2/12/17

Jorge Luis Borges: El taller del escritor (1979)





Qué estoy leyendo
No leo; releo. Estoy releyendo los cuentos de la última época de Kipling, que deliberadamente son laberínticos, un poco a la manera de Henry James pero mejor construidos y más creíbles. En los textos de James hay situaciones, pero no caracteres que tengan vida fuera de la situación que los usa; en los de Kipling hay situaciones y caracteres, parejamente vívidos. Estoy releyendo asimismo la Historia de la filosofía occidental, de Bertrand Russell, en la que abundan la perspicacia y la erudición, la ironía y el humor. También suelen releerme los prodigiosos y simétricos cuentos del Libro de las mil y una noches, en la admirable traducción de mi amigo y maestro Rafael Cansinos-Assens. (Mi culpable ignorancia del idioma árabe me ha permitido investigar, a lo largo de mi ya larga vida las clásicas versiones de Galland y de Edward William Lane y la versión barroca del capitán Burton.)
Me gusta interrogar las enciclopedias, que son para nuestro tiempo “Silvas de varia lección”.
No descuido la segunda parte del Quijote, más íntima y tranquila que la primera. Con toda razón opinó Cervantes: “Nunca primeras partes fueron buenas”.
Estoy descubriendo la obra de Alberto Girri. Me agrada y me conmueve lo que he llegado a comprender de esas complejas páginas, pero no siempre soy de los elegidos.
Releo a Poe. Yo diría que su obra capital son los capítulos finales del relato de Arturo Gordon Pym, esa pesadilla de la blancura, que profetiza el Moby Dick, de Herman Melville; de hecho, su obra capital es la imagen trágica que ha legado a la posteridad.
Qué estoy escribiendo
Un cuento fantástico cuyo tema central me fue dictado por un sueño en una ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme, East Lansing. Se titulará “La memoria de Shakespeare”. Ya lo he reescrito varias veces. Temo haberme excedido, temo que mi fatiga personal contagie al lector.
Un cuento psicológico cuyo título no me ha sido aún revelado. Sé que es un género difícil; debo proceder con cautela.
Una recopilación de los textos que escribí, durante la dictadura, sobre la Divina Comedia. No sé italiano; lo poco y lo memorable que sé me fue enseñado por Dante, por Ariosto y por Croce. Habré leído la Comedia nueve o diez veces, en ediciones distintas. Los comentadores son admirables; Momigliano y Grabher anotan cada verso de la obra. Mediante ese ordenado y lúcido auxilio, un lector de lengua española puede enfrentarse con el texto, de manera inmediata.
Pienso reunir en un volumen, que constará de unas treinta piezas, todos los poemas que he escrito después de Historia de la noche. Agregaré un epílogo o un prólogo de índole analítica.
Estamos preparando también, con María Kodama, una biografía crítica, la primera en lengua castellana, de Snorri Sturluson, historiador, poeta, mitólogo y retórico. Fue uno de los hombres más admirables y diversos de la Edad Media.
Cómo empieza en mí el proceso de escribir (¿con una idea, una imagen, una frase, una lectura?) Cómo se desarrolla
A veces, el primer estímulo es un verso, cuyas posibilidades y ramificaciones exploro. A veces, la creación puede empezar por un concepto abstracto; ulteriormente daré con los símbolos que convienen, con las imágenes o la fábula que preciso. Suelo empezar por una situación; al principio, no sé qué región o qué fecha le conviene. Creo que las opiniones de un escritor no deben intervenir en su obra. El proceso poético es misterioso; hay que dejarlo obrar por su cuenta. Pensemos en la fábula, no en la moraleja posible.
Estoy seguro de que a Esopo, o a los griegos que llamamos Esopo, le interesaba más la idea de animales que se conducían como hombrecitos, que la moralidad de los relatos.
Condiciones de trabajo (¿en absoluta soledad?, ¿en compañía?, ¿de día o de noche?, ¿trabajador sedentario o itinerante?)
La soledad conviene a los primeros tanteos en la sombra. En el caso de un cuento, conviene narrárselo a otro, y ese borrador oral nos hace descubrir sus errores o divisar variaciones afortunadas. En el caso de un poema, el escritor puede prescindir de interlocutores y limarlo lentamente, palabra por palabra, verso por verso, en la soledad. Una vez escrito el texto, debemos guardarlo y olvidarlo. Al cabo de unos quince días podemos releerlo y enmendarlo. No hay nunca una versión definitiva; hay una que nos resignamos a publicar y que corregiremos después.
Mi sistema de trabajo (horarios. Si escribo muchos borradores, etcétera.)
No tengo horario de trabajo. La literatura es una ocupación incesante, que abarca la vigilia y tal vez el sueño o los sueños. Casi continuamente estoy planeando algo o descubriendo algo o inventando algo (según se sabe, inventar equivale a descubrir). Ya que estoy ciego, mis primeros borradores son necesariamente mentales. Aprovecho las visitas de mis amigos para dictarles algo, que después corregiré muchas veces. No sé si mi método es recomendable; para mí, es el único posible.
No hay página mía, por descuidada o espontánea que parezca, que no haya exigido muchos y vacilantes borradores.
De Alfonso Reyes sé que componía de pie, caminando de arriba abajo en su biblioteca, pronunciando y limando cada oración, antes de encomendarla a la escritura. Kipling, en Something of Myself nos confía que ha seguido el mismo procedimiento.
Las mejores novelas (o cuentos, o poemas, o ensayos…)
De nada sirve proponer una serie de títulos. Para mí, las mejores novelas son las de Joseph Conrad; para el lector, para cada lector, pueden ser otras. La lectura tiene que ser hedónica; he sido profesor de literatura unos veinte años y no impuse nunca a mis estudiantes obras de lectura obligatoria. Nadie debe dejarse intimidar por el hecho aleatorio de que un libro sea antiguo o moderno; el goce que nos depara un texto es el único árbitro.
Digo lo mismo en lo que se refiere a poemas. Personalmente, soy más sensible a lo épico que a lo lírico; mi sensibilidad puede no ser la de mis lectores. He llorado alguna vez leyendo textos épicos; ello no me ha acontecido nunca con textos sentimentales o elegíacos. En cuanto a ensayos en lengua castellana, creo que la vasta obra de Alfonso Reyes es de hecho, inagotable y, en francés, Montaigne y André Gide nos esperan; en italiano, Croce; en alemán, la obra de Schopenhauer y el deleitable Worterbuch der Philosophie (Diccionario de la filosofía, de Fritz Mauthner); en inglés, están Emerson y De Quincey, y Cuadernos de notas, de Samuel Butler, y el hoy casi olvidado Andrew Lang.
Mi libro de cabecera
Nombro otra vez El libro de las mil y una noches. Suelen contraponerse los conceptos de calidad y de cantidad, pero en estos volúmenes la cantidad es un elemento esencial. Conviene que haya mil y una noches y que no las agote ningún hombre y que sepamos que ahí están, esperándonos. Asimismo conviene que esas pródigas maravillas estén regidas por secretas simetrías y leyes. No son irresponsables, por cierto. Lo mismo afirmo de los libros de Lewis Carroll.
Según se sabe, Las mil y una noches son anónimas. Esto quiere decir que han sido limadas por generaciones de narradores y después por Antoine Galland, que las reveló al Occidente y por cuantos lo siguieron después.
He elegido este libro o los de Carroll porque son prodigiosos y necesarios. Pude haber elegido también las ficciones de Chesterton en las que hermosamente se conjugan la aventura y el orden, la imaginación y la lógica, el álgebra y el fuego.
El libro olvidado o descuidado (de otros autores)
En primer término quiero recordar toda la obra de Conrad. No diré que ha sido olvidada, ya que ha sido traducida a todas las lenguas, pero creo que no ha sido justipreciada. Se lo lee en función del mar y de la aventura. En él hay tantas otras cosas. Hay el sentido del honor, las variedades del alma humana, el destino, el amor y la soledad. Es acaso el único novelista que hereda las virtudes de la epopeya, madre de la novela. La felicidad que nos deparan sus páginas, aunque sean trágicas y terribles, refleja la felicidad que él debió sentir cuando las escribió.
Quiero recordar a nuestro país la obra poética de Ezequiel Martínez Estrada. Lugones, que era un alma sencilla, de pasiones elementales, le legó un estilo intrincado; éste convenía menos a quien lo creó que al atormentado heredero. Si no me engaño, los mejores poemas de Martínez Estrada proceden de Lugones, pero ciertamente superan a su modelo.
Juicio crítico acerca de mis libros
Se ha exagerado su valor. Algo, sin embargo, puede salvarse. Como todos los escritores, he escrito centenares de páginas para merecer una línea. Me incomoda el intrincado estilo barroco de mis primeros libros. En lo barroco veo ahora un pecado de vanidad. Ese pecado es harto visible en El Aleph y también en Ficciones.
Estoy más cerca de mis versos que de mis cuentos, que son pequeños objetos verbales. El primer poema verdadero que me fue dado descubrir se titula “Llaneza” y lo incluye el breve volumen Fervor de Buenos Aires. Está dedicado a Haydée Lange. “La noche que en el Sur lo velaron”, es el segundo. Después vendrían otros, no demasiados. Recordemos, esta tarde, “El Golem”, el “Poema conjetural”, “Everness”, los cinco versos de “La Luna” y “Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos”.
He hablado de verso y de prosa, pero no creo que haya una diferencia esencial: “Borges y yo”, si no me equivoco, no es menos poesía que mis poemas. Digo lo mismo de la dedicatoria a Lugones que inicia El hacedor.
He perdido la cuenta de mis libros. Quizá todos son prescindibles; si tuviera que elegir dos, optaría por El libro de arena y por Historia de la noche.
En mis primeros libros se advierte la gravitación de Lugones y de Quevedo, que se parecen tanto. Hoy me siento deudor de esos maestros y de todos los otros y de cada instante de mi vida y de todos los instantes del universo. Por lo demás, cada lengua es una tradición y lo que un individuo puede agregar no dejará nunca de ser mínimo.

Tiempo promedio de dedicación diaria
Creo haber contestado a esa pregunta. Sólo ahora recuerdo que dedico buena parte de mi tiempo a la audición de textos ajenos. Prefiero la relectura a la lectura; no soy curioso de novedades. Creo que nadie puede conocer a sus contemporáneos. Schopenhauer aconsejaba no leer ningún texto que no hubiera cumplido cincuenta años. Entiendo que quería decir que las únicas buenas antologías son las que elige el tiempo. Releamos, pues, a los clásicos. Cada relectura será ligeramente distinta de la anterior.
* En diario La Prensa, Buenos Aires, 26 de agosto de 1979. Número especial dedicado a Borges para sus ochenta años.109


109. El 23 de agosto de 1979, Borges declara para Clarín: “Estoy milagrosamente vivo […] Estoy enfermo y a disposición de los médicos. Han aparecido algunos achaques que no son muy tolerables. Un régimen muy estricto de comidas. Debo comer carne. Detesto comer carne. Estoy milagrosamente vivo, poblado de recuerdos y confusiones. No sé bien, a veces, dónde comienza el recuerdo de una calle o dónde la confundo con una calle descripta por un amigo o un buen escritor. Sí, estoy muy confuso y algo desesperado. Se mezclan tantas cosas juntas en la memoria… / Alguna vez, algún día, conoceré la sombra del misterio mayor de los hombres. Hoy estoy aquí y vengo a enterarme: cumplo ochenta años”. (N. del E.)


Luego, en Textos recobrados 1956-1986 (1987)
© 2003 María Kodama
© 2003 Editorial Emecé


Imagen en portada de la reedición de Borges, libros y lecturas, libro de Laura Rosato y Germán Álvarez Vía

1/12/17

Jorge Luis Borges: «Chinese fairy tales and folk tales», traducidos por Wolfram Eberhard






Pocos géneros literarios suelen ser más tediosos que el cuento de hadas, salvo, naturalmente, la fábula. (La inocencia y la irresponsabilidad de los animales determinan su encanto; rebajarlos a instrumentos de la moral, como lo hacen Esopo y La Fontaine, me parece una aberración.) He confesado que me aburren los cuentos de hadas; ahora confieso que he leído con interés los que integran la primera mitad de este libro. Lo mismo me pasó, hace diez años, con los Chinesische Volks-märchen de Wilhelm. ¿Cómo resolver esa contradicción?

El problema es sencillo. El cuento de hadas europeo, y el árabe, son del todo convencionales. Una ley ternaria los rige: hay dos hermanas envidiosas y una hermanita buena, hay tres hijos de rey, hay tres cuervos, hay una adivinanza que descifra el tercer adivinador. El cuento occidental es una especie de artefacto simétrico, dividido en compartimentos. Es de una simetría perfecta. ¿Habrá cosa que se parezca menos a la belleza que la simetría perfecta? (No quiero hacer una apología del caos; entiendo que en todas las artes nada suele agradar como las simetrías imperfectas…) En cambio, el cuento de hadas chino es irregular. El lector empieza por juzgarlo incoherente. Piensa que hay muchos cabos sueltos, que los hechos no se atan. Después —quizá de golpe— descubre el porqué de esas grietas. Intuye que esas vaguedades y esos anacolutos quieren decir que el narrador cree totalmente en la verdad de las maravillas que narra. Tampoco es simétrica la realidad ni forma un dibujo.

De las narraciones que componen este volumen, sospecho que las más agradables son “Hermano fantasma”, “La emperatriz del cielo”, “La historia de los hombres de plata”, “El hijo del espectro de la tortuga”, “El cajón mágico”, “Las monedas de cobre”, “Tung Pojuá vende truenos” y “El cuadro raro”. La última es la historia de un pintor de manos inmortales que pintó una luna redonda que menguaba, desaparecía y crecía, a la par de la luna que está en los cielos.

Noto, en el índice, algún título que no desmerece de Chesterton: “La gratitud de la serpiente”, “El rey de las cenizas”, “El actor y el fantasma”. 



En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 4 de febrero de 1938
También en: Textos Cautivos (1986) Borges en El Hogar (2000)


29/11/17

Héctor Abad Faciolince: El eterno retorno de Borges






Aun sin haber leído una sola línea de La Ilíada o La Odisea, no hay bachiller que no sepa dos cosas sobre Homero: que era ciego y que probablemente nunca existió. Casi nadie repara en lo contradictorio que resulta darle un atributo real la ceguera a algo inexistente. Si no hay Dios, éste no puede ser ni furibundo ni misericordioso. No deja de ser paradójico, en todo caso, que se dude de la existencia individual del fundador de la literatura occidental, la más individualista de todas las culturas. O quizá este sea el primer atributo de todos los fundadores: la duda. También para el primer autor de la literatura castellana se prefiere el anonimato, en vez de reconocer que el Poema de Mío Cid lo compuso Per Abad. Si un fabulador se aparta deliberadamente del realismo como es el caso de Borges y dedica su vida al quimérico ejercicio de la fantasía, su propia existencia se va contagiando de ensueño y acaba por adquirir cierto cariz fantasmagórico. Cuanto más fantástico e imaginario haya sido aquello que escribió, más fácilmente podrá atribuírsele a su nombre cualquier cosa. El mismo Borges alimentó esa fantasía con su obsesiva insistencia en el azar de la escritura. Si el espíritu sopla donde quiere, un poema magnífico lo puede redactar por igual un genio o un idiota. Así lo entendió Borges desde la advertencia que precede a su primer poemario: "Si las páginas de este libro consienten algún verso feliz, perdóneme el lector la descortesía de haberlo usurpado yo, previamente. Nuestras nadas poco difieren; es trivial y fortuita la circunstancia de que seas tú el lector de estos ejercicios, y yo su redactor". Así se abre Fervor de Buenos Aires, el mismo libro que un joven de 22 años concluye, en el último poema, con una clara conciencia de lo que le espera: "La corrupción y el eco que seremos". Si el destino de todos, tontos o genios, es la muerte, entonces es verdad que "nuestras nadas poco difieren". Pero no afirma Borges que nuestras nadas sean idénticas. Hay, entre el muerto anónimo y el muerto célebre una diferencia: la nada que hoy es Borges es una nada que se recuerda. Y con esto llegamos a otro tema fundamental de su obra: la memoria. De la memoria exacta proviene aquello que llamamos auténtico, original, canónico, y de la memoria deformada o falseada o falsamente atribuida, viene lo que se llama apócrifo. 

Borges descreía de la escritura ya perfecta, inmodificable o sagrada. Dejó dicho: "El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio". Hay innumerables testimonios que nos dicen que a Borges le encantaba discutir con legos sus propios poemas, y los iba modificando casi al azar, a las ocurrencias o al capricho de la conversación, para dejar versiones que circulan sueltas por ahí. Estas versiones casuales pueden ser incluso mejores que las versiones canónicas, es decir, "definitivas", o sea las impresas en las últimas ediciones de sus libros. Este dejar su obra abierta a muchas modificaciones, esta insistencia en decir que nada es definitivo en un texto, y que el autor carece de importancia, les ha abierto el camino a muchos impostores que han fingido escribir supuestas obras de Borges, ni siquiera inventándolas, sino manipulando y dañando las existentes. 

El peligro de lo apócrifo consiste en vincular un nombre que como todo nombre tiene algo sagrado con ciertas palabras que a ese nombre no le pertenecen. Citar una tontería como si fuera suya es injuriarlo. Por muy fascinado que esté un hombre por la idiotez, nunca desea que esta le sea atribuida. ¿Quién es Borges, al cabo de esta breve eternidad del cuarto de siglo transcurrido desde su muerte? Pues bien, después de todo, si un hombre es la suma de sus actos, y si los actos de un escritor son lo que escribe, Borges no es otra cosa que aquello que dejó escrito. Borges ya es y será algo que nada tiene que ver con su carne. Borges es y será para siempre sus libros. O, mejor dicho, los libros asociados a su nombre.

 A mí me ha cabido la dudosa suerte de reivindicar unos pocos sonetos apócrifos como auténticos del gran poeta argentino, y como merecedores de entrar al Libro que componen sus libros. Creo haber demostrado (en Traiciones de la memoria) que esos poemas son auténticos. De ellos citaré solamente dos endecasílabos: "No soy el insensato que se aferra/ al mágico sonido de su nombre". En esta sentencia reconoce el acento único de Borges cualquiera que haya frecuentado su obra. En ella está presente una de sus máscaras más características: la falsa modestia. Pero recuerden esta máxima de Chamfort: "La falsa modestia es la más decente de todas las mentiras". Esta decente mentira de la modestia con la que que siempre pronunció su nombre, será un motivo más, el último, por el que el nombre de Borges no será olvidado mientras haya lectores.


En El País, Madrid, 13 de agosto de 2011
Jorge Luis Borges retratado por Guillermo Roux
junto a Jean-Dominique Rey, septiembre de 1985
Foto propiedad de Franca Beer, esposa de Roux


28/11/17

Jorge Luis Borges - Alicia Jurado: El budismo y la ética





Hace dos mil quinientos años que la prédica de un príncipe menor del Nepal ha influido en incontables generaciones del Oriente; no se ha hecho culpable de una guerra y ha enseñado a los hombres la serenidad y la tolerancia. Citemos algunos textos de los libros canónicos:
«El odio no puede nunca detener el odio; sólo el amor puede detener el odio; esta ley es antigua».
«Si en la batalla un hombre venciera a mil hombres, y si otro se venciera a sí mismo, el mayor vencedor sería el segundo».
«No hay fuego comparable a la pasión; no hay mal comparable al odio; no hay dolor como el de esta vida carnal; no hay dicha superior a la paz».
«En este mundo producen felicidad la bondad del corazón, la moderación para con todos los seres. En este mundo producen felicidad la ausencia de pasiones y la superación de los deseos. Pero la destrucción del egoísmo es en verdad la felicidad suprema».
«La felicidad es de aquel que no tiene nada, que ha dominado la doctrina y ha alcanzado la sabiduría. Mira cómo sufre el que tiene algo. El hombre está encadenado al hombre».
«Las penas, lamentaciones y sufrimientos de múltiples formas que existen en este mundo se producen a causa de algo querido. Por esto, son felices y están libres de dolor aquellos que no tienen en este mundo nada querido. Si aspiras al estado libre de dolor y de pasión, no tengas nada querido en ningún lugar de este mundo».
«Los dioses no pueden alcanzar con la mirada a aquel hombre en cuyo interior no existe cólera, que está más allá de cualquier forma de existencia o de inexistencia, cuyos temores han cesado, feliz y libre de pena».
Cierta vez que el Buddha se encontraba en un bosque, murió el único hijo de un devoto laico. Al amanecer, los deudos se acercaron con las ropas y el pelo aún húmedos del baño ritual. El Buddha les preguntó por qué venían así, y el padre dijo: «Señor, ha muerto mi único hijo, un niño agradable y muy querido». El Buddha respondió: «Los dioses y la mayoría de los hombres, atados por el goce de lo que tiene apariencia agradable, presas del sufrimiento y de la vejez, caen en poder del Rey de la Muerte; pero aquellos que, de día y de noche, alertas y vigilantes, dejan de lado lo que tiene apariencia agradable, arrancan por completo la raíz del sufrimiento, el señuelo de la muerte, tan difícil de superar».
Un insensato oyó que el Buddha predicaba que debemos devolver el bien por el mal y fue y lo insultó. El Buddha guardó silencio. Cuando el otro acabó de insultarlo, le preguntó: «Hijo mío, si un hombre rechazara un regalo, ¿de quién sería el regalo?» El otro respondió: «De quien quiso ofrecerlo». «Hijo mío», replicó el Buddha, «me has insultado, pero yo rechazo tu insulto y éste queda contigo. ¿No será acaso un manantial de desventura para ti?» El insensato se alejó avergonzado, pero volvió para refugiarse en el Buddha.
Sona, discípulo de Buddha, se cansó de los rigores del ascetismo y resolvió volver a una vida de placeres. El Buddha le dijo:
«¿No fuiste alguna vez diestro en el arte del laúd?»
«Sí, Señor», dijo Sona.
«Si las cuerdas están demasiado tensas, ¿dará el laúd el tono justo?»
«No, Señor».
«Si están demasiado flojas, ¿dará el laúd el tono justo?»
«No, Señor».
«Si no están demasiado tensas ni demasiado flojas, ¿estarán prontas para ser tocadas?»
«Así es, Señor».
«De igual modo, Sona, las fuerzas del alma demasiado tensas caen en el exceso, y demasiado flojas, en la molicie. Así pues, oh Sona, haz que tu espíritu sea un laúd bien templado».
Un río separaba dos reinos; los agricultores lo utilizaban para regar sus campos, pero un año sobrevino una sequía y el agua no alcanzó para todos. Primero se pelearon a golpes y luego los reyes enviaron ejércitos para proteger a sus súbditos. La guerra era inminente; el Buddha se encaminó a la frontera donde acampaban ambos ejércitos.
«Decidme», dijo, dirigiéndose a los reyes: «¿qué vale más, el agua del río o la sangre de vuestros pueblos?»
«No hay duda», contestaron los reyes, «la sangre de estos hombres vale más que el agua del río».
«¡Oh, reyes insensatos», dijo el Buddha, «derramar lo más precioso por obtener aquello que vale mucho menos! Si emprendéis esta batalla, derramaréis la sangre de vuestra gente y no habréis aumentado el caudal del río en una sola gota».
Los reyes, avergonzados, resolvieron ponerse de acuerdo de manera pacífica y repartir el agua. Poco después llegaron las lluvias y hubo riego para todos.







Título original: Qué es el budismo
Jorge Luis Borges y Alicia Jurado, 1976

Luego en J. L. Borges: Obras completas en colaboración
© María Kodama 1995
©Emecé Editores 1979 y ss.


Foto arriba: Borges en Paris, 01 mayo 1980 (detalle)
por Francoise Lochon/Getty Images

Abajo: Alicia Jurado (s-a) Vía



27/11/17

Marcos-Ricardo Barnatán: «Tuvimos una patria y la perdimos»





Hace pocos años Borges prologaba con amargura un libro de poemas de Manuel Mujica Láinez. Estaban vivos los dos, pero igualmente heridos por un país que había cambiado dramáticamente. "Manuel Mujica Láinez, tuvimos una patria, recuerdas, y los dos la perdimos". Manucho vivía enclaustrado en su finca cordobesa, a la que llamó El Paraíso, y Borges se entregaba compulsivamente a los víajes para estar lejos de Buenos Aires. La patria en la que se habían reconocido ya no existía, se había desangrado lentamente en los últimos 15 años de violencia y descomposición. Ya en 1974 me confesaba Borges en su casa de la calle Maipú su deseo de vivir en Europa; su ciudad le era entonces especialmente hostil, vivía amenazado de muerte y recibía con estoicismo el generoso insulto de su Gobierno. El poeta que había cantado como ninguno los fervores de Buenos Aires comprobaba que el infierno era algo más que una creación de los teólogos y que podía ser parte rutinaria de la realidad. Ginebra resultó ser así la estación final del noble viajero. Tenía para Borges el sabor inigualable de la adolescencia, en Ginebra Borges volvía a ser joven, volvía a descubrir la literatura y a escribir sus primeros poemas en francés, en Ginebra Borges volvía a ser feliz. Por eso la elección última de retornar a los orígenes y morir en el exilio resulta comprensible. Un hombre hecho de soledad, de amor y de tiempo, como él mismo se definió, buscó en el cantón de Ginebra la última de sus patrias.


Argentino

Pero Borges no dejó nunca de ser argentino en el sentido más ecuménico, y sólo una cultura como la argentina pudo producir un genio literario de su naturaleza. Borges era europeo como sólo puede serlo un argentino, y así lo testimonia su literatura plagada de algo más que curiosidad por los sectores más profundos y heterodoxos de la tradición cultural occidental, desde las antiguas literaturas germánicas hasta la Kábala, sin renunciar tampoco a la gran manifestación artística de su tiempo, el cine.
Ejerció una indiscutible maestría en la literatura de nuestra lengua con una socarrona humildad. Su influencia indeleble en los grandes escritores latinoamericanos ha sido reconocida por quienes respetaban su literatura más allá de las coincidencias o divergencias políticas. Cortázar, Vargas Llosa, Cabrera Infante e incluso García Márquez y Carlos Fuentes han repetido muchas veces que ellos no hubieran sido lo que son si no hubieran bebido del manantial borgiano. Y no sería ocioso indagar en el ámbito de otras literaturas, como la francesa, la italiana y las de habla inglesa, donde la huella de su obra puede ser reconocida.
La proyección internacional lograda por Borges es única en la historia de la literatura argentina. Ninguno de los escritores importantes que había dado su país, ni siquiera su admirado Leopoldo Lugones, había conseguido vencer los límites estrictos del mundo hispánico. Borges era un personaje conocido en los grandes semanarios europeos y norteamericanos a quien se le pedía opinión sobre lo divino y lo humano, y además gozaba de la veneración de los círculos universitarios de todo el mundo. Popular y elitista a la vez, podía escribir la letra de una milonga o hablar del anglosajón para iniciados, emocionar con la rotunda sencillez de unos versos dramáticos o internarnos en el laberinto de una prosa elaborada y precisa, tramada de perplejidades metafísicas.
Su retrato no puede dejar de ser contradictorio, sus reacciones imprevisibles incluso para los que le conocíamos de cerca y habíamos estudiado con cierta minuciosidad su obra y su vida. Fue anarquista como su padre durante muchos años, incluso después de renegar del vanguardismo que inflamó sus años juveniles. Llegó a cantar la revolución rusa de octubre en versos hoy olvidados. Y su escepticismo político le permitió ser en sus años mozos radical, cuando su clase social y sus amigos eran conservadores. Fue ferozmente antinazi durante la guerra, y no dejó de mostrar su simpatía por la República española. Sintió las guerras de Israel como algo propio y cantó en poemas militantes la resurrección del pueblo judío. Sufrió la dictadura peronista con valentía, y tras aprobar el golpe militar que derrocó a Isabel Perón, acabó reconociendo su error y condenando la carnicería. Se opuso a la guerra de las Malvinas cuando el más feroz nacionalismo contagiaba a los argentinos de todos los colores.
Estigma
Varias generaciones de escritores hemos recogido de una u otra forma sus lecciones, muchos directamente en las aulas y otros sobre todo en sus libros. La prosa, el verso y el ensayo de nuestra lengua tiene ya el estigma borgiano grabado sobre su rostro, y será difícil que lo borren las modas o las escuelas literarias venideras. En sus últimos meses, Borges y María Kodama preparaban el volumen de las obras completas para la Bibliothèque de la Pléiade, era una de las formas más sublimes de su consagración como clásico. La muerte previsible le impidió el gozo de palpar la fina hoja y sentir el aroma intenso de la tinta, una de las maneras de constatar la realidad que solía tener el maestro muerto. Los libros, que eran no sólo parte esencial de su vida sino una prolongación de su propio cuerpo, de su propia alma.
En El País, Madrid, 16 de junio de 1986
Jorge Luis Borges junto a Marcos-Ricardo Barnatan (der)
Fotografía tomada en abril de 1973 en ingreso a entrevista en la Televisión Española
Gentileza Marcos-Ricardo Barnatán

26/11/17

Jorge Luis Borges: La máquina de pensar de Raimundo Lulio




Lower right in plate: Moncornet ex.; across bottom in plate: B. Raymvndvs Lullivs Philosophvs
Doctrinam Pandit Raymund Lullius omnem, ...

15 de octubre de 1937


Raimundo Lulio (Ramón Llull) inventó a fines del siglo XIII la máquina de pensar; Atanasio Kircher, su lector y comentador, inventó, cuatrocientos años después, la linterna mágica. La primera invención consta en la obra titulada Ars magna generalis; la segunda, en la no menos inaccesible Ars magna lucis et umbrae. Los nombres de ambas invenciones son generosos. En la realidad, en la mera lúcida realidad, ni la linterna mágica es mágica ni el mecanismo ideado por Ramón Llull es capaz de un solo razonamiento, siquiera rudimental o sofístico. Dicho sea con otras palabras: comparada con su propósito, juzgada según el propósito ilustre del inventor, la máquina de pensar no funciona. El hecho es secundario para nosotros. Tampoco funcionan los aparatos de movimiento continuo cuyos dibujos dan misterio a las páginas de las más efusivas enciclopedias; tampoco funcionan las teorías metafísicas y teológicas que suelen declarar quiénes somos y qué cosa es el mundo. Su pública y famosa inutilidad no disminuye su interés. Puede ser el caso (creo yo) de la inútil máquina de pensar.


La invención de la máquina

Ignoramos y siempre ignoraremos (porque es aventurado esperar que la omnisapiente máquina lo revele) cómo fue incoada la máquina. Felizmente, uno de los grabados de la famosa edición maguntina (1721-1742) nos permite conjeturarlo. Es verdad que Salzinger, el editor, juzga que ese grabado es la simplificación de otro más complejo; yo prefiero pensar que es el modesto precursor de los otros. Examinemos ese antepasado (figura 1). Se trata de un esquema o diagrama de los atributos de Dios. La letra A, central, significa el Señor. En la circunferencia la B quiere decir la bondad, la C la grandeza, la D la eternidad, la E el poder, la F la sabiduría, la G la voluntad, la H la virtud, la I la verdad, la K la gloria. Cada una de esas nueve letras equidista del centro y está unida a todas las otras por cuerdas o por diagonales. Lo primero quiere decir que todos los atributos son inherentes; lo segundo, que se articulan entre sí de tal modo que no es heterodoxo afirmar que la gloria es eterna, que la eternidad es gloriosa, que el poder es verídico, glorioso, bueno, grande, eterno, poderoso, sapiente, libre y virtuoso, o bondadosamente grande, grandemente eterno, eternamente poderoso, poderosamente sabio, sabiamente libre, libremente virtuoso, virtuosamente veraz, etcétera, etcétera.


Figura 1: Diagrama de los atributos divinos

Quiero que mis lectores alcancen bien toda la magnitud de ese etcétera. Abarca, por lo pronto, un número de combinaciones muy superior a las que puede registrar esta página. El hecho de que sean del todo vanas —de que, para nosotros, decir que la gloria es eterna es tan estrictamente nulo como decir que la eternidad es gloriosa— es de un interés secundario. Ese diagrama inmóvil, con sus nueve mayúsculas repartidas en nueve cámaras y atadas por una estrella y unos polígonos, es ya una máquina de pensar. Es natural que su inventor —hombre, no lo olvidemos, del siglo XIII— la alimentara con materias que ahora nos parecen ingratas. Nosotros ya sabemos que los conceptos de bondad, de grandeza, de sabiduría, de poder y de gloria, son incapaces de engendrar una revelación apreciable. Nosotros (en el fondo, no menos ingenuos que Llull) la cargaríamos de un modo distinto. Sin duda, con las palabras Entropía, Tiempo, Electrones, Energía potencial, Cuarta dimensión, Relatividad, Protones y Einstein. O, también: Plusvalía, Proletariado, Capitalismo, Lucha de clases, Materialismo dialéctico, Engels.


Los tres discos

Si un mero círculo, subdividido en nueve cámaras, da lugar a tantas combinaciones, ¿qué no podemos esperar de tres discos, giratorios, concéntricos y manuales, hechos de madera o de metal y con sus quince o veinte cámaras cada uno? Eso pensó el remoto Ramón Llull en su isla roja y cenital de Mallorca, y planeó su máquina ilusa. Las circunstancias y propósitos de esa máquina (figura 2) no nos interesan ahora; sí el principio que la movió: la aplicación metódica del azar a la resolución de un problema.

En el exordio de este artículo dije que la máquina de pensar no funciona. La he calumniado: elle ne fonctionne que trop, funciona abrumadoramente. Imaginemos un problema cualquiera: dilucidar el «verdadero» color de los tigres. Doy a cada una de las letras lulianas el valor de un color, hago rodar los discos y descifro que el inconstante tigre es azul, amarillo, negro, blanco, verde, morado, anaranjado y gris o amarillamente azul, negramente azul, blancamente azul, verdemente azul, moradamente azul, azulmente azul, etcétera... Ante esa ambigüedad torrencial, los partidarios de la Ars magna no se arredraban: aconsejaban el empleo simultáneo de muchas máquinas combinatorias, que (según ellos) se irían orientando y rectificando, a fuerza de «multiplicaciones» y «evacuaciones». Durante mucho tiempo, muchos creyeron que en la paciente manipulación de esos discos estaba la segura revelación de todos los arcanos del mundo.



Figura 2: La máquina de pensar de Raimundo Lulio

Gulliver y su máquina

Quizá recuerden mis lectores que Swift, en la tercera parte de los Viajes de Gulliver, se burla de la máquina de pensar. Propone o describe otra, más compleja, donde la intervención humana es harto menor.

Esta máquina —refiere el capitán Gulliver— es un armazón de madera, hecha de cubos de tamaño de un dado, eslabonados por alambres sutiles. En las seis caras de los cubos hay palabras escritas. A los lados de esa armazón horizontal hay manijas de hierro. Basta moverlas para que se inviertan los cubos. A cada vuelta cambian las palabras y el orden. Luego se leen atentamente, y si dos o tres forman una oración o trozo de oración los estudiantes las anotan en un cuaderno. «El profesor», agrega fríamente Gulliver, «me señaló varios volúmenes en folio imperial, llenos de frases rotas: materiales preciosos que era su propósito organizar para ofrecer al mundo un sistema enciclopédico de todas las artes y ciencias».


Vindicación final

Como instrumento de investigación filosófica, la máquina de pensar es absurda. No lo sería, en cambio, como instrumento literario y poético. (Agudamente anota Fritz Mauthner —Woerterbuch der Philosophie, volumen primero, página 284— que un diccionario de la rima es una especie de máquina de pensar.) El poeta que requiere un epíteto para «tigre», procede en absoluto como la máquina. Los va ensayando hasta encontrar uno que sea suficientemente asombroso. «Tigre negro» puede ser el tigre en la noche; «tigre rojo», todos los tigres, por la connotación de la sangre.





Jorge Luis Borges: Textos cautivos (1986)
Antología de trabajos publicados por JLB en la revista El Hogar entre 1936 y 1940
Edición de Enrique Sacerio-Garí y Emir Rodríguez Monegal 
© María Kodama, 1995
© Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 2016

Imagen arriba: Raymundo Lulio - plate: 16.4 x 11.6 cm
Fuente: National Gallery of Art

Abajo: Facsímil  Ars Magna 
Biblioteca Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, ms. 8c.IV.6
Pergamino impreso


25/11/17

Juan José Millás: Borges sueña a Bioy







Si lo piensan, lo extraordinario de esta imagen es su textura onírica. Como si el fotógrafo, para obtenerla, se hubiera colado en el sueño de alguien. Imaginemos que eso es posible, que se puede entrar de forma subrepticia, con una cámara de fotos, en la cabeza de un durmiente. En la de tu mujer, pongamos por caso, en la de un amigo, en la de un adversario, o en la de una persona que te resulta del todo indiferente. Supongamos que te es permitido regresar de ese viaje con un fotograma. ¿Se parecería a éste? Quizá sí, en la atmósfera al menos, en el color, en esa geometría del fondo, tan cargada de elementos arquitectónicos simbólicos que parece un decorado. Esa perspectiva lineal, con ambición de punto de fuga, es resueltamente alucinatoria. Y luego está el sujeto retratado, de nombre Adolfo Bioy Casares, escritor argentino que practicó, entre otros, el género fantástico. ¿No les parece que nos observa también desde una dimensión de la realidad que poco o nada tiene que ver con la vigilia? Parece como sonámbulo, como perdido en un mundo de sombras alejado del nuestro.
Recuerdo que cuando tropecé con el retrato en las páginas de Cultura del periódico, lo confundí durante unas décimas de segundo con Borges, del que fue amigo íntimo y colaborador. Tras caer en la cuenta del error, que me produjo una sorpresa embarazosa, continué observando la imagen, intentando adivinar qué me había conducido a él. Ahora creo haberlo adivinado: se trata de una instantánea de Bioy, en efecto, pero que parece sacada de un sueño de Borges. ¡Es Borges soñando con Bioy! ¿O no?

Texto y foto en: El País, Madrid, 20 de febrero de 2015
Retrato de Adolfo Bioy Casares por Gorka Lejarcegi


24/11/17

Dios dirige los destinos de José, hijo de Jacob, y, por su intermedio, los de Israel







Israel amaba a José más que a todos sus otros hijos por ser el hijo de la ancianidad, y le hizo una túnica talar. Viendo sus hermanos que el padre lo amaba más que a todos, llegaron a odiarlo; y no podían hablarle amistosamente. Tuvo José un sueño que contó a sus hermanos y acrecentó el odio de éstos. Les dijo: «Oíd, si queréis, el sueño que he tenido. Estábamos nosotros en el campo atando haces cuando vi que mi haz se levantaba y mantenía en pie, y los vuestros lo rodeaban y se inclinaban ante el mío, adorándolo.» Sus hermanos le dijeron: «¿Es que vas a reinar sobre nosotros y dominarnos?» Y lo odiaron más. Tuvo José otro sueño, que contó a sus hermanos: «Mirad, he tenido otro sueño y he visto que el sol, la luna y once estrellas me adoraban.» Contó el sueño a su padre y éste lo increpó: «¿Qué sueño es ése que has soñado? ¿Acaso vamos a postrarnos ante ti, yo, tu madre y tus hermanos?» Sus hermanos lo envidiaban, pero al padre le daba que pensar.
Génesis, 37, 3 −11



Antologado en Jorges Luis Borges: Libro de sueños (1975)
© 1995, María Kodama
© 2013, Buenos Aires, Random House Mondadori
© 2015, Buenos Aires, Debolsillo, segunda edición

También en Colección La Biblioteca de Babel, 32




23/11/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a la edición alemana de «La carreta», de Amorim







Los rasgos capitales de la literatura gauchesca de cualquier orilla del Plata han sido enumerados con orgullo más de una vez: su rústico vigor, sus afinidades homéricas, su perdonable o más bien admirable incorrección, su autenticidad. Admitidos (y aun venerados) esos amenísimos rasgos, me atrevo a añadir otro en voz baja, no menos indudable que silenciado: el exclusivo origen urbano de toda esa literatura silvestre. Ha sido, desde luego, obra de ciudadanos que han intimado con el campo y sus gauchos, de modo que es injusto acusarla de errores de hecho, de meras equivocaciones de hecho. Su error más habitual es de otro orden: hablo de sus malas costumbres sentimentales. El escritor de Buenos Aires o de Montevideo que habla de gauchos, propende al mito, voluntaria o involuntariamente. Más de cien años de literatura anterior gravitan sobre él. El examen de esa literatura es curioso. Burlas, vacilaciones y parodias prefiguran el semidiós. El uruguayo Hidalgo, padre de los primeros gauchos escritores, ignora que su generación es divina y los mueve con toda familiaridad. Ascasubi también, en los cantos felices y belicosos de Paulina Lucero. Hay alegría en esos cantos y burlas, pero jamás nostalgia. De ahí al olvido en que Buenos Aires los tiene y su preterición a favor del gárrulo y senil Santos Vega, del mismo autor: impenetrable sucesión de trece mil versos urdidos en el París desconsolado lado de 1871. Esa lánguida crónica —obra de un viejo militar argentino que sufre la nostalgia de la patria y de sus años briosos— inaugura el mito del gaucho. En el prefacio de la primera edición, Ascasubi declara su propósito apologético. “Por último (nos dice), como no creo equivocarme al pensar que no hay índole mejor que la de los paisanos de nuestra campaña, he buscado siempre el hacer resaltar las buenas condiciones que suelen adornar el carácter del gaucho.” Son palabras de 1872; ese mismo año, Hernández publica en Buenos Aires el primer cuaderno de la obra fundamental de la literatura gauchesca: el Martín Fierro. Martín Fierro es un gaucho amalevado de cuya perdición y triste destino es culpable el ejército. El favor alcanzado por Martín Fierro crea la necesidad de otros gauchos, no menos oprimidos por la ley y no menos heroicos. Eduardo Gutiérrez, escritor olvidado con injusticia, los suministra infinitamente. Su procedimiento, su empeño, son mitológicos. Pretende, como todos los mitos, repetir una realidad. Compone biografías de gauchos malos para justificarlos. Un día, hastiado, se arrepiente. Escribe Hormiga Negra, libro de total desengaño. Buenos Aires lo hojea con frialdad; los editores no lo reimprimen… Hacia 1913 Lugones dicta en el abarrotado teatro Odeón su apología tumultuosa del Martín Fierro, y, en ella, la del Gaucho. Faltaba, sin embargo, la apoteosis. Güiraldes la acomete y la lleva a término en Don Segundo Sombra. Todo ese libro está gobernado por el recuerdo, por el recuerdo reverente y nostálgico. En Don Segundo los riesgos, las durezas, las austeridades del gaucho, están agigantados por el recuerdo. La explicación es fácil. Güiraldes trabaja con el pasado de la provincia de Buenos Aires, de una provincia donde la inmigración, la agricultura y los caminos de hierro han alterado profundamente el tipo del gaucho.

Enrique Amorim trabaja con el presente. La materia de sus novelas es la actual campaña oriental: la dura campaña del Norte, tierra de gauchos taciturnos, de toros rojos, de arriesgados contrabandistas, de callejones donde el viento se cansa, de altas carretas que traen un cansancio de leguas. Tierra de “estancias” que están solas como un barco en el mar y donde la incesante soledad aprieta a los hombres.

Enrique Amorim no escribe al servicio de un mito, ni tampoco en contra. Le interesan, como a todo auténtico novelista, las personas, los hechos y sus motivos, no los símbolos generales. (Lo anterior no quiere decir que sus personajes sean incapaces de una interpretación simbólica; la misma realidad no lo es.) En las páginas de Amorim, los hombres y los hechos del campo están sin reverencia y sin desdén, con entera naturalidad. Yo sé que su lectura será un gewaltiges Erlebnis para el lector alemán. 


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en El Hogar, Buenos Aires, 9 de julio de 1937
Foto: Amorim y Borges durante una tertulia en Salto, Uruguay
Imagen restaurada por el Institut Valenciá de Cultura

22/11/17

Jorge Luis Borges: Ginebra






De todas las ciudades del planeta, de las diversas e íntimas patrias que un hombre va buscando y mereciendo en el decurso de los viajes, Ginebra me parece la más propicia a la felicidad. Le debo, a partir de 1914, la revelación del francés, del latín, del alemán, del expresionismo, de Schopenhauer, de la doctrina del Buddha, del Taoísmo, de Conrad, de Lafcadio Hearn y de la nostalgia de Buenos Aires. También la del amor, la de la amistad, la de la humillación, y la de la tentación del suicidio. En la memoria todo es grato, hasta la desventura. Esas razones son personales; diré una de orden general. A diferencia de otras ciudades, Ginebra no es enfática. París no ignora que es París, la decorosa Londres sabe que es Londres, Ginebra casi no sabe que es Ginebra. Las grandes sombras de Calvino, de Rousseau, de Amiel y de Ferdinand Hodler están aquí, pero nadie las recuerda al viajero. Ginebra, un poco a semejanza del Japón, se ha renovado sin perder sus ayeres. Perduran las callejas montañosas de la Vieille Ville, perduran las campanas y las fuentes, pero también hay otra gran ciudad de librerías y comercios occidentales y orientales.
Sé que volveré siempre a Ginebra, quizá después de la muerte del cuerpo.



Texto y foto en Atlas, con María Kodama
Selección de fotografías de la colección de María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa 



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