23/6/17

Jorge Luis Borges: Calle desconocida









Penumbra de la paloma*
llamaron los hebreos a la iniciación de la tarde
cuando la sombra no entorpece los pasos
y la venida de la noche se advierte
como una música esperada y antigua,
como un grato declive.
En esa hora en que la luz
tiene una finura de arena,
di con una calle ignorada,
abierta en noble anchura de terraza,
cuyas cornisas y paredes mostraban
colores tenues como el mismo cielo
que conmovía el fondo.
Todo —la medianía de las casas,
las modestas balaustradas y llamadores,
tal vez una esperanza de niña en los balcones—
entró en mi vano corazón
con limpidez de lágrima.
Quizá esa hora de la tarde de plata
diera su ternura a la calle,
haciéndola tan real como un verso
olvidado y recuperado.
Sólo después reflexioné
que aquella calle de la tarde era ajena,
que toda casa es un candelabro
donde las vidas de los hombres arden
como velas aisladas,
que todo inmeditado paso nuestro
camina sobre Gólgotas.




[*] Es inexacta la noticia de los primeros versos. De Quincey (Writings, tercer volumen, página 293)
anota que, según la nomenclatura judía, la penumbra del alba tiene el nombre de penumbra de la paloma; 
la del atardecer, del cuervo.

En Fervor de Buenos Aires (1923)
Foto: Borges por Zdravko Dučmelić, 1986 [+]
Sobre Zdravko Dučmelić véase


22/6/17

Jorge Luis Borges: El monstruo Aqueronte






Un solo hombre, una sola vez, vio al monstruo Aqueronte; el hecho se produjo en el siglo XII, en la ciudad de Cork. El texto original de la historia, escrito en irlandés, se ha perdido, pero un monje benedictino de Regensburg (Ratisbona) lo tradujo al latín y de esa traducción el relato pasó a muchos idiomas y, entre otros, al sueco y al español. De la versión latina quedan cincuenta y tantos manuscritos, que concuerdan en lo esencial. Visio Tundali (Visión de Tundal) es su nombre, y se la considera una de las fuentes del poema de Dante.

Empecemos por la voz "Aqueronte". En el décimo libro de la Odisea, es un río infernal y fluye en los confines occidentales de la tierra habitable. Su nombre retumba en la Eneida, en la Farsalia de Lucano y en las Metamorfosis de Ovidio. Dante lo graba en un verso:

Su la triste riviera d'Acheronte

Una tradición hace de él un titán castigado; otra, de fecha posterior, lo sitúa no lejos del polo austral, bajo las constelaciones de las antípodas. Los etruscos tenían libros fatales que enseñaban la adivinación, y libros aquerónticos que enseñaban los caminos del alma después de la muerte del cuerpo. Con el tiempo, el "Aqueronte" llega a significar el "infierno". Tundal era un joven caballero irlandés, educado y valiente, pero de costumbres no irreprochables. Se enfermó en casa de una amiga y durante tres días y tres noches lo tuvieron por muerto, salvo que guardaba en el corazón un poco de calor. Cuando volvió en sí, refirió que el ángel de la guarda le había mostrado las regiones ultraterrenas. De las muchas maravillas que vio, la que ahora nos interesa es el monstruo Aqueronte. Este es mayor que una montaña. Sus ojos llamean y su boca es tan grande que nueve mil hombres cabrían en ella. Dos réprobos, como dos pilares o atlantes, la mantienen abierta; uno está de pie, otro de cabeza. Tres gargantas conducen al interior; las tres vomitan fuego que no se apaga. Del vientre de la bestia sale la continua lamentación de infinitos réprobos devorados. Los demonios dicen a Tundal que el monstruo se llama Aqueronte. El ángel de la guarda desaparece y Tundal es arrastrado con los demás. Adentro de Aqueronte hay lágrimas, tinieblas, crujir de dientes, fuego, ardor intolerante, frío glacial, perros, osos, leones y culebras. En esta leyenda, el infierno es un animal con otros animales adentro.

En 1758, Emmanuel Swedenborg escribió: "No me ha sido otorgado ver la forma general del Infierno, pero me han dicho que de igual manera que el Cielo tiene forma humana, el Infierno tiene la forma de un demonio".


En El Libro de los Seres Imaginarios (1967)
Con la colaboración de Margarita Guerrero
Retrato de Jorge Luis Borges por Alicia Schemper, 1977


21/6/17

Jorge Luis Borges: Motivos del espacio y del tiempo (1916-19)








Soñé
La gran nave de hierro atravesaba el mar. Vivía el viento.
Desde la proa yo veía la crucifixión del sol y el oleaje púrpura...
Y al soñar yo pensé: —Este es un sueño
Y este gran mar y este cielo de doloroso azul y este viento viril
y cada matiz y cada contraste de la luz y de la sombra
Ya los sentí una vez, años ha
—Al surcar el Atlántico—
Y desfilaron ante mí y fueron un trozo de mí y hoy por un instante:
             retornan a mí.
Yo le dije adiós a mi amigo
(quién sabe si otra vez lo veré o si nunca se encontrarán nuestras sendas).
Fuimos por la lenta ciudad
y nos sentamos en un banco, bajo la susurrada bendición de los árboles
... Era pesado el cielo de la siesta
y las casas burguesas dormían ciegas, con cicatrizadas persianas,
y un perro nómada pasó y unos chicos jugaban
y era pesada la espera...
Todo era tan pueril! En una casa, algún mal piano
rezongaba melodías sentimentales y plebeyas.
La próxima separación tendía, como un cristal entre nosotros,
y a lo lejos un tranvía quejumbroso y chirriante parecía irrisorio
            y eso que era amarillo como el sol!
Y aunque yo quería sinceramente a mi compañero
y proclamaban nuestros labios sus falsedades afectuosas,
en verdad el uno para el otro ya éramos extraños
y a veces nos mirábamos casi hostiles.

... y las escasas noches que estuvieron llenas de auroras.

Le vi tuberculoso, deshojado,
el alma llena de suicidio,
el alma oscura como la cicatriz de una herida.
Le vi pronto a morir
y sentí envidia.

Anoche
cuando salí con esos dos amigos a la calleja desigual e indecisa
         que salpica jirones de luz azulada o amarillenta
sentí en mí una gran calma y un gran goce
y una verdad que era harto alta
para encerrarla en cárcel de palabras.
Y durmió esa noche a mi lado,
y al despertarme la encontré conmigo y me acompaña desde entonces;
(hoy no he sentido envidia alguna
ante una carta que es clarín de una felicidad vedada y ajena)
Está tan grande en mi alma
tal el instante en que brilló como un fastuoso y estival mediodía
en la noche humilde y desnuda.
E ignoro aún si es el lictor de mi victoria
o de mi definitiva derrota.

A mi retorno,
no iré enseguida hacia las gentes que amo.
Caminaré a la sombra de los rugosos muros altos y antiguos
y saciaré mis manos en la taza colmada de la fuente
y arrancaré una brizna de hierba y sentiré su gusto primaveral en mis labios
y aspiraré la noche, plena de familiares fragancias...
y sabrán las cosas que he vuelto
y habrá en la noche como una fiesta escondida entre las viejas casas y mi alma.




Gran Guignol, Sevilla, Año 1, N° 3, 24 de abril de 1920

También en Textos recobrados 1919-1929
© María Kodama 1997/2007 

© 2011 Editorial Sudamericana


Imagen: Retrato de Borges a lápiz por Silvina Ocampo, 1929
en Horacio Jorge Becco: J.L.B Bibliografía total 1923-1973
Buenos Aires, Casa Pardo, 1973 (edición homenaje)


20/6/17

Adolfo Bioy Casares: "Borges" (Jueves 20 de junio de 1963)






Jueves, 20 de Junio. Come en casa Borges. Leemos poemas para el concurso de La Nación. BORGES: «En el film Lawrence de Arabia, un árabe le dice a Lawrence que Córdoba era una gran ciudad cuando Londres no existía. Un señor recordó eso, como un argumento contra Inglaterra. No advirtió que el árabe que decía tales palabras había sido inventado por un libretista inglés, era personaje de un film inglés. Lo que debía ser un argumento en favor de Inglaterra se vuelve en contra, porque la gente no piensa. ¿Aquí un libretista haría un film en que un venezolano dejara mal parado a San Martín? Sería arriesgado... El autor inglés tiene una idea del fair play, ve a los personajes dramáticamente (cada uno con su verdad) y no quiere que toda la invención parezca salida de un señor que trabaja en Birmingham. Gibbon dijo que si no fuera por Charles Martel, los profesores de Oxford estarían hoy comentando el Corán.1 Es claro que la Universidad no se llamaría así, pero queda más gracioso dejándole el nombre e imaginándola con profesores musulmanes».

Dice: «Mirá que Emerson habrá leído libros sobre panteísmo... Sin embargo parece que la idea de la unidad de todo y de que en él había como virtudes o esencias de todos los animales, de todas las plantas y de todos los minerales, le llegó de pronto, en una iluminación, ¿sabes dónde? En el Jardin des Plantes, en París, en medio de los animales. Había sido pastor de la Iglesia Unitaria. Le gustaba predicar. Cuando abandonó la fe, le prohibieron que predicara. El gusto por la predicación, por los sermones, lo llevó a dar conferencias y a escribir. Era moralmente mejor que Carlyle. En la Guerra de Secesión nunca fue partidario de la esclavitud. Carlyle tenía cosas de loco. Admiraba a un gobernante porque en lugar de mandar ejecutar a un traidor le hizo arrancar los ojos.2 El soneto de Swinburne contra Carlyle está bien. Va muy serenamente hasta calificarlo de serpiente muerta:

Sweet heart [Lamb], forgive me for thine own sweet sake,
Whose kind blithe soul such seas of sorrow swam,
And for my love's sake, powerless as I am,

For love to praise thee, or like thee to make
Music of mirth where hearts less pure would break,
Less pure than thine, our life-unspotted Lamb.
Things hatefullest thou hadst no heart to damn,
Nor wouldst have set thine heel on this dead snake.3

Es claro que Carlyle debía de tener razón sobre Lamb. Lamb sería insoportable, con sus retruécanos».

Comenta: «¿Qué me decís de esta gente de la Universidad que da una cátedra a ese bruto de David Viñas; y de David Viñas, que titula su curso De Roca a Perón. Estudio sociológico de la literatura argentina? Pone a Perón, para adular a los peronistas. Es comunista y practica la famosa integración. ¿Por qué poner de Roca a Perón? ¿Por qué ofender a Roca, mencionándolo en la misma frase que a ese bruto de Perón? La gente elogia a Bismarck porque lo compara con Hitler. No sé hasta dónde es lícito compararlos. Vivieron en épocas diferentes. Como la época de Bismarck era más civilizada, no se hubieran tolerado ciertas cosas. Sus contemporáneos consideraban a Bismarck un político muy inescrupuloso: ésta es la opinión que debemos tener en cuenta».

BORGES: «Le di un libro de cuentos de Kipling a Susana Bombal. Me dijo: "Gracias. Me viene muy bien, porque tengo el otro". Vale decir que Kipling escribió dos libros».


1. Decline and Fall of the Roman Empire (1788), LII.
2. Se refiere a la conducta de Olaf el Santo respecto del rey Raerik [Early Kings of Norway (1875), X].
3. [Dulce corazón (Lamb), perdóname en tu propio dulce beneficio,/ tú cuya alma amable y alegre atravesó tales mareas de tristeza,/y también en beneficio de mi devoción, débil como soy,/ de mi devoción por alabarte, o por estar dispuesto como tú a componer/ músicas gozosas allí donde corazones menos puros habríanse quebrado,/ menos puros que el tuyo, nuestro inmaculado Lamb./ No tuviste corazón para condenar cosas aún más odiosas,/ ni con tu talón habrías pisado esta víbora muerta.] «After looking into Carlyle's Reminiscences», II [A Century of Roundels (1883)]. En unspotted Lamb hay un juego de palabras entre el apellido Lamb y cordero (lamb): el cordero inmaculado es Jesús [I Pedro 1:19].


En Bioy Casares, Adolfo: Borges
Edición al cuidado de Daniel Martino
Barcelona: Ediciones Destino ("Imago Mundi"), 2006
Retrato de Jorge Luis Borges por Anatole Saderman

19/6/17

Jorge Luis Borges: Prólogo a Roberto Godel, «Nacimiento del fuego»






Un libro (creo) debe bastarse. Una convención editorial requiere, sin embargo, que lo preceda algún estímulo en letra bastardilla que corre el peligro de asemejarse a esa otra indispensable página en blanco que precede a la falsa carátula. Con la insegura autoridad que nos da despachar un prólogo, arriesgo, pues, las solicitaciones que siguen.

La primera es olvidar el vano debate de antiguos y modernos. Lugones, poeta no indigno de recordar a Hugo, crítico más adicto a la intimidación que a la persuasión, ha simplificado hasta lo monstruoso nuestros debates literarios. Ha postulado una diferencia moral entre el recurso de marcar las pausas con rimas, y el de omitir ese artificio. Ha decretado luz a quienes ejercen la rima, sombra y perdición a los otros. Peor aún: ha impuesto esa ilusoria simplificación a sus contendores, quorum pars parva fui. Éstos, lejos de repudiar ese maniqueísmo auditivo, lo han adoptado con fervor, invirtiéndolo. Niegan el dogma de la justificación por la rima y aun por el asonante, para instaurar el de justificación por el caos. De ahí la conveniencia de repetir, en nuestro Buenos Aires, que el hecho de rimar o de no rimar, no agota, acaso, la definición de un poeta. Roberto Godel rima con ansioso rigor: ello no basta para clasificarlo como actual o anticuado.

Otra tentación, casi inevitable, acecha en su notoria complejidad. La consabida insipidez de la poesía española, cuya historia no admite más escándalo que el promovido hace trescientos años por Luis de Góngora, hace que todo lo complejo se vincule a ese nombre. Godel no eludirá ese destino. Su agitación romántica no dejará de ser identificada con las hipérboles mecánicas del "precursor" —hombre de tan atrofiada imaginación que se burla una vez de un auto de fe provinciano, que se limitaba a un solo quemado vivo—. Góngora, como Oliverio Twist, quería más. El reproche consta en uno de sus sonetos...

Este Nacimiento del fuego registra en versos memorables el del amor: época de terribles esperanzas y de incertidumbres gloriosas. Leones, estrellas, sangre derramada, metales —todo lo antiguo, lo concreto y lo espléndido— forman el natural vocabulario de esta poesía; que se sabe tan rara y tan verdadera como los símbolos poderosos que invoca. El mundo externo penetra inmensamente en sus líneas, pero siempre como adjetivo de la pasión. Enamorarse es producir una mitología privada —a private mythology— y hacer del universo una alusión a la única persona indudable. La luz, para un escritor místico, no era sino la sombra de Dios. Shakespeare se distraía con las rosas, imaginándolas una sombra de su distante amigo.

Mi amistad con Roberto Godel es larga en el tiempo. En nuestro común Buenos Aires, en el desierto craso y chacarero de la Pampa Central, en un jardín mediterráneo en la Pampa, en otros menos sorprendentes jardines de los pueblos del Sur, he conocido muchos de los versos publicados aquí. Los he difundido oralmente; los he conmemorado con lentitud, bajo las peculiares estrellas de este hemisferio. Sé que también intimarán contigo, preciso aunque invisible lector.

Roberto Godel: Nacimiento del fuego
Prólogo de J. L. B. 
Buenos Aires, Francisco A. Colombo, 1932


Posdata de 1974
Al cabo de medio siglo, casi no pasa un día en que no recuerde este verso:

Corceles exquisitos y ruedas de silencio.

Invenciblemente la sigue en la memoria la inagotable y tenue estrofa de Jaimes Freyre:

Peregrina paloma imaginaria
que enardeces los últimos amores;
alma de luz, de música y de flores,
peregrina paloma imaginaria.




En Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)
© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin House Mondadori

Luego, antologado en Miscelánea (2011)

Foto: Borges at the Hotel Villa Igea, in the Basile room (Palermo, Sicily, 1984)
© Ferdinando Scianna/Magnum Photos
Al pie: Tapa de la primera edición mencionada


18/6/17

Jorge Luis Borges: Laberinto






Surge por un grabado de un libro de la Casa Garnier que había en Francia, en la biblioteca de mi padre. Era una especie de edificio parecido a un anfiteatro, tenía grietas, se veía que era un edificio alto porque era mucho más alto que los cipreses y que los hombres. Yo pensaba que si tuviera una lupa o tuviera una mejor vista podría ver un minotauro adentro, y desde entonces he tenido esa visión del laberinto. Pero además es un símbolo del estar perplejo, de estar perdido en la vida, y yo me siento muchas veces perplejo, es decir, casi diría que mi estado continuo es un estado de asombro: ahora estoy asombrado de estar grabando aquí, de estar conversando con ustedes, y me parece que el símbolo más evidente de la perplejidad es el laberinto. Además, el laberinto tiene algo muy curioso porque la idea de perderse no es rara, pero la idea de un edificio construido para que la gente se pierda —aunque esa idea sea tomada de los túneles de las minas— es una idea rara, la idea de un arquitecto de laberintos, la idea de Dédalo o (si quiere literariamente) la idea de Joyce es una idea rara, la idea de construir un edificio de una arquitectura cuyo fin sea que se pierda la gente y que se pierda el lector, esa es una idea rara, por eso he seguido siempre pensando en el laberinto…

  Borges para millones, 1978






En Borges A/Z 
A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Foto: Jorge Luis Borges en Buenos Aires,1978
Portada del libro Borges A/Z 
Colección La Biblioteca de Babel



17/6/17

Jorge Luis Borges: Algunos pareceres de Nietzsche







Siempre la gloria es una simplificación y a veces una perversión de la realidad: no hay hombre célebre a quien no lo calumnie un poco su gloria. Para América y para España, Arturo Schopenhauer es primordialmente el autor de El amor, las mujeres y la muerte: rapsodia fabricada con fragmentos sensacionales por un editor levantino. De Friedrich Nietzsche, discípulo rebelde de Schopenhauer, ya observó Bernard Shaw (Major Barbara, Londres, 1905) que era la víctima mundial de la frase "bestia rubia" y que todos atribuían su renombre y limitaban su obra a un evangelio para matones. A pesar de los años transcurridos, la observación de Shaw no ha perdido en validez, si bien hay que admitir que Nietzsche ha consentido y tal vez ha cortejado ese equívoco. En sus años finales aspiró a la dignidad de profeta y sabía que ese ministerio es incompatible con un estilo razonable o explícito. El más famoso (no el mejor) de sus libros es un pastiche judeo-alemán, un prophetic book más artificial y harto menos apasionado que los de Blake. Paralelamente a la composición de su intencionada obra pública, Nietzsche apuntaba en otros cuadernos los razonamientos capaces de justificar esa obra. Esos razonamientos (y toda suerte de meditaciones afines) han sido organizados y editados por Alfred Bacumler y componen dos tomos de cuatrocientas y quinientas páginas cada uno. La obra general se titula —algo torpemente— "La inocencia del devenir" y ha sido publicada en 1931 por Alfred Kröner. "En los libros publicados", escribe el editor: "Nietzsche habla siempre ante un adversario, siempre con reticencias; en ellos predomina el primer plano, como lo ha declarado el mismo autor. En cambio, su obra inédita (que abarca de 1870 a 1888) registra el fondo de su pensamiento, y por eso no es obra secundaria, sino obra capital."

Este fragmento —el 1072 del primer volumen— es un testimonio patético de su soledad: "¿Qué hago al borronear estas páginas? Velar por mi vejez: registrar para el tiempo, cuando el alma no puede emprender nada nuevo, la historia de sus aventuras y de sus viajes de mar. Lo mismo que me reservo la música para la edad en que esté ciego."

Es común identificar a Nietzsche con las intolerancias y agresiones del racismo y elevarlo (o denigrarlo) a precursor de esa pedantería sangrienta; veamos lo que Nietzsche —buen europeo, al fin— pensaba hacia 1880 de tales problemas. "En Francia —anota— el nacionalismo ha pervertido el carácter, en Alemania el espíritu y el gusto: para soportar una gran derrota —en verdad, una definitiva— hay que ser más joven y más sano que el vencedor."

La reserva final no debe impulsarnos a creer que las victorias de 1871 lo regocijaban con exceso. El fragmento 1180 del segundo volumen declara: "Para entusiasmarnos por el principio, Alemania, Alemania encima de todo, o por el imperio alemán, no somos lo bastante estúpidos"; poco antes observa: "Alemania, Alemania encima de todo, es quizá el lema más insensato que se ha propalado jamás. ¿Por qué Alemania —pregunto yo— si no quiere, si no representa, si no significa algo de más valor que lo representado por otras potencias anteriores? En sí, es sólo un gran Estado más, una bobería más en la historia."

El antisemitismo lo mueve a las siguientes observaciones: «Encontrar un judío es un beneficio sobre todo cuando se vive entre alemanes. Los judíos son un antídoto contra el nacionalismo, esa última enfermedad de la razón europea... En la insegura Europa son quizá la raza más fuerte: superan a todo el occidente de Europa por la duración de su proceso evolutivo. Su organización presupone un devenir más rico, un número mayor de etapas que el de los otros pueblos... Como cualquier otro organismo, una raza sólo puede crecer o perecer: el estancamiento es imposible. Una raza que no ha perecido, es una raza que ha crecido incesantemente. La duración de su existencia indica la altura de su evolución: la raza más antigua debe ser también la más alta. En la Europa contemporánea los judíos han alcanzado la forma suprema de la espiritualidad: la bufonada genial.

»Con Offenbach, con Enrique Heine, la potencia de la cultura europea ha sido superada: las otras razas no tienen la posibilidad de ser ingeniosas de esa manera... En Europa son los judíos la raza más antigua y más pura. Por eso la belleza de la mujer judía es la más alta.»

Examinado con alguna imparcialidad, el párrafo anterior es muy vulnerable. Su propósito es refutar (o molestar) al nacionalismo alemán; su forma es una afirmación y una hipérbole del nacionalismo judío. Este nacionalismo es el más exorbitante de todos; pues la imposibilidad de invocar un país, un orden, una bandera, le impone un cesarismo intelectual que suele rebasar la verdad. El nazi niega la participación del judío en la cultura de Alemania; el judío, con injusticia igual, finge que la cultura de Alemania es cultura judía. Por lo demás, el pensamiento de Nietzsche debe haber sido más imparcial que sus afirmaciones; sospecho que se dirigía, in mente, a alemanes incrédulos e indignables.

En otro lugar escribe proféticamente: "Los alemanes creen que la fuerza debe manifestarse por el rigor y por la crueldad. Les cuesta creer que puede haber fuerza en la serenidad y en la quietud. Creen que Beethoven es más fuerte que Goethe; en eso se equivocan."

Este fragmento —el 1168— no carece tal vez de actualidad y aun de futuridad: "Todos los verdaderos germanos emigraron: la Alemania actual es un puesto avanzado de los eslavos y prepara el camino para la rusificación de la Europa". Inútil agregar que esa doctrina puede congregar escasos prosélitos en la Alemania de hoy. El país está regido por germanistas que preconizan la anexión de ciertos vecinos porque son de raza germánica y ciertos otros vecinos porque son de raza inferior. Esos peligrosos etnólogos afirman un predominio germánico en Escandinavia, en Inglaterra, en los Países Bajos, en Francia, en Lombardía y en Norteamérica: hipótesis que no les prohíbe atribuir a Alemania la exclusiva representación de esa ubicua raza.

En otro lugar dice Nietzsche: "Bismarck es un eslavo. Basta mirar las caras de los alemanes: emigraron todos los que tenían sangre varonil, generosa; la lamentable población que no se movió: el pueblo de alma servil se mejoró después con alguna adición de sangre extranjera, principalmente eslava. La mejor sangre de Alemania es la sangre aldeana: por ejemplo, Lutero, Niebuhr, Bismarck."

Movilizar contra Alemania el párrafo que acabo de trasladar sería una ligereza y una injusticia. Una de las capacidades geniales del intelectual alemán —no sé si del francés— es la de no ser accesible a las supersticiones del patriotismo. En trance de ser injusto, prefiere serlo con su propio país. Nietzsche —no nos dejemos desviar por su nombre polaco— era muy alemán. Una de las amonestaciones que hemos leído nos exhorta a no confundir la mera violencia y la fuerza: así no hubiera hablado Zaratustra si hubiera tenido presente esa distinción.

En el fragmento 1139, Nietzsche condena con plenitud la obra de Lutero; en el fragmento 501 escribe, sin embargo: "El hombre hace que un acto sea meritorio, pero es imposible que un acto dé méritos a un hombre." También es imposible formular con menos palabras la doctrina que opuso Martín Lutero a la doctrina de la salvación por las obras.

En aquel ruidoso y casi perfectamente olvidado volumen —Degeneración— que tan buenos servicios prestó como antología de los escritores que el autor quería denigrar, Max Nordau vio en el carácter fragmentario de las obras de Nietzsche una demostración de su incapacidad para componer. A ese motivo (que no es lícito excluir y que no es importante) podemos agregar otro: la vertiginosa riqueza mental de Nietzsche. Riqueza tanto más sorprendente si recordamos que en su casi totalidad versa sobre aquella materia en que los hombres se han mostrado más pobres y menos inventivos: la ética.

Excepto Samuel Butler, ningún autor del siglo XIX es tan contemporáneo nuestro como Friedrich Nietzsche. Muy poco ha envejecido en su obra —salvo, quizás, esa veneración humanista por la antigüedad clásica que Bernard Shaw fue el primero en vituperar. También cierta lucidez en el corazón mismo de las polémicas, cierta delicadeza de la invectiva, que nuestra época parece haber olvidado.



Diario La Nación, Buenos Aires, 11 de febrero de 1940
Éste fue el primer artículo que Borges publicó en La Nación

Y en J. L. Borges, Ficcionario. Una antología de sus textos
Edición, introducción, prólogos y notas de Emir Rodríguez Monegal, Mexico, FCE, 1981

Diario La Nación, Buenos Aires, 22 de agosto de 1999

Luego, incluido en Textos recobrados 1931-1955
Edición al cuidado de Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Zocchi 
© María Kodama 2001
© Emecé Editores 2001




16/6/17

Ernesto Sabato: Borges, subyugante orfebre de la lengua castellana






Borges fue uno de los más grandes escritores de nuestro tiempo y uno de los más subyugantes orfebres de la lengua castellana de toda su historia. Siento que no haya muerto en su tierra porque sus ácidas diatribas contra la Argentina son precisamente consecuencia de su pasión nacional, como le ha pasado a tantos españoles ilustres.
Porque Borges era argentino hasta la médula de sus huesos, a pesar de ese cosmopolitismo que ha hecho decir a tanta gente que era un escritor europeo. Probablemente era un artista europeizante, lo que también es peculiar de los argentinos. Paradójicamente, eso está probando que no era europeo, ya que los europeos son simplemente europeos.
Muestra sutil
Como aquellos escritores rusos de la época zarista, y es el caso de Turgeniev, que fue acusado de occidentalista por los eslavófilos y que hoy advertimos que era tan ruso como el zar. La lengua de Borges es también una muestra sutil pero profunda de su argentinismo, una variedad del castellano que difiere en tantas cosas. Porque nosotros los españoles y los argentinos podemos repetir aquel enunciado casi hegeliano de Bernard Shaw, a propósito de ingleses y americanos: una lengua común nos separa. Su influencia fue vasta y en particular todos los escritores argentinos que vinimos después le debemos algo en mayor o menor medida.
En El País, Madrid, 16 de junio de 1986 
Borges y Sabato en bar en Plaza Dorrego, 1974
Foto Editorial Atlántida


15/6/17

Jorge Luis Borges: La fruición literaria






Sospecho que los novelones policiales de Eduardo Gutiérrez y una mitología griega y el Estudiante de Salamanca y las tan razonables y tan nada fantásticas fantasías de Julio Verne y los grandiosos folletines de Stevenson y la primer novela por entregas del mundo: las 1001 Noches, son los mejores goces literarios que he practicado.
La lista es heterogénea y no puede confesar otra unidad que la consentida por la edad tempranísima en que los leí. Yo era un hospitalario lector en este anteayer, un cortesísimo indagador de vidas ajenas y todo lo aceptaba con venturosa y alacre resignación. En todo creía, hasta en las malas ilustraciones y en las erratas. Cada cuento era una aventura y yo buscaba lugares condignos y prestigiosos para vivirla: el descanso más empinado de la escalera, un altillo, la azotea de la casa.
Luego descubrí las palabras: descubrí su agasajo legible y hasta memorable y hospedé muchas tiradas en prosa y verso. Algunas —todavía— suelen acompañarme la soledad, y el agrado que me inspiraron se ha hecho costumbre; otras han caído piadosamente de mi recuerdo, como el Tenorio, que alguna vez supe íntegro y que han extirpado los años y mi desgano. Despacito, a través de inefables chapucerías de gusto, intimé con la literatura. No alcanzo a recordar la primera vez que leí a Quevedo; ahora es mi más visitado escritor. En cambio, sé que fue apasionadísimo mi primer encuentro con el Sartor Resartus o Sastre Zurcido del energuménico Tomas Carlyle: libro arrumbado, que hace años está leyéndose solo en la biblioteca. Después, fui mereciendo amistades escritas que todavía me honran: Schopenhauer, Unamuno, Dickens, De Quincey, otra vez Quevedo.
¿Y en el día de hoy? He dado en escritor, en crítico, y debo confesar (no sin lástima y conciencia de mi pobreza) que releo con un muy recordativo placer y que las lecturas nuevas no me entusiasman. Ya tiendo a contradecirles la novedad, a traducirlas en escuelas, en influencias, en combinación. Conjeturo que de ser sinceros, todos los críticos del mundo (y aun algunos de Buenos Aires) dirían lo mismo. Es natural: la inteligencia es económica y arregladora y el milagro le parece una mala costumbre. Admitirlo, ya es injustificarse.
Escribe Menéndez y Pelayo: Si no se leen los versos con los ojos de la historia, ¡cuán pocos versos habrá que sobrevivan! (Historia de la poesía americana, tomo segundo, página 103). Esta que parece advertencia, es una confesión. Esos tan resucitadores ojos de la historia ¿qué son sino un sistema de lástimas, de generosidades o sencillamente de cortesías? Se me replicará que sin ellos, confundiremos el plagiario con el inventor, la sombra y el bulto. Cierto, pero una cosa es la justiciera repartición de glorias y otra la pura fruición estética. Es lamentable observación mía que cualquier hombre, a fuerza de recorrer muchos volúmenes para juzgarlos (y no es otra la tarea del crítico) incurre en mero genealogista de estilos y en rastreador de influencias. Vive en esta pavorosa y casi inefable verdad: La belleza es un accidente de la literatura; depende de la simpatía o antipatía de las palabras manejadas por el escritor y no está vinculada a la eternidad. Los epígonos, los frecuentadores de temas ya poetizados, suelen conseguirla y casi nunca los novadores.
Nuestra desidia conversa de libros eternos, de libros clásicos. Ojalá existiera algún libro eterno, puntual a nuestra gustación y a nuestros caprichos, no menos inventivo en la mañana populosa que en la noche aislada, orientado a todas las horas del mundo. Tus libros preferidos, lector, son como borradores de ese libro sin lectura final.
Si las obtenciones de belleza verbal que puede ministramos el arte fueran infalibles, existirían antologías no cronológicas y hasta sin nómina de escritores ni escuelas. La sola evidencia de hermosura de cada composición bastaría para justificarla. Claro que esa conducta sería estrafalaria y aun peligrosa en las antologías al uso. ¿Cómo admirar los sonetos de Juan Boscán, si no sabemos que fueron los primeros de que adoleció nuestro idioma? ¿Cómo sufrir los de Mengano, si ignoramos que ha perpetrado otros muchos que son todavía más íntimos del error y que además, es amigo del antologista?
Temo no ser entendido en este lugar, y a riesgo de simplificar demasiado el asunto, buscaré un ejemplo. Séanos ilustración esta metáfora desglosada: El incendio, con feroces mandíbulas, devora el campo. Esta locución ¿es condenable o es lícita? Yo afirmo que eso depende solamente de quien la forjó, y no es paradoja. Supongamos que en un café de la calle Corrientes o de la Avenida, un literato me la propone como suya. Yo pensaré: Ahora es vulgarísima tarea la de hacer metáforas; substituir tragar por quemar, no es un canje muy provechoso; lo de las mandíbulas tal vez asombre a alguien, pero es una debilidad del poeta, un dejarse llevar por la locución fuego devorador, un automatismo; total, cero… Supongamos ahora que me la presentan como originaria de un poeta chino o siamés. Yo pensaré: Todo se les vuelve dragón a los chinos y me representaré un incendio claro como una fiesta y serpeando, y me gustará. Supongamos que se vale de ella el testigo presencial de un incendio o, mejor aún, alguien a quien fueron amenaza las llamaradas. Yo pensaré: Ese concepto de un fuego con mandíbulas es realmente de pesadilla, de horror y añade malignidad humana y odiosa a un hecho inconsciente. Es casi mitológica la frase y es vigorosísima. Supongamos que me revelan que el padre de esa figuración es Esquilo y que estuvo en lengua de Prometeo (y así es la verdad) y que el arrestado titán, amarrado a un precipicio de rocas por la Fuerza y por la Violencia, ministros duros, se la dijo al Océano, caballero anciano que vino a visitar su calamidad en coche con alas. Entonces la sentencia me parecerá bien y aun perfecta, dado el extravagante carácter de los interlocutores y la lejanía (ya poética) de su origen. Haré como el lector, que sin duda ha suspendido su juicio, hasta cerciorarse bien cuya era la frase.
Hablo sin intención de ironía. La distancia y la antigüedad (que son los énfasis del espacio y del tiempo) tiran de nuestro corazón. Ya Novalis enunció esa verdad y Spengler ha sabido razonarla grandiosamente, en libro famoso. Yo quiero señalar su atingencia con la literatura, que es cosa patética. Si ya nos engravece pensar que hace dos mil quinientos años vivieron hombres, ¿cómo no ha de conmovernos saber que versificaron, que fueron espectadores del mundo, que hospedaron en las palabras leves y duraderas algo de su pesada vida fugaz, que esas palabras están cumpliendo un largo destino?
El tiempo, tan preciado de socavador, tan famoso por sus demoliciones y sus ruinas de Itálica, también construye. Al erguido verso de Cervantes
¡Vive Dios, que me espanta esta grandeza!…
lo vemos refaccionado y hasta notablemente ensanchado por él. Cuando el inventor y detallador de Don Quijote lo redactó, vive Dios era interjección tan barata como caramba, y espantar valía por asombrar. Sospecho que los contemporáneos suyos lo sentirían así:
¡Vieran lo que me asombra este aparato!…
o cosa vecina. Nosotros lo vemos firme y garifo. El tiempo —amigo de Cervantes— ha sabido corregirle las pruebas.
En general, el destino de los inmortales es otro. Los pormenores de su sentir o de su pensar suelen desvanecerse o yacen invisibles en su labor, irrecuperables e insospechados. En cambio, su individualidad (esa simplificadísima idea platónica que en ningún rato de su vida fueron con pureza) se aferra como una raíz a las almas. Se vuelven pobres y perfectos como un guarismo. Se hacen abstracciones. Son apenas un manojito de sombra, pero lo son con eternidad. Les conviene demasiado esta oración: Quedaron ecos: fórmanse en lo hueco y vacío de su majestad, no voz entera, sino apenas cola de la ausencia de la palabra (Quevedo: La hora de todos y la fortuna con seso, episodio XXXV). Pero hay diversas inmortalidades.
Tierna y segura inmortalidad (alcanzada alguna vez por hombres medianos, pero de honesta dedicación y largo fervor) es la del poeta cuyo nombre está vinculado a un lugar del mundo. Ésa es la de Burns, que está sobre tierras labrantías de Escocia y ríos que no se apuran y cordilleritas; ésa es la de nuestro Carriego, que persiste en el arrabal vergonzante, furtivo, casi enterrado que hay en Palermo al sur y en donde un extravagante esfuerzo arqueológico puede reconstruir el baldío cuya ruina actual es la casa y el despacho de bebidas que se ha hecho Emporio. Hay también un inmortalizarse en cosas eternas. La luna, la primavera, los ruiseñores, manifiestan la gloria de Enrique Heine; el mar que sufre cielo gris, la de Swinburne; los andenes estirados y los embarcaderos, la de Walt Whitman. Pero las inmortalidades mejores —las de señorío de la pasión— siguen vacantes. No hay poeta que sea voz total del querer, del odiar, de la muerte o del desesperar. Es decir, los grandes versos de la humanidad no han sido aún escritos. Esa es imperfección de que debe alegrarse nuestra esperanza.





En El idioma de los argentinos 
Buenos Aires, Manuel Gleizer, 1928
Viñetas de A. Xul Solar

© 1995 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Penguin Random House

Foto arriba: Borges y Xul Solar almorzando en Quilmes con dos amigas, 1938
Collection of Museo Xul Solar Fuente

Imagen abajo: Edición facsimilar (2017) de El idioma de los argentinos, intervenida artísticamente 
con óleo y acuarelas por Xul Solar Fuente


14/6/17

Octavio Paz: La vida







Desde que nacemos esperamos siempre a la muerte y siempre la muerte nos sorprende. Ella, la esperada, es siempre la inesperada. La siempre inmerecida. No importa que Borges haya muerto a los 86 años: no estaba maduro para morir. Nadie lo está, cualquiera que sea su edad. Se puede invertir la frase del filósofo y decir que todos -el niño y el viejo, el adolescente y el hombre maduro- somos frutos cortados antes de tiempo. Borges vivió un poco más que Cortázar y Bianco, para hablar de otros dos queridos escritores argentinos, pero los años que los sobrevivió no me consuelan de su ausencia definitiva. Hoy, Borges ha vuelto a ser lo que fue para mí antes de conocerlo: un libro, una obra. Esa obra es dadora de vida. Su tema es único: el tiempo y esas invenciones del tiempo que llamamos eternidad. Paraísos y condenas, quimeras que son más reales que la realidad. Los cuentos, poemas y ensayos de Borges exploran sin cesar y a través de variaciones prodigiosas este tema único: el hombre perdido en el laberinto del tiempo, el hombre que se desvanece al contemplarse en el espejo de la eternidad sin facciones, el paraíso atroz de los inmortales que han vencido a la muerte, pero no al tiempo, ni a la vejez...

Paradojas

Un tema que se resuelve en paradojas pero también en realidades incontrovertibles: la realidad de Borges, el poeta metafísico, y la realidad de su obra. En un continente violento y movido por pasiones oscuras Borges es un milagro y un reproche. No venció al tiempo, pero nos dio transparencia y nos hizo ver que no somos sino configuraciones de tiempo. Por eso su obra nos da vida.


En El País, Madrid, 16 de junio de 1986
Foto: Jorge Luis Borges por Jordi Socías
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