7/10/17

Jorge Luis Borges: Al horizonte de un suburbio (1925)








Pampa:
Yo diviso tu anchura que ahonda las afueras,
yo me estoy desangrando en tus ponientes.
Pampa:
Yo te oigo en las tenaces guitarras sentenciosas
y en altos benteveos y en el ruido cansado
de los carros de pasto que vienen del verano.
Pampa:
El ámbito de un patio colorado me basta
para sentirte mía.
Pampa:
Yo sé que te desgarran
surcos y callejones y el viento que te cambia.
Pampa sufrida y macha que ya estás en los cielos,
no sé si eres la muerte. Sé que estás en mi pecho.



Luna de enfrente, 1925
© 1995, 1996 María Kodama
Buenos Aires, Sudamericana, 2011

Imagen: Borges en 1976


6/10/17

Jorge Luis Borges: ¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?







12 de julio de 1946


¿Por qué los escritores argentinos no viven de su pluma?


  En mi opinión, el problema enunciado por su corresponsal no es mayormente misterioso. La verdad, la humilde y evidente verdad, es que la literatura, a diferencia de la música, de la política, de las enfermedades, de los aspectos delictuosos de la “viveza”, de los destinos personales (este último término encierra acaso a todos los anteriores), interesa muy poco a los argentinos. Se me dirá, tal vez, que a muchos les agrada escribir; no a todos les agrada leer, y cuando lo hacen, prefieren, por razones que estoy lejos de censurar, leer a escritores extranjeros. A nadie puede sorprender esta comprobación.

  La indiferencia general infunde al destino de los escritores de esta república cierto carácter trágico. Ello se advierte de manera inequívoca en los suicidios de algunos, en la amargura y en el nihilismo de muchos. Creo, sin embargo, que una cosa es el destino del escritor y otra el de su obra. La indiferencia que he indicado suele librarnos de muchas tentaciones. El escritor argentino sabe que ningún libro suyo lo hará medrar de modo considerable; esa previsión melancólica lo inducirá a escribirlo según su íntimo pensar, no para lisonjear convicciones o supersticiones ajenas.

 Existen estímulos artificiales; los premios de fuente oficial. Alguien, alguna vez, estudiará detenidamente su influjo en la evolución de nuestra literatura; sospecho que no establecerá que ha sido benéfico. No quiero decir que los premios se concedan inevitablemente a obras malas; quiero decir que la expectativa de premios puede impedir que se escriban otras mejores. Por ejemplo, nadie discute que el Martín Fierro sea uno de los libros máximos de nuestro país. Imaginemos que en 1872 ya hubiera existido un mecanismo de recompensas como el actual y que José Hernández hubiera, muy humanamente, considerado la posibilidad de que le tocara una de ellas. ¿Se habría animado a exhibir al gaucho como desertor, como borracho, como asesino y como matrero? En otras palabras: ¿habría escrito el Martín Fierro?


En Miscelánea (Ed. Mondadori)
© 1995, 2011, María Kodama
Publicación original en revista Sur, Buenos Aires, julio de 1946
Jorge Luis Borges en Virginia, USA, 1984


5/10/17

Jorge Luis Borges: Después de las imágenes







Con el ambicioso gesto de un hombre que ante la generosidad vernal de los astros, demandase una estrella más y, oscuro entre la noche clara, exigiese que las constelaciones desbarataran su incorruptible destino y renovaran su ardimiento en signos no mirados de la contemplación antigua de navegantes y pastores, yo hice sonora mi garganta una vez, ante el incorregible cielo del arte, solicitando nos fuese fácil el don de añadirle imprevistas luminarias y de trenzar en asombrosas coronas las estrellas perennes. ¡Qué taciturno estaba Buenos Aires, entonces! De su dura grandeza, dos veces millonaria de almas posibles, no se elevaba el surtidor piadoso de una sola estrofa veraz y en las seis penas de cualquier guitarra cabía más proximidad de poesía que en la ficción de cuantos simulacros de Rubén o de Luis Carlos López infestaban las prensas.
La juventud era dispersa en la sombra y cada cual juzgábase solo. Éramos semejantes al enamorado que afirma que su pecho es el único enorgullecido de amor y a la encendida rama sobre la cual pesa septiembre y que no sabe de las alamedas en fiesta. Con orgullo creíamos en nuestra soledad ficticia de dioses o de islas florecidas y excepcionales en la infecundidad del mar y sentíamos ascender a las playas de nuestros corazones la belleza urgente del mundo, innumerablemente rogando que la fijásemos en versos. Los novilunios, las verjas, el color blando del suburbio, los claros rostros de las niñas, eran para nosotros una obligación de hermosura y un llamamiento a ejecutivas audacias. Dimos con la metáfora, esa acequia sonora que nuestros caminos no olvidarán y cuyas aguas han dejado en nuestra escritura su indicio, no sé si comparable al signo rojo que declaró los elegidos al Ángel o a la señal celeste que era promesa de perdición en las casas, que condenaba la Mazorca. Dimos con ella y fue el conjuro mediante el cual desordenamos el universo rígido. Para el creyente, las cosas son realización del verbo de Dios —primero fue nombrada la luz y luego resplandeció sobre el mundo—; para el positivista, son fatalidades de un engranaje. La metáfora, vinculando cosas lejanas, quiebra esa doble rigidez. La fatigamos largamente y nuestras vigilias fueron asiduas sobre su lanzadera que suspendió hebras de colores de horizonte a horizonte. Hoy es fácil en cualquier pluma y su brillo —astro de epifanías interiores, mirada nuestra— es numeroso en los espejos. Pero no quiero que descansemos en ella y ojalá nuestro arte olvidándola pueda zarpar a intactos mares, como zarpa la noche aventurera de las playas del día. Deseo que este ahínco pese como una aureola sobre las cabezas de todos y he de manifestarlo en palabras.
La imagen es hechicería. Transformar una hoguera en tempestad, según hizo Milton, es operación de hechicero. Trastrocar la luna en un pez, en una burbuja, en una cometa —como Rossetti lo hizo, equivocándose antes que Lugones— es menor travesura. Hay alguien superior al travieso y al hechicero. Hablo del semidiós, del ángel, por cuyas obras cambia el mundo. Añadir provincias al Ser, alucinar ciudades y espacios de la conjunta realidad, es aventura heroica. Buenos Aires no ha recabado su inmortalización poética. En la pampa, un gaucho y el diablo payaron juntos; en Buenos Aires no ha sucedido aún nada y no acredita su grandeza ni un símbolo ni una asombrosa fábula ni siquiera un destino individual equiparable al Martín Fierro. Ignoro si una voluntad divina se realiza en el mundo, pero si existe fueron pensados en Ella el almacén rosado y esta primavera tupida y el gasómetro rojo. (¡Qué gran tambor de Juicios Finales ese último!) Quiero memorar dos intentos de fabulización: uno el poema que entrelazan los tangos —totalidad precaria, ruin, que contradice el pueblo en parodias y que no sabe de otros personajes que el compadrito nostálgico, ni de otras incidencias que la prostitución—, otro genial y soslayado Recienvenido de Macedonio Fernández.
Una ilustración última. Ya no basta decir, a fuer de todos los poetas, que los espejos se asemejan a un agua. Tampoco basta dar por absoluta esa hipótesis y suponer, como cualquier Huidobro, que de los espejos sopla frescura o que los pájaros sedientos los beben y queda hueco el marco. Hemos de rebasar tales juegos. Hay que manifestar ese antojo hecho forzosa realidad de una mente: hay que mostrar un individuo que se introduce en el cristal y que persiste en su ilusorio país (donde hay figuraciones y colores, pero regidos de inmovible silencio) y que siente el bochorno de no ser más que un simulacro que obliteran las noches y que las vislumbres permiten.



En Inquisiciones (1925)
Foto captura: documental Los paseos con Borges [1975-1976]

4/10/17

José Saramago: Jorge Luis Borges, el gran Demiurgo






Jorge Luis Borges, aunque no haya sido novelista, es, sin embargo, el mayor inventor de ficciones de este siglo. Alguien podría argumentar que Borges no escribió novelas, sino cuentos, practicando, por tanto, el género literario en el que se acostumbra a construir eso que llamamos ficción. 

La cuestión no es tan simple pues parece que en el ejercicio habitual de este gran escritor, y a pesar de su extraordinaria versatilidad, se ha rechazado el género de la novela, adoptando otras formas por las que, habitualmente, se define el cuento. Quiero decir con esto que Borges ha hecho ficción pura, en el sentido en que, en lugar de manipular datos identificables, convencionalmente aceptados, apunta hacia otra realidad en la que sólo el lenguaje establece nexos suficientes con nuestro mundo cotidiano, para que los lectores, todos nosotros, no nos veamos irremediablemente perdidos, carentes de mapa y de brújula. 

Jorge  Luis  Borges  es  el  demiurgo  total.  No tengo competencia para saber si en la creación del universo interior del autor de  La  Biblioteca  de  Babel quizá la más extraordinaria de sus narraciones la ceguera jugó un papel decisivo; aunque lo que supongo que quedará sin respuesta es esta pregunta: ¿Cuál ha sido, en verdad, el mundo de Borges? 

Sus narraciones inimitables e irrepetibles son, sin duda, una gran provocación y un gran desafío arrojados contra la inteligencia de los especialistas de todo el mundo. 

Creo que sería imprudente afirmar que toda ficción es ficción del mismo modo y que se rige por las mismas leyes, sin observar que la narración borgiana presenta rasgos tan particulares que constituyen, en sí misma, un mundo aparte, un universo distorsionado y, algunas veces, invertido. 


Imagen y texto en ABC Madrid
Suplemento Cultural Homenaje a Borges

3/10/17

Jorge Luis Borges: Atenas







En la primera mañana de mi primer día en Atenas me fue dado este sueño. Frente a mí, en un largo anaquel, había una fila de volúmenes. Eran los de la Enciclopedia Británica, uno de mis paraísos perdidos. Saqué un tomo al azar. Busqué el nombre de Coleridge; el artículo tenía fin pero no principio. Busqué después el artículo Creta; también concluía pero no empezaba. Busqué entonces el artículo chess. En aquel momento el sueño cambió. En el alto escenario de un anfiteatro, abarrotado de personas atentas, yo jugaba al ajedrez con mi padre, que era también el Falso Artajerjes, a quien le habían cortado las orejas y que fue descubierto, mientras dormía, por una de sus muchas mujeres, que le pasó la mano por el cráneo, muy suavemente para no despertarlo, y que fue matado después. Yo movía una pieza; mi antagonista no movía ninguna, pero ejecutaba un acto de magia, que borraba una de las mías. Esto se repitió varias veces.
Me desperté y me dije: estoy en Grecia, donde todo ha empezado si es que las cosas, a diferencia de los artículos de la enciclopedia soñada, tienen principio.



En Atlas, con María Kodama
©1984, Borges, Jorge Luis
©1984, Edhasa
 


Foto: Borges y Kodama en Atlas
Fundación Internacional Jorge Luis Borges
Colección de María Kodama



2/10/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a "La reticencia de Lady Anne" de Saki





Como Thackeray, como Kipling y como tantos otros ingleses ilustres, Héctor Hugh Munro nació en el Oriente y conoció en Inglaterra el desamparo de una niñez vivida lejos de los padres y, en su caso, severamente vigilada por dos rígidas tías. Su nombre, Munro, corresponde a una antigua familia escocesa; su sobrenombre literario, Saki, de las Rubaiyát (la palabra en persa quiere decir copero). Según testimonio de su hermana Ethel, las tías tutelares, Augusta y Carlota, eran imparcialmente detestables; el hecho de que odiaran a los animales puede no ser ajeno al amor que Munro siempre les profesó. En su obra abundan las aborrecibles y arbitrarias personas mayores cuya sola presencia frustra la vida de quienes las rodean y la amistad de los animales, en la que siempre hay algo de magia.

Completada su educación universitaria en Inglaterra, volvió a su patria, Birmania, para ocupar un cargo en la policía militar. Siete ataques de fiebre en poco más de un año, lo forzaron a regresar. En Londres ejerció el periodismo. Se inició en la sátira política en la Westminster Gazette y entre 1902 y 1908 fue corresponsal del Morning Post en Polonia, en Rusia y en París. En esta ciudad aprendió a gozar de la buena comida y a despreciar la mala literatura. A la edad de cuarenta y cuatro años en 1914 fue, honrosamente, uno de los cien mil voluntarios que Inglaterra envió a Francia. Sirvió, como soldado raso, lo mataron en el infierno de 1916 en el ataque a Beaumont-Hamel. Se dice que sus últimas palabras fueron: Put out that bloody cigarette, «Apaguen ese maldito cigarrillo». No es imposible que se refiriera a la guerra.

Su vida fue cosmopolita, pero toda su obra (con la excepción de un solo cuento que ya comentaremos) se sitúa en Inglaterra, en la Inglaterra de su melancólica infancia. Nunca se evadió del todo de aquella época, cuya irremediable desventura fue su materia literaria. Este hecho nada tiene de singular; la desdicha es, según se sabe, uno de los elementos de la poesía. La Inglaterra, padecida y aprovechada por él, era a de la clase media victoriana, regada por la organización del tedio y por la repetición infinita de ciertos hábitos. Con un humor ácido, esencialmente inglés, Munro ha satirizado a esa sociedad.

El primer relato de esta serie, «La reticencia de Lady Anne», juega a ser satírico, pero, bruscamente, es atroz. «El narrador de cuentos» se burla de las convenciones del apólogo y de la hipócrita bondad. La niñez desdichada del autor vuelve a aparecer en «El cuarto trastero», que prefigura a «Sredni Vasthar» y que, en algún momento, recuerda la admirable «Puerta en el muro» de Wells. Más allá de los rasgos satíricos a que nos ha habituado el autor, la pieza titulada «Gabriel-Ernest» renueva un mito universal, eludiendo todo arcaísmo. Un animal es también el protagonista de «Tobermory» y, extrañamente, este animal es una amenaza por lo que tiene de humano y de razonable. «El marco» es una extravagancia sin precedentes, que sepamos, en la literatura. Mientras es deleznable, el héroe es valioso; cuando recobra su dignidad, ya no es nadie. Los protagonistas de «Cura de desasosiego» ignoran el argumento esencial; no así el lector que le da su generosa y divertida complicidad. En «La paz de Mowsle Barton» sentimos intensamente lo singular del concepto de bruja, en el que se aúnan el poder, la magia, la ignorancia, la maldad, la miseria y la decrepitud. «Mixtura para codornices» insinúa, desde el extraño título, la arbitrariedad y la estupidez de la conducta de los hombres. No lo sobrenatural sino la simulación de lo sobrenatural natural es el tema básico de «La puerta abierta». 

Sin embargo, si tuviéramos que elegir dos de los cuentos de nuestra antología (y nada nos obliga, por cierto, a esa dualidad) destacaríamos «Sredni Vasthar» y «Los intrusos». El primero, acaso como todo buen cuento, es ambiguo: cabe suponer que Sredni Vasthar era realmente un dios y que el desventurado niño lo intuía, pero también es lícita la hipótesis de que el culto del niño hizo del hurón una divinidad, tampoco está prohibido pensar que la fuerza del animal procede del niño que será realmente el dios y que no lo sabe. Está bien que el hurón vuelva a lo desconocido de donde vino; no menos admirable es la desproporción entre la alegría del niño liberado y el hecho trivial de prepararse una tostada. Del todo diferente es la fábula que se titula «Los intrusos». Ocurre, como el «Prince Otto» de Stevenson, en esa boscosa y secreta Europa Central que corresponde menos a la geografía que a la imaginación. Nunca sabremos si procede de una experiencia personal; la sentimos como una historia fuera del tiempo que tiene que haberse dado muchas veces y en formas muy diversas. Los caracteres no existen fuera de la trama, pero ese rasgo la favorece, ya que es propio del mito y de la leyenda. El título prefigura la línea final que, sin embargo, es asombrosa y singularmente patética. Para Dios, no para los hombres, los dos enemigos, que, esencialmente, son él mismo, se salvan.

Con una suerte de pudor, Saki da un tono de trivialidad a relatos cuya íntima trama es amarga y cruel. Esa delicadeza, esa levedad, esa ausencia de énfasis puede recordar las deliciosas comedias de Wilde. 






Y en Prólogos de la Biblioteca de Babel (1997)
Al pie, portada de La reticencia de Lady Anne
Traducción y prólogo de Jorge Luis Borges
Col. La Biblioteca de Babel


1/10/17

Jorge Luis Borges: La paradoja de Apollinaire






Con alguna evidente salvedad (Montaigne, Saint-Simon, Bloy), cabe afirmar que la literatura de Francia tiende a producirse en función de la historia de esa literatura. Si cotejamos un manual de la literatura francesa (verbigracia, el de Lanson o el de Thibaudet) con su congénere británico (verbigracia, el de Saintsbury o el de Sampson), comprobaremos no sin estupor que éste consta de concebibles seres humanos y aquél de escuelas, manifiestos, generaciones, vanguardias, retaguardias, izquierdas o derechas, cenáculos y referencias al tortuoso destino del capitán Dreyfus. Lo más extraño es que la realidad corresponde a ese frenesí de abstracciones; antes de redactar una línea, el escritor francés quiere comprenderse, definirse, clasificarse. El inglés escribe con inocencia, el francés lo hace a favor de a, contra b, en función de c, hacia d... Se pregunta (digamos): ¿Qué tipo de sonetos debe emitir un joven ateo, de tradición católica, nacido y criado en el Nivernais pero de ascendencia bretona, afiliado al partido comunista desde 1944? O, más técnicamente: ¿Cómo aplicar el vocabulario y los métodos de los Rougnon-Macquart a la elaboración de una epopeya sobre los pescadores del Morbihan, que una al fervor de Fénelon la gárrula abundancia de Rabelais y que no descuide, por cierto, una interpretación psicoanalítica de la figura de Merlín? Esta premeditación que es la nota de la literatura francesa la hace abundar no sólo en composiciones de rigor clásico sino en felices, o infelices, extravagancias; basta, en efecto, que un hombre de letras francés profese una doctrina para que la aplique hasta el fin, con una especie de feroz probidad. Racine y Mallarmé (ignoro si la metáfora es tolerable) son el mismo escritor, ejecutando con el mismo decoro dos tareas disímiles... Hacer escarnio de esa premeditación no es difícil; conviene recordar, sin embargo, que ha producido la literatura francesa, acaso la primera del orbe.

De las obligaciones que puede imponerse un autor, la más común y sin duda la más perjudicial es la de ser moderno. Il faut étre absolument moderne, decidió Rimbaud, limitación que corresponde, en el tiempo, a la muy trivial del nacionalista que se jacta de ser herméticamente danés o inextricablemente argentino. Schopenhauer (Welt ais Wille und Vorstellung, II, 15) juzga que la mayor imperfección del intelecto humano es su carácter sucesivo, lineal, su encadenación al presente; venerar esa imperfección es un desdichado capricho. Guillaume Apollinaire lo abrazó, lo justificó y lo predicó a sus contemporáneos. Más aún, le entregó su destino. Lo hizo —recuérdese el poema La jolie rousse— con admirable y clara conciencia de los tristes peligros de la aventura.

Esos peligros eran reales; hoy como ayer, el valor general de la obra de Apollinaire es más documental que estético. La visitamos para recuperar el sabor de la poesía "moderna" de los primeros decenios de nuestro siglo. Ni un solo verso nos permite olvidar la fecha en que fue redactado, falta en que no incurrieron, digamos, los coetáneos trabajos de Valéry, de Rilke, de Yeats, de Joyce... (Quizá, para el porvenir, el único fin de la literatura "moderna" sea el insondable Ulises, que de algún modo justifica, incluye y supera a los otros textos).

Quien juxtapone al nombre de Apollinaire el nombre de Rilke parece cometer un anacronismo, tan cerca de nosotros está el segundo, tan lejos —ya— el primero. Sin embargo, Das Buch der Bilder, que incluye el inagotable Herbsttag, es de 1902; Calligrammes, de 1918. Apollinaire, a trueque de exornar sus composiciones con tranvías, aeroplanos y otros vehículos, no se compenetró con su tiempo, que es nuestro tiempo.

Para los escritores de 1918, la guerra fue lo que Tiberio Claudio Nerón para su profesor de retórica: "lodo amasado con sangre". Todos la percibieron así, Unruh como Barbusse, Wilfred Owen como Sassoon, el solitario Klemm como el concurrido Remarque. (Paradójicamente, uno de los primeros poetas que destacaron la monotonía, el tedio, la desesperación y las deshonras físicas de la guerra contemporánea fue Rudyard Kipling, en sus Barrack-Room Ballads de 1903). Para Guillaume Apollinaire, subteniente de artillería, la guerra fue ante todo un bello espectáculo. Así lo exponen sus poemas; así lo corroboran sus cartas. Guillermo de Torre, el más devoto y lúcido de sus comentadores, observa: "En las largas noches de las trincheras el soldado-poeta podía contemplar el cielo estrellado de obuses e imaginar nuevas constelaciones. Así Apollinaire se figuraba asistir a un deslumbrante espectáculo en La nuit d'avril 1915:

Le ciel est étoilé par les obus des Boches 
La forêt merveilleuse ou je vis donne un bal..."

Una carta del 2 de julio confirma: "La guerra es resueltamente una cosa hermosa y, a pesar de todos los peligros que corro, de las fatigas, de la falta absoluta de agua, en suma, de todo, no estoy descontento de hallarme aquí... El lugar es muy desolado: ni agua, ni árboles, ni aldea, ni nada más que la guerra suprametálica, architronante".

El sentido de una oración, como el de una palabra aislada, depende del contexto, que, algunas veces, puede ser la vida entera de quien la dijo. Así, la frase la guerra es una cosa hermosa consiente muchas interpretaciones. En boca de un dictador sudamericano, puede significar su esperanza de arrojar bombas incendiarias sobre la capital de un país vecino. En boca de un periodista, puede significar su firme propósito de congraciarse con el dictador para obtener un buen puesto público. En boca de un sedentario hombre de letras, puede significar su nostalgia de una vida arriesgada. En boca de Guillaume Apollinaire, desde las batallas de Francia... significa, creo, un temple que sin esfuerzo ignora el horror, una aceptación del destino, una especie de fundamental inocencia. No de otra suerte aquel noruego que conquistó seis pies de tierra inglesa, o un poco más, apodó a la batalla "fiesta de vikings"; no de otra suerte el autor inmortal y desconocido de la Chanson de Roland cantó la claridad de una espada:

E Durandal, cum ies clere et blanche. 
Cuntre soleil si reluis et reflambes.

El verso de Apollinaire

La forêt merveilleuse ou je vis donne un bal

no es una descripción rigurosa de los duelos de artillería de 1915, pero es un buen retrato de Apollinaire. Éste, aunque vivió sus días entre los baladins del cubismo y del futurismo, no fue un hombre moderno. Fue algo menos complejo y más feliz, más antiguo y más fuerte. (Fue tan poco moderno que lo moderno siempre le pareció pintoresco, y hasta conmovedor). Fue la "cosa alada y sagrada" del diálogo platónico, fue un hombre de sentimientos elementales y, por lo mismo, eternos, fue, cuando vacilaron los fundamentos de la tierra y del cielo, el poeta del antiguo coraje y del antiguo honor. Que lo atestigüen esas páginas suyas que nos conmueven como la cercanía del mar: La chanson du mal-aimé, Désir, Merveille de la guerre, Tristesse d'une étoile, La jolie rousse.



Los Anales de Buenos Aires, Buenos Aires, Año 1, N° 8, agosto de 1946 *

[*] En los Anales de Buenos Aires, año I, número 11, diciembre de 1946, Borges escribió una nota, sin firma, para el texto "Fantasía metafisica" de Schopenhauer que dice así: "Si nos avenimos a considerar la filosofia como un ramo de la literatura fantástica (el más vasto, ya que su materia es el universo; el más dramático, ya que nosotros mismos somos el tema de sus revelaciones), fuerza es reconocer que ni Wells ni Kafka, ni los egipcios del las 1001 noches jamás urdieron una idea más asombrosa que la de este tratado. El original (cuyas páginas esenciales reproducimos, vertido al español por D. J. Vogelmann) pertenece al primer volumen de la obra Parerga und Paralipomena cuya publicación determinó, en 1851, el renombre de Schopenhauer. // Se trata, como los lectores advertirán, de una doctrina de índole panteísta. El System Des Transzendentalen Idealismus (1800), de Schelling, encierra una especulación parecida, pero más vaga."

Y en  J. L. Borges, Ficcionario, México, Fondo de Cutura Económica, 1985

Incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001


Imagen: Guillaume Apollinaire chez Paul Guillaume, Paris, 1916 (s-a)  
Source: RMN

30/9/17

Jorge Luis Borges: No me gusta Gardel, adecentó el tango








Jorge Luis Borges fue casi contemporáneo de Carlos Gardel, y pese a su interés por el tango no apreciaba al Morocho. Durante su reciente visita a Madrid, Borges trató de evitar el tema y, como suele hacer, lo desvió hacia zonas más queridas y cercanas a él.
"Gardel no me interesa mucho, me interesa el tango", manifestó Borges. "El tango antes, bueno, la letra era más bien obscena, algo muy alegre. El acto de bailar era una especie de simulacro del coito, digamos, que luego Gardel hizo sentimental, en Francia lo adecentaron al tango, ahora el tango es triste, sentimental, melancólico. Antes no se quejaba, como la milonga no se queja tampoco. Por ejemplo, puedo recitarle una milonga si quiere: 'Parado en las Cinco Esquinas / con toda mi contingencia por ver si te rompo el alma ando haciendo diligencias'.
'Yo soy del barrio del Alto / soy del barrio del Retiro. / Soy aquel que no miro / con quien tengo que pelear. Y a quien en milonguear ninguno se puso a tiro'.
'Soy del barrio de Monserrate donde llueve y no gotea/ a mí no me asusta ni sombra ni bulto que se menea. Soy del barrio de Monserrate / donde relumbra el acero / lo que digo con el pico lo sostengo con el cuero".
"Hay otro que no sé si puedo decir el todo: 'En el medio de la plaza/ del pueblo de Peguapó / hay un letrero que dice / la puta que te parió'. Es popular ¿no?, no es sensiblero. Caramba, discúlpeme si le he dicho una mala palabra. No suelo decirlas, pero todo el mundo las dice por lo demás. Pero yo soy un anciano victoriano y me da cierta vergüenza decir esas palabras".
"Gardel se llamaba Gardés en realidad, era de Toulouse. Él nunca quiso ser ciudadano argentino, él fue fiel a Francia, lo cual está bien. Todos tenemos nuestras fidelidades. Yo espero tener muchas, yo quisiera ser fiel a todos los países, a todas las tradiciones, ser amigo de todas las personas que conozco".
Borges sin embargo, no se ha resistido a publicar un prólogo en el libro Carlos Gardel (Ediciones Júcar) en el que reafirma sus impresiones del cantante francés como él insiste en calificarlo. "Del primer tango, que guarda resabios de la milonga, se pasa el tango sentimental, cuyo protagonista es Gardel", escribe ahí. "Ha tenido muchos imitadores; ninguno me aseguran, lo iguala. Buenos Aires se siente confesada y reflejada en esa voz de un muerto".

En El País, Madrid, 23 de junio de 1985
Nota de Fietta Jarque
Borges durante su viaje a México en 1973, Foto Rogelio Cuéllar



29/9/17

Borges profesor. Clase 25: Obras de Robert Louis Stevenson y Oscar Wilde







Obras de Robert Louis Stevenson: New Arabian Nights, 
«Markheim», The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde. Jekyll y Hyde en el cine.
The picture of Dorian Gray, por Oscar Wilde 
«Requiem», por Stevenson





Prob. miércoles 14 de diciembre


Hoy voy a ocuparme de Las Nuevas Mil y Una Noches.530 En inglés no se dice «Mil y Una Noches» sino Noches Árabes. Cuando Stevenson, muy joven, llegó a Londres, sin duda fue una ciudad fantástica para él. Stevenson concibió la idea de escribir unas Mil y Una Noches contemporáneas, basándose sobre todo en aquellas noches de Las Mil y Una Noches en que se habla de Harún el Ortodoxo, que disfrazado recorre las calles de Bagdad. Él inventó un príncipe, Florizel de Bohemia, y a su edecán, el coronel Geraldine. Los hace disfrazarse y los hace recorrer Londres. Y les hace correr aventuras fantásticas, aunque no mágicas, salvo en el sentido del ambiente, que es mágico.
De todas esas aventuras, creo que la más memorable es la del «Club del Suicidio».531 Allí Stevenson imagina a un personaje, una especie de cínico, que piensa que puede aprovecharse de un modo industrial del suicidio. Es un hombre que sabe que hay muchas personas deseosas de quitarse la vida pero que no se atreven. Entonces él funda ese club. En ese club se juega semanalmente o quincenalmente —no recuerdo— a un juego de naipes. El príncipe entra en ese club por espíritu de aventura, y él tiene que jurar no revelar los secretos, de modo que él mismo se encarga después de hacer justicia por una falta que había cometido su edecán. Hay un personaje muy impresionante. Se llama el Señor Malthus, paralítico. A ese hombre ya no le queda nada en la vida, pero ha descubierto que de todas las sensaciones, de todas las pasiones, la más fuerte es el miedo. Y entonces él juega con el miedo. Y él le dice al príncipe, que es un hombre valiente: «Envídieme señor, yo soy un cobarde». Juega con el miedo perteneciendo al Club de los Suicidas.
Todo esto ocurre en una quinta de los alrededores de Londres. Los jugadores toman champagne, se ríen con una risa falsa, hay un ambiente muy parecido al de algunos cuentos de Edgar Allan Poe, sobre el cual escribió Stevenson. El juego se juega de esta manera: hay una mesa tapizada de verde, el presidente da las cartas, y del presidente se dice —por increíble que parezca— que es una persona a quien no le interesa el suicidio. Los miembros del club deben pagar una cuota bastante alta. El presidente tiene que tener plena confianza en ellos. Se tiene mucho cuidado para que no intervenga ningún espía. Si los socios tienen fortuna, dejan como heredero al presidente del club, que vive de esta industria macabra. Y luego se van dando las cartas. Cada uno de los jugadores al recibir su carta —la baraja inglesa consta de cincuenta y dos cartas— la mira. Y hay en la baraja dos ases negros, y aquel a quien le toca uno de los ases negros es el encargado de que se cumpla la sentencia, es el verdugo, tiene que matar al que ha recibido el otro as. Tiene que matarlo de modo que el hecho parezca un accidente. Y en la primera sesión muere —o queda condenado a muerte— el Señor Malthus. Al Señor Malthus lo han llevado a la mesa. Está paralítico, no puede moverse. Pero de pronto se oye un sonido que casi no es humano, el paralítico se pone de pie y luego recae en su sillón. Luego se retiran. Ya no se verán hasta la otra reunión. Al día siguiente se lee que el señor Malthus, un caballero muy estimado por sus relaciones, ha caído desde el muelle en Londres. Y luego sigue la aventura, que concluye con un duelo en el cual el príncipe Florizel, que ha jurado no delatar a nadie, mata de una estocada al presidente del club.
Luego hay otra aventura, la del «Diamante del Rajah»,532 en que se ven todos los crímenes cometidos por la posesión del diamante. Y en el último capítulo de esa serie el príncipe conversa con un detective y le pregunta si el otro viene a arrestarlo. El detective le dice que no, y el príncipe le cuenta la historia. Le cuenta la historia a orillas del Támesis. Luego él dice: «Cuando yo pienso toda la sangre que se ha derramado, todos los crímenes causados por esta piedra, pienso que a ella misma debemos condenar a muerte». Entonces la saca rápidamente del bolsillo y la arroja al Támesis, y se pierde. El detective dice: «Estoy arruinado». El príncipe contesta: «Muchos hombres envidiarían su ruina». El detective dice: «Creo que mi destino es ser sobornado». «Creo que sí», le dice el príncipe.
Este libro, Las Nuevas Mil y Una Noches, no es sólo importante por el encanto que pueda darnos su lectura, sino porque cuando uno lo lee, uno entiende que de algún modo toda la obra novelística de Chesterton ha salido de allí. Allí tenemos el germen de El hombre que fue jueves.533 Todos ellos, aunque más ingeniosos que los de Stevenson, tienen el ambiente de los cuentos de Stevenson. Luego Stevenson hace otras cosas. Ya cuando Stevenson escribe su novela policial, The Wrecker, hay un ambiente completamente distinto, todo sucede en California, luego en los mares del sur. Además, Stevenson creía que el defecto del género policial que él cultivó es que, por ingenioso que sea, tiene algo de mecanismo, le falta vida. Dice Stevenson que en su novela policial él les da más realidad a los personajes que a la trama, que es lo contrario de lo que suele ocurrir en la novela policial.
Vamos a ver ahora un tema que le preocupó siempre a Stevenson. Hay una palabra psicológica muy común que es la palabra «esquizofrenia», la idea de la división de la personalidad. Esa palabra no había sido acuñada entonces, yo creo. Ahora es de uso común. A Stevenson le preocupó ese tema. En primer término, porque le interesaba mucho la ética, y luego porque en su casa había una cómoda hecha por un ebanista de Edimburgo, un artesano respetable y respetado, pero que de noche, en ciertas noches, salía de su casa y era ladrón. Ese tema de la personalidad partida en dos le interesó a Stevenson, y con Henley escribió dos piezas de teatro tituladas La doble vida.
Pero Stevenson sintió que él no había cumplido con el tema. Entonces escribió un cuento que se llama «Markheim»,534 que es la historia de un hombre que llega a ser ladrón, y de ladrón llega a ser asesino. La noche de la víspera de Navidad, él entra en casa de un prestamista. A este prestamista Stevenson lo presenta como una persona muy desagradable, y que desconfía del ladrón porque sospecha que las alhajas que le ha vendido Markheim son robadas. Llega esa noche. El otro le dice que tiene que cerrar temprano y que tendrá que pagar por el tiempo. Y Markheim le dice que él no viene a vender nada, que él viene a comprar algo, algo que está en el fondo de la tienda del prestamista. Al otro le parece raro, y hace alguna broma, porque Markheim le dice que todo lo que le ha vendido es una herencia de un tío de él. El otro le dice: «Supongo que su tío le habrá dejado dinero, ahora que usted quiere gastar». Markheim acepta la broma, y cuando están en el fondo de la tienda mata al prestamista de una puñalada. Cuando Markheim pasa de ladrón a asesino el mundo cambia para él. Él piensa, por ejemplo, que pueden haberse suspendido las leyes naturales, ya que él, cometiendo ese crimen, ha infringido la ley moral. Y luego, por una invención curiosa de Stevenson, la tienda está llena de espejos y de relojes. Y esos relojes parecen estar corriendo una carrera, vienen a ser como un símbolo del tiempo que pasa. Markheim le saca las llaves al prestamista. Sabe que la caja de fierro está en el piso alto, pero tiene que apresurarse porque la sirvienta ha salido, y al mismo tiempo él ve su imagen multiplicada y moviente en los espejos. Y esa imagen que él ve viene a ser como una imagen de toda la ciudad. Porque desde el momento en que él ha matado al prestamista, él supone que la ciudad entera lo persigue o lo perseguirá.
Sube a la habitación posterior, siempre perseguido por el tictac de los relojes y por las cambiantes imágenes de los espejos. Oye unos pasos. Piensa que esos pasos pueden ser los de la sirvienta que vuelve, que habrá visto a su amo muerto y que lo denunciará. Pero la persona que sube la escalera no es una mujer, y Markheim tiene la impresión de conocerlo. Y lo conoce, porque es él mismo, de modo que estamos ante el antiguo tema del doble. En la superstición escocesa, el doble se llama «fetch», que quiere decir «buscar». De modo que cuando alguien ve a su doble es porque se ve a sí mismo.
Ese personaje entra y se pone a conversar con Markheim, se sienta y le dice que él no piensa denunciarlo, que hace un año le hubiera parecido mentira ser ladrón, y que ahora no sólo es un ladrón sino un asesino. Que le hubiera parecido increíble hace unos meses. Pero ya que ha matado a una persona, qué le cuesta matar a otra. «La sirvienta va a llegar—le dice—, la sirvienta es una mujer débil. Otra puñalada y ya podrás salir de aquí, porque no pienso denunciarte.» Ese «otro yo» es sobrenatural, y significa el reverso malvado de Markheim. Markheim se pone a discutir con él. Le dice: «es verdad que soy un ladrón, es verdad que soy un asesino, tales son mis actos, pero ¿acaso un hombre es sus actos? ¿No puede haber algo en mí que no corresponda a esas definiciones tan rígidas y tan insensatas de “ladrón” y de “asesino”? ¿Acaso no puedo yo arrepentirme? ¿Acaso no estoy ya arrepintiéndome de lo que he hecho?» El otro le dice que «esas consideraciones filosóficas están bien, pero piensa que la sirvienta va a llegar, que si te encuentra aquí va a denunciarte. Tu deber ahora es salvarte».
El diálogo es largo y se estudian todos los problemas éticos. Markheim le dice que él ha matado, pero que eso no quiere decir que él sea un asesino. Y entonces, el personaje que hasta entonces ha sido un personaje sombrío se convierte en un personaje resplandeciente. Ya no es el ángel malvado sino el bueno. El doble desaparece, la sirvienta sube. Markheim está con el puñal en la mano y le dice que vaya a buscar a la policía, porque él acaba de matar a su amo. Y así Markheim se salva. Este cuento impresiona mucho cuando uno lo lee porque está escrito con deliberada lentitud y con deliberada delicadeza. El protagonista, como ustedes ven, está en una situación extrema: van a llegar, van a descubrirlo, van a denunciarlo, posiblemente lo manden a la horca. Y sin embargo la discusión que tiene con ese otro que es él, es una discusión de delicada y honesta casuística.
El cuento fue aplaudido, pero Stevenson pensó que no había cumplido todavía con ese tema, el tema de la esquizofrenia. Y Stevenson, muchos años después, estaba durmiendo al lado de su mujer y gritó. Ella lo despertó, él estaba con fiebre, había escupido sangre ese día. Él le dijo: «¡Qué lastima que me despertaste, porque estaba soñando una hermosa pesadilla!» Lo que él soñó —aquí podemos pensar en Caedmon y el ángel, en Coleridge—, lo que él había soñado es aquella escena en que el doctor Jekyll bebe el brebaje y se convierte en Hyde, que representa el mal. La escena del médico que bebe algo preparado por él y luego se convierte en su reverso es lo que le dio el sueño a Stevenson, y él tuvo que inventar todo lo demás.
Actualmente, El extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde tiene una desventaja, y es que la historia es tan conocida que casi todos la conocemos antes de leerla. En cambio, cuando Stevenson publicó El extraño caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde, en el año 1880 —es decir mucho antes de El retrato de Dorian Gray,535 que está inspirado en la novela de Stevenson—, cuando Stevenson publicó su libro, lo publicó como si fuera una novela policial: sólo al final sabemos que esos dos personajes son dos caras de un mismo personaje. Stevenson procede con suma habilidad. Ya en el título tenemos una dualidad sugerida, se presentan dos personajes. Luego, aunque esos dos personajes nunca aparecen simultáneamente, ya que Hyde es la proyección de la maldad de Jekyll, el autor hace todo lo posible para que no pensemos que son el mismo. Empieza distinguiéndolos por la edad. Hyde, el malvado, es más joven que Jekyll. Uno es un hombre oscuro, el otro no: es rubio y más alto. De Hyde se dice que no era deforme. Si uno miraba su rostro no había ninguna deformidad, porque estaba hecho puramente de mal.
Con este argumento se hicieron muchos films. Pero quienes han hecho films con este cuento han cometido un error, y han hecho que Jekyll y Hyde sean representados por un solo actor. Además, vemos la historia desde adentro. Vemos al médico, al médico que tiene la idea de una bebida que pueda separar lo malvado de lo bueno en el hombre. Luego asistimos a la idea de la transformación. Entonces todo queda reducido a algo muy subalterno. En cambio, yo creo que habría que hacerlo con dos actores. Entonces tendríamos la sorpresa de que esos dos actores ya conocidos por el público fueran el mismo personaje al final. También habría que cambiar los nombres de Jekyll y de Hyde, ya demasiado conocidos. Habría que darles nombres nuevos. En todas las versiones se muestra al doctor Jekyll como un hombre severo, puritano, de costumbres intachables, y a Hyde como a un borracho, a un calavera. Y para Stevenson el mal no consistía esencialmente en la licencia sexual o en el alcoholismo. Para él el mal consistía ante todo en la crueldad gratuita. Hay una escena al principio de la novela en la cual un personaje está viendo desde una alta ventana el laberinto de Londres, y ve que por una calle viene una niña y por la otra viene un hombre. Los dos caminan hacia una esquina. Cuando se encuentran en la esquina el hombre pisotea deliberadamente a la niña. Eso era el mal para Stevenson, la crueldad. Luego vemos a ese hombre que entra en el laboratorio del doctor Jekyll, soborna con un cheque a quienes lo persiguen. Podemos tener la idea de que Hyde es hijo de Jekyll, que él conoce algún secreto infame de la vida de Jekyll. Y sólo en el último capítulo sabemos que es él mismo, cuando leemos la confesión del doctor Jekyll.
Se ha dicho que la idea de que un hombre es dos es un lugar común. Pero como ha señalado Chesterton, la idea de Stevenson es la idea contraria, es la idea de que un hombre no es dos, la idea de que si un hombre incurre en una culpa, esa culpa lo mancha. Y así al principio el doctor Jekyll bebe el brebaje —que si hubiera habido en él una mayor parte de bien que de mal, lo hubiera convertido en un ángel—y queda convertido en un ser que es puramente malvado, cruel y despiadado, un hombre que ignora todos los remordimientos y los escrúpulos. Se entrega a ese placer de ser puramente malvado, de no ser dos personas, como somos cada uno de nosotros. Al principio, le basta con tomar el brebaje, pero luego hay una mañana en la cual él se despierta en su cama y se siente más chico. Y luego mira su mano y esa mano es una mano hirsuta de Hyde. Luego toma el brebaje, vuelve a ser un hombre respetable. Pasa algún tiempo. Él está sentado en Hyde Park. De pronto siente que la ropa le queda grande, y ya se ha convertido en otro. Luego, para la preparación del brebaje hay un ingrediente que no puede encontrar, equivale a la trampa que hace el diablo. Finalmente uno de los personajes se mata y con él muere el otro.
Esto ha sido imitado por Oscar Wilde en el último capítulo de El retrato de Dorian Gray. Ustedes recordarán que Dorian Gray es un hombre que no envejece, es un hombre que se sume en el vicio, pero va envejeciendo su retrato. En el último capítulo de Dorian Gray, Dorian, que es joven, que tiene aspecto de pureza, ve su propia imagen en ese espejo del retrato. Y entonces mata al retrato y él muere. Cuando lo encuentran, encuentran al retrato tal como lo pintó el pintor, y él mismo es un hombre viejo, enviciado, monstruoso, y sólo lo reconocen por la ropa y por los anillos.
Les propongo a ustedes que lean un libro de Stevenson que se llama El reflujo,536 pero que en español se llama La resaca, muy bien traducido por Ricardo Baeza. Hay un libro inconcluso, escrito en escocés, de difícil lectura.537
Pero al hablar de Stevenson me he olvidado de algo muy importante, y es la poesía de Stevenson. Hay muchos poemas de nostalgia. Hay un poema breve que se llama «Requiem». Este poema, traducido literalmente, no impresiona mucho. El sentido del poema está dado más por la entonación. Literalmente no impresiona mucho, como ocurre con todos los buenos poemas.
Dice así:

Under the wide and starry sky,
Dig the grave and let me lie.
Glad did I live and gladly die,
And I laid me down with a will.

This be the verse you grave for me:
«Here he lies where he longed to be;
Home is the sailor, home from sea,
And the hunter home from the hill».

Bajo el vasto y estrellado cielo,
Cavad la tumba y dejadme yacer ahí.
Viví con alegría y muero con alegría,
Y me he acostado a descansar con ganas.

Sea éste el verso que ustedes graben para mí:
«Aquí yace donde quería yacer;
Ha vuelto el marinero, ha vuelto del mar,
Y el cazador ha vuelto de la colina».

En inglés los versos vibran como una espada, predominan los sonidos agudos desde el primer verso, la triple aliteración al final del verso. No están en dialecto escocés pero se puede apreciar cierta música escocesa en ellos. Luego hay [en la obra de Stevenson] versos de amor, versos dedicados a su mujer. Hay uno en que él compara a Dios con un artífice y dice que la ha hecho a ella como una espada para él. Luego versos de amistad, versos de paisajes, versos en los que él describe el Pacífico, y otros versos en que describe Edimburgo. Esos versos son más patéticos porque él escribe sobre Edimburgo, sobre Escocia y las sierras de Escocia sabiendo que él no volverá nunca allí, que está condenado a morir en el Pacífico.





Notas


530 New Arabian Nights (1882). Este libro de Stevenson fue editado como el volumen 53 de la colección Biblioteca personal, en traducción de R. Durán, bajo el título de Las nuevas noches árabes.
531 Primer relato del libro.
532 Segundo relato del libro.
533 The man who was Thursday, novela de G.K. Chesterton publicada en 1908.
534 Relato publicado por primera vez en The Broken Shaft: Tales of Mid-Ocean. Unwin’s Christmas Annual, editado por Sir Henry Norman, Fisher-Unwin, London, 1885. Incluido en el libro The Merry Men and Other Tales and Fables, de 1887. También recogido en el volumen 53 de la colección Biblioteca personal.
535 El libro de Oscar Wilde The Picture of Dorian Gray fue publicado en 1890.
536 The Ebb-Tide, por Robert Louis Stevenson y Lloyd Osbourne, publicado en 1894.
537 El libro inconcluso se titula Weir of Hermiston. Stevenson escribió las últimas frases que tenemos el mismo día de su muerte. La novela, cuya acción transcurre en la Escocia del siglo XIX, fue publicada póstumamente en 1896.




En Borges profesor 
Curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires 
Edición, investigación y notas: Martín Arias 
& Martín Hadis 
Buenos Aires © María Kodama, 2000


Imágenes:
Stevenson en su cama en Samoa tocando el fagot (o dulzaina) / Corbis 
Retrato de Oscar Wilde por Henri de Toulouse-Lautrec (1895) 


28/9/17

Jorge Luis Borges: Imagen de Lafinur [Conferencia dictada en San Luis, noviembre de 1976]






Autoridades, señoras, señores:

Yo escribí una parábola cuyo tema era un hombre que se propone dibujar un universo. Y ese hombre está ante una larga pared. Nada nos cuesta imaginarla infinita. Una larga pared blanca. Y ese hombre empieza a dibujar y dibuja anclas, árboles, peces, naves, martillos, espadas, casas, rostros, leones; sigue dibujando. Y sigue dibujando todas las cosas del mundo. Y podemos suponer, nada nos cuesta suponerlo tampoco, que llega a los cien años, y que le es dado ver esa vasta labor de minucias, ese laberinto de líneas y trazados. Y luego, en aquel último momento de su vida, él ve con sorpresas que lo que ha trazado es su propio retrato, su vieja cara.

Ahora esta parábola no es habitual como puede parecer. Podemos decir que todos los escritores cumplen esa labor, es decir publicamos, escribimos libros, los publicamos o no, eso no tiene ninguna importancia, pero a la larga lo que dejamos es nuestra imagen.

Esa imagen puede ser más importante que cada uno de los textos que hemos escrito. Quizás lo esencial sea dejar una imagen.

Hay escritores, desde luego, que tratan de dejar una imagen. Podemos pensar en Byron, en Baudelaire, y esos nos dejen quizás la imagen que han buscado, porque notamos que quieren dejar esa imagen. Pero si un escritor se abandona a su obra entonces puede trazar su verdadero rostro, su secreto rostro.

Si pensamos en la historia argentina, vemos que esa historia está poblada de hombres. No debemos pensar en la historia argentina en términos de fechas. Las fechas son tristes, de aniversarios, de mármoles, todo eso más o menos inútil. Lo importante es la imagen que un hombre deja.

En la historia argentina, hay personas atroces, como Juan Manuel de Rosas, que han dejado una imagen vívida, y otras personas admirables, San Martín por ejemplo, que han dejado una imagen pálida relativamente. Y hay otros, y eso es lo más importante, que han dejado una imagen querible, y yo diría que Juan Crisóstomo Lafinur es de éstos últimos. Podemos querer a Lafinur a través del vasto espacio de tiempo que nos separa ya que Lafinur nace, y eso lo saben ustedes, en 1797 y muere en 1824. Ciento cincuenta años hace. Pero todavía quedan algunos rasgos, y podemos todavía no admirar yo creo que la admiración es un error sino que podemos querer a Lafinur, lo cual es más importante.

Yo lo he querido siempre, además de los lazos de sangre. Yo soy descendiente de Carmen Lafinur, hermana de Juan Crisóstomo Lafinur y sobrino de Luis Melian Lafinur, y en casa yo recuerdo siempre el retrato de Lafinur y recuerdo algunos versos que mi padre repetía, y casi no puedo repetirlos sin sentir la voz de mi padre. La Oda a la muerte de Belgrano:

(recitando)

¿Por qué tiembla el sepulcro, y desquiciadas
las sempiternas lozas de repente,
al pálido brillar de las antorchas
los justos y la tierra se conmueven?

Y ahora vienen los versos que importan.

(recitando)

Murió Belgrano ¡Oh, Dios! Así sucede
La tumba al carro, el ay doliente al viva
La pálida azucena a los laureles.

Ahora podría decirse que estas imágenes helénicas y romanas son imágenes frías, porque tenemos las pálidas antorchas, tenemos luego el carro triunfal, las azucenas, y los laureles también. Pero todo esto no es frío, todo esto corresponde a la emoción de un hombre que se expresa naturalmente por antiguos e ilustres símbolos, que fue el caso de Lafinur, el poeta clásico de nuestra generación romántica, como dijo Juan María Gutierrez en su libro sobre Juan Cruz Varela, donde hay tantas páginas dedicadas a Juan Crisóstomo Lafinur.

Bueno, vamos a ver rápidamente algo sobre su vida. Los hechos esenciales ustedes los conocen, quizás mejor que yo, que perdí mi vista el año 1955. No he vuelto a leer sus versos desde entonces, pero hace unos días pude hojear la biografía de Gez, y recuerdo además algunas indiscreciones de José Mármol en su novela Amalia donde se habla de Juan Crisóstomo, esa novela olvidada con injusticia que ha fijado, yo creo, nuestra imagen del tiempo de Rosas.

Cuando decimos el tiempo de Rosas no pensamos en el admirable libro Rosas y su tiempo de Ramos Mejía; no pensamos tampoco en las muchas telas de la época o en las posteriores. Pensamos en el libro de José Mármol. Hay algunas indiscreciones que debemos agradecer ya que nos acercan al hombre en la novela malia” en la que se habla de Lafinur. El doctor Gez no las tuvo en cuenta, pero qué puede importarnos ahora pensar que Juan Crisóstomo Lafinur llegó a los 27 años y no siempre fue casto.

¿Qué importancia puede tener eso? Eso lo hace más humano, eso lo acerca a nosotros y explica además la polémica con el padre Castañeda que ha dilucidado Arturo Capdevila en el libro La santa furia y el padre Castañeda. Y ahora volvamos a Juan Crisóstomo Lafinur y pensemos en su infancia. En su infancia en el Valle de La Carolina, que yo visité hace unos años. Recuerdo como me emocionó el gran portón de piedra y luego la inscripción. “Cuna del poeta y filósofo Juan Crisóstomo Lafinur 1797-1824”. Bueno, todo esto me traía a mi infancia, a los grabados del libro de Gez, a cuentos que yo he vivido en casa sobre Lafinur, transmitidos así digamos de generación en generación, y que recordaré alguno ahora.

Por ejemplo este que quiero contar inmediatamente, aunque cronológicamente no esté en su lugar. El hecho es que Juan Crisóstomo Lafinur conocía a toda la gente de Córdoba y la gente solía oír el piano. El piano de la sala. Y eso quería decir que Lafinur había atravesado el zaguán, había atravesado el patio, había entrado a la sala, y estaba tocando el piano. Lafinur se quedaba tocando el piano y luego se iba sin decir adiós a nadie, sin haber saludado a nadie, y esa música era como su saludo, ya que todos sabían que él tenía ese hábito. Como he dicho, hay tantos años que nos separan de Lafinur. Podemos pensar, bueno, Lafinur fue argentino, desde luego lo fue, lo fue íntimamente, entrañablemente, pero lo fue de un modo distinto al nuestro, ya que ahora para nosotros ser argentino puede ser una pereza, un hábito. Pero entonces la Patria era algo nuevo, algo discutible, algo que surgía, entonces volvamos otra vez a las fechas. Lamento tener que hacerlo.

Tenemos en 1816 el Congreso Nacional de Tucumán que es la primera declaración franca de nuestra Independencia, la decisión de que ya no queríamos ser más españoles, queríamos ser otra cosa, una cosa que ignorábamos, una cosa distinta, argentinos, una cosa que existe por obra de aquellos caballeros que se reunieron en aquella vieja casa de Tucumán. Pues bien, Lafinur muere en 1824, muere ocho años después, es decir ser argentino era una cosa nueva. Podemos pensar que se sentía criollo, ya que había nacido en el Valle de La Carolina, en la provincia de San Luis. La palabra criollo tenía un sentido distinto entonces. Desde luego no existía el culto del gaucho que existe ahora y que creo que es un culto erróneo… Es que no sabemos si Lafinur leyó los poemas del padre de todos los poetas gauchescos, de Bartolomé Hidalgo, el Oriental.

Recuerdo que Hernández le envió un ejemplar del Martín Fierro a Mitre, y Mitre en una carta muy conceptuosa como hacía entonces le contestó diciendo “Hidalgo será siempre su Homero”. Es decir Mitre no ignoraba la raíz de esa poesía que luego dio poetas muy superiores a Hidalgo: Hilario Ascasubi, el mismo Hernández, y luego en prosa a Eduardo Gutiérrez.

Pues bien, sin duda Lafinur conoció los poemas gauchescos de Hidalgo y sin duda, dado sus gustos clásicos y románticos, no le ilusionaron. Los veía meramente plebeyos, supongo yo. El culto al gaucho no existía, desde luego no se planteaba el problema en los términos que planteaba Sarmiento después, civilización y barbarie. No, se trataba más bien de ideas nuevas, y es que llegaban a este perdido virreinato, a este polvoriento virreinato, llegaban desde Europa.

Y podemos pensar en libros, en libros que circulan de mano en mano, que son leídos casi en secreto y de esos libros sale la Patria y entre esos libros, la obra de este Condillac, vertido al español recientemente, sobre el conocimiento al hablar de la filosofía de Lafinur, ya que Lafinur fue, según sabemos, filósofo. Ha dejado un tratado de ideología que ha publicado hace poco la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, y luego poeta. Ha dejado aquel hermoso poema a La rosa y luego el gran poema a Belgrano, su amigo personal, que muere en 1820.

Tenemos también su obra yo no puedo decir nada de ella su obra musical. Es decir, música, poesía y filosofía, esas tres cosas fueron caras a Juan Crisóstomo Lafinur. Si no pensamos en esas tres cosas estamos alejándonos de él. Esas cosas fueron lo íntimo de su vida. Esas cosas ocuparon casi todas sus horas. A él sin duda le agrada que lo recuerden como pensador, como discípulo de Condillac, como lejano discípulo de Locke, como hombre que está en contra de las enseñanzas escolásticas y que lo pensemos como poeta y como músico también.

Y luego no se porqué algo me lleva a esas dos fechas, 1797-1824 y decir que Lafinur muere a los 27 años. Lafinur muere alejándose de nosotros, pensemos en los 29 años de Keats, pensemos que los dioses se llevan a quienes quieren, pensemos que de Lafinur apenas conocemos unas posibilidades y esas posibilidades bastan.

Aquí quiero recordar a un poeta, a un gran poeta, Walt Whitman que dice en las primeras páginas de su libro Hojas de hierba: “Leí el libro, la famosa biografía, y pensé, ¿y esto es lo que un hombre llama la vida de un hombre? Eso dirán sobre mí cuando yo haya muerto, con nombres propios y con fechas”. Y luego agrega  y esto viene a ser la esencia “yo pienso que sé muy poco acerca de mi propia vida y dejo algunas indicaciones y para saber quién he sido, para conocer mi propia vida, he escrito este libro”.

Ahora cada uno de nosotros podría decir lo mismo. Sabemos muy poco de nuestra vida ¿Qué es nuestra vida para Dios? ¿Quiénes somos para Dios? Si es que existe Dios, ¿quiénes somos íntimamente? Un nombre no nos dice nada. ¿Qué significa decir yo soy Borges? Nada, absolutamente. Hay algo más íntimo más allá del nombre. ¿Cuál es nuestro secreto nombre ante Dios?

Carlyle llegó a la hipótesis, que le hubiera gustado a Lafinur, que todo el mundo es una escritura sagrada, que el proceso de la historia es una escritura. Dice Carlyle una frase que siempre me ha impresionado, “que estamos obligados a leer y escribir”. Y ahora viene el escalofrío “y en la que también nos escriben; también somos letras de esa misteriosa criptografía de Dios”. Somos signos también. Qué otra cosa podríamos ser sino símbolos, es decir símbolos de algo eterno, ese algo transitorio que es el tiempo y aquí, esta mañana, podemos decir aquella frase de Platón “el tiempo es la imagen noble de la eternidad”.

Qué seguro se sentía Platón de la eternidad cuando contraponía el tiempo fugitivo, el tiempo en que estoy deshaciéndome y desvaneciéndome en la eternidad, en la perdurable eternidad.

Bueno, pensemos en Lafinur otra vez y pensemos en lo que significó la Revolución de Mayo para él y la Declaración de la Independencia. Todo aquello que vemos de algún modo muerto, pensamos en estatuas, en exámenes, en libros de historia, etc. Pero todo aquello es algo contemporáneo. Nosotros somos parte de la historia argentina. Es absurdo suponer que la historia argentina ha cesado; nosotros somos personajes históricos, cada momento de nuestra vida es histórico, aunque no sea especialmente ilustre. La historia es el tiempo y el tiempo es la materia de la que estamos tejidos, de la que estamos hechos los hombres. No hay otra cosa.

Pues, ¿qué había ocurrido? Habían llegado libros a Buenos Aires. Había llegado, por ejemplo, un libro de Condillac, que fue un libro de cabecera de Lafinur. Habían llegado otros que trataban de hacer algo, que trataban de modificar todo, no simplemente una cuestión de nacionalidades, era más profundo y así Lafinur dictó sus clases de ideología, de gnoseología, de estudio del conocimiento.

En la vida de Lafinur tenemos un hecho, un hecho sin duda de índole trágico, por lo menos patético, que no se ha insistido sobre él y ese hecho es que su padre Luis Lafinur fue partidario de la Monarquía. Era partidario de España, él era un oficial español, había nacido en Pamplona, en Navarro. El nombre Lafinur no es un nombre español, no existe ese nombre, es una corrupción española del apellido “Lefaneur”, un apellido belga, muy común entre los belgas-franceses y que luego fue deformado en Lafinur, ciertamente más eufónico.

El padre de Lafinur fue un distinguido militar español, que había guerreado en la margen oriental del Plata contra los contrabandistas, los indios, y los gauchos posiblemente. Y luego participó en la rebelión de Tupac Amarú. Era un militar español y le dieron la administración de las Minas de La Carolina. Yo estuve en las Minas de La Carolina y recuerdo como me emocionó aquel portón con aquel apellido que era también el tiempo y luego el puente, y luego el río, el cual sabía yo que había oro y plata, y la mina, y toda esa alta soledad que enamoró a Lafinur donde un poema suyo habla, dice que está lejos de las brisas de La Carolina. A él le gustaba ser el hijo de La Carolina, a él le gustaba recordar esa región, la recordó en Córdoba, en Mendoza, en Buenos Aires y finalmente la recordó en Chile. Bueno, Lafinur elige la carrera de las armas y conoce lo más triste del destino del soldado que es la víspera de la batalla, la batalla que no llega nunca, la batalla deseada. Estuvo muchos años en el ejército y luego lo abandonó; se dio cuenta que su regimiento no sería enviado a la línea de fuego y luego se hizo amigo de Varela y lo llamó “espejo de cuerpo entero”, ya que usaba una túnica, una sotana brillante. Cambiaron bromas entre los dos y luego tenemos a Lafinur con sus estudios en Córdoba, en el Colegio Monserrat y luego lo tenemos en Buenos Aires enseñando filosofía ¿Enseñando qué? Enseñando la doctrina sensualista, la doctrina de Locke y de su discípulo Condillac que la exagera hasta simplificarla.

Por eso voy a detenerme ahora en la doctrina de Condillac y no en la de Locke demasiado larga y compleja. Locke no fue tan lejos como Condillac. Locke decía por ejemplo que el estaba más seguro de la existencia de Dios que de la existencia del mundo externo y que en el más allá de la prueba histórica y cosmológica, que en él estaba la convicción que existía Dios. Y Lafinur también tuvo esa convicción, aunque lo acusaron injustamente de propagar el ateísmo.

Digamos que Lafinur más allá de la mitología cristiana fue más bien un deísta, él creía en Dios como creía Voltaire. Yo he visto en Suiza una pequeña capilla erigida por Voltaire, con la inscripción “Voltaire erigió esta Iglesia Capilla para Dios”. Voltaire vio que había tantas iglesias a santos y a vírgenes, y ninguna a Dios, que decidió erigir la primer iglesia a Dios. Y Voltaire fue uno de los maestros de Lafinur, según sabemos. Y ahora tenemos a Lafinur en Buenos Aires, y Buenos Aires desde luego es una ciudad menos culta que Córdoba. Están los Pinedo, los Ocampo, Sáenz Valiente, todos esos son apellidos portugueses. Y está también el apellido de mi madre Acevedo, también judío portugués. Es decir, en Buenos Aires había un ambiente distinto del ambiente de Córdoba, especialmente por ser menos tradicional. He leído, en el mismo libro de Ramos Mejía que los mismos virreyes españoles no usaban sus títulos en Buenos Aires porque sabían que se exponían a una broma, al ridículo. En la ciudad de algún modo democrática, o mejor dicho burguesa, civil, tenía eso que tenían los puertos, el hecho de que hay mucha gente extranjera, eso tiene que haber sido una de las causas de la Revolución de Mayo. Esa agitación de ideas, el hecho que la ciudad no fuera tradicional, creo que es importante el hecho que la Revolución nazca en Buenos Aires y no en Córdoba, o en Lima o en México. No, la Revolución nace precisamente en un puerto, en el lugar más abierto a la afluencia de extranjeros y después del impulso que nos dieron las invasiones inglesas cuando las autoridades españolas huyeron y el pueblo de Buenos Aires, capitaneado por Liniers, de quien después hablaremos, fue el que defendió dos veces la Patria contra los invasores ingleses y los obligó a rendirse.

Tenemos este hecho importante. Y el nombre de Liniers que es importante también ya que Luis Lafinur, el padre de Juan Crisóstomo Lafinur fue el secretario de la Junta Antirrevolucionaria, de la junta española que se constituyó en Córdoba. Y nos ha dejado esa palabra Clamor que ahora sigue resonando en la historia: Álzaga, Liniers y en la que no figura el nombre de Lafinur.

Y es un hecho significativo. Se piensa ahora que es divergencia generacional es algo típico, la verdad que siempre existió, y hay una frase muy linda del filósofo judeo alemán Magner que dice”como todos los hombres, comprendió que le había tocado vivir una época de transición”. Todo es una época de transición, el tiempo es una transición, no hay otras épocas. Todo hombre piensa en el pasado como algo quieto y quizá pueda pensar en el porvenir también como una utopía o algo terrible. Lo cierto es que a él le toca vivir en el tiempo y la verdad es que el tiempo es transición. El tiempo es esa nube sustancia de que estamos hechos. Pensemos en Heráclito.

Heráclito que dice nadie baja dos veces al mismo río, dirige admirablemente la metáfora de río, lo que el río sugiere a lo que fluye, a lo que fluye como el tiempo. En cambio si Heráclito hubiese dicho nadie abre dos veces la misma puerta, no habría dicho nada, porque la puerta es maciza. En cambio nadie baja dos veces al mismo río, el río fluye y después de haber leído esta frase y haber comprendido que el río no es el mismo o que las gotas de agua cambian, comprendimos con una suerte de horror inicial que nosotros también somos el río, que nosotros estamos fluyendo como el río.

Pues bien, a Lafinur le tocó sentir eso. Él, partidario de la Revolución, partidario de lo que es ahora la República Argentina y antes fue el Estado argentino, partidario de que todas las cosas se renovaran en ese polvoriento virreinato que fue el nuestro. Y su padre, amigo de Liniers, fue partidario del antiguo estado de cosas. Todo eso tiene que haberlo tocado a Lafinur. Y es una lástima que Gez en su libro, en su libro que agradezco, no se haya detenido en ese aspecto de la vida de Lafinur. Lo que debió haber significado saber que su padre militaba en la otra causa, había conspirado contra lo que él quería, contra lo que ahora es la República, la Patria. En cambio su padre, un militar español, debió ser leal al rey, a las ideas viejas.

Lafinur se traslada a Córdoba, luego a Buenos Aires y dicta su curso por el que fue tan atacado por el padre Castañeda. ¿Cuál era la doctrina que Lafinur defendió? Creo que puedo resumirlo en pocas palabras. Se llamaba sensualismo o sensacionalismo. Digamos sensualismo y esa palabra se presta a diversas interpretaciones. Yo creo que sensualismo significa simplemente lo que dice aquella vieja sentencia “lo que está en la inteligencia estuvo en los sentidos” lo mismo que “salvo en la misma inteligencia”. Y esto nos lleva a dos teorías que interesaron mucho a Lafinur, la doctrina del origen del conocimiento, del origen de las ideas. Y empecemos por la más extraña de todas, la doctrina platónica que podemos formularla de dos modos. Podemos decir que es la doctrina de las ideas innatas, esa la que dice que el hombre nace con ciertas ideas. Y luego tenemos la otra doctrina de que todo nos llega por los sentidos. Y empecemos por la primera que es la más extraña y por ende la más interesante de las dos. Tenemos que distinguir entre el mito y los razonamientos, lo cual es difícil ya que cuando Platón escribe su obra, el hombre podía pensar en dos planos. Ahora sólo podemos pensar de un modo o de otro. Podemos pensar en forma de mitos, de fábulas, en lo que es el poeta o el novelista y podemos pensar en forma de razonamientos, que es lo que hace el lógico, el psicólogo. Pero cinco siglos antes de la era cristiana podía pensarse simultáneamente de los dos modos, y esto lo vemos en aquel admirable diálogo de Platón en el que se cuenta la última tarde de Sócrates, la tarde de la cicuta. Y ahí vemos a Sócrates que está discutiendo algo que no es un problema abstracto, es algo que le toca de cerca, la inmortalidad del alma, “ya dentro de poco, antes que sea de noche, el habrá bebido la cicuta y estará muerto”. El habla con sus amigos de la inmortalidad del alma. Y entonces ¿que método usa? Usa los dos. A veces usa el mito, habla por ejemplo de Ulises, de quien decía que es un hombre ignorado, habla de Orfeo, de que él es un cisne, de Pitágoras, y luego vuelve al razonamiento. Se podía pensar en los dos planos al mismo tiempo, se podía pensar en el mito, y en forma de ideas. En cambio ahora sólo podemos pensar de un modo o de otro.

Pues bien, según el mito platónico, todos antes de nacer habíamos pasado por lo que Mallarmé llama “el cielo anterior donde florece la belleza” y ese cielo es el de los arquetipos. Voy a explicarlo de un modo claro. Nosotros según la escuela, según la explicación que eligió Lafinur, nosotros llegamos a la idea de lo amarillo porque hemos visto muchas cosas amarillas. Hemos visto, por ejemplo, el azufre, hemos visto la luna. O llegamos a la idea de lo rojo porque hemos visto muchas cosas rojas; hemos visto la sangre, hemos visto el coral. O llegamos a la idea de lo blanco porque hemos visto el arroz, el marfil, la luna también es blanca, la nieve, el papel. Y luego resolvemos distraernos de la diferencia que hay entre esos matices de blanco y llamar a esos colores blanco, aunque el color del arroz no es el color de la luna, o el color de la nieve o el de la piel humana. Resolvemos ignorar esas diferencias y fijarnos en lo que tienen en común.

Ahora bien, según la escuela platónica, ocurre lo contrario. Nosotros en el cielo anterior hemos visto la idea de lo blanco, lo amarillo, lo rojo, del bien y otras cosas difíciles de concebir. Por ejemplo la idea del triángulo, el triángulo que no es equilátero, ni isósceles ni escaleno. Es decir que no tiene ni tres lados iguales, ni dos lados iguales, ni tres lados distintos, pero que es todas esas cosas a la vez. Hemos visto el triángulo absoluto, el inconcebible triángulo absoluto. Luego nacemos en este mundo, entonces vamos reconociendo las cosas porque ya las hemos visto en la vida anterior, y esto sería una explicación mítica del concepto de las ideas innatas. Y así llegamos a la doctrina de Platón que dice que aprender es recordar. Ya sabemos todo, cuando nos enseñan algo ya lo sabíamos, lo habíamos olvidado, simplemente. A lo que Beccko, otro de los maestros de Lafinur, agregó “que suerte que ignorar es haber olvidado”.

Ahora en lo que se refiere a las matemáticas es indudable que nuestro conocimiento no es empírico. Por ejemplo, si hemos entendido que siete y cuatro son once, no necesitamos hacer la prueba con piezas de ajedrez, con monedas, con discos, con fichas, con muebles. Ya entendimos que siete y cuatro son once. A lo que Rosen contesta que esa frase se explica porque siete y cuatro son tautología de once, lo mismo decir siete y cuatro que decir once. O sea que sobre ese conocimiento intuitivo se basan todas las matemáticas. Es una tautología inmensa. Condillac supone lo contrario. Supone que todo nos ha llegado por la experiencia. Y todos tendemos a suponer eso. Salvo en el caso de las matemáticas en el cual las cosas no nos llegan por la experiencia. En el caso de la lógica, si yo digo que dos cosas iguales y una tercera son iguales entre sí, todos lo entendemos inmediatamente. No es necesario ensayar ejemplos. En el caso de las matemáticas también. Todos entendemos que significa la sigla natural de los números, y no es dada la sigla natural 1,2,3,4,5,6,7,8,9…si está dada toda la aritmética, toda el álgebra, todo ese edificio cristalino y vasto de las matemáticas. Todo está dado en esa noción de que hay números sucesivos, lo demás son juegos hechos con esa noción, y así no precisamos la experiencia.

En cambio en el caso de otras ciencias la experiencia es necesaria. Por ejemplo nadie antes de Dufeau podía decir que los animales en América eran más chicos que en otros países. Ya que no se conocía el ñandú, que es más chico que el avestruz, el jaguar que es más chico que el tigre, la llama que es más chica que el dromedario. Todo eso es obra del conocimiento. Según la doctrina de Condillac todo nos llega por los sentidos, y Condillac que además de ser un filósofo, muchas veces falible, tuvo una gran imaginación. Imaginó una estatua, una estatua que ya pertenece para siempre a la estética. Una estatua hecha como un hombre, una estatua con los órganos de un hombre. Y en esa estatua hay algo, una mente, pero esa mente es una fábula rasa, una página en blanco, que luego va recibiendo sensaciones. Y él empieza con las más tenues, las menos importantes para nosotros. Con el olfato; a la estatua le acercan una rosa, y la estatua huele la rosa, y sabe que esa fragancia es agradable. Y luego le acercan un cadáver, y la estatua lo huele y siente que ese olor es fétido. Y luego, según Condillac, ya tenemos todo el proceso. Porque una vez que la estatua ha dejado de oler la rosa y oler el muerto, queda una impresión más tenue. Esa impresión sería la memoria. Y luego puede comparar las cosas sensaciones. Puede pensar que le agrada la rosa y le desagrada el cadáver, aunque no sabe que son rosa y son cadáver, pero sí lo juzga con el olfato. Y luego tenemos ya la elección, y luego la estatua puede querer volver a oler la rosa, y tenemos la voluntad. Para Condillac todas las facultades del alma son simples sensaciones transformadas.

Ahora Locke no fue tan lejos y Lafinur enseñó una variante de su doctrina en su cátedra de filosofía en Buenos Aires.

Ahora naturalmente como esa doctrina se llama sensualismo, porque todo nos llega a través de los sentidos, y la mente está constituida simplemente por sensaciones transformadas, naturalmente esa mente se prestaba a los ataques más burdos, se dijo que Lafinur enseñaba sensualidad a los alumnos. No tiene nada que ver, este es un juego de palabra. De ahí que fuera atacado. En el libro de Capdevila, en el libro de Gez también, se conservan los sonetos cambiados del padre Castañeda, de Lafinur y de Juan Cruz Varela acerca de eso. Lo cierto es que Lafinur enseñó una filosofía contraria a la enseñanza escolástica. Desde luego la enseñanza escolástica no había sido tan severa, pero Lafinur ataca quizá menos a Aristóteles que a la imagen que tenía Aristóteles entonces. Y tuvo que abandonar su cátedra, urgido, según nos dicen, por los jesuitas.

El abandona su cátedra, según el libro de Gez, y el libro de Capdevila, y luego tuvo que trasladarse a Córdoba. Y en Córdoba también tuvo que abandonar su cátedra. Luego se fue a Mendoza donde fundó un periódico. También tuvo que abandonar Mendoza y luego se fue a Chile. Es decir este hombre tuvo un destino parecido al de Almafuerte. Almafuerte fundaba, y no tenía ningún derecho oficial a hacerlo, fundaba escuelas en la provincia de Buenos Aires. Y luego tenía que abandonarlas cuando se descubría que carecía de título habilitante y fundaba otra escuela en otro lugar. Fue una especie de pedagogo vagabundo. Y Lafinur también tuvo que pasar de Buenos Aires a Córdoba, de allí a Mendoza, y luego a Chile. En Chile resolvió estudiar abogacía y se casa con la chilena Eulogia Nieto, y muere poco después en una caída violenta de caballo cerca de la cordillera.

Y así concluye Lafinur a los veintisiete años. Estamos recordándolo ahora en 1976 y ha dejado esa figura que ya he dicho, esa imagen suya querible en la historia argentina. ¡Hay tan poca gente querible en el pasado, hay tanta gente admirable, tanta gente digna de estatuas, de aniversarios, de protocolos, de ceremonias oficiales!

Yo he hablado de Lafinur acercándome y alejándome para acercarlo a ustedes, que sin duda quizá lo conozcan más que yo, y crece algo sobre su figura física.

¿Qué cuerpo habitó Lafinur en la tierra? Sabemos por el testimonio de Luis Melián Lafinur, mi tío, que Lafinur era un hombre alto, pálido, moreno, muy buen mozo, altivo, que solía ser tímido y que tenía los ojos azules. Sabemos de su amor por la música. Todo eso nos ha llegado a través de José Mármol. Todo eso hace que podamos querer a Lafinur. Y además creo que debemos pensar en Lafinur no como una figura histórica, lo cual es triste a nadie le gusta ser histórico sino como un contemporáneo. Desde luego no le tocó a él aquella guerra de la civilización y la barbarie, pero él desde luego sostuvo la causa primordial, la causa de la cultura occidental, la causa del pensamiento filosófico, y es lo que estamos estudiando ahora.

De algún modo Lafinur es nuestro contemporáneo, y así yo al hablar de él no estoy hablando de mi tío bisabuelo, no estoy hablando del hermano de aquella Carmen Lafinur que fue madre del Coronel Borges. No, estoy hablando de un amigo nuestro. Y estoy seguro que él anda por aquí de algún modo. Me parece muy raro que él no sepa que estoy hablando de él. Que yo he estado discutiendo aquel problema que tanto le interesaba a él: el origen del conocimiento, que seguramente provenía de las sensaciones y no de las ideas innatas o arquetipos platónicos. Estamos hablando de él, él está ausente en este momento, o quizá no lo esté. Pero yo lo siento como un amigo, siento que Lafinur está oyendo mis palabras, está sintiéndonos a todos nosotros. Está aquí con nosotros.

Muchas gracias.

(aplausos prolongados)

Conferencia dictada en San Luis en noviembre de 1976
Aula Magna del Colegio Nacional Juan Crisóstomo Lafinur
En Biblioteca Pública San Luis Digital
Jorge Luis Borges en Virginia, 1984, Foto Miguel Sayago


Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...