4/2/18

Jorge Luis Borges: Profesión de fe literaria (1926)






Yo soy un hombre que se aventuró a escribir y aun a publicar unos versos que hacían memoria de dos barrios de esta ciudad que estaban entreveradísimos con su vida, porque en uno de ellos fue su niñez y en el otro gozó y padeció un amor que quizá fue grande. Además, cometí algunas composiciones rememorativas de la época rosista, que por predilección de mis lecturas y por miedosa tradición familiar, es una patria vieja de mi sentir. En el acto se me abalanzaron dos o tres críticos y me asestaron sofisterías y malquerencias de las que asombran por lo torpe. Uno me trató de retrógrado; otro, embusteramente apiadado, me señaló barrios más pintorescos que los que me cupieron en suerte y me recomendó el tranvía 56 que va a los Patricios en lugar del 96 que va a Urquiza; unos me agredían en nombre de los rascacielos; otros, en el de los rancheríos de latas. Tales esfuerzos de incomprensión (que al describir aquí he debido atenuar, para que no parezcan inverosímiles) justifican esta profesión de fe literaria. De este mi credo literario puedo aseverar lo que del religioso: es mío en cuanto creo en él, no en cuanto inventado por mí. En rigor, pienso que el hecho de postularlo es universal, hasta en quienes procuran contradecirlo.
Éste es mi postulado: toda literatura es autobiográfica, finalmente. Todo es poético en cuanto nos confiesa un destino, en cuanto nos da una vislumbre de él. En la poesía lírica, este destino suele mantenerse inmóvil, alerta, pero bosquejado siempre por símbolos que se avienen con su idiosincrasia y que nos permiten rastrearlo. No otro sentido tienen las cabelleras, los zafiros y los pedazos de vidrio de Góngora o las perradas de Almafuerte y sus lodazales. En las novelas es idéntico el caso. El personaje que importa en la novela pedagógica El criticón, no es Critilo ni Andrenio ni las comparsas alegóricas que los ciñen: es el fraile Gracián, con su genialidad de enano, con sus retruécanos solemnes, con sus zalemas ante arzobispos y próceres, con su religión de la desconfianza, con su sentirse demasiado culto, con su apariencia de jarabe y fondo de hiel. Asimismo, nuestra cortesía le finge credulidades a Shakespeare, cuando éste infunde en cuentos añejos su palabreo magnífico, pero en quien creemos verdaderamente es en el dramatizador, no en la hijas de Lear. Conste que no pretendo contradecir la vitalidad del drama y de las novelas; lo que afirmo es nuestra codicia de almas, de destinos, de idiosincrasias, codicia tan sabedora de lo que busca, que si las vidas fabulosas no le dan abasto, indaga amorosamente la del autor. Ya Macedonio Fernández lo dijo.
El caso de las metáforas es igual. Cualquier metáfora, por maravilladora que sea, es una experiencia posible y la dificultad no está en su invención (cosa llanísima, pues basta ser barajador de palabras prestigiosas para obtenerla), sino en causalizarla de manera que logre alucinar al que lee. Esto lo ilustraré con un par de ejemplos. Describe Herrera y Reissig (Los peregrinos de piedra, página 49 de la edición de París):
Tirita entre algodones húmedos la arboleda;
la cumbre está en un blanco éxtasis idealista
Aquí suceden dos rarezas: en vez de neblina hay algodones húmedos entre los que sienten frío los árboles y, además, la punta de un cerro está en éxtasis, en contemplación pensativa. Herrera no se asombra de este duplicado prodigio, y sigue adelante. El mismo poeta no ha realizado lo que escribe. ¿Cómo realizarlo nosotros?
Vengan ahora unos renglones de otro oriental (para que en Montevideo no se me enojen) acerca del obrero que suelda la vía. Son de Fernán Silva Valdés y los juzgo hechos de perfección. Son una metáfora bien metida en la realidad y hecha momento de un destino que cree en ella de veras y que se alegra con su milagro y hasta quiere compartirlo con otros. Rezan así:
Qué lindo,
vengan a ver qué lindo:
en medio de la calle ha caído una estrella; y un hombre enmascarado
por ver qué tiene adentro se está quemando en ella

Vengan a ver qué lindo:
en medio de la calle ha caído una estrella;
y la gente, asombrada,
le ha formado una rueda
para verla morir entre sus deslumbrantes
boqueadas celestes.
Estoy frente a un prodigio
—a ver quién me lo niega—
en medio de la calle
ha caído una estrella.
A veces la sustancia autobiográfica, la personal, está desaparecida por los accidentes que la encarnan y es como corazón que late en la hondura. Hay composiciones o líneas sueltas que agradan inexplicablemente: sus imágenes son apenas aproximativas, nunca puntuales; su argumento es manifiesto frangollo de una imaginación haragana, su dicción es torpe y, sin embargo, esa composición o ese verso aislado no se nos cae de la memoria y nos gusta. Esas divergencias del juicio estético y la emoción suelen engendrarse de la inhabilidad del primero: bien examinados, los versos que nos gustan a pesar nuestro, bosquejan siempre un alma, una idiosincrasia, un destino. Más aún: hay cosas que por sólo implicar destinos, ya son poéticas: por ejemplo, el plano de una ciudad, un rosario, los nombres de dos hermanas.
Hace unos renglones he insistido sobre la urgencia de subjetiva u objetiva verdad que piden las imágenes; ahora señalaré que la rima, por lo descarado de su artificio, puede infundir un aire de embuste a la composiciones más verídicas y que su actuación es contrapoética, en general: Toda poesía es una confidencia, y las premisas de cualquier confidencia son la confianza del que escucha y la veracidad del que habla. La rima tiene un pecado original: su ambiente de engaño. Aunque este engaño se limite a amargarnos, sin dejarse descubrir nunca, su mera sospecha basta para desalmar un pleno fervor. Alguien dirá que el ripio es achaque de versificadores endebles; yo pienso que es una condición del verso rimado. Unos lo esconden bien y otros mal, pero allí está siempre. Vaya un ejemplo de ripio vergonzante, cometido por un poeta famoso:
Mirándote en lectura sugerente
llegué al epílogo de mis quimeras;
tus ojos de palomas mensajeras
volvían de los astros, dulcemente.

Es cosa manifiesta que esos cuatro versos llegan a dos, y que los dos iniciales no tienen otra razón de ser que la de consentir los dos últimos. Es la misma trampa de versificación que hay en esta milonga clásica, ejemplo de ripio descarado:
Pejerrey con papas,
butifarra frita;
la china que tengo
nadie me la quita…
He declarado ya que toda poesía es plena confesión de un yo, de un carácter, de una aventura humana. El destino así revelado puede ser fingido, arquetípico (novelaciones del Quijote, de Martín Fierro, de los soliloquistas de Browning, de los diversos Faustos), o personal: autonovelaciones de Montaigne, de Tomás De Quincey, de Walt Whitman, de cualquier lírico verdadero. Yo solicito lo último.
¿Cómo alcanzar esa patética iluminación sobre nuestras vidas? ¡Cómo entrometer en pechos ajenos nuestra vergonzosa verdad? Las mismas herramientas son trabas: el verso es una cosa canturriadora que anubla la significación de las voces; la rima es juego de palabras, es una especie de retruécano en serio; la metáfora es un desmandamiento del énfasis, una tradición de mentir, una cordobesada en que nadie cree. (Sin embargo, no podemos prescindir de ella: el estilo llano que nos prescribió Manuel Gálvez es una redoblada metáfora, pues estilo quiere decir, etimológicamente, punzón, y llano vale por aplanado, liso y sin baches. Estilo llano, punzón que se asemeja a la pampa. ¿Quién entiende eso?)
La variedad de palabras es otro error. Todos los preceptistas la recomiendan; pienso que con ninguna verdad. Pienso que las palabras hay que conquistarlas, viviéndolas, y que la aparente publicidad que el diccionario les regala es una falsía. Que nadie se anime a escribir suburbio sin haber caminoteado largamente por sus veredas altas; sin haberlo deseado y padecido como a una novia; sin haber sentido sus tapias, sus campitos, sus lunas a la vuelta de un almacén, como una generosidad. Yo he conquistado ya mi pobreza; ya he reconocido, entre miles, las nueve o diez palabras que se llevan bien con mi corazón; ya he escrito más de un libro para poder escribir, acaso, una página. La página justificativa, la que sea abreviatura de mi destino, la que sólo escucharán tal vez los ángeles asesores, cuando suene el Juicio Final.
Sencillamente: esa página que en el atardecer, ante la resuelta verdad de fin de jornada, de ocaso, de brisa oscura y nueva, de muchachas que son claras frente a la calle, yo me atrevería a leerle a un amigo.




En El tamaño de mi esperanza
Buenos Aires, Editorial Proa, 1926 (cover)

Luego, ©1995 1996 María Kodama
©2016 Buenos Aires, Penguin Random House





Imagen arriba para este blog: Otro Borges de Miguel Ruibal (2018) 
[Flickr] [Tw] [FB]
Carbonilla, pasteles y acrílicos
22 cms. de base x 28,5 cms. de alto

2/2/18

Jorge Luis Borges-Roberto Alifano: Funes y el insomnio







A.: Borges, me interesaría conocer la circunstancia que motivó su magnífico cuento Funes el memoriosoy si usted no se opone, que indaguemos un poco a ese curioso personaje que compensa sus carencias a través de la memoria. ¿Es cierto que corresponde a una crisis suya de insomnio?
B.: Bueno, yo no comparto demasiado su criterio, pero ¡qué le vamos a hacer!… Ahora, le voy a revelar un hecho que tal vez pueda interesar a los psicólogos. Usted sabe que una vez escrito ese cuento, una vez descripta esa horrible perfección de la memoria, que acababa matando a su hombre, el insomnio que tanto me angustiaba desapareció.
A.: O sea que la consumación de ese cuento fantástico obró como terapia en usted. Hay mucha gente que sostiene que ese cuento es autobiográfico; sin duda lo es, ya que es como una especie de hipérbole de un estado mental suyo. ¿No es así?
B.: Cierto, sólo que en lugar de decir Borges, dije Funes. Yo me he quitado ahí algunas cosas y, obviamente, me he agregado otras que no tengo. Por ejemplo, Funes, el compadrito, no hubiera podido escribir el cuento; yo, en cambio, he podido hacerlo y he podido olvidarme de Funes y olvidarme también —no siempre— del desagradable insomnio. Ahora, yo creo que ese cuento debe su fuerza a que el lector siente que no se trata de una fantasía habitual, sino que yo estoy contando algo que puede tocarlo a él y que me tocaba a mí cuando lo escribí. Todo ese cuento viene a ser una especie de metáfora, como señaló usted, una parábola, del insomnio.
A.: Se nota, por otra parte, una constante muy concreta en todo el relato. Es decir, el personaje está situado en un lugar determinado y su drama se desarrolla también en ese lugar.
B.: Yo creo que logré en Funes el memorioso un cuento con formas concretas. Sí, está ubicado en un sitio determinado; ese sitio es Fray Bentos, en el Uruguay. Yo pasé, cuando niño, algunas temporadas en ese lugar, en casa de un tío mío; o sea que hay recuerdos de infancia. Luego busqué un personaje muy simple, un compadrito de pueblo. Como tenía que justificar eso de algún modo, bueno, describí una caída de caballo, en realidad una serie de pequeñas invenciones novelísticas, que por supuesto no le hacen mal a nadie. Finalmente le di ese título; un título que hace juego con el cuento.
A.: Borges, en idioma inglés, sin embargo, Funes the memorius, debe resultar extraño, ya que la palabra «memorius» no existe.
B.: Ah, no, esa palabra en inglés no existe y es verdad, le da un carácter grotesco al cuento, un carácter extravagante. En cambio, en español —aunque no sé si alguien ha usado la palabra «memorioso»— si uno oyera a un hombre de pueblo decir: «fulano es muy memorioso», uno por supuesto lo entendería. De modo que, como le dije, creo que el título Funes el memorioso hace juego con el cuento. Ahora, si se lo pone en otro idioma, por ejemplo, usando la palabra memorié, o alguna otra parecida, se puede interpretar que lleva un elemento intelectual. Y así puede parecer la historia de un personaje muy sencillo y muy desdichado a quien mata a temprana edad el insomnio.






Título original: Conversaciones con Borges [25]
Roberto Alifano, 1984

Imagen color sin atribución ni fecha: Juan José Arreola, Jorge Luis Borges
y Roberto Alifano en la Feria del Libro (y reportaje) vía


31/1/18

Martín Hadis: Los mundos de Ursula K. Le Guin: entre la fantasía y la sombra de Borges









La escritora estadounidense (Berkeley, California; 21 de octubre de 1929-Portland, Oregón; 22 de enero de 2018), maestra de la ciencia ficción y el fantasy, encontró un alma gemela en el autor argentino; los pasajes del taoísmo a los universos imaginarios.


Ursula K. Le Guin fue, sin duda, una de las más grandes escritoras de ciencia ficción, pero esa definición resulta insuficiente para abarcar la originalidad de su obra. Quizá sea más exacto describirla como una creadora de mundos, a los que consideraba metáforas necesarias para entender las peculiaridades del nuestro. En esto, reconocía su afinidad con Jorge Luis Borges. Y tenía además escuela propia: su padre fue el célebre etnógrafo Alfred L. Kroeber, quien estudió en la Universidad de Columbia con Franz Boas e hizo importantes aportes a la etnografía de las tribus de California y la clasificación de lenguas nativas; su madre fue también antropóloga y recopiló relatos y leyendas de esas mismas tribus. "Los escritores de ciencia ficción" -dijo una vez Le Guin- no suelen tener demasiado interés por las personas. Pero yo sí. Me inspiro mucho en las ciencias sociales... Cuando creo otro planeta, otro mundo, intento sugerir siempre la complejidad de la sociedad que estoy creando".


La antropología es una disciplina fascinante y a menudo paradójica: se la puede definir en pocas palabras, para luego comprobar que no hay consenso sobre el significado de esas palabras. Es correcto afirmar, por ejemplo, que la antropología estudia la cultura humana, pero un artículo sobre esta cuestión que Alfred L. Kroeber (el arriba nombrado padre de Ursula) escribió en 1952 en colaboración con Clyde Cluckhohn ofrece no menos de 160 definiciones de "cultura". Tal vez sea más útil afirmar que la antropología estudia la diversidad de experiencia humana a lo largo del espacio y del tiempo, con énfasis en aspectos culturales, lingüísticos, sociales y políticos. Mediante estos enfoques, intenta responder preguntas fundamentales de la humanidad: ¿quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿A dónde vamos?


Podría decirse entonces que lo que hacía Ursula K. Le Guin era "antropología-ficción": la creación imaginaria de otros pueblos con sus respectivas cosmovisiones, lenguajes y mitologías. Así, su Ciclo de Hain tiene lugar en un universo ficticio en el que la humanidad no es originaria de la Tierra, sino de un planeta mítico que ha sembrado su semilla entre las estrellas en tiempos insondables para luego cesar todo contacto. Tres libros de ese ciclo son de lectura ineludible: El nombre del mundo es bosque, La mano izquierda de la oscuridad y Los desposeídos.


Pero Le Guin no escribió solamente ciencia ficción, también tuvo aportes destacados en el rubro de la literatura fantástica y lo que se da en llamar "fantasía": los libros más representativos de ese género corresponden al ciclo de "Terramar", originariamente compuesto por tres volúmenes. Como J.R.R. Tolkien, a quien consideraba un predecesor, Le Guin creó mundos exquisitamente detallados. Existe, sin embargo, una diferencia significativa entre ambos: en tanto que Tolkien vislumbró ámbitos imaginarios en los que el bien y el mal están nítidamente demarcados, y esos dos bandos se enfrentan en combates épicos y grandiosos, los relatos de "Terramar" abundan en distinciones más sutiles. Le Guin mantuvo siempre una fascinación peculiar por la ambigüedad, las contradicciones aparentes y las múltiples interpretaciones de un mismo hecho. No es de extrañar por lo tanto que, en esa misma línea, haya expresado un singular interés por la obra de Borges, a quien llamó "un escritor central para nuestra literatura". En 1988 se publicó la traducción a lengua inglesa de la Antología de la literatura fantástica (que Borges había escrito en colaboración con Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo). El prólogo estuvo a cargo de Le Guin, quien lo incluyó luego en su libro La onda de la mente. Allí describe a Borges con las siguientes palabras: "Sus poemas y relatos, sus imágenes de reflejos, bibliotecas, laberintos y senderos que se bifurcan; sus libros de tigres, de ríos, de arena, de misterios y fugacidades, son mundialmente admirados, porque son bellos, porque alimentan nuestro espíritu y porque cumplen la función más antigua y urgente de las palabras: el crear para nosotros 'representaciones mentales de cosas que no están en realidad presentes', de tal manera que logremos formar, a través de ellas nuestras propias opiniones acerca del mundo en que vivimos, y dentro del mismo, hacia donde podríamos dirigirnos, de qué cosas podremos alegrarnos, y a cuáles de ellas deberíamos temer".


Este párrafo de Le Guin no sólo constituye una lectura lúcida y precisa del genio borgeano, es también casi una confesión de afinidades manifiestas: la belleza lograda a través de narraciones que cuestionan los cimientos mismos de nuestra percepción y realidad mediante enigmas que se abren en sentidos múltiples al reflejarse en sucesivos lectores. Cabe recordar aquí estas palabras del autor de Ficciones: "Yo prefiero soñar [...] Kipling dijo que a un escritor le es dado escribir una fábula, pero no conocer la moraleja que se desprende de ella, ya que los lectores pueden llegar a interpretarla de un modo muy diferente de la intención que el autor tuvo al escribirla. De manera que yo intento [...] seguir pensando en metáforas o en fábulas más que en argumentos". 

Por su lado, en el prólogo a su novela La mano izquierda de la oscuridad, Le Guin afirma: "Toda ficción es una metáfora... También lo son los viajes espaciales o una sociedad o una biología alternativa; lo es también el futuro: el futuro en la ficción es una metáfora. ¿Una metáfora para qué? Si fuera capaz de responder a esa pregunta de un modo no metafórico, no habría escrito esta novela..."



Le Guin leía a Borges con fruición y lo citaba con frecuencia. En una entrevista de 2002 la autora relataba su personal relación con nuestro idioma. "Hace unos diez años estaba hojeando una traducción de uno de mis libros (creo que Un mago de Terramar) al castellano. Y pensé: Esto es tan parecido al italiano que puedo leerlo... después de todo, yo sé bien de qué trata 'este libro'. Y entonces leí un par de libros míos más en traducción al castellano y así pude empezar a captar el idioma. Y seguí leyendo. Y encontré que podía leer a Borges. Y si puedo leer a Borges, ya puedo leer cualquier cosa. No fue fácil, pero he aprendido gradualmente a leer en castellano, [...] aunque no puedo hablarlo".





El otro lado


Otra afinidad entre Le Guin y Borges está dada por el taoísmo, esa antigua doctrina filosófica y religiosa china que describe el orden natural del universo mediante un principio único e inefable, y que se manifiesta en la realidad como una continua búsqueda de equilibrio entre opuestos y cuyo atributo más evidente es el cambio. "Sí, he dedicado muchos años al estudio de la filosofía china dijo Borges en una entrevista, especialmente el taoísmo, que me ha interesado mucho". Ursula K. Le Guin compartía este interés de Borges, e iba más allá: para ella, el Tao fue también una escuela de vida y una fuente de inspiración que atraviesa casi todas sus narraciones; no en vano los peores enemigos de sus personajes no suelen ser otros individuos, sino ellos mismos, sus prejuicios y sus moldes, que les impiden comprender la complejidad del mundo.

"He regresado [al Tao] a través de los años afirmó Le Guin y siempre me ha ofrecido lo que quiero o necesito aprender. Mi traducción, o versión, del Tao Te Ching es resultado de esa larga y pródiga asociación". El Tao Te Ching es a la vez un libro breve y la piedra fundamental del taoísmo. Le Guin lo tradujo utilizando su característico lenguaje poético. La versión de Le Guin comienza así: "El camino que puedes recorrer/ No es el verdadero camino./ El nombre que puedes pronunciar/ No es el verdadero nombre [...]/ Dos cosas, un origen,/ con distintos nombres/ cuya identidad es misterio/ ¡Misterio de todos los misterios!/ La puerta a lo que está escondido".

En la concisa nota al pie que ondula, de manera tenue y casi imperceptible, inmediatamente debajo de esos versos, Le Guin agregó esta afirmación que es quizá su mejor homenaje al gran escritor argentino: "Creo que lograr una traducción satisfactoria es imposible porque, en cierto modo [este primer capítulo del Tao Te Ching] abarca todo el resto del libro. Para mí es como un Aleph, como el que Borges describe en su cuento: si lo miras correctamente, contiene absolutamente todo".


Martin Hadis [Tw] [FB]
Fuente: La Nación 27 de enero de 2018

Imagen: Ursula Le Guin. Photo by Marian Wood Kolisch 
Flicker de la Oregon State University Vía La Nación


29/1/18

Jorge Luis Borges: Parábolas* —La lucha / Liberación— (1920)







La lucha

Habló el soldado gris. Un fuego de San Telmo subrayaba su mirada buena y azul.

Sí, dijo lentamente. Estuve en la batalla de Tannenberg. Del caos empavesado de mis recuerdos-cáncer de las trincheras en el enfermo torso de la tierra, reír de claras bayonetas, pleamares de hombres, crucifixión de pinos en el derrumbamiento de los horizontes, fango, odio y sangre. —Uno resalta: el de un aberrojo.

Voló hacia mí. Arremetióme audaz. Solo, robinsoniano, sin más armas que una pica y un pífano. Sorbió mi sangre. Y mi frondosa mano se desplomó sobre él como caería un firmamento. Enorme fue el estrépito. Murió luchando. Y hoy, lejos de la lid, lejos del odio, mi memoria ciñe tu imagen, adversario impertérrito.

Audacia, fe, nuestras altas, humanas cualidades, hambre de inasequibles metas astrales, todo fue tuyo. (... ¿Gozaste tú jamás aquella sangre que encimeró** tus sueños en las febriles noches del pantano?)

El pífano que acicatara tu entusiasmo y exasperara mi calma fue un símbolo divino. La vida es embriaguez y es lucha, en ti como en mí, huérfano insecto, vibraron sus largos ritmos fervientes.

Somos hermanos. ¡Hacia ti mi saludo!



Liberación

Había una vez un hombre prisionero de una muy larga cadena. Cien sometidos compañeros, como cien sometidos eslabones, estaban fusionados con él; bajo el yugo del día trituraban las piedras, mientras los maldecía el sol, que mordía como un lobo sus espaldas, o la tormenta, cuyas disciplinas flagelaban sus hombros, o la nevada, blanca como la lepra. Siete soldados armados de maldad y de alabardas los custodiaban. De noche, yacían sobre la tierra hostil. Cuando se incorporaba el alba lívida se despeñaban en la amarga faena con sus almas opacas de sopor por la penumbra tambaleante.

El cautivo pensaba, y al cabo de siete años, se dijo:

— ¿Será tan justo este orden de cosas?... Tal vez mis heredades sean la vida y todas las victorias de la vida. Tal vez mis heredades sean los violines de los vientos, y los jardines de los campos, y los caminos errabundos y la locura de los arroyos libres...

Y tuvo miedo ante esta idea, que pecaba de blasfematoria e impía. Mas paulatinamente fue iluminando su alma y la acariciaba como un vedado deliquio. Y en las miserias cotidianas que le oprimían, érale un bálsamo sentir que él no era igual a sus hermanos que nunca habían pensado.

Al cabo de siete años dolientes, llegó a la paz de una resolución. Reconoció que su derecho era la vida y todo el esplendor de la vida. Y decidió la fuga.

Arribado que hubo a esta cúspide, vio que era imposible libertarse. 



* Estos textos están firmados "Jorge-Luis Borjes"

** Encimero/a no es verbo. Léase como una licencia del jovencísimo Borges

En Gran Guignol, Revista Quincenal, Literatura-Teatros-Artes, Sevilla, 
Año 1, N° 1, 10 de febrero de 1920
El director de esta revista fue Manuel Calvo Ochoa. Se publicaron tres números.


Incluido en Textos recobrados 1919/1929
© 1997, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Editorial Sudamericana


Foto captura (otra): Un jovencísimo Borges en Imágenes inéditas



27/1/18

Rafael Narbona: Borges, Hitler y el laberinto de las runas






Jaime Alazraki apuntó hace tiempo que «escribir o citar a Borges es un hábito intelectual de nuestro tiempo». ¿Es posible eludir al autor de la Historia universal de la infamia (1935) cuando se aborda el estudio de la Shoah? Alazraki afirma que Borges «reabsorbe lo más memorable de la cultura de Occidente». Deutsches Requiem es uno de los relatos que integran El Aleph (1949) y, en gran medida, corrobora ese juicio. Narra las últimas horas de Otto Dietrich zur Linde, subdirector del campo de concentración de Tarnowitz. Salvo que me equivoque, no existió un campo con ese nombre. Tal vez Borges juega con la fonética y apunta hacia Monowitz o Auschwitz III, un subcampo con doce mil prisioneros –la mayoría judíos– que trabajaban como mano de obra esclava para la fábrica de caucho sintético IG Farben. Los operarios rotaban constantemente por la alta tasa de mortalidad. No disponía de cámaras de gas, pero se utilizaban las de Birkenau o Auschwitz II, donde acababan los trabajadores desechados por su baja productividad o por su deterioro físico y psíquico. Monowitz fue el único campo de concentración bombardeado por los aliados, pues se consideró que su fábrica era un objetivo militar. Este hecho revela que la prioridad de la guerra no era poner fin a las políticas de exterminio, sino defender intereses de carácter político, militar o económico. Los gobiernos raramente se movilizan por causas humanitarias. El comandante del campo se llamaba Heinrich Schwarz y fue condenado a muerte por un tribunal francés. Schwarz fue más afortunado que Rudolf Höss, comandante de Birkenau, ahorcado en el campo de exterminio que había dirigido con tanto celo. Höss subió al patíbulo el 16 de abril de 1947, con aparente resignación. En esas fechas, Schwarz ya había sido fusilado en el bosque de Seinward. La sentencia se ejecutó el 20 de marzo, de acuerdo con el estilo militar, que atribuye a las balas un grado de dignidad inexistente en una áspera soga.
¿Conocía Borges estos datos? ¿Influyeron de alguna manera en su cuento? Desconozco la genealogía de la pieza, pero es imposible que no le conmocionara el juicio principal de Nuremberg, iniciado el 20 de noviembre de 1945 y finalizado el 1 de octubre de 1946, con once sentencias de muerte, tres cadenas perpetuas, cuatro condenas de prisión –con penas que oscilaban entre los diez y los veinte años– y tres polémicas absoluciones. Borges vivió relativamente aislado de la realidad, con una conciencia política difusa. No le agradaba la injusticia, pero tampoco el desorden. Es famoso su apoyo al Proceso de Reorganización Nacional de la Junta Militar liderada por el general Jorge Rafael Videla. Cuando salieron a la luz las torturas y las desapariciones que costaron la vida a miles de opositores –la cifra exacta aún se discute–, Borges rectificó y pidió perdón. Su gesto parece sincero. En 1937 había escrito en el número 32 de la revista Sur: «No sé si el mundo puede prescindir de la civilización alemana. Es bochornoso que la estén corrompiendo con enseñanzas de odio». Políticamente, Borges era un anarquista de inspiración liberal: «Yo descreo de la política, no de la ética... Yo creo en el Individuo, descreo del Estado. Quizás yo no sea más que un pacífico y silencioso anarquista que sueña con la desaparición de los gobiernos. La idea de un máximo de Individuo y de un mínimo de Estado es lo que desearía hoy…» Esa actitud, que revela una desconfianza radical hacia cualquier forma de dogmatismo y un firme aprecio a la libertad, se refleja en la cita seleccionada para encabezar Deutsches Requiem: «Aunque él me quitare la vida, en él confiaré. Job 13:15». ¿Por qué escoge este versículo? ¿Qué pretende decir exactamente? ¿Podría interpretarse la cita como una vindicación de la fe, particularmente del pueblo judío, fiel a su Dios en cualquier circunstancia? ¿Es razonable pensar lo contrario? ¿No sería más atinado decir que Borges cuestiona la fe ciega, caldo de cultivo del pensamiento totalitario? ¿Acaso el nazismo no representó el intento de crear una nueva fe?
Al principio de la narración, el perfil psicológico e intelectual del ficticio Otto Dietrich zur Linde recuerda a Hitler, admirador de la tradición militar prusiana y con una cultura superficial, fruto de lecturas sesgadas e incompletas. Hitler era hijo de un funcionario de aduanas. Otto Dietrich zur Linde –según nos cuenta– desciende de militares de grado medio que destacaron en el campo de batalla. Su padre luchó con valor «en el sitio de Namur, en 1914, y, dos años después, en la travesía del Danubio». Es fácil colegir que Otto creció en una familia marcada por la humillación del Tratado de Versalles, convencida de que la derrota procedía de la «puñalada por la espalda» asestada por socialdemócratas, pacifistas y comunistas, tres aberraciones ideológicas inspiradas por el judaísmo internacional. Un editor imaginario señala en una nota a pie de página que Otto omite a su antepasado más ilustre: «el teólogo y hebraísta Johannes Forkel (1799-1846), que aplicó la dialéctica de Hegel a la cristología y cuya versión literal de algunos Libros Apócrifos mereció la censura de Hengstenberg y la aprobación de Thilo y Geseminus». Borges mezcla hábilmente realidad y ficción. El teólogo y hebraísta Johannes Forkel es una invención, pero Ernst Wilhelm Hengstenberg era un pastor luterano que se oponía a cualquier interpretación racional de las Sagradas Escrituras, particularmente del Antiguo Testamento. Su intransigencia era tan notable que pidió la intervención de las autoridades contra Wilhelm Gesenius y Julius Wegschreider por cuestionar aspectos de la verdad revelada.
Gesenius (o Geseminus, según la fuente) era un notable orientalista y un brillante exégeta de la Biblia, que realizó importantes estudios de filología semítica, combatiendo los prejuicios religiosos y teológicos. Impartió clases en la Universidad de Halle y colaboró con su colega y amigo Johann Karl Thilo, otro orientalista excepcional. Se recuerda a Thilo por su edición del Codex Apocryphus Novi Testamenti, que incluye el Evangelio de Tomás y los Hechos de Pedro y Pablo. El supuesto Johannes Forkel sintetiza la actividad intelectual de Gesenius y Thilo, reivindicando la cultura judía y reinterpretando el legado cristiano, con el apoyo de la dialéctica hegeliana y la exhumación de los textos apócrifos. El editor imaginario indica claramente que el linaje de Otto Dietrich zur Linde no es estrictamente castrense, sino que incluye a un teólogo heterodoxo, que simpatiza con el acervo cultural judío, lo cual produce una aguda perplejidad. Se ha especulado mucho con los antepasados judíos de algunos líderes nazis. A veces, sólo son chismes; en otras ocasiones, los datos son incontrovertibles. Por ejemplo, la abuela del despiadado Reinhard Heydrich se casó en segundas nupcias con un cerrajero judío llamado Gustav Robert. Es el caso más notable, pero resulta más asombroso que ciento cincuenta mil judíos lucharan en la Wehrmacht o en los grupos paramilitares, casi siempre por deseo propio, como Hans Sader, jefe de las SA, que logró un permiso firmado por el mismísimo Hitler, gracias a los servicios prestados y a su fervor nacionalsocialista.
En el caso de Otto, no hay judíos, pero sí un teólogo protestante, con estudios hebraicos. Aunque se trata de una narración en primera persona, con aspecto de confesión –«seré fusilado por torturador y asesino; […] desde el principio yo me he declarado culpable»–, no hay esa sinceridad que suele preceder al arrepentimiento y a la voluntad de reparar el daño causado. La ejecución es inminente –«mañana, cuando el reloj de la prisión dé las nueve, yo habré entrado en la muerte»–, pero Otto espanta cualquier esbozo de contrición. Admite que piensa en sus mayores –«ya que tan cerca estoy de su sombra, ya que de algún modo soy ellos»–, aludiendo tan sólo a los soldados que murieron con honor. Su hipocresía (o su fanatismo) le impide admitir que uno de sus antepasados dedicó largas horas de trabajo a conocer y comprender la cultura judía, escribiendo con presumible admiración sobre el pueblo deicida. La nota del falso editor sólo nos dice que era hebraísta, pero ningún hebraísta es antisemita. Otto oculta la verdad porque se avergüenza de la existencia de un vínculo con lo que considera el mayor desatino moral de la humanidad. Desdeña los sentimientos de indulgencia o justificación: «No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme comprenderán la historia de Alemania y la historia del mundo. […] Mañana moriré, pero soy un símbolo de las generaciones del porvenir».
Otto nació en 1908 en Marienburg. Actualmente es una ciudad polaca, pero fue fundada por la Orden de los Caballeros Teutónicos en 1274, con el nombre de su patrona, la Virgen María. Inicialmente, sólo existía una fortaleza –el castillo de María– en el margen del río Nogat, un afluente del Vístula. La fortaleza albergaba una catedral. Marienburg fue la sede de la Orden y, más tarde, sería una de las residencias de los Reyes de Polonia. Situada en el ojo del huracán de sucesivos conflictos bélicos, la fortaleza quedó devastada durante la Segunda Guerra Mundial. En nuestros días, los trabajos de restauración sólo han reconstruido la mitad del conjunto. La catedral –símbolo supremo de la fe– sigue en ruinas. Borges busca la página perfecta en cada uno de sus textos. Nunca deja un hilo suelto. Es probable que eligiera Marienburg por su significado simbólico. Es una de las cunas de la cultura germánica, pero después del vendaval de destrucción desatado por el nazismo, sólo otro cataclismo histórico podría conseguir que volviera a ser una ciudad alemana. Las ruinas de la catedral constituyen un signo. Son la prueba de un error histórico. La Orden de los Caballeros Teutónicos se desvió de sus raíces, arrojándose a los brazos del cristianismo. La Europa septentrional fue derrotada por las civilizaciones del Mediterráneo, pero el nazismo combatió por invertir la situación. Otto entiende que su existencia está justificada si ha contribuido a esa noble causa, incluso de una forma irrelevante. La melancolía de su inminente final le hace pensar en su juventud. Confiesa que no fue feliz, pero el amor a la música y la metafísica –«dos pasiones, ahora casi olvidadas»– espantaron al infortunio y le proporcionaron una dicha silenciosa y discreta. La poesía no fue menos generosa. Ante la imposibilidad de citar a todos sus «bienhechores», selecciona a los que han dejado una huella más profunda: Brahms, Schopenhauer y «el vasto nombre germánico de William Shakespeare». Schopenhauer ejerció un magisterio esencial, alejándolo para siempre de la fe cristiana. No es un secreto que el filósofo favorito de Hitler no era Nietzsche, sino Schopenhauer, especialmente los «escritos menores» de Parerga y Paralipomena (1851), mucho más asequibles que El mundo como voluntad y representación (1819). Hitler, un analfabeto filosófico, se apropió de dos ideas de Schopenhauer –convenientemente adaptadas a sus ambiciones– para manipular a las masas. La primera es la aversión al «hedor judío», que ha malogrado la herencia grecolatina, propagando un blando moralismo y un apego enfermizo a la razón. La segunda es una burda simplificación del concepto de voluntad, que Hitler funde (y confunde) con la lucha por la vida del darwinismo social, ignorando que Darwin jamás habría suscrito las tesis de Herbert Spencer. Eso sí, Hitler y sus seguidores no repararon en que Schopenhauer sitúa al individuo, y no a los pueblos, en el centro de la historia. Individuo y no persona, pues el filósofo era un misántropo consumado, sin ningún interés en participar en la vida comunitaria. Por decirlo de un modo amable, Hitler es un filósofo de provincias, que se alimenta de frases de almanaque. Otto sigue su estela, pero con algo más de inteligencia. Su admiración por Brahms y Shakespeare no es una prueba de su sensibilidad estética, sino la consecuencia de la glorificación de lo heroico, trágico y grandioso: «Sepa quien se detiene maravillado, trémulo de ternura y de gratitud, ante cualquier lugar de la obra de esos felices, que yo también me detuve ahí, yo el abominable». La miseria moral puede convivir perfectamente con el placer estético: Heydrich es la prueba. El «carnicero de Praga», la «bestia rubia» (según los SS, que obedecían sus órdenes), el «hombre con un corazón de hierro» (de acuerdo con las palabras de Hitler en su funeral), había heredado de su padre, Bruno Heydrich –compositor y cantante de ópera–, el talento para la música. No era un virtuoso del violín, pero interpretaba a Schubert con buena técnica y aceptable inspiración. La verdad y la belleza no siempre coinciden, aunque les pese a Platón y a Kant.
En 1927, Otto Dietrich zur Linde lee a Spengler y Nietzsche. No sabemos qué ha hecho hasta ahora, pero escribe un artículo sobre Spengler («Abrechnung mit Spengler» [«Ajuste de cuentas con Spengler»]) para liberarse de su asfixiante influencia, señalando que aprecia vivamente su interpretación de la historia y su «espíritu radicalmente alemán», pero esas cualidades no han impedido que atribuya a Goethe la culminación del espíritu fáustico, cuando en realidad ese honor corresponde al poema De rerum natura, compuesto por el filósofo estoico Tito Lucrecio Caro en el siglo I a. C. «Alemania es la conciencia del mundo. […] Goethe es el prototipo de esa comprensión ecuménica», pero Lucrecio encarna el anhelo fáustico de usurpar el lugar de los dioses, fingiendo una falsa obediencia. Alemania venderá su alma para ser Moloch, inmolando las víctimas que sean necesarias. En 1929, Otto ingresa en el partido nazi, a pesar de carecer de «toda vocación de violencia» y de no confraternizar con sus camaradas. Individualmente, le resultan odiosos, pero «para el alto fin que nos congregábamos, no éramos individuos». Espera con impaciencia «la guerra inexorable que probaría nuestra fe», pero el 1 de marzo de 1939 unos disturbios en Tilsit –otra ciudad fundada por la Orden de los Caballeros Teutónicos, pero que actualmente se halla en suelo ruso– finalizaron con un tiroteo en la calle trasera de una sinagoga. Otto, que probablemente participaba en un pogromo –la prensa no mencionó los altercados–, recibe dos balazos y pierde una pierna. Durante su convalecencia, lee de nuevo a Schopenhauer, donde comprende que el azar no existe. Todo sucede por necesidad y, al parecer, su destino era convertirse en un inválido. El sentido de su vida no es ser Napoleón, sino Raskólnikov. La batalla más ardua no es pelear por la gloria, sino ejercer de verdugo, asumiendo las tareas más ingratas. El 7 de febrero de 1941 empieza a trabajar en el campo de concentración de Tarnowitz. Un «torpe calabozo» será el escenario que medirá su coraje para contribuir en el alumbramiento de una nueva era. Escribe: «El nazismo, intrínsecamente, es un hecho moral, un despojarse del viejo hombre, que está viciado, para vestir al nuevo».
Es imposible no dejarse seducir por la «insidiosa piedad», pero el hombre nuevo profetizado por el nazismo no puede traficar con la ternura. Al igual que Zaratustra, Otto Dietrich zur Linde experimenta admiración por el «hombre superior». Es el último pecado del profeta de la inversión de los valores y, por tanto, constituye una etapa necesaria e inevitable. El «hombre superior» es David Jerusalem, un poeta judío con el optimismo de Walt Whitman, sólo que su poesía no es un canto cósmico, sino una celebración de cada brizna de vida. Otto ordena que lo maltraten sin compasión. Jerusalem enloquece y, finalmente, se suicida. El subdirector de Tarnowitz explica su conducta, con aterradora clarividencia: «Ignoro si Jerusalem comprendió que si yo lo destruí, fue para destruir mi piedad. Ante mis ojos, no era un hombre, ni siquiera un judío; se había transformado en el símbolo de una detestada zona de mi alma. Yo agonicé con él, yo morí con él, yo de algún modo me he perdido con él; por eso fui tan implacable».
La guerra continúa su curso. Otto pierde a su hermano Friedrich en «los arenales egipcios» de la segunda batalla de El Alamein. Una bomba aliada destruye su casa natal y su laboratorio. No sabemos cuál era la profesión de Otto, pero ya no parece un vagabundo como Hitler, sino un erudito o un científico. Es inevitable pensar que Borges proyecta sobre el personaje aspectos de su personalidad. Por ejemplo, no hay ni una sola referencia a experiencias sexuales o románticas y ni siquiera se menciona el tema de la paternidad. Cuando al fin llega la derrota, Otto siente «el misterioso y casi terrible sabor de la felicidad». Esboza varias teorías para explicar su extraña reacción y, al fin, comprende que el fracaso constituye una victoria: «El mundo se moría de judaísmo y de esa enfermedad del judaísmo, que es la fe de Jesús; nosotros le enseñamos la violencia y la fe de la espada. […] ¿Qué importa que Inglaterra sea el martillo y nosotros el yunque? Lo importante es que rija la violencia, no las serviles timideces cristianas». Otto Dietrich zur Linde se enfrenta a la muerte con un desconcertante «mi carne puede tener miedo; yo no» que recuerda el famoso versículo del Evangelio de san Mateo: «El espíritu está dispuesto, pero la carne es débil» (26:41).
Las runas siempre fascinaron a Borges. Sabemos poco de esos misteriosos signos, salvo que fueron empleados por las culturas germánicas de la Europa septentrional en el primer siglo del calendario cristiano. El lingüista norteamericano Thomas Markey sostiene que el alfabeto rúnico era una derivación del alfabeto etrusco. Las runas siempre han representado el anhelo de una identidad cultural propia de los pueblos del norte de Europa. Algunos han llegado a sostener que son más antiguas que el alfabeto griego y latino. En el siglo XX, la teosofía les atribuyó poderes mágicos, que habrían sido menoscabados por la influencia judeocristiana. Los arios sofistas ubicaron las runas en el centro de la cosmovisión del nazismo. Karl Maria Wiligut, el Rasputín de Hitler, sostenía que las runas contenían el código cifrado de la historia del universo. Si alguien quiere profundizar en el tema, le aconsejo el excelente Diccionario crítico de mitos y símbolos del nazismo, de Rosa Sala Rose (Barcelona, Acantilado, 2003). Las runas son signos, símbolos, jeroglíficos, que desprenden una inquietante sensualidad. Su geometría reproduce formas del mundo natural y de las constelaciones estelares. Los nazis pretendieron reescribir la historia, restableciendo el imperio de las runas. El sentido de la esvástica era destruir la cruz. Aparentemente, prevaleció la cruz, pero desde 1945 no han cesado las guerras y se han producido nuevos genocidios, como el de Ruanda o el del pueblo maya en Guatemala, mucho menos conocido. ¿Acabarán algún día las matanzas? No sé si Jean Améry, superviviente de Auschwitz, leyó el cuento de Borges, pero cuando se suicidó en Salzburgo el 17 de octubre de 1978, alegó que Hitler había logrado una victoria póstuma y no quería ser el espectador de una interminable infamia. Quizás Otto Dietrich zur Linde tenía razón y el martillo cambió de rostro –o de signo–, pero nunca dejó de golpear a la humanidad, yunque de todas las perversiones ideológicas.

Fuente: Sitio oficial del autor y en Revista de Letras (27.02.2017)
Imagen: Borges en Alemania en una visita a la ciudad de Paraná agosto de 1969 
Foto Koberstein / Ullstein Bild, a través de Getty Images (detalle)

25/1/18

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Virginia Woolf, Victoria Ocampo y el feminismo ("En diálogo", II, 60)






Osvaldo Ferrari: Hay una figura femenina dentro de la literatura, Borges, de quien usted ha traducido dos libros, y a la que no hemos mencionado antes…
Jorge Luis Borges: Virginia Woolf.
La escritora inglesa, claro.
—…Yo creí que Virginia Woolf no me gustaba, o mejor dicho, no me interesaba; pero la revista Sur me encargó la traducción de Orlando. Yo acepté ejecutar esa traducción, y, a medida que iba traduciendo, iba leyendo, y asombrosamente para mí, iba interesándome en aquello. Ahora, ese libro es un gran libro, y el tema —no sé si usted sabe— es un tema curioso: ella toma la familia de los Sackville…
De los Sackville West.
—Sí, y entonces esa novela está dedicada, no a un individuo particular de esa familia —salvo su amiga, Victoria Sackville West— sino, digamos, al concepto, a esa familia como un arquetipo platónico; como una forma universal —que es el nombre que los escolásticos dieron a los arquetipos—. Y entonces, para ejecutar ese fin, Virginia Woolf supone un individuo que vive en el siglo XVII, y que luego llega a nuestro tiempo. Ese artificio lo había ejecutado también Wells, en una novela suya —no recuerdo cuál— donde los individuos, para mayor comodidad del novelista, a fin de situarlos históricamente en diversas épocas, viven trescientos años. Y Bernard Shaw también había jugado con esa idea de la inmortalidad.
En La vuelta de Matusalén.
—Sí, salvo que ahí hay algunos individuos longevos, y otros que viven de manera corriente… bueno, yo en este momento corro el riesgo de ser uno de esos longevos, ya que haber llegado a ochenta y cinco es peligroso; puedo llegar a ochenta y seis en cualquier momento. Pero, en fin, esperemos que no, esperemos no ser de esos tristemente privilegiados o tristemente abrumados por el tiempo, por el mucho tiempo, por el demasiado tiempo. Ahora, en las ilustraciones de ese libro (Orlando), hay retratos de esa familia, y se entiende que todos ellos son Orlando. Y al mismo tiempo eso sirve para juzgar diversas épocas, y para juzgar diversas modas literarias también. Todo eso, a priori, parece prometer un libro ilegible; pero no, el libro es interesantísimo.
Sí, y otra cosa que también es real, es la casa de los Sackville West, que sirve de fondo al libro, de la cual Victoria Ocampo comenta que tenía trescientas sesenta y cinco habitaciones.
—Claro, de modo que viene a ser una casa astrológica, porque trescientas sesenta y cinco se acerca a la astrología y al cómputo de los años, naturalmente.
Cierto. Usted ha traducido Un cuarto propio, entiendo, de Virginia Woolf además.
—Sí, ahora voy a confiarle, ya que estamos solos los dos, un secreto; y es que ese libro lo tradujo realmente mi madre. Y yo revisé un poco la traducción, de igual modo que ella revisó mi traducción de Orlando. La verdad es que trabajábamos juntos; sí, Un cuarto propio, que me interesó menos… bueno, el tema, desde luego, es, digamos, un mero alegato a favor de las mujeres y el feminismo. Pero, como yo soy feminista, no requiero alegatos para convencerme, ya que estoy convencido. Ahora, Virgina Woolf se convirtió en una misionera de ese propósito, pero, como yo comparto ese propósito, puedo prescindir de misioneras. No obstante, ese libro, Orlando, es realmente un libro admirable. Y es una lástima que en las últimas páginas decaiga; pero eso suele ocurrir con los libros. Por ejemplo, con los Cien años de soledad; parece que la soledad no hubiera debido vivir cien años, sino ochenta, ¿no? Pero, por el título eran necesarios cien años de soledad. El autor se cansa, y el lector siente ese cansancio, y… lo comparte. Y el final de Orlando, me parece que hay algo, yo no sé, lo vinculo vagamente con diamantes, pero esos diamantes están un poco perdidos en el olvido: veo sólo el brillo… pero es un libro muy, muy lindo, y recuerdo un capítulo, una página en la que aparece Shakespeare y no se menciona su nombre. Pero no hay un lector que deje de darse cuenta que se trata de Shakespeare. Es un hombre que está observando una fiesta de modo que está pensando en otra cosa en medio de una fiesta: pensando en fiestas de la comedia o de la tragedia tal vez. Pero uno entiende que es Shakespeare. Y si lo hubiera mencionado, habría echado todo a perder, ya que la alusión puede ser más eficaz que la expresión.
Justamente Orlando se remonta por distintas épocas, y yo creo que es un excelente exponente de la literatura fantástica, por momentos, el libro.
—Sin duda, y además es un libro incomparable ya que yo no recuerdo ningún otro escrito así. Creo que al principio uno ignora que Orlando seguirá viviendo ¿no?, que Orlando será, bueno, no sé si inmortal, pero casi inmortal.
Inmortal y ubicuo.
—Sí, inmortal y ubicuo. Me agradan menos los libros de crítica de Virginia Woolf. Refiriéndose a escritores de cierta generación, ella tomó como ejemplo a Arnold Bennett… y es raro que eligiera a Arnold Bennett habiendo podido elegir a dos hombres de genio como Bernard Shaw y H. G. Wells.Creo que Virginia Woolf dijo que Bennett había fallado en lo que ella creía esencial para un novelista, que es la creación de un carácter. Pero yo creo que eso aplicado a Bennett es falso, y tampoco estoy seguro de que la creación de caracteres sea lo esencial del novelista. Bueno, no sé si es exacta esta observación, pero, pensemos que al fin de todo, Charlie Chaplin y Mickey Mouse (ríe), y el Gordo y el Flaco, son caracteres. De modo que no parece que sea tan difícil crear caracteres, ¿no?, se crean continuamente; un dibujante puede crear un personaje.
Usted sabe que también se han interesado y ocupado mucho de Virginia Woolf, Silvina y Victoria Ocampo. Victoria Ocampo escribió…
—Sí, Victoria la conoció personalmente, pero quizá de un modo un poco subalterno; porque yo recuerdo que Victoria me había hablado de un número de Sur dedicado a la literatura inglesa. Entonces, juntamos con Bioy Casares una serie de textos, y luego resultó que Victoria se había encargado de publicar una selección hecha por Victoria Sackville West y por Virginia Woolf en Inglaterra. Y yo no quería publicar muchos de esos poemas porque a mí no me gustaban, pero ella me dijo que no, que el número estaba organizado, y entonces salió así. Después yo fui publicando en Sur los textos que habíamos elegido, bueno, de autores que habían sido arbitrariamente excluidos por Virginia Woolf y por Victoria Sackville West. Creo que esas dos escritoras querían que aparecieran escritores de su grupo. En cambio, yo había pensado en una antología que representara toda la literatura inglesa contemporánea. Recuerdo que Victoria Ocampo le dijo a Virginia Woolf que ella procedía de la República Argentina, y entonces Virginia Woolf le dijo que ella creía poder imaginarse el país; y se imaginó una escena de personas en un jardín o en un prado, tomando refrescos, de noche, en un lugar, bueno, con árboles y luciérnagas. Y Victoria le dijo, cortésmente, que eso correspondía exactamente a la República Argentina (ríe).
Cuando Victoria Ocampo escribe sobre Virginia Woolf, habla extensamente de la condición de la mujer, a fines de la época victoriana, en Inglaterra e inclusive en la Argentina; y realmente, Borges, se vuelven comprensibles el feminismo y sus reivindicaciones después de leerlo.
—Pero desde luego; y antes de leerlo yo pensaba lo mismo, sí.
Una de las víctimas —pero a la vez pudo superar esto— de esos hábitos de vida victorianos para con la mujer fue Virginia Woolf.
—Ah, yo no sabía eso.
Los padeció a través de la actitud de su padre, quien le imponía «No writing, no books» (ni escribir ni leer).
—Creo que el padre era el editor de English Men of Letters (Hombres de letras ingleses), pero yo no sabía que…
Se resistía a que la hija leyera y escribiera.
—Algunas de esas biografías de la colección que él dirigía fueron admirables; por ejemplo, una de Harold Nicholson, de Swinburne, otra sobre Edward Fitzgerald, luego un estudio de Priestley sobre Meredith que era extraordinario.
Hay unas palabras curiosas, dichas por Virginia Woolf a Victoria Ocampo; le escribe: «Como a la mayoría de las inglesas incultas, me gusta leer, me gusta leer libros permanentemente».
—(Ríe). Bueno, eso de incultas es como una broma de ella, ¿no? Pero, no, porque posiblemente un escritor sea inculto para un hombre de ciencia o para un filósofo…
E inversamente, claro.
—E inversamente, pero posiblemente los escritores seamos, fuera de la literatura o de la historia, por ejemplo, del todo incultos. Yo sé que, bueno, comparado con «el hombre de la calle» soy un hombre ignorante, ya que yo usaré, sin duda, el teléfono muchas veces, demasiadas veces; y no sé aún qué es un teléfono, y menos qué es una computadora. Apenas si he alcanzado a entender qué es un barómetro o un termómetro; y quizás habré olvidado ya eso que entendí.
Claro, le decía que entre Victoria Ocampo y Virginia Woolf, parece haberse establecido una cadena de reivindicaciones: en una carta Victoria Ocampo le cita un pasaje de Jane Eyre, respecto del cual dice: «Se oye el respirar de Charlotte Brontë, un respirar oprimido y jadeante». Y agrega que esa opresión era la opresión que la época ejercía sobre ella, en su condición de mujer.
—Sí, bueno, ahora, parece que todos tenemos derecho a la opresión y al jadeo, ¿no?, también los hombres (ríen ambos); desgraciadamente podemos conocer ese melancólico privilegio, que antes era propio de las mujeres.




Título original: En diálogo (edición definitiva 1998)
Jorge Luis Borges & Osvaldo Ferrari, 1985
Prefacio: Jaime Labastida
Prólogos: Jorge Luis Borges (1985) & Osvaldo Ferrari (1998)


Foto: Virginia Woolf and her father Sir Leslie Stephen, 
by George Charles Beresford c.1903






21/1/18

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El lamaísmo






El lamaísmo es una curiosa extensión teocrática, jerárquica, política, económica, social y demonológica del Mahayana. El Buddha había predicado su ley en el norte de la India, a orillas del Ganges; el lamaísmo logra su apogeo en el Tibet y en el siglo XIV de nuestra era. Su afinidad con la iglesia católica ha sido señalada por Rhys Davids y por casi todos los expositores del tema.
Los comunistas llegaron al poder en la China en 1949 y no tardaron en ocupar el Tibet; pese al tratado por el cual se comprometían a respetar la tradición religiosa, fueron aboliendo todas las instituciones de la vieja cultura. El Dalai-Lama huyó a la India y lo siguieron muchos de los fieles, que hoy constituyen en Darjeeling la única población que conserva la antigua fe.
En el Hinayana no hay sacerdotes, hay monjes; el lamaísmo, en cambio, nos muestra una vistosa jerarquía, cuyas dos cabezas —el Dalai-Lama o Glorioso Rey y el Pantchen-Lama o Glorioso Maestro— ejercieron, como los Papas medievales, el poder temporal y espiritual. Naciones bárbaras como los tibetanos y los mogoles eran incapaces de conformarse con las Cuatro Nobles Verdades y con la rígida austeridad del Óctuple Sendero; fue preciso atraerlos con las pompas de la liturgia, los complejos ritos, la manipulación de rosarios, la incorporación de divinidades locales y de las antiguas prácticas mágicas que era difícil o imposible desarraigar. Bernard Shaw ha escrito que la conversión de un negro del Congo a la fe de Cristo es la conversión de la fe de Cristo en un negro del Congo; parejamente, los tibetanos retuvieron su creencia en los espíritus de la naturaleza y de los muertos. Por lo demás, este sincretismo fue facilitado por la índole mágica y politeísta del Mahayana.
Hasta que el budismo fue sustituido por esa otra religión, el comunismo, buena parte de la población tibetana seguía la carrera monástica. Por lo general, cada familia entregaba uno de los hijos varones al monasterio más próximo; el neófito, que contaba ocho o nueve años, era instruido en los misterios eclesiásticos por un maestro hasta que se le admitía como novicio, grado del que muy pocas veces pasaba para profesar como monje. La cuarta jerarquía era la de abad y comportaba dignidad, respeto y poder.
Se cree que el Dalai-Lama, al morir, se encarna en un niño, generalmente de clase humilde y que, para mayor comodidad, crece en el vecindario del monasterio. Es descubierto por oráculos e instalado en el trono. La preferencia otorgada a la clase humilde no fue una superstición democrática: corresponde a la precaución de que las familias poderosas no se entrometieran en los intereses de la orden. De tal modo, se entiende que el Dalai-Lama es, de generación en generación, siempre el mismo individuo, que a su vez es la forma terrenal de Avalokitésvara. La invocación mágica Om mani padme hum(¡Oh, la hoja en el loto!), dirigida especialmente al Dalai-Lama, significa la disolución de aquel que se muere, imaginado como la gota de rocío sobre una hoja de loto que se pierde en el mar.
El conjunto de las deidades adoradas en el Tibet incluye a los Buddhas y a sus discípulos ilustres, los Bodhisattvas, al filósofo del nihilismo Nagarjuna y una horda inextricable de divinidades menores: los príncipes demoníacos de terrible aspecto; los cuatro guardianes de los puntos cardinales; Yama, juez de los muertos y señor de los infiernos, cuyos emblemas son la calavera y el falo, y los espíritus que personifican fuerzas naturales.
La propagación del budismo en el Tibet representó un progreso moral: el extraño concepto de que las buenas acciones tendrían su recompensa después de la muerte y las malas recibirán su castigo. Con mejor lógica que el budismo ortodoxo, el lamaísmo no admitió la doctrina del karma y prefirió la de un alma individual que transmigra de generación en generación. El muerto puede renacer en este o en otro mundo, o en cualquiera de los infiernos o cielos.
Los demonios acechan en todo momento y es prudente proveerse de los talismanes y fórmulas adecuadas para ahuyentarlos, mercadería que suministran los monjes. Tampoco se descuida a los enfermos; un monje aplica la terapéutica de recitarles los Cánones Sagrados. Ciertas fórmulas, repetidas un número indefinido de veces, ahuyentan a los malos espíritus, curan a los enfermos y son previas llaves del paraíso; la más acreditada es Om mani padme hum. La virtud de la incantación o mantra reside menos en el sentido de las palabras, que a veces pertenecen a idiomas olvidados, que en el orden mágico de las letras; el lector recordará la cábala de los hebreos, que atribuyen una fuerza creadora a cada una de las letras de la escritura. Hay letras ponzoñosas, mortíferas, pendencieras, ígneas, prósperas, gratas, saludables, amistosas, neutrales, y su sabia combinación aumenta el efecto. No hay demonio que no esté sujeto a un determinado conjuro del sacerdote.
La fórmula escrita o mantra no es menos eficaz que la fórmula oral. Se usa en las banderas que coronan los techos de las viviendas y de los templos, en la ropa y en amuletos; el enfermo en busca de cura la incorpora a su dieta.
Es habitual el uso de cilindros manuales llenos de mantras; cada vaivén o rotación equivale a una plegaria o a una acumulación de méritos. Conviene reforzar estos méritos con donaciones a los templos, al son de músicas rituales y con acompañamiento de bailes cuando el monto se juzga digno. Los ricos ofrecen joyas y metales preciosos; los pobres, manteca. Los demonios más peligrosos no aceptan dones sino ya puesto el sol.
El poder de los lamas era enorme. Abarcaba imparcialmente lo temporal y lo espiritual: la producción entera del país; la recta ejecución de la ley sin excluir la pena de muerte; el destino presente del súbdito y sus vidas futuras.
A diferencia de Swedenborg, el lamaísmo, como la doctrina cristiana, concede una decisiva importancia a la hora de la agonía. Llegada esa hora, o aun después de la muerte, un sacerdote lee al moribundo o al cadáver el libro que se llama Bardo-Thödol o Liberación por el Oído, que consta de una serie de instrucciones para el viajero en los reinos de la muerte. Una vez enterrado el cadáver, la ceremonia continúa; su duración es de cuarenta y nueve días y se ejecuta ante una efigie que representa al muerto. La efigie finalmente se quema.
Después de la muerte física, la primera etapa o primer bardo es de sueño profundo y dura cuatro días; brilla luego una luz resplandeciente que deslumbra al alma y sólo entonces sabe que ha muerto. Si ya ha logrado la salvación, esta luminosa etapa es la última; el sacerdote lo exhorta así: «Tu propia inteligencia, que ahora es el Vacío, pero que no debes considerar como el vacío de la Nada, sino como la inteligencia misma, sin traba, resplandeciente, estremecida y venturosa, es la conciencia, el Buddha perfecto». Luego le aconseja que medite sobre su divinidad tutelar, como si fuera el reflejo de la luna en el agua, visible pero inexistente.
Si es indigna de esa luz, el alma se retrae y entra en el segundo bardo. El muerto ve que lo desnudan, que barren la habitación y oye los lamentos de sus deudos, pero no puede responderles. En este estado, experimenta visiones: primero aparecen divinidades benéficas y luego divinidades iracundas cuya forma es monstruosa. El sacerdote le advierte que tales formas son emanaciones de su propia conciencia y no tienen realidad objetiva.
Durante siete días verá siete divinidades pacíficas, que irradian cada cual una luz de distinto color; paralelamente, ve otras luces que corresponden a los mundos en que el alma puede reencarnar, incluso el de los hombres. El monje le aconseja elegir la luz de cada divinidad y rehuir las otras que lo tientan a proseguir el Samsara; entiéndase bien que las divinidades y las luces proceden del sujeto y del karmaacumulado por él. A partir del octavo día se presentan las deidades iracundas, que son las anteriores bajo otro aspecto. La primera tiene tres cabezas, seis manos, cuatro pies; está envuelta en llamas, exornada de cráneos humanos y de serpientes negras; las manos derechas blanden una espada, un hacha y una rueda; las izquierdas, una campana, un arado y una calavera en la que bebe sangre.
El día decimocuarto aparecen las cuatro guardianas de los cuatro puntos cardinales con cabeza de tigre, de cerdo, de serpiente y de león; el norte, el sur, el este y el oeste emitirán después otras divinidades zoomórficas. Todas estas formas son gigantescas.
Ante el Señor de la Muerte, ocurre al fin el juicio del alma. Con cada hombre han nacido un genio tutelar y un genio malvado; el primero cuenta sus actos buenos con guijarros blancos; el segundo, los malos con guijarros negros. En vano el alma trata de mentir; el juez consulta el Espejo del Karma, que refleja vívidamente todo el proceso de su vida. El Señor de la Muerte es la conciencia; el Espejo del Karma, la memoria.
Reconocido el carácter alucinatorio del extenso proceso, el muerto sabe cuál será su reencarnación ulterior. Los que logran el Nirvana ya se han salvado en las etapas iniciales. El curioso lector que quiera explorar el largo camino del alma puede consultar The Tibetan Book of the Dead de W. Y. Evans-Wentz, que incluye un prólogo de Jung. El nombre del libro fue sugerido por El libro de los Muertos egipcio. Otro texto místico tibetano, de lectura más fácil, es el poema que se titula La ley del Buddha entre las aves, guirnalda preciosa.
La idea de una asamblea de pájaros (sugerida acaso por las simultáneas voces de pájaros en los crepúsculos de la noche y de la mañana) figura en las literaturas de Grecia, de Persia, de Inglaterra y del Indostán. La tradición refiere que el Buddha predicó su ley a los dioses, a las serpientes, a los demonios, a los hombres, en todos los lenguajes del universo; en el poema mencionado, un Bodhisattva, Avalokitésvara, se convierte mágicamente en un cuclillo y adoctrina a las aves del Tibet y de la India. El buitre, la grulla, el ganso, la paloma, el grajo, la lechuza, el gallo, la alondra, el tordo, el cernícalo y el pavo real declaran la amargura y la incertidumbre de toda vida. El cuclillo, a instancias del loro, «diestro en el arte de hablar», les repite que nada hay en el universo que no sea fugaz e ilusorio. Los palacios de piedra tienen su cimiento en el aire; los encuentros de amigos y de parientes son como encuentros de viajeros que comparten el pan con desconocidos; los cuerpos son efímeros como nubes; el tornasolado plumaje del pavo real es como la espuma que dispersa el viento; nacer y morir es soñar que se nace y que se muere; los Buddhas que redimen el universo son los Buddhas de un sueño. Las aves, edificadas por esta prédica, prometen reformar sus costumbres, salvo el milano y el cuervo, que están empedernidos en el mal.
En una de las estrofas, el gallo dice:
Mientras viváis en este mundo del Samsara, no tendréis dicha duradera.
La ejecución de asuntos mundanales no tiene fin.
En la carne y la sangre no hay permanencia.
Mara, Señor de la Muerte, nunca está ausente.
El hombre más rico parte solo.
Estamos obligados a perder a aquellos que amamos.
Dondequiera que miréis, nada substancial hay allí.
¿Me comprendéis?
También Francisco de Asís predicó a los pájaros, pero se limitó a recordarles la gratitud que debían al Señor, que les había dado «vestido doblado y triplicado y libertad para ir a todas partes».


Título original: Qué es el budismo Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.


Foto: Borges firma ejemplares de sus obras en una librería porteña en 1965 

Vía Buenos Aires en el recuerdo [FB]

Nota: Creemos que el señor a la derecha es el Prof. Roberto Castiglioni, 
creador y titular de la Feria Internacional del Libro (1975-1989) [Ver]
Sería lícito suponer que la presente imagen no es en una librería porteña sino en la Feria. 
Sin embargo, las fechas no coinciden, evidente en la figura de Borges. En algún dato hay un error.
Verificaremos para editar, y agradecemos toda colaboración al respecto.


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