11/11/17

Jorge Luis Borges: Francisco R. Villamil, «Caracol Marino»








Montevideo, 1933.

Este libro, curiosa antología del error, agota las maneras más diversas de eludir la poesía. El escritor (de algún modo hemos de llamarlo) exhuma los errores peculiares de Julio Herrera y Reissig, como si los actuales no le bastaran. Maneja con igual naturalidad la cursilería de pasado mañana y la de anteayer. 

Suele cultivar las variantes:

El buen oído se goza en el silencio; 
en la fina y serena comarca del silencio, 
en la honda y sedante caricia del silencio, 
en la quieta guitarra del silencio, 
en la fresca cisterna del silencio, 
en la copa de oro del silencio. 

También las voces matemáticas para simular precisión:

Un ángulo de garzas en el azul metálico 
progresando hacia el decaimiento de la tarde 
por el camino ideal de un paralelo 
me sumerge en la conciencia del Transcurso. 

También la deliberada pedantería (ya acometida victoriosamente en la estrofa anterior, norma de versos indecibles): 

Ah! Tender las velas desde el cono de sombra propicia 
atravesando torvos océanos de luces herméticas, 
islas radiantes, cruzar toda la leche de Hera 
singlando a más distantes nébulas extragalácticas! 

También el mero balbuceo de palabras goteadas, que quiere ser confundido con laconismo: 

Tarde de plata. 
Anteojos. Péndulos. Acanto. 
Camino de palmeras hacia la fuente. 
Física del mundo. 
Vivir ahí. Lila de las glicinas. 
Rostro de puras líneas frescas y ruborosas. 
Tu grácil elegancia arqueada sobre el agua. 
Dueños aquí, por siempre. Olvidar lo pasado 
Cada semana. Claveles y silencio.

También la alegoría en todo su horror: 

Atravesaba a nado el mar de los problemas 
para aspirar la flor de una hermosura nueva... 
Sus brazadas medían las concavidades, 
y desde la garrocha de una hipótesis 
adornaba los montes de parábolas. 

También las órdenes despóticas, de ejecución más bien improbable: 

Alma mía, decanta la esencia de tu goce, 
depura la rudeza de la forma prístina, 
decora de elegancia tu recia varonía. 

También los imprudentes consejos: 

Confía en el motor de tus razonamientos, 
en el goniómetro de tu agudeza, 
en la esencia de tu cultura, 
e impulsa tus aviones a todas las estrellas, 
y hazlos dar saltos y "loopings" sobre lo absurdo. 

También el helenismo y la sastrería: 

Quisiera ir al país de la alegoría 
para tenderme bajo los sombríos matorrales 
a acariciar mis pensamientos sobre lo bello; 
para usar una túnica como la de Mercurio, 
y hundir mis manos en las cabelleras de naranja 
de las gracias danzantes, y competir con el dios aéreo 
en el juego elegante que entreabre las gasas. 

De otros errores es espejo y norma el señor Villamil, pero no puedo transcribir todo el libro. Recomiendo su examen apasionado a los curiosos y amateurs del mal gusto, entre quienes me cuento. Casi descreo del placer de los libros buenos; prefiero el de los otros.





Primera publicación en Crítica, Revista Multicolor de los Sábados
Buenos Aires, Año 1, N° 20, 23 de diciembre de 1933
Luego en Borges en Revista Multicolor (1995)
Y en Textos Recobrados 1931-1955 (2001)
Caricatura de Borges por Manuel Loayza

10/11/17

Jorge Luis Borges: Un patio






Con la tarde
se cansaron los dos o tres colores del patio.
Esta noche, la luna, el claro círculo,
no domina su espacio.
Patio, cielo encauzado.
El patio es el declive
por el cual se derrama el cielo en la casa.
Serena,
la eternidad espera en la encrucijada de estrellas.
Grato es vivir en la amistad oscura
de un zaguán, de una parra y de un aljibe.



En Fervor de Buenos Aires (1923)


Foto: Borges en su casa, 1984 © Susana Mulé


9/11/17

Roberto Alifano: Sobre «La secta del Fénix»






Escribir un texto enigmático, definitivamente literario, utilizando recursos eruditos que susciten en el lector diversas interpretaciones, es acaso el rasgo de ironía o de fino humorismo al que suelen aspirar los inventores de relatos fantásticos; en especial si la maestría de los recursos estéticos deja flotando el verdadero significado. La secta del Fénix es para los lectores de Borges uno de sus textos más curiosos y no menos autobiográfico, ya que refleja claramente su relación problemática con el sexo, que provenía, según conjeturan quienes han hurgado en su intimidad, desde la infancia. Nuestro escritor empieza mencionando indirectamente a una secta que llama la Gente de la Costumbre o la Gente del Secreto, que tuvo su origen en Heliópolis y deriva de la renovación religiosa que sucedió a la muerte del reformador Amenophis IV. Estos datos se desprenden de escritos de Herodoto y de Tácito, que Borges añade —o saca a la luz hábilmente—, como recurso narrativo, con fragmentos de historiadores como Tito Flavio Josefo y el monje benedictino Hrabano Mauro. “Ya Gregorovius observó, en los conventículos de Ferrara, que la mención del Fénix era rarísima en el lenguaje oral; en Ginebra he tratado con artesanos que no me comprendieron cuando inquirí si eran hombres del Fénix, pero que admitieron, acto continuo, ser hombres del Secreto. Si no me engaño, igual cosa acontece con los budistas; el nombre por el cual los conoce el mundo no es el que ellos pronuncian...".

Una secta, todos sabemos, es un conjunto de personas que comparten en exclusiva un secreto. Al hablar de la secta del Fénix, quizá nos remitimos al ave mitológica que no pasa por el enredo de la relación sexual, ya que se engendra, muere, y luego resurge de sí misma. El texto de Borges sólo tiene tres sabrosas páginas, pero a medida que avanza, entendemos que la secta está en todas partes y en todos los bandos y la integran judíos, nazis, comunistas, fascistas y hasta gitanos. “Miklosich, en una página demasiado famosa, ha equiparado los sectarios del Fénix a los gitanos —conjetura Borges citando al filólogo eslavo; y prosigue—: En Chile y en Hungría hay gitanos y también hay sectarios; fuera de esa especie de ubicuidad, muy poco tienen en común unos y otros. Los gitanos son chalanes, caldereros, herreros y decidores de la buenaventura; los sectarios suelen ejercer felizmente las profesiones liberales. Los gitanos configuran un tipo físico y hablan, o hablaban, un idioma secreto; los sectarios se confunden con los demás y la prueba es que no han sufrido persecuciones. Los gitanos son pintorescos e inspiran a los malos poetas (aquí, suponemos a quién se refiere nuestro escritor), los romances, los cromos y los boleros omiten a los sectarios, los sectarios no tienen bardos que les canten...”.

Todos conforman la gente del secreto. Y a medida que seguimos leyendo vamos descubriendo que la secta es toda la humanidad, abarca el Universo y que el secreto que comparten sus adeptos es bastante curioso, aunque no desentrañable. Borges nos dice que no está en un libro sagrado ni tampoco es un saber exclusivo. El secreto es, únicamente, un hábito común que a uno repugna hasta pensar que sus padres lo hayan practicado; un rito que se puede ejecutar en zaguanes, y que los seres más bajos (pordioseros, leprosos, esclavos), pueden iniciarnos en él, pero también puede ser un niño quien inicie a otro; un rito que ninguna palabra puede nombrar pero que todas, de alguna manera, lo nombran. “He merecido en tres continentes la amistad de muchos devotos del Fénix —confiesa el autor de Funes el memorioso—; me consta que el secreto, al principio, les pareció baladí, penoso, vulgar y (lo que aun es más extraño) increíble. No se avenían a admitir que sus padres se hubieran rebajado a tales manejos. Lo raro es que el Secreto no se haya perdido hace tiempo; a despecho de las vicisitudes del orbe, a despecho de las guerras y de los éxodos, llega, tremendamente, a todos los fieles. Alguien no ha vacilado en afirmar que ya es instintivo”. Así termina el cuento, sin nombrar el secreto, que queda librado a la imaginación del lector.

Era vox populi que la masturbación no sorprendía a Borges, ya que la consideraba como inherente a la condición humana y que inclusive el acto sexual, más allá de la procreación, es una forma de placer individual compartido (“Una frotación entre dos personas”, me refirió una vez). Por consiguiente el secreto del Fénix puede abarcar ambas posibilidades de la relación sexual. Borges mismo parece indicarlo al hacer que el narrador rechace Heliópolis como el origen de la secta. Esa ciudad egipcia fue la cuna de la leyenda del dios Atum, el mito de creación vinculado al pájaro Benu, de donde Herodoto tomó la leyenda del Fénix. Hay una discusión, todavía no aclarada, acerca de si el Benu y el Fénix son el mismo. Al parecer, el griego confundió los detalles, o los mezcló con otras historias similares, por lo que la mención de Herodoto como la fuente inapropiada resulta quizá una broma erudita. Para todos el Fénix es un símbolo de inmortalidad individual. Hay, sin embargo, otras versiones que lo consideran un ave hembra, sin hijos y sin pareja, que muere y renace de las cenizas cada 500 años. Al rechazar la versión de Herodoto, con cierta obviedad, Borges pone en duda la vinculación con ese remoto Fénix; es más, en algún diálogo la rechaza de manera contundente.

Otras claves apuntan en la misma dirección. Por ejemplo: “La denominación por el Fénix no es anterior a Hrabano Mauro”, dice Borges. Mauro fue un pensador medieval que escribió De rerum naturis (también conocido como De universo). El Fénix griego se convirtió en símbolo de la resurrección cristiana durante la Edad Media gracias a Clemente de Alejandría, uno de los padres de la Iglesia. Aunque Mauro incluye un bestiario, no menciona al Fénix o Phoenix, en latín. “No menos dificultoso sería establecer sus particularidades —aclara Borges—, porque los sectarios, a diferencia de los gitanos, o los judíos, no tienen un idioma que los identifique”. Por otro lado, en un párrafo compromete a Martín Buber, quien declaró que los judíos son esencialmente patéticos; “sugestivamente no todos los sectarios lo son —razona Borges—, y algunos abominan del patetismo, razón por la cual el hecho de que haya judíos en la secta no significa que todos lo sean. Además la secta no ha sufrido persecuciones, en cambio sí los gitanos y los judíos”.

Para enmarañar aun más la elucidación, Borges llega a la certeza de que “no hay grupo humano en el que no figuren partidarios del Fénix” (...). En las guerras occidentales y en las remotas guerras del Asia han vertido su sangre secularmente, bajo banderas enemigas (...). Sin un libro sagrado que los congregue como la Escritura a Israel, sin una memoria común, sin esa otra memoria que es un idioma, desparramados por la faz de la tierra, diversos de color y de rasgos, una sola cosa el Secreto los une y los unirá hasta el fin de sus días”.

Son demasiadas las particularidades que se pueden inferir de la lectura de La secta del Fénix y siempre queda la duda alentada por el maestro del sarcasmo. Cuenta Emir Rodríguez Monegal que, en Nueva York, el profesor Ronald Christ le rogó a Borges que le revelase cuál era el secreto de la secta del Fénix. Borges, en lugar de responderle, le dio a Christ una noche más para que pensara y lo descubriese por su cuenta. Al día siguiente, Christ no había logrado elaborar una respuesta.

Borges le respondió finalmente con estas palabras: “Well, the act is what Whitman says ‘the divine husband knows, from the work of fatherhood’. When I first heard about this act, when I was a boy, I was shocked, shocked to think that my mother and my father had performed it. It is an amazing discovery, no? But then too is an act of inmortality, a rite of inmortality, isn’t it?” (“Bueno, el hecho es que Whitman dice: ‘El divino esposo sabe, a partir del trabajo de la paternidad’. Cuando escuché por primera vez acerca de este acto, yo era un niño, estaba sorprendido, sorprendido al pensar que mi madre y mi padre lo había realizado. Es un descubrimiento asombroso, ¿no? Pero también es un acto de inmortalidad, un rito de inmortalidad, ¿no le parece?”).

Aunque analizado de maneras antagónicas siempre resulta admirable el sabroso relato. En los primeros párrafos de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, Borges alude al sexo coincidiendo en cierta forma con la probable clave de la enigmática secta. “Bioy Casares recordó que uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres”. En otra oportunidad, durante un diálogo que mantuvimos sobre Santiago Debove, recordó que su amigo alguna vez le dijo que “el peor pecado que un hombre puede cometer es engendrar un hijo, que es condenar un hombre a la vida”. También en Las ruinas circulares, otro de sus magistrales cuentos, Borges hace una referencia onírica al complejo tema de la paternidad, que acaso puede ser interpretado como una metáfora de la procreación, quizá menos relacionado a lo carnal que a lo estético, ya que la paternidad del artista se relaciona con su obra. “En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy”.

Quien esto escribe, interpretando el otro sentido, el que remite al onanismo, también lo consultó a Borges de manera directa aunque con no menos suspenso que curiosidad.

Hubo un largo silencio.

—El  Secreto  es  sagrado —respondió  Borges de  manera  enigmática,  con  una  sonrisa llena de  picardía—,  pero  también  sucede  que no hay palabras decentes para nombrarlo, porque delata, de manera ridícula, a quien lo admite; por eso yo prefiero no revelarlo y dejarlo librado a la imaginación del lector.

—Indudablemente a todos los sectarios los une un rito, que se refiere al Secreto, que por ser secreto nadie conoce y usted prefiere, como dice, no confesarlo —argumenté. Además en su texto los sectarios no tienen rasgos típicos que los identifiquen; son superficiales y hasta lo han olvidado o lo van olvidando a medida que maduran o envejecen. También se parecen a todos los hombres del mundo y se creen únicos y hasta destinados a la gloria.

—¡Bueno! —suspiró Borges. Algunos, a medida que pasa el tiempo sólo guardan un borroso recuerdo y lo asumen como un castigo, o una culpa, o tal vez como un privilegio en algunos casos; aún el pacto no se ha roto, ni se romperá, le repito, porque si así ocurriera quedarían expuestos al grotesco.

—Quizá no se llegue a romper nunca —interrumpí. ¿Nosotros podemos pertenecer a la secta?

—Sin duda. O hemos pertenecido —reconoció. Lo negamos aunque, sin embargo, algunos lo siguen practicando en soledad de manera simplísima y elemental; también se supone que una especie de horror sagrado impide a algunos fieles llevarlo a cabo.

—¿Por un viejo prejuicio o porque puede haber una razón inconfesable o una leyenda de por medio? —volví a preguntar.

O porque simplemente nos daría vergüenza aceptarlo —concluyó Borges con toda su ironía, acentuando la sonrisa y abriendo las manos con gesto de disculpa.


En Letralia, Año XVIII, Número 287, 7 de octubre de 2013
Jorge Luis Borges y Roberto Alifano, Foto propiedad de Roberto Alifano



8/11/17

Jorge Luis Borges: Moderación en los proverbios (1927)







A buen hambre no hay pan duro; pero no conviene alimentarse exclusivamente de postes de ñandubay, vigas de resistencia, estatuas de mármol y veredas enladrilladas.

Agua que no has de beber, déjala correr; pero no hasta el punto de tener las canillas abiertas hasta inundar la casa, el barrio, la circunscripción, la ciudad y los pequeños pueblos que se forman a orillas de la metrópoli.

El que no siembra, no recoge; pero tampoco hay que sembrar eucaliptus en el comedor y ombúes en el dormitorio hasta imposibilitar los movimientos de la familia.

Río revuelto, ganancia de pescadores; pero no hay que malgastar los años más preciosos de la juventud en los terrenos anegadizos y en los bañados, con el agua hasta las orejas, cazando nutrias.

El amor es ciego; pero no hasta el punto de casarse con una draga.

Quien mucho abarca, poco aprieta; pero que tus dedos no aprieten un grano de alpiste con tantas ganas, que las uñas se vayan incrustando en la carne y que los más hábiles cerrajeros renuncien a abrirlos.

Dar de beber al sediento; pero no hasta obligarlo a la adquisición o alquiler de una escafandra, para no ahogarse.

Ande yo caliente y ríase la gente; pero no hasta domiciliarme en un horno de panadero, para convertirme en pan de salud y fomentar así la hilaridad de los contertulios.

Conserve su izquierda; pero tampoco se haga amputar de vicio el brazo derecho.

El ahorro es la base de la fortuna; pero no se pase la vida ahorrando carozos, pelusas, hilachas, fósforos apagados, escamas y otros etcéteras.

Sea compasivo con los animales; pero no se gaste el sueldo íntegro en satisfacer los caprichos del unicornio o en obsequiar con cenas y paseos al buey de almizcle.

Sea breve en su visita; pero no hasta el punto de irse antes de venir.

Conserve este boleto; pero no hasta dormir al raso en invierno, porque la acumulación de boletos en el dormitorio impide la entrada.

Nunca escapa el cimarrón si dispara por la loma; pero la municipalidad no debe tolerar que los cimarrones socaven los cimientos de los edificios con sus túneles y galerías, o se amontonen para tomar el subterráneo en Primera Junta.

Respetar los ancianos; pero no hasta dejarse tirotear por Calixto Oyuela con su arcabuz y tener la casa hecha un museo de vejestorios, de longevos, de guerreros del Paraguay y de soto y calvos.

Al que madruga, Dios lo ayuda; pero desde hoy no empiece a levantarse anteayer.

Ceda su asiento a las damas; pero no deje desmantelada la casa, a fuerza de regalarle una silla a cuanta chiruza, china o chinonga pasa por la vedera.

El que escupe en el suelo, es un mal educado; pero más vale ser mal educado que escupir en la cara de las personas o en los espejos o en el histórico catre de campaña, debajo del cual el general Simón Bolívar ganó la histórica batalla de Si te vi no me acuerdo.


J. L. y G. J. B.*

*Las iniciales pertenecen a Jorge Luis y Guillermo Juan Borges
Martín Fierro, segunda época, Buenos Aires, Año 4, N° 42, 10 de junio-10 de julio de 1927

Incluido en Textos recobrados 1919/1929
© 1997, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Editorial Sudamericana


Foto: Captura de Borges. Imágenes inéditas

7/11/17

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Lunes, 6 de junio de 1960)







Lunes, 6 de junio. Comen en casa Borges y Juan José Hernández. BORGES (a Silvina): «Llegó una carta, de una profesora, de nombre español, de una universidad norteamericana. Dice que se ha especializado en literatura femenina latinoamericana y que dará una conferencia sobre vos y Norah Lange. Que se especialice en literatura femenina no está bien. ¿Qué importa que sea femenina? ¿Por qué no de autores con ojos azules?» HERNÁNDEZ: «¿Cómo se llama la profesora? ¿De qué universidad es?» BORGES: «No sé, ni importa. ¿Qué superstición es esa de creer que los nombres propios dan precisión? ¿Cambia algo si saben ahora que se llama de tal o cual manera, que es de la Universidad de Minnesota o de la de Arkansas?»

Recuerda Borges una Antología de la poesía femenina publicada hace veinte o treinta años en Buenos Aires: «La empresa se presentaba como un concurso cuyo premio era la publicación de los poemas. Resultaron premiados todos los poemas presentados. Las autoras tenían la desilusión de verse entre muchas, pero también el consuelo de figurar en una obra importante... Parecía la guía del teléfono, un anuario, un diccionario. Como cada autora compraba cuatro o cinco ejemplares para guardar y regalar, los editores hicieron un buen negocio».

BORGES: «Si Dubliners se presentara al concurso de La Nación lo rechazaríamos justificadamente. Tal vez lo que pueda decirse en favor de Joyce es que representa lo mejor de una mala causa. Hizo lo que los otros quisieron hacer; todos quisieron ser Joyce; Supervielle lo quiso y le salió como su cara. Joyce para la literatura, Picasso para la pintura... Lo que demuestra que había algo mal en la mente de Joyce es que quisiera hacer una novela con el Ulysses. Parece que en la obra de arte tiene que haber un poco de selección; no creo que la acumulación sea el mejor método. Salvo que se haya divertido mucho con sus recuerdos de Dublin, que serían como nuestros recuerdos de Buenos Aires. Se divirtió poniendo todo en ese libro...»

BIOY: «Supervielle tenía una mente arenosa. Vivía en una penumbra mental; entreveía la idea de un cuento, de un poema; la escribía como primero se le ocurría, a tientas siempre, sin llegar nunca a precisar nada, ni pensamientos, ni argumentos, ni siquiera frases; sin averiguar qué idea, qué argumento, había en el fondo de esos destellos de su penumbra. Todo le salió à peu près, siempre meó fuera del tiesto. Hay en él una debilidad ingénita». BORGES: «Y como persona era un viejo sonso». BIOY: «Muy vanidoso». BORGES: «¿Te acordás, esa vez que lo llevamos a Puente Alsina y que Mastronardi lo titeaba y él no comprendía las bromas? Mastronardi puede ser muy perverso... Pero Supervielle no comprendía nada, era un viejo sonso».

Borges vuelve a la idea (que otras veces por negligencia acepté) de que es absurdo que una persona se sienta avergonzada porque otra la deje, ya que el amor está regido por leyes imprevisibles: «Nadie piensa mal de otro porque lo dejen, pero si le pasa a él mismo cree que es una ignominia». BIOY: «Bueno, no tanto, pero indudablemente hay una técnica para manejar a las mujeres, y si uno por ofuscamiento, nerviosidad, vanidad desbordada u otras debilidades pierde el control de la situación puede justificadamente avergonzarse».


En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en la Librería Casares
27 de noviembre de 1985, Foto propiedad de Alberto Casares


5/11/17

Jorge Luis Borges: Biblioteca






Como ciertas ciudades, como ciertas personas, una parte muy grata de mi destino fueron los libros. ¿Me será permitido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano.

Historia de la noche, 1977


Yo no tengo ningún libro mío en casa. No, porque yo cuido mucho mi biblioteca. ¡Cómo voy a codearme yo con Conrad o con Platón! Sería ridículo. Yo no tengo libros míos, y libros sobre mí leí uno nomás. Después no he leído ninguno de los otros. Por ejemplo, a Alicia Jurado le dije: «Mirá, yo te agradezco mucho que hayas escrito este libro, pero yo no voy a leerlo porque el tema no me interesa o me interesa demasiado. Estoy harto de Borges». Y ella me dijo: «No, si es un libro en que no vas a encontrar nada desagradable». Bueno, le digo: «Sí. El tema. El tema central me es desagradable».

Alberti, 1985






En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges (1988)
Foto: Borges visita la biblioteca de la Escuela Almafuerte de Ramos Mejía
Al pie: Portada del libro Borges A/Z  
Colección La Biblioteca de Babel

4/11/17

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: La salvación





 Ésta es una historia de tiempos y de reinos pretéritos. El escultor paseaba con el tirano por los jardines del palacio. Más allá del laberinto para los extranjeros ilustres, en el extremo de la alameda de los filósofos decapitados, el escultor presentó su última obra: una náyade que era una fuente. Mientras abundaba en explicaciones técnicas y disfrutaba de la embriaguez del triunfo, el artista advirtió en el hermoso rostro de su protector una sombra amenazadora. Comprendió la causa. «¿Cómo un ser tan ínfimo» —sin duda estaba pensando el tirano— «es capaz de lo que yo, pastor de pueblos, soy incapaz?» Entonces un pájaro, que bebía en la fuente, huyó alborozado por el aire y el escultor discurrió la idea que lo salvaría. «Por humildes que sean» —dijo indicando al pájaro— «hay que reconocer que vuelan mejor que nosotros».

Adolfo Bioy Casares




En J. L. Borges y A. Bioy Casares: Cuentos breves y extraordinarios (1953)

Imagen arriba: ABC por Daniel Mordzinsky Vía
Abajo: Cover primera edición
Buenos Aires, Editorial Raigal, 1955
Colección Panorama dirigida por Ernesto Sabato


3/11/17

Jorge Luis Borges: Baldanders






Baldanders (cuyo nombre podemos traducir por "Ya diferente" o "Ya otro" ) fue sugerido al maestro zapatero Hans Sachs, de Nuremberg, por aquel pasaje de la Odisea en que Menelao persigue al dios egipcio Proteo, que se transforma en león, en serpiente, en pantera, en un desmesurado jabalí, en un árbol y en agua. Hans Sachs murió en 1576; al cabo de unos noventa años, Baldanders resurge en el sexto libro de la novela fantástico-picaresca de Grimmelshausen, Simplicius Simplicissimus. En un bosque, el protagonista da con una estatua de piedra, que le parece el ídolo de algún viejo templo germánico. La toca y la estatua le dice que es Baldanders y toma las formas de un hombre, de un roble, de una puerca, de un salchichón, de un prado cubierto de trébol, de estiércol, de una flor, de una rama florida, de una morera, de un tapiz de seda, de muchas otras cosas y seres, y luego, nuevamente, de un hombre. Simula instruir a Simplicissimus en el arte "de hablar con las cosas que por su naturaleza son mudas, tales como sillas y bancos, ollas y jarros"; también se convierte en un secretario y escribe estas palabras de la Revelación de San Juan: "Yo soy el principio y el fin", que son la clave del documento cifrado en que le deja las instrucciones. Baldanders agrega que su blasón (como el del turco y con mejor derecho que el Turco) es la inconstante luna.

Baldanders es un monstruo sucesivo, un monstruo en el tiempo; la carátula de la primera edición de la novela de Grimmelshausen trae un grabado que representa un ser con cabeza de sátiro, torso de hombre, alas desplegadas de pájaro y cola de pez, que con una pata de cabra y una garra de buitre pisa un montón de máscaras, que pueden ser los individuos de las especies. En el cinto lleva una espada y en las manos un libro abierto, con las figuras de una corona, de un velero, de una copa, de una torre, de una criatura, de unos dados, de un gorro con cascabeles y un cañón.


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Foto: Jorge Luis Borges en la Librería de la Ciudad, Galería del Este
© Cortesia Sucesión de Luis Alfonso


2/11/17

Jorge Luis Borges: Palermo de Buenos Aires






La vindicación de la antigüedad de Palermo se debe a Paul Groussac. La registran los Anales de la Biblioteca, en una nota de la página 360 del tomo cuarto; las pruebas o instrumentos fueron publicadas mucho después en el número 242 de Nosotros. Nos retraen un siciliano Domínguez (Domenico) de Palermo de Italia, que añadió el nombre de su patria a su nombre, quizá para mantener algún apelativo no hispanizable, «y entró a los veinte años y está casado con hija de un conquistador». Este, pues, Domínguez Palermo, proveedor de carne de la ciudad entre los años de 1605 y 14, poseía un corral cerca del Maldonado, destinado al encierro o a la matanza de hacienda cimarrona. Degollada y borrada ha sido esa hacienda, pero nos queda la precisa mención de "una mula tordilla que anda en la chácara de Palermo, término de esta ciudad". La veo absurdamente clara y chiquita, en el fondo del tiempo, y no quiero sumarle detalles. Bástenos verla sola: el entreverado estilo incesante de la realidad, con su puntuación de ironías, de sorpresas, de previsiones extrañas como las sorpresas, sólo es recuperable por la novela, intempestiva aquí. Afortunadamente, el copioso estilo de la realidad no es el único: hay el del recuerdo también, cuya esencia no es la ramificación de los hechos, sino la perduración de rasgos aislados. Esa poesía es la natural de nuestra ignorancia y no buscaré otra.
En los tanteos de Palermo están la chacra decente y el matadero soez; tampoco faltaba en sus noches alguna lancha contrabandista holandesa que atracaba en el bajo, ante las cortaderas cimbradas. Recuperar esa casi inmóvil prehistoria sería tejer insensatamente una crónica de infinitesimales procesos: las etapas de la distraída marcha secular de Buenos Aires sobre Palermo, entonces unos vagos terrenos anegadizos a espaldas de la patria. Lo más directo, según el proceder cinematográfico, sería proponer una continuidad de figuras que cesan: un arreo de mulas viñateras, las chúcaras con la cabeza vendada; un agua quieta y larga, en la que están sobrenadando unas hojas de sauce; una vertiginosa alma en pena enhorquetada en zancos, vadeando los torrenciales terceros; el campo abierto sin ninguna cosa que hacer; las huellas del pisoteo porfiado de una hacienda, rumbo a los corrales del Norte; un paisano (contra la madrugada) que se apea del caballo rendido y le degüella el ancho pescuezo; un humo que se desentiende en el aire. Así hasta la fundación de Don Juan Manuel: padre ya mitológico de Palermo, no meramente histórico, como ese Domínguez-Domenico de Groussac. La fundación fue a brazo partido. Una quinta dulce de tiempo en el camino a Barracas era lo acostumbrado entonces. Pero Rosas quería edificar, quería la casa hija de él, no saturada de forasteros destinos no probada por ellos. Miles de carradas de tierra negra fueron traídas de los alfalfares de Rosas (después Belgrano) para nivelar y abonar el suelo arcilloso, hasta que el barro cimarrón de Palermo y la tierra ingrata se conformaron a su voluntad.
Hacia el cuarenta, Palermo ascendió a cabeza mandona de la República, corte del dictador y palabra de maldición para los unitarios. No relato su historia para no deslucir lo demás. Básteme enumerar esa casa grande blanqueada llamada su Palacio (Hudson, Far Away and Long Ago, página 108) y los naranjales y la pileta de paredes de ladrillo y baranda de fierro, donde se animaba el bote del Restaurador a esa navegación tan frugal que comentó Schiaffino:
El paseo acuático a bajo nivel debía ser poco placentero, y en tan corto circuito equivalía a la navegación en petiso. Pero Rosas estaba tranquilo; alzando la mirada veía la silueta, recortada en el cielo, de los centinelas que hacían la guardia junto a la baranda, escrutando el horizonte con el ojo avizor del tero.
Esa corte ya se desgarraba en orillas: el agachado campamento de adobe crudo de la División Hernández y el rancherío de pelea y pasión de las cuarteleras morenas, los Cuartos de Palermo. El barrio, lo están viendo, fue siempre naipe de dos palos, moneda de dos caras.
Duró doce años ese ardido Palermo, en la zozobra de la exigente presencia de un hombre obeso y rubio que recorría los caminos limpitos, de pantalón azul militar con vivo colorado y chaleco punzó y sombrero de ala muy ancha, y que solía manejar y cimbrar una caña larga, cetro como de aire, liviano. De Palermo salió en un atardecer ese hombre temeroso a comandar la mera espantada o batalla de antemano perdida que se libró en Caseros; en Palermo entró el otro Rosas, Justo José, con su empaque de toro chúcaro y el cintillo mazorquero punzó alrededor del adefesio de la galera y el uniforme rumboso de general. Entró, y si los panfletos de Ascasubi no nos equivocan:
en la entrada de Palermo
ordenó poner colgados
a dos hombres infelices,
que después de afusilados
los suspendió en los ombuses,
hasta que de allí a pedazos
se cayeron de podridos…
Ascasubi, luego, se fija en la arrumbada tropa entrerriana del Ejército Grande:
Entretanto en los barriales
de Palermo amontonaos
cuasi todos sin camisa,
estaban sus Entre-rianos
(como él dice) miserables,
comiendo terneros flacos
y vendiendo las cacharpas…
Miles de días que no sabe el recuerdo, zonas empañadas del tiempo, crecieron y se gastaron después, hasta arribar, a través de fundaciones individuales —la Penitenciaría el año 77, el hospital Norte el 82, el hospital Rivadavia el 87— al Palermo de vísperas del noventa, en que los Carriego compraron casa. De ese Palermo de 1889 quiero escribir. Diré sin restricción lo que sé, sin omisión ninguna, porque la vida es pudorosa como un delito, y no sabemos cuáles son los énfasis para Dios. Además, siempre lo circunstancial es patético[1]. Escribo todo, a riesgo de escribir verdades notorias, pero que traspapelará mañana el descuido, que es el modo más pobre del misterio y su primera cara[2].
Más allá del ramal del ferrocarril del Oeste, que iba por Centroamérica, haraganeaba entre banderas de rematadores el barrio, no sólo sobre el campo elemental, sino sobre el despedazado cuerpo de quintas, loteadas brutalmente para ser luego pisoteadas por almacenes, carbonerías, traspatios, conventillos, barberías y corralones. Hay jardín ahogado de barrio, de esos con palmeras enloquecidas entre material y entre fierros, que es la reliquia degenerada y mutilada de una gran quinta.
Palermo era una despreocupada pobreza. La higuera oscurecía sobre el tapial; los balconcitos de modesto destino daban a días iguales; la perdida corneta del manisero exploraba el anochecer. Sobre la humildad de las casas no era raro algún jarrón de mampostería, coronado áridamente de tunas: planta siniestra que en el dormir universal de las otras parece corresponder a una zona de pesadilla, pero que es tan sufrida realmente y vive en los terrenos más ingratos y en el aire desierto, y la consideran distraídamente un adorno. Había felicidades también: el arriate del patio, el andar entonado del compadre, la balaustrada con espacios de cielo.
El chorreado caballo verdinoso y su Garibaldi no deprimían los Portones antiguos. (La dolencia es general: no queda plaza que no esté padeciendo su guarango de bronce.) El Botánico, astillero silencioso de árboles, patria de todos los paseos de la capital, hacía esquina con la desmantelada plaza de tierra; no así el Jardín Zoológico, que se llamaba entonces las fieras y estaba más al norte. Ahora (olor a caramelo y a tigre) ocupa el lugar donde alborotaron hace cien años los Cuartos de Palermo. Sólo unas calles —Serrano, Canning, Coronel— estaban ariscamente empedradas, con intervención de trotadoras lisas para las chatas imponentes como un desfile y para las rumbosas victorias. La calle Godoy Cruz la repechaba a los barquinazos el 64, vehículo servicial que se reparte, con la poderosa sombra anterior de Don Juan Manuel, la fundación de Palermo. La visera ladeada y la corneta milonguera del mayoral inducían la admiración o las emulaciones del barrio, pero el inspector —dudador profesional de la rectitud— era una institución combatida, y no faltó compadre que se enjaretó el boleto en la bragueta, repitiendo con indignación que si lo quería no tenían más que sacarlo.
Busco realidades más nobles. Hacia el confín con Balvanera, hacia el este, abundaban los caserones con recta sucesión de patios, los caserones amarillos o pardos con puerta en forma de arco —arco repetido especularmente en el otro zaguán— y con delicada puerta cancel de hierro. Cuando las noches impacientes de octubre sacaban sillas y personas a la vereda y las casas ahondadas se dejaban ver hasta el fondo y había amarilla luz en los patios, la calle era confidencial y liviana y las casas huecas eran como linternas en fila. Esa impresión de irrealidad y de serenidad es mejor recordada por mí en una historia o símbolo, que parece haber estado siempre conmigo. Es un instante desgarrado de un cuento que oí en un almacén y que era a la vez trivial y enredado. Sin mayor seguridad lo recobro. El héroe de esa perdularia Odisea era el eterno criollo acosado por la justicia, delatado esa vez por un sujeto contrahecho y odioso, pero con la guitarra como no hay dos. El cuento, el salvado rato del cuento, refiere cómo el héroe se pudo evadir de la cárcel, cómo tenía que cumplir, su venganza en una sola noche, cómo buscó en vano al traidor, cómo vagando por las calles con luna el viento rendido le trajo indicaciones de la guitarra, cómo siguió esa huella entre los laberintos y las inconstancias del viento, cómo redobló esquinas de Buenos Aires, cómo arribó al umbral apartado en que guitarreaba el traidor, cómo abriéndose paso entre los oyentes lo alzó sobre el cuchillo, cómo salió aturdido y se fue, dejando muertos y callados atrás al delator y su guitarra cuentera.
Hacia el poniente quedaba la miseria gringa del barrio, su desnudez. El término las orillas cuadra con sobrenatural precisión a esas puntas ralas, en que la tierra asume lo indeterminado del mar y parece digna de comentar la insinuación de Shakespeare: «La tierra tiene burbujas, como las tiene el agua». Hacia el poniente había callejones de polvo que iban empobreciéndose tarde afuera; había lugares en que un galpón del ferrocarril o un hueco de pitas o una brisa casi confidencial inauguraba malamente la pampa. O si no, una de esas casas petizas sin revocar, de ventana baja, de reja —a veces con una amarilla estera atrás, con figuras— que la soledad de Buenos Aires parece criar, sin participación humana visible. Después: el Maldonado, reseco y amarillo zanjón, estirándose sin destino desde la Chacarita y que por un milagro espantoso pasaba de la muerte de sed a las disparatadas extensiones de agua violenta, que arreaban con el rancherío moribundo de las orillas. Hará unos cincuenta años, después de ese irregular zanjón o muerte, empezaba el cielo: un cielo de relinchos y crines y pasto dulce, un cielo caballar, los happy hunting-grounds haraganes de las caballadas eméritas de la policía. Hacia el Maldonado raleaba el malevaje nativo y lo sustituía el calabrés, gente con quien nadie quería meterse, por la peligrosa buena memoria de su rencor, por sus puñaladas traicioneras a largo plazo. Ahí se entristecía Palermo, pues las vías de hierro del Pacífico bordeaban el arroyo, descargando esa peculiar tristeza de las cosas esclavizadas y grandes, de las barreras altas como pértigo de carreta en descanso, de los derechos terraplenes y andenes. Una frontera de humo trabajador, una frontera de vagones brutos en movimientos, cerraba ese costado; atrás, crecía o se emperraba el arroyo. Lo están encarcelando ahora: ese casi infinito flanco de soledad que se acavernaba hace poco, a la vuelta de la truquera confitería de La Paloma, será reemplazado por una calle tilinga, de tejas anglizantes. Del Maldonado no quedará sino nuestro recuerdo, alto y solo, y el mejor sainete argentino y los dos tangos que se llaman así —uno primitivo, actualidad que no se preocupa, mero plano del baile, ocasión de jugarse entero en los cortes; otro, un dolorido tango-canción, al estilo boquense— y algún clisé apocado que no facilitará lo esencial, la impresión de espacio, y una equivocada otra vida en la imaginación de quienes no lo vivieron. Pensándolo, no creo que el Maldonado fuera distinto a las otras localidades muy pobres, pero la idea de su chusma, desaforándose en rotos burdeles, a la sombra de la inundación y del fin, mandaba en la imaginación popular. Así, en el hábil sainete que mencioné, el arroyo no es un socorrido telón de fondo: es una presencia, mucho más importante que el pardo Nava y que la china Dominga y que el Títere. (El puente Alsina, con su todavía no cicatrizado ayer cuchillero y su memoria de la patriada grande del ochenta, lo ha desbancado en la mitología de Buenos Aires. En lo que se refiere a la realidad, es de fácil observación que los barrios más pobres suelen ser los más apocados y que florece en ellos una despavorida decencia.) Del lado del arroyo zarpaban las tormentas altas de tierra que toldaban el día, y el malón de aire del pampero que golpeaba todas las puertas que miraban al sur y dejaban en el zaguán una flor de cardo, y la arrasadora nube de langostas que trataba de espantar a gritos la gente [3], y la soledad y la lluvia. A polvo tenía gusto esa orilla.
Hacia el agua zaina del río, hacia el bosque, se hacía duro el barrio. La primera edificación de esa punta fueron los mataderos del Norte, que abarcaron unas dieciocho manzanas entre las venideras calles Anchorena, Las Heras, Austria y Beruti, y ahora sin más reliquia verbal que el nombre la Tablada, que le escuché decir a un carrero, insipiente de su antigua justificación. He inducido al lector a la imaginación de ese dilatado recinto de muchas cuadras, y aunque los corrales desaparecieron en el setenta, la figura es típica del lugar, atravesado siempre de fincas —el cementerio, el hospital Rivadavia, la cárcel, el mercado, el corralón municipal, el presente lavadero de lanas, la cervecería, la quinta de Hale— con pobrerío de golpeados destinos alrededor. Esa quinta era por dos razones mentada: por los perales que la chiquilinada del barrio saqueaba en clandestinos malones y por el aparecido que visitaba el costado de la calle Agüero, reclinada en el brazo de un farol la cabeza imposible. Porque a los verdaderos peligros de un compadraje cuchillero y soberbio, había que sumar los fantásticos de una mitología forajida; la viuda y el estrafalario chancho de lata, sórdidos como el bajo, fueron las más temidas criaturas de esa religión de barrial. Antes había sido una quema ese norte: es natural que gravitaran en su aire basuras de almas. Quedan esquinas pobres que si no se vienen abajo es porque están apuntalándolas todavía los compadritos muertos.
Bajando por la calle de Chavango (después Las Heras) el último boliche del camino era La Primera Luz, nombre que, a pesar de aludir a sus madrugadores hábitos, deja una impresión —justa— de ciegas calles atascadas sin nadie, y al fin, a las cansadas vueltas, una humana luz de almacén. Entre los fondos del cementerio colorado del Norte y los de la Penitenciaría, se iba incorporando del polvo un suburbio chato y despedazado, sin revocar, su notoria denominación, la Tierra del Fuego. Escombros del principio, esquinas de agresión o de soledad, hombres furtivos que se llaman silbando y que se dispersan de golpe en la noche lateral de los callejones, nombraban su carácter. El barrio era una esquina final. Un malevaje de a caballo, un malevaje de chambergo mitrero sobre los ojos y de apaisanada bombacha, sostenía por inercia o por impulsión una guerra de duelos individuales con la policía. La hoja del peleador orillero, sin ser tan larga —era lujo de valientes usarla corta— era de mejor temple que el machete adquirido por el Estado, vale decir con predilección del costo más alto y el material más ruin. La dirigía un brazo más ganoso de atropellar, mejor conocedor de los rumbos instantáneos del entrevero. Por la sola virtud de la rima, ha sobrevivido a un desgaste de cuarenta años un rato de ese empuje:
Hágase a un lao, se lo ruego,
que soy de la Tierra’el Fuego[4].
No sólo de peleas; esa frontera era de guitarras también.

* * *
Escribo estos recuperados hechos, y me solicita con arbitrariedad aparente el agradecido verso de «Home-Thoughts»: Here and here did England help me, que Browning escribió pensando en una abnegación sobre el mar y en el alto navío torneado como un alfil en que Nelson cayó, y que repetido por mí —traducido también el nombre de patria, pues para Browning no era menos inmediato el de su Inglaterra— me sirve como símbolo de noches solas, de caminatas extasiadas y eternas por la infinitud de los barrios. Porque Buenos Aires es hondo, y nunca, en la desilusión o el penar, me abandoné a sus calles sin recibir inesperado consuelo, ya de sentir irrealidad, ya de guitarras desde el fondo de un patio, ya de roce de vidas. Here and here did England help me, aquí y aquí me vino a ayudar Buenos Aires. Esa razón es una de las razones por las que resolví componer este primer capítulo.



Notas
[1] «Lo patético, casi siempre, está en el detalle de las circunstancias menudas», observa Gibbon en una de las notas finales del capítulo quincuagésimo de su Decline and Fall. 

[2] Yo afirmo —sin remilgado temor ni novelero amor de la paradoja— que solamente los países nuevos tienen pasado; es decir, recuerdo autobiográfico de él; es decir, tienen historia viva. Si el tiempo es sucesión, debemos reconocer que donde densidad mayor hay de hechos, más tiempo corre y que el más caudaloso es el de este inconsecuente lado del mundo. La conquista y colonización de estos reinos —cuatro fortines temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte, arco disparador de malones— fueron de tan efímera operación que un abuelo mío, en 1872, pudo comandar la última batalla de importancia contra los indios, realizando, después de la mitad del siglo diecinueve, obra conquistadora del dieciséis. Sin embargo, ¿a qué traer destinos ya muertos? Yo no he sentido el liviano tiempo en Granada, a la sombra de torres cientos de veces más antiguas que las higueras, y sí en Pampa y Triunvirato: insípido lugar de tejas anglizantes ahora, de hornos humosos de ladrillos hace tres años, de potreros caóticos hace cinco. El tiempo —emoción europea de hombres numerosos de días, y como su vindicación y corona— es de más imprudente circulación en estas repúblicas. Los jóvenes, a su pesar lo sienten. Aquí somos del mismo tiempo que el tiempo, somos hermanos de él. 

[3] Destruirlas era cosa de herejes, porque llevaban la señal de la cruz: marca de su emisión y repartición especiales de parte del Señor. 

[4] A. Taullard, Nuestro antiguo Buenos Aires, p. 233.
En Evaristo Carriego (1930) 

Foto: Palermo, por Horacio Coppola, amigo de Borges con quien caminaba por Buenos Aires ca.1928
Fuente: Nicolás Helft: Postales de una biografía, Cap. 3, pág. 60
Buenos Aires, Grupo editorial Planeta, bajo el sello Emecé, 2013 








31/10/17

Jorge Luis Borges: «La jonction»






Dos ríos —uno, de clara fama, el Ródano; otro, casi secreto, el Arve— juntan aquí sus aguas. La mitología no es una vanidad de los diccionarios; es un eterno hábito de las almas. Dos ríos que se juntan son, de algún modo, dos númenes antiguos que se confunden. Así lo habrá sentido Lavardén cuando escribió su oda, pero la retórica se interpuso entre lo que sentía y lo que veía, y convirtió a los grandes ríos barrosos en nácares y en perlas. Por lo demás, todo lo que atañe al agua es poético y nunca deja de inquietarnos. El mar que entra en la tierra es el fjord o el firth, nombres de resonancia infinita; los ríos que se pierden en el mar evocan la gran metáfora de Manrique.

En esta margen fueron sepultados los restos de Leonor Suárez de Acevedo, mi abuela materna. Había nacido en Mercedes durante la pequeña guerra que se llama todavía en el Uruguay la Guerra Grande, murió en Ginebra, hacia 1917. Vivió de la memoria de una proeza ecuestre de su padre, en la alta pampa de Junín, y del odio, ya fatigado y puramente verbal, de "los tres grandes tiranos del Plata: Rosas, Artigas y Solano López". Murió postrada; todos rodeábamos su lecho y ella dijo con un hilo de voz: Déjenme morir tranquila y después la mala palabra que, por primera y última vez, oí de su boca.



En Atlas, con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa 







Foto arriba: Jovencísimo Borges (s-a)
Todas las fuentes dan como fecha de muerte 1918, vs. texto de Borges (hacia 1917)
Vía Fundación Internacional Jorge Luis Borges

Abajo: Leonor Suárez Haedo de Acevedo (s-a)
Fodo Fundación San Telmo (Bs. As., Argentina)
Abuela materna de JLB (única imagen disponible)


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