelta a casa se puso a escribir un cuento fantástico, el primero. Era en 1938, y él tenía 39 años. El libro del que yo le había leído una página en la clínica era las Crónicas marcianas, de Bradbury (que él prologó más tarde). Y después, él no ha escrito sino cuentos fantásticos que me dan un poco de terror, porque no los comprendo bien. Le dije un día: «¿Por qué no escribes de nuevo las mismas cosas que antes?» Y me respondió: «Déjalo, déjalo». Él tenía razón.


* Palabras recogidas por Antoine Travers y publicadas en francés en L'Herne, París, 1969
Traducción: Juan Malpartida


Homenaje a Jorge Luis Borges
Cuadernos Hispanoamericanos 505/507
Esta publicación dirigida por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales y José Antonio Maravall 
Madrid, Julio-Septiembre 1992

Imagen: Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges
Foto gentileza de Guillermo García

9/4/18

Olga Orozco: Jorge Luis Borges en su historia de la eternidad *






Soy de un país áspero, desmemoriado, indiferente y extendido, en el que las llanuras desnudan cada piedra, la señalan, la acusan, delatan al viajero solitario, y los crepúsculos son insoportables porque se prolongan hasta la extenuación amenazando con una eternidad sin sueño. Tal vez por lo primero Borges se nos antoja siempre desmesurado en su intemperie (como a los héroes, como a los espíritus de la visitación, nunca lo hemos visto de tamaño natural); y quizá por lo segundo el mismo Borges transgrede a cada rato el tiempo lineal para franquear la eternidad, esa «fatigada esperanza».

Es alguien que a fuerza de negar el destino comúnmente anecdótico de cualquier hombre —aunque datos no faltan— parece lograr que lo invada una sustancia neblinosa, un laborioso aire de vaguedad, pero tan imponente que logra perdurar con mayor fuerza que una cara tajante o un conjunto de contornos recortados, definidos. Nos quedamos mirando a ese Jorge Luis Borges de una hora precisa de cualquier día fijo como si igual que su obra estuviera hecho de infinitas superposiciones de tiempos y distancias. Sombras de pudor, de ironía, de perplejidad, de duda, de sabiduría, de humor, de inocencia, de placidez, de emoción contenida, agitan esa superficie de imágenes, «ese caos de apariencias», ese «simulacro en que la naturaleza lo ha encarcelado», como dice él mismo.

Ese hombre alto, esa especie de vacilante rapsoda casi ciego, para quien la estatura parece constituir una evidencia fastidiosa y cada movimiento una indecisa espera del azar, ha sido comparado con un barco en zozobra, con alguien a punto de naufragar en el mundo físico.

Y así es. Porque si bien la llamada realidad inmediata —la única que se nos ofrece sin buscarla— es prolija, organizada, aparentemente accesible y bastante fija, bien mirada es dudosa, colmada de duplicidades, de subterfugios, de enmascaramientos, de rupturas. Borges dice que hemos soñado el mundo como algo resistente, visible, ubicuo en el espacio y firme en el tiempo, pero que hemos consentido en su arquitectura tenues y eternos intersticios de sinrazón para saber que es falso. «La sustancia más firme de la felicidad de los hombres es una lámina interpuesta sobre ese abismo y que mantiene nuestro mundo ilusorio. No se requiere un terremoto para romperla. Basta apoyar el pie», agrega en Otras inquisiciones [+]. ¿Hemos consentido tales blancos, tales fisuras, tal abismo ininterrumpido? ¿Y ante quién? ¿Y desde qué realidad o irrealidad comenzamos a soñar o continuamos soñando? ¿Y esa débil lámina de la que habla encubre también dificultosamente la precariedad del universo, la limitación del yo, la inconsistencia del tiempo?

Y bien, allí está su obra como una refutación de toda esa engañosa intolerable realidad, como un alerta contra sus tergiversaciones, como una protesta contra sus regateos y también como una ampliación de sus alcances, aunque no se proponga crear un orbe paralelo. Es otro suelo infatigable, vertiginosamente significativo, el que nos ofrece. Un suelo de escritura donde podemos tratar de descubrir las verdaderas reglas del trazado del mundo, ordenar los mosaicos de las posibilidades en diferentes combinaciones, apostar a una u otra conjetura, multiplicar lo improbable y deslizarnos por todos los espejismos de la razón de manera ascendente y descendente, lateral, simultánea.

Sobre ese tablero vibrante y móvil, que gira y se desliza, se producen sorprendentes proliferaciones, permutas y anulaciones de la personalidad; sí, la personalidad, «esa superstición occidental», acota desdeñosamente el creador. El yo, la nada y el otro son intercambiables. A veces como si las dos caras de una moneda traspasaran el filo de la oposición y se fusionaran hasta identificarse, hasta suplantarse: así la víctima y el victimario, el traidor y el traicionado, los rivales encarnizados, los antagonistas irreconciliables. Inclusive llega a decir en el prólogo de su Obra Poética confirmando este juego de imprevisibles inversiones: «Nuestras nadas poco difieren: es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios y yo su redactor», lo cual, a semejanza de otros equivalentes postulados que nos descolocan, nos produce la vertiginosa sensación de ser usurpadores, de ser erróneos, de ser ficticios. Otras veces, como en «La forma de la espada», cuando asegura: «Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres... Yo soy los oíros, cualquier hombre es todos los hombres», amplía el margen de opciones llevándonos a participar en una unidad metafísica o a caer, alternadamente, en el vacío total, como en «El inmortal», cuando hace hablar a Homero: «Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy... Yo he sido Homero; en breve seré nadie, como Ulises; en breve seré todos: estaré muerto». Oscilación, suspenso y caída que no presuponen una fe, que aniquilan la individualidad en el anonimato y la borran definitivamente.

Tampoco el tiempo es aceptado como una entidad consistente, lineal, continua, con una dirección precisa en su fluir, sino que se interrumpe, admite intercalaciones de eternidad, cambios en el orden, inversiones, recorridos cíclicos y circulares, combinaciones del pasado, el presente y el porvenir, numerosas hipótesis acerca de su comportamiento y su perduración. El pretérito es tan dúctil, tan modificable, como el futuro. «El porvenir es inevitable, preciso, pero puede no acontecer. Dios acecha en los intervalos», asegura en Otras inquisiciones [+]. (¿Cuál dios? ¿Ese que es una creación de la literatura fantástica y que él desearía que lo fuera de la literatura realista, .aunque tampoco cree en ésta porque la «realidad no es verbal»?) Continuando, si bien «no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal», se trata de destruir la duración corriente y la concatenación de causa a efecto. En Historia de la eternidad nos explica que una oscuridad, «no la más ardua ni la menos hermosa, es la que nos impide precisar la dirección del tiempo. Que fluye del pasado hacia el porvenir es la creencia común, pero no es más ilógica la contraria... Ambas son igualmente verosímiles e igualmente inverificables». Pero sobre todo existe el propósito de destruir la idea del tiempo, ya sea recurriendo a la repetición de lo cotidiano hasta anularlo en la prolongación de una sola jornada que se hace eterna, o a la forma de concentrar años en un minuto o dilatar un momento en varios años, o valiéndose de la identidad de sensaciones experimentadas por uno o varios protagonistas en distintos momentos, tal como sucede en «Refutación del tiempo», «El milagro secreto» y «Sentirse en muerte», respectivamente. Claro que el autor sabe que estos juegos intelectuales son impotentes para anular el tiempo y por lo tanto la muerte. Sus mismas declaraciones invalidan muchas de sus teorías más osadas, devolviéndoles su valor de pretextos para el pensamiento, de especulaciones mentales: «Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el universo astronómico, son desesperaciones aparentes y consuelos secretos. Nuestro destino no es espantoso por irreal; es espantoso porque es irreversible y de hierro. El tiempo es la sustancia de que estoy hecho... El mundo desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges» («Nueva refutación del tiempo»). Después de este reconocimiento llega el coherente pero patético enunciado con que abre las puertas de la duración en Otras Inquisiciones: «La vida es demasiado pobre para no ser también inmortal».

¿Pobre, la vida? No lo es, ciertamente, la de quien puede construir arquitecturas fantásticas en el ojo de una cerradura, detener en el aire durante cincuenta años el hacha del verdugo, multiplicar alfabetos y sueños que lo incluyen, contemplar un tigre hecho de muchos tigres y de ejércitos de tigres que parecen revelar otros tigres, ser él y ser el otro, desplegar los ocasos del sur con el vuelo de un pájaro, desandar el infinito en el espejo, reconstruir años enteros con la memoria de las nubes, siempre frente al papel, siempre ante «la inminencia de una revelación» que él cree modestamente que no se produce.

Porque para Borges vivir es escribir. El sujeto sólo existe como motivo del texto, puesto que el hombre no es sino relato, vigilancia de la trama, búsqueda de la exactitud. «En cuanto el relato deja de ser necesario puede morir. Es el narrador quien lo mata, puesto que ya no cumple una función».

¿Y quién es el narrador de nuestra vida, sino el mismo que nos sueña, el mismo que nos hace trazar un laberinto con nuestros propios pasos?

Quien soñaba con Borges despertó y Borges completó el laberinto que dibujó paso tras paso; lo cerró en Ginebra, cerca, muy cerca del comienzo. Alguien puso un punto final en su largo, prodigioso relato, en esa singular aventura verbal que acercaba mágicamente dos puntos muy dispares, o encontraba el atajo más breve y sorprendente para llegar al lugar elegido, o descubriría las claves sintácticas más eficaces para entrar en cualquier territorio o se demoraba rítmica y minuciosamente en la palabra de poder para salir de cualquier encrucijada, porque él extendía las fronteras de nuestra heredad, fijaba nuestro linaje en el idioma.

No voy a contar la otra trayectoria, la de sus circunstancias. No voy a contar los pormenores de una biografía. Borges creía en la igualdad esencial de los destinos humanos, y por eso nos dijo: «Si los destinos de Edgar Allan Poe, de los vikingos, de Judas Iscariote y de mi lector, secretamente son el mismo destino —el único posible—, la historia universal es la de un solo hombre».

Tal vez se refiriera a nacer, a amar, a padecer, a ignorar y a morir. No a circunstancias, triunfos, frustraciones ni glorias.

Pero yo le digo a usted, Jorge Luis Borges, ahora en su incierta eternidad, en su nadie, en su todo, que vista desde nuestro despojado país esa historia universal de un solo hombre, de la que usted nos habla, tiene una gran fisura, un tajo que la atraviesa de lado a lado.





* Ponencia leída en el Palazzo Vecchio de Florencia, 
durante el Congreso Mundial de Poetas celebrado en esa ciudad, 
en julio de 1986.


Homenaje a Jorge Luis Borges
Cuadernos Hispanoamericanos 505/507
Esta publicación dirigida por Pedro Laín Entralgo, Luis Rosales y José Antonio Maravall 
Madrid, Julio-Septiembre 1992

Imagen: Olga Orozco por Sara Facio


8/4/18

Jorge Luis Borges: Los Eloi y los Morlocks







El héroe de la novela The Time Machine (La máquina del tiempo), que el joven Wells publicó en 1895, viaja, mediante un artificio mecánico, a un porvenir remoto. Descubre que el género humano se ha dividido en dos especies: los Eloi, aristócratas delicados e inermes, que moran en ociosos jardines y se nutren de fruta; y los Morlocks, estirpe subterránea de proletarios, que, a fuerza de trabajar en la oscuridad, han quedado ciegos y que siguen poniendo en movimiento, urgidos por la mera rutina, máquinas herrumbradas y complejas que no producen nada. Pozos con escaleras en espiral unen ambos mundos. En las noches sin luna, los Morlocks surgen de su encierro y devoran a los Eloi.

El héroe logra huir al presente. Trae como único trofeo una flor desconocida y marchita, que se hace polvo y que florecerá al cabo de miles de siglos.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Borges por Hermenegildo Sabat, 1975

7/4/18

Jorge Luis Borges: «La estatua casera» de Adolfo Bioy Casares






Sospecho que un examen general de la literatura fantástica revelaría que es muy poco fantástica. He recorrido muchas Utopías —desde la epónima de More hasta Brave new world— y no he conocido una sola que rebase los límites caseros de la sátira o del sermón y que describa puntualmente un falso país, con su geografía, su historia, su religión, su idioma, su literatura, su música, su gobierno, su controversia matemática y filosófica... su enciclopedia, en fin: todo ello articulado y orgánico, por supuesto, y (me consta que soy muy exigente) sin alusión a los trabajos injustos que padeció el capitán de artillería Alfredo Dreyfus. De las novelas imaginativas de Wells (y aun de las de Swift) sabemos que hay en cada trama un solo elemento fantástico; de las 1001 Noches, que buena parte de su maravilla es involuntaria, ya que los egipcios del siglo trece creían en los talismanes y en los conjuros. En resumen: poco me asombraría que la Biblioteca Fantástica Universal no pasara de un tomo de Lewis Carroll, de un par de films de Disney, de un poema de Coleridge y (por distracción del autor) de los Opera omnia de Manuel Gálvez.

El reciente libro de Bioy Casares empieza por una enérgica vindicación de los cuentos fantásticos. Su argumento (si lo interpreto bien) es de orden moral: le parece una cobardía la explicación, una deshonra no inferior a la de quienes acumulan rarezas y acaban por declarar que se despertaron "y que todo era un sueño". De acuerdo, pero nuestro resentimiento ante ese recurso no es de índole moral: es su grosera facilidad lo que nos repugna. Otra cosa es la puntual justificación de hechos al parecer irreducibles: cf. G. K. Chesterton.

Paso a lo fundamental de este libro de Bioy Casares —y de todos sus libros—. Su voluntaria y cuidadosa incoherencia —¿me atreveré a decirlo?— me impresiona menos que sus ocasionales desahogos autobiográficos, que su nihilismo criollo. En el capítulo Una plaza y dos parques, Adolfo Bioy juega a las greguerías. Juega muy bien, pero es un juego que otros pueden jugar. (Un juego, en mi opinión, más adecuado a la literatura oral que a la escrita. Las muchachas inteligentes de Buenos Aires hablan en greguerías). Considero, en cambio, una página como Alrededor de la muerte. Su veracidad, su música, su temblor, su desesperación minuciosa, son admirables.

Traficar en consejos y en profecías es peligroso, cuando no impertinente, pero yo creo percibir en la terrible lucidez de esa página la voz fundamental —y futura— del escritor. Entiendo que en La vida múltiple de Juan Ruteno, los capítulos mejores son asimismo los que se parecen más a la realidad. Verbigracia: la evocación del verano denigrante de Buenos Aires.

Que yo sepa, nadie resiente como Bioy la inestabilidad de la vida, sus muchas grietas de entresueño y de muerte.




En Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 18, marzo de 1936
Luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana
Y en Jorge Luis Borges, Miscelánea, 2011
Imagen: Caricatura de Adolfo Bioy Casares por Andrés Alvez Vía


6/4/18

Javier Cercas: Borges, el mejor artífice








Uno de los muchos lugares comunes que todavía aíslan la obra de Jorge Luis Borges de muchos de sus potenciales lectores afirma que se trata de un escritor para escritores. Nada tan falso; es más: cabría incluso argumentar que, para un escritor en ciernes, sobre todo si escribe en castellano, la lectura precoz de Borges (como, digamos, la de Shakespeare o Proust) puede resultar paralizante, pues fácilmente le llevará a la conclusión por otra parte, nada infundada de que el escritor argentino ya lo ha escrito todo. La realidad es que Borges es un escritor para lectores: no sólo porque él se sintiera antes lector que escritor, un oficio este último que juzgaba menos intelectual y más indigno que el primero; también porque el impulso infalible que produce la lectura de Borges no es el de escribir, sino el de leer todo lo que él ha leído, lo cual es, desde luego, imposible. Claro está que, como todo gran escritor, Borges crea su propio lector, un lector minucioso y hedónico, encarnizadamente entregado a una lectura a brazo partido, que es la única que permite extraer de su obra todo el placer incomparable que alberga. Por lo demás, me parece muy difícil escribir en castellano y casi en cualquier otra lengua sin haber asimilado el legado de Borges: la prueba es que, si existe en literatura eso que suele llamarse posmodernidad y no veo por qué no va a existir, entonces Borges es, sin duda, su fundador; la prueba es que muchos narradores fundamentales de nuestro tiempo de Calvino a García Márquez, de Thomas Pynchon a Robert Curver no pueden sencillamente entenderse sin él. Dice Cabrera Infante que Borges es el mejor escritor en español desde Quevedo. No seré yo quien le contradiga.
Historia universal de la infamia ocupa un lugar peculiar en la obra de Borges. Se publicó en 1935. Borges acaba de cumplir 36 años y ya no es un joven escritor, pero tampoco un escritor del todo maduro, porque faltan todavía nueve años para que publique Ficciones; eso sí, ha escrito mucho y ha fundado revistas y publicado tres libros de poemas y cinco de ensayos, y el vanguardismo arrebatado de su juventud empieza a quedar atrás. Borges ya ha escrito prosa; pero no prosa narrativa: éste es su primer intento. Un intento tímido, como si salvo en Hombre de la esquina rosada aún no se atreviera a escribir cuentos directos y anduviera todavía en busca de esa singularísima mezcla de ensayo y relato con la que atinará al año siguiente, en El acercamiento a Almotásimabriéndole las puertas de sus grandes libros posteriores. Por eso las biografías de infames que constituyen la primera parte del libro no son sino juegos literarios o, como dice el propio Borges, ejercicios de alguien 'que no se animó a escribir cuentos y se distrajo en falsear y tergiversar ajenas historias'. Así, inspirándose en Vidas imaginarias, de Marcel Schowb, Borges parte de personajes históricos cuyas vidas deforma deliberadamente de acuerdo con los caprichos rigurosos de su imaginación; el resultado es un puñado de vertiginosos relatos de aventuras exóticas y a menudo hilarantes, poblados de atroces redentores, impostores inverosímiles, proveedores de iniquidades y asesinos desinteresados, de piratas aguerridos y cruelísimos como la viuda Ching, a quien no consiguieron derrotar las armas del emperador, pero sí una fábula inscrita en una muchedumbre de cometas, o, como el maestro de ceremonias Kotsuké no Suké, 'varón inaccesible al honor', cuyo celo (o cuya displicencia) provoca la muerte del señor de la Torre de Ako y la dilatada venganza de sus capitanes, que alimenta durante siglos una leyenda de lealtad sobrehumana, o, como Hakim de Merv, un tintorero del Turquestán cuya cara, que ciega a los hombres, le insta a proclamarse profeta de una nueva y atroz fe de guerra y de martirio, y a instaurar una cosmogonía sin esperanza en la que 'el asco es la virtud fundamental'. No comparecen en estas páginas barrocas los espejos, tigres, laberintos y bibliotecas que, en sus libros futuros, Borges convertirá en símbolos y emblemas inimitables y, sin embargo, demasiado imitados de su universo literario; lo hacen, siquiera de forma incipiente, en la última sección del libro, titulada 'Etcétera', donde se recogen un puñado de fábulas mínimas o pases de magia que anticipan los prodigios de Ficciones o El Aleph: un teólogo que testarudamente niega que la caridad sea necesaria para entrar en el cielo sin saber que él mismo ya habita el infierno; la puerta fatal de un castillo que se abre a una sucesión de maravillas y a la destrucción de quien osa abrirla; un ingrato aprendiz de brujo que es víctima de su propia ingratitud; un hechicero que convoca en la palma de su mano todas las cosas infinitas que han estado y están y estarán en el mundo... En rigor, sin embargo, estas historias no pertenecen a Borges (quien sólo traduce y recuenta historias de Swedenborg, de Las 1001 noches, de don Juan Manuel, de Burton), pero, gracias al poder de la palabra, Borges las convierte en historias rigurosamente borgianas y demuestra que la verdadera novedad se halla siempre en el pasado, que la noción de plagio es meramente mercantil y que sólo los escritores que carecen de originalidad persiguen desesperadamente la originalidad. El volumen se completa con Hombre de la esquina rosada, un relato de malevos porteños en el que pueden reconocerse los temas y las atmósferas de Borges, pero no su voz, y que por alguna razón misteriosa se ha convertido en uno de sus relatos más célebres, siendo uno de los menos borgianos y acaso de los menos conseguidos.
Ignoro si Historia universal de la infamia es la mejor entrada al universo de Borges; como he notado que es un libro que suele gustar a quienes gustan poco de Borges, tiendo a pensar que no lo es. Pero da lo mismo. Cuando se accede a la felicidad de leer a Borges, ya no se distingue mucho entre un libro y otro: sólo se lee a Borges; pero también conviene advertir que, cuando se entra en Borges (como cuando se entra en Shakespeare o en Proust), ya es muy difícil salir de él. Esa contraindicación debería figurar en todos sus libros.
En El País, Madrid, sábado 21 de septiembre de 2002
Foto: Jorge Luis Borges, recorte de publicación periódica s/d

5/4/18

Jorge Luis Borges: Los laberintos policiales y Chesterton







El inglés conoce la agitación de dos incompatibles pasiones: el extraño apetito de aventuras y el extraño apetito de legalidad. Escribo "extraño", porque para el criollo lo son. Martín Fierro, santo desertor del ejército, y el aparcero Cruz, santo desertor de la policía, profesarían un asombro no exento de malas palabras y de sonrisas ante la doctrina británica (y norteamericana) de que la razón está con la ley, infaliblemente; pero tampoco se avendrían a imaginar que su desmedrado destino de cuchilleros era interesante o deseable. Matar, para el criollo, era desgraciarse. Era un percance de hombre, que en sí no daba ni quitaba virtud. Nada más opuesto al Asesinato considerado como una de las Bellas Artes del "mórbidamente virtuoso" De Quincey o a la Teoría del Asesinato Moderado del sedentario Chesterton.

Ambas pasiones —la de las aventuras corporales, la de la rencorosa legalidad— hallan satisfacción en la corriente narración policial. Su prototipo son los antiguos folletines y presentes cuadernos del nominalmente famoso Nick Carter, atleta higiénico y sonriente, engendrado por el periodista John Coryell en una insomne máquina de escribir, que despachaba setenta mil palabras al mes. El genuino relato policial —¿precisaré decirlo?— rehúsa con parejo desdén los riesgos físicos y la justicia distributiva. Prescinde con serenidad de los calabozos, de las escaleras secretas, de los remordimientos, de la gimnasia, de las barbas postizas, de la esgrima, de los murciélagos de Charles Baudelaire y hasta del azar. En los primeros ejemplares del género (El misterio de Marie Rogét, 1842, de Edgar Allan Poe) y en uno de los últimos (Unravelled knots de la baronesa de Orczy: Nudos desatados) la historia se limita a la discusión y a la resolución abstracta de un crimen, tal vez a muchas leguas del suceso o a muchos años. Las cotidianas vías de la investigación policial —los rastros digitales, la tortura y la delación— parecerían solecismos ahí. Se objetará lo convencional de ese veto, pero esa convención, en ese lugar, es irreprochable: no propende a eludir dificultades, sino a imponerlas. No es una conveniencia del escritor, como los confidentes borrosos de Jean Racine o como los apartes escénicos.

La novela policial de alguna extensión linda con la novela de caracteres o psicológica (The moonstone, 1868, de Wilkie Collins, Mr. Digweed and Mr. Lumb, 1934, de Phillpotts.) El cuento breve es de carácter problemático, estricto; su código puede ser el siguiente:

A) Un límite discrecional de seis personajes. La infracción temeraria de esa ley tiene la culpa de la confusión y el hastío de todos los films policiales. En cada uno nos proponen quince desconocidos, y nos revelan finalmente que el desalmado no es Alpha que miraba por el ojo de la cerradura ni menos Beta que escondió la moneda ni el afligente Gamma que sollozaba en los ángulos del vestíbulo sino ese joven desabrido Upsilon que hemos estado confundiendo con Phi, que tanto parecido tiene con Tau el ascensorista suplente. El estupor que suele producir ese dato es más bien moderado.

B) Declaración de todos los términos del problema. Si la memoria no me engaña (o su falta) la variada infracción de esta segunda ley es el defecto preferido de Conan Doyle. Se trata, a veces, de unas leves partículas de ceniza, recogidas a espaldas del lector por el privilegiado Holmes, y sólo derivables de un cigarro procedente de Burma, que en una sola tienda se despacha, que sirve a un solo cliente. Otras, el escamoteo es más grave. Se trata del culpable, terriblemente desenmascarado a última hora para resultar un desconocido, una insípida y torpe interpolación. En los cuentos honestos, el criminal es una de las personas que figuran desde el principio.

C) Avara economía en los medios. El descubrimiento final de que dos personajes de la trama son uno solo, puede ser agradable —siempre que el instrumento de los cambios no resulte una barba disponible o una voz italiana, sino distintas circunstancias y nombres. El caso adverso —dos individuos que están remedando a un tercero y que le proporcionan ubicuidad— corre el seguro albur de parecer una cargazón.

D) Primacía del cómo sobre el quién. Los chapuceros ya execrados por mí en el acápite A abundan en la historia de una alhaja puesta al alcance de quince hombres —mejor dicho, de quince apellidos, porque nada sabemos de su carácter— y luego retirada por el manotón de uno de ellos. Se imaginan que el hecho de averiguar de qué apellido procedió el manotón, es de considerable interés.

E) El pudor de la muerte. Homero pudo transmitir que una espada tronchó la mano de Hypsenor y que la mano ensangrentada rodó por tierra y que la muerte color sangre y el severo destino se apoderaron de los ojos; pero esas pompas de la muerte no caben en la narración policial, cuyas musas glaciales son la higiene, la falacia y el orden.

F) Necesidad y maravilla en la solución. Lo primero establece que el problema debe ser un problema determinado, apto para una sola respuesta. Lo segundo requiere que esa respuesta maraville al lector —sin apelar a lo sobrenatural, claro está, cuyo manejo en este género de ficciones es una languidez y una felonía. También están prohibidos el hipnotismo, las alucinaciones telepáticas, los presagios, los elixires de operación desconocida, los ingeniosos trucos seudocientíficos y los talismanes. Chesterton, siempre, realiza el tour de force de proponer una aclaración sobrenatural y de reemplazarla luego, sin pérdida, con otra de este mundo.

The scandal of Father Brown, el más reciente libro de Chesterton (Londres, 1935) me ha sugerido los dictámenes anteriores. De las cinco series de crónicas del pequeño eclesiástico, ésta debe ser la menos feliz. Incluye, sin embargo, dos cuentos que no me gustaría ver rechazados de la antología o canon browniano: el tercero, La fulminación del libro; el octavo, El problema insoluble. La premisa de aquél es emocionante: se trata de un averiado libro sobrenatural que opera la instantánea desaparición de cuantos imprudentes lo abren. Alguien anuncia por teléfono que tiene el libro por delante y que lo va a abrir; el interlocutor espantado "oye una especie de explosión silenciosa". Otro de los fulminados deja un agujero en un vidrio; otro, un rasgón en una lona; otro, su deshabitada pierna de palo. El dénouement es bueno, pero puedo jurarles que el más devoto de sus lectores lo presintió, al promediar la página 73... Abundan rasgos que son muy de G. K.: verbigracia, aquel lóbrego enmascarado de guantes negros, que resulta después un aristócrata, opugnador total del nudismo.

Los lugares del crimen son admirables, como en todo libro de Chesterton —y cuidadosa y sensacionalmente falsos. ¿Ha denunciado alguien la afinidad entre el Londres fantástico de Stevenson y el de Chesterton, entre los enlutados caballeros y jardines nocturnos del Suicide Club y los de la ahora quíntuple Saga del Padre Brown?



Sur, Buenos Aires, Año V, N° 10, julio de 1935
Y también en J. L. Borges, Ficcionario, México, FCE, 1985

Incluido luego en Borges en Sur (1931-1980)
© 1999 María Kodama
© 2011 para la edición en castellano para España y América Latina, Penguin House Mondadori
© 2011 y © 2016 Buenos Aires, Sudamericana


Foto: Retrato de Borges sin data, incluido
en Alicia Jurado, Genio y figura de Jorge Luis Borges (1964)


4/4/18

Jorge Luis Borges: El apócrifo Menard [Entrevista con Roberto Alifano]









Como todo literato, Borges gustaba de poner trampas a sus lectores. Trampas que sugerían muy otra cosa de aquello que podían parecer. Una muestra ejemplar es La secta del Fénix, en la que nos habla de misteriosos catecúmenos que practicaban, practican y practicarán, ese rito al que los hombres suelen echar mano en su soledad. Pierre Menard es un invento genial de Borges que desde su erudición hace creer de su existencia a los más rigurosos. En el bar de un hotel de la ciudad de Rosario, después de un diálogo sobre literatura fantástica que habíamos mantenido, registré este diálogo:

—Borges, por qué no me cuenta cómo se le ocurrió la historia de Pierre Menard, autor del Quijote, que a muchos lectores pareció verídica.

—Ah, sí, mucha gente la tomó en serio. Incluso hubo un colega que me dijo después de haberlo leído: «Bueno, mirá che, es un artículo interesante el que escribiste sobre ese personaje llamado Menard, yo tenía conocimiento de él; aunque, te tengo que ser sincero, siempre me pareció un poco loco. Un francés bastante rayado, mirá que ponerse a plagiar así a Cervantes».


—¿O sea que creyó que era un personaje real?

—Sí. Bueno, yo le seguí la corriente; le dije que lo había conocido personalmente y que lo que buscaba era hacer un resumen de su obra y de su vida. Y también una señora me dijo: «Borges, me parece lamentable que un zonzo como ese tal Pierre Menard haya imitado a un poeta al que yo admiro tanto, a Paul Jean Toulet».

—¿Y usted qué le respondió?

—Que Pierre Menard no era un zonzo, que era un hombre que había llegado a un grado tal que no podía hacer más que esto, que era un nihilista, un gran escéptico, un hombre de una gran modestia, pero, al mismo tiempo, de una gran ambición.

Borges hace una pausa y sonríe pícaramente. Para que no se interrumpa el diálogo, que me parece interesante, me adhiero a su defensa de Pierre Menard.

—Me parece que está muy bien de su parte el haberlo defendido. Estoy de acuerdo con usted; coincido en que es injusto llamarlo zonzo.

—Uno debe defender a sus personajes, ¿no? —aprueba Borges.

—Pero sí, por supuesto. Además, Pierre Menard es un hombre inteligente, muy inteligente, que se da cuenta de la inutilidad de la literatura; y también de una enorme cortesía.

—Ah, sí, claro, es sobre todo un hombre muy cortés —prosigue Borges—. Una persona inteligente que llega a la conclusión de que hay demasiados libros, de que no está bien seguir atestando las bibliotecas con volúmenes nuevos, y que, bueno, condescender a la copia es una forma de cultura, una forma de respeto, y, ¡por qué no! También una suerte de resignación.

—¿Y una buena cuota de humor? —agrego.

—Claro, por supuesto, una muy buena cuota de humor —asiente Borges—. Pero le voy a decir que cuando yo escribí esta historia, el personaje se me presentó como muy complejo, no como un zonzo. Pierre Menard estaba realizando una tarea vana, conscientemente vana, pero inteligente, ¿no le parece?

—Sí, sobre todo una tarea con sentido. No agregar más libros a las bibliotecas, entre otras. Yo lo veo a Pierre Menard como un hombre genial que se instala en una mesa, abre el Quijote y, casi al azar, copia un capítulo, pero no busca componer otro Quijote; sino escribir «el Quijote». Su admirable ambición era producir un texto que coincidiera palabra por palabra y línea por línea con las de Cervantes. ¿Qué empresa difícil, no?

Borges se entusiasma al hablar de su famoso personaje, y aporta otra clave para entender el cuento:

—Luego Pierre Menard quería olvidar todo eso, quería conservar esa copia como una obra inmortal. Él olvida todo eso, olvida que la ha copiado y lo reencuentra en sí mismo. Bueno, y ahí está la idea de que no inventamos nada, de que todo responde a la memoria, de que se trabaja con la memoria o, para decirlo de una manera más precisa, de que se trabaja con el olvido.

—El relato lo escribió después de ese accidente que tuvo hacia fines de los años treinta, ¿no? —pregunto.

—Sí. El accidente fue en la Nochebuena de 1938, y el resultado, o la consecuencia, digamos, fue Pierre Menard, autor del Quijote.

—¿Fue un accidente grave, Borges?

—Muy grave. Me llevé por delante, cuando subía la escalera, una ventana abierta. La herida se me infectó y me produjo septicemia; y estuve casi un mes entre la vida y la muerte. Luego cuando me curé yo temí por mi integridad mental y me dije: «si puedo escribir es que estoy bien». Con audacia me propuse relatar una historia, algo que nunca había hecho antes, y así se me ocurrió Pierre Menard. Una especie de broma que llegó a confundir a mucha gente.



En: Alifano, Roberto; El humor de Borges (1995)
Manuscrito original de Pierre Menard autor del Quijote, en cuaderno de contabilidad y tinta negra

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