19/2/17

Roberto Alifano: Noches de Sabato







Reciprocidad editorial

Cierta vez un periodista del Corriere della Sera, de paso por Buenos Aires, le contó a Borges que los editores italianos de Ernesto Sabato, habían puesto como presentación en sus libros una faja donde decía: «Sabato el rival de Borges».
—¡Caramba! —se lamentó Borges—. ¡Cómo no se les ha ocurrido a mis editores poner en mis libros una faja que diga: «El rival de Sabato»!


Sótano y otros túneles

Una mañana llego con atraso a casa de Borges. Cuando Fani le anuncia mi presencia, el escritor se lamenta:
—Pero, Alifano, qué pena que usted llega tarde; recién acaba de marcharse un periodista norteamericano que vino a hacerme una entrevista. Me dijo: «Usted es el segundo escritor que voy a entrevistar; ayer estuve con el primer escritor argentino: Ernesto Sótano. Supongo que lo conoce, ¿verdad?»
Yo me di cuenta de quién se trataba y le respondí: «Pero, claro, por supuesto, señor. Es un autor que escribe sobre túneles, tumbas y cosas así. ¡Cómo no voy a conocer a Ernesto Sótano!»


Homónimos

Otro día, Borges me hace este comentario: «¡Caramba, mire lo que es la fama! Anoche tomé un taxi, y cuando el taxista me reconoció, me dijo: “Señor, qué honor el mío, tenerlo a usted como pasajero. Cuando se lo cuente a mi mujer y a mis hijos, seguramente no van a poder creerlo, señor, porque, ¿quién no conoce a Ernesto Sabato?”»


Un observador demasiado sensible

Caminábamos con Borges por Buenos Aires, y de pronto se detiene para contarme algo. «¡Caramba!, no le comenté aún que hoy me vino a ver un señor, y me dijo que se había encontrado con Sabato. ¿Y a que no sabe qué hizo cuando habló de la situación del país? Lloró. ¡Un exceso de histrionismo! ¿No le parece?»


Cuestión de prensa

Después de la grabación que había hecho Eduardo Falú de la Milonga del muerto, escrita por Borges y musicalizada luego por Sebastián Piana, en memoria de la guerra de las Malvinas, Borges nos habló de su reciente visita a los Estados Unidos y de una experiencia maravillosa que había tenido en California: un viaje en globo, en compañía de María Kodama. «En un avión —decía Borges— uno no tiene la sensación de volar. Los trayectos aéreos lindan con el tedio; no se sienten el mar ni las montañas. El globo, en cambio, nos depara la verdadera convicción del vuelo». El maestro Falú, asombrado por la predisposición de Borges hacia la aventura, lo interrumpió con una exclamación:
—¡Qué maravilla, Borges, es increíble que con más de ochenta años usted se anime a esas cosas! ¡Sabato seguramente no lo haría!
—Depende —contestó Borges— , si invitan fotógrafos, seguramente sí.


Sociedad anónima

Cuando yo era joven —me cuenta Borges— queríamos publicar con González Lanuza una revista donde no hubiera firmas, donde los autores de las notas no figuraran. Una revista anónima. Pero no tuvimos éxito, nadie aceptó colaborar. Todos querían ver sus nombres. En esa revista tampoco deberían figurar los directores, los secretarios de redacción ni los diagramadores.
Bueno —concluye Borges—, en esa época menos mal que no lo conocíamos a Sabato, porque sin duda no sólo que se hubiera negado, sino que habría encabezado un movimiento gremial en contra de nosotros. A Sabato le interesa figurar, que su nombre aparezca bien grande, quiere ser el primero, el número uno.


Versatilidad genética

Un mediodía fuimos a almorzar, invitados por el arquitecto Roberto Fischman, a un restaurante vecino al Congreso. Un conocido ginecólogo, el doctor Lichtenstein, compartía nuestra mesa. Borges estuvo alegre y bromeó todo el tiempo sobre los políticos argentinos que suelen comer en ese restaurante. El doctor Lichtenstein en algún momento del diálogo comentó que lo había atendido a Ernesto Sabato.
Borges interrumpió sorprendido:
—¡Pero no puede ser! ¿Usted oyó bien, Alifano, lo que yo acabo de oír?
—Sí, que Sabato se hace atender por un ginecólogo —respondí.
Luego Borges agregó sonriendo malicioso:
—Bueno, no es tan raro. En un escritor tan vasto como él todo es posible.


Posteridad

Estábamos de visita en la ciudad de Córdoba, en el bar del hotel Crillon, conversando con amigos, y Borges hace este comentario:
—Fue a verme un señor los otros días con el proyecto de un libro indestructible, que tenía que hacerse con no sé qué material, tenía que enterrarse para que lo descubrieran los arqueólogos del porvenir. Una especie de piedra roseta, sería. Me pidió un texto para ese libro. «Usted, dijo, puede trazar una síntesis del mundo actual; eso lo publicaremos en cuatro idiomas, el mismo texto en distintas formas, quizá alguna forma matemática para que sirva de ayuda, también». Y yo le dije: «Bueno, pero eso es suponer que al porvenir va a interesarle el pasado; posiblemente no. Posiblemente no haya arqueólogos en ese remoto porvenir que usted imagina». Ahora, yo me di cuenta de que él buscaba eso como una ocasión para hacerse publicidad. Y le propuse: «Bueno, acepto, pero si lo hacemos que sea de manera anónima, vamos a hacerlo sin que nadie lo sepa». Entonces él se dio cuenta de que yo no le salí bien. Y yo sugerí: «Mire, lo mejor es que hable de este tema con Sabato; a Sabato va a interesarle seguramente el proyecto, ya que a él le interesa la fama, la posteridad y todas esas cosas». Y sin duda Sabato ya habrá escrito ese mensaje para el porvenir.



En Roberto Alifano: El humor de Borges (1995)
Foto: Borges, Sabato y Orlando Barone (s/d) Vía


17/2/17

Alberto Manguel: Con Borges [Parte 5]








Borges amaba el idioma alemán. Lo había aprendido por su cuenta en Suiza, a los diecisiete años, durante las largas noches en que la Primera Guerra Mundial imponía el toque de queda y él se refugiaba en los poemas de Heine. «Una vez que uno conoce el significado de Nachtigall, Liebe y Herz, puede leer a Heine sin la ayuda de un diccionario», afirmaba. Y gozaba con las opciones que ofrece el alemán, con las opciones de inventar vocablos como la Nebelglanz de Goethe: «el tenue brillo de la niebla». Solía dejar que las palabras resonasen en la pieza: «Füllest wider Bursch und Thal still Nebelglanz...» Elogiaba la transparencia del lenguaje y le reprochaba a Heidegger el haber inventado lo que para él era «un incomprensible dialecto alemán».
A Borges le gustaban enormemente las novelas policiales. En sus fórmulas hallaba las estructuras narrativas perfectas, que al autor de ficción le permitían trabajar dentro de ciertas fronteras y concentrarse en la eficacia de las palabras y de las imágenes. Le gustaban los detalles reveladores. Cierta vez observó, mientras leíamos una historia de Sherlock Holmes, «La liga de los pelirrojos», que la ficción policial se halla más próxima que cualquier otro género a la noción aristotélica de obra literaria. Según Borges, Aristóteles había sostenido que un poema sobre las labores de Hércules nunca podría poseer la unidad que hay en la Ilíada o en la Odisea, en virtud de que el único factor de unión sería el propio héroe emprendiendo las diversas tareas, mientras que en la novela detectivesca la unidad es dada por el misterio en sí mismo.
El melodrama no le era ajeno. Derramaba lágrimas con los westerns y las películas de gángsters. Sollozó al final de Ángeles con caras sucias, cuando James Cagney acepta comportarse como un cobarde a la hora de ser conducido a la silla eléctrica, para que los chicos que lo idolatran dejen de admirarlo. Frente a la vastedad de la pampa (cuya visión afecta a los argentinos —decía—, tanto como la del mar afecta a los ingleses), una lágrima rodaba por su mejilla y él murmuraba: «¡Carajo, la patria!». Su respiración podía quebrarse al llegar a ese verso en el que el marinero noruego le dice a su rey, mientras cruje el mástil del barco real: «¡Era Noruega la que se quebraba bajo tu mano, Rey!» (un poema de Longfellow, un verso —apuntaba Borges— luego usado por Kipling en la «La historia más bella del mundo»). En una ocasión recitó el Padrenuestro en inglés antiguo, en una ruinosa capilla sajona vecina al Lichfield del doctor Samuel Johnson, «para darle una sorpresita a Dios». Lloraba con cierto párrafo de Manuel Peyrou porque hacía mención a la calle Nicaragua, tan cercana a su lugar de nacimiento. Le encantaba recitar cuatro versos de Rubén Darío, «Boga y boga en el lago sonoro / donde el sueño a los tristes espera, / donde aguarda una góndola de oro / a la novia de Luis de Baviera», porque a pesar de las novias reales y de las góndolas caducas, el ritmo lo emocionaba. Muchas veces confesó que era desvergonzadamente sentimental.
También podía, sin embargo, ser muy cruel. Una vez que nos hallábamos en casa de Borges, un escritor cuyo nombre prefiero no evocar vino a leerle una historia que había escrito en su honor. Porque trataba de matones y de cuchilleros, pensó que a Borges le agradaría. Borges se preparó para escuchar: las manos en el bastón, los labios ligeramente entreabiertos, los ojos apuntando a lo alto sugerían, para quien no lo conociera, una especie de educada docilidad. El cuento transcurría en una pulpería llena de hampones. El inspector de policía del barrio, reputado por su valentía, llega desarmado y con la sola autoridad de su voz logra que los hombres entreguen sus armas. Entusiasmado con su propia prosa, el escritor se puso a enumerar: «Una daga, dos pistolas, una cachiporra de cuero...» Con su voz mortalmente monótona, Borges prosiguió: «Tres rifles, dos bazucas, un pequeño cañón ruso, cinco cimitarras, dos machetes, una pistola de aire comprimido...» El escritor, a duras penas, soltó una risita. Pero Borges, sin piedad, reanudó: «Tres hondas, un ladrillo, una ballesta, cinco hachas de mango largo, un ariete...» El escritor se puso de pie y nos deseó buenas noches. Nunca más lo volvimos a ver.
De vez en cuando se aburre de que le lean, se cansa de los libros y de las charlas literarias que, con ligeras variaciones, repite ante cada esporádico visitante. Entonces le gusta imaginar un universo en el que los libros no sean necesarios puesto que todo hombre es capaz de todo libro, de todo cuento y de todo verso. En dicho universo (que un día habría de describir bajo el título de «Utopía de un hombre que está cansado»), cada ser humano es un artista y por lo tanto el arte ya no es necesario: las galerías de arte, las librerías y los museos ya no existen; todo es fabulosamente anónimo y ningún libro es un fracaso ni un éxito. Está de acuerdo con Cioran, que, en un artículo sobre él, lamentó que la fama finalmente hubiese sacado a la luz al escritor secreto.

Lo estudiábamos en el colegio. Aunque en la década del sesenta no había adquirido todavía la fama universal de sus últimos años, era considerado entre los escritores «clásicos» de la Argentina, y los profesores de literatura se internaban obedientemente en los laberintos de sus ficciones y en la precisión de sus poemas. Estudiar las peculiaridades gramaticales de la escritura de Borges (nos daban párrafos de sus cuentos para que analizásemos su sintaxis) era un ejercicio misteriosamente fascinante. Nunca estuve más cerca de entender cómo operaba su imaginación verbal. El acto de desentrañar una frase nos mostraba lo simples y certeros que eran sus mecanismos de trabajo, con qué eficacia concordaban los verbos con los sustantivos y cómo se iban hilando las oraciones. Su empleo de los adjetivos y los adverbios, un empleo que fue volviéndose más parco con el correr del tiempo, creaba nuevos significados a partir de palabras gastadas, significados estos menos sorprendentes por su novedad que por su justeza. Una extensa frase como la que abre «Las ruinas circulares» (cuento que Alejandra Pizarnik podía recitar de memoria, como un poema) crea una atmósfera, un tono, una realidad de ensueño mediante la reiteración de un sustantivo y la notación de unos pocos epítetos sorprendentes: «Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra». El espacio geográfico está poblado por ese omnisciente Nadie; «noche» y «sagrado» unidos a «unánime» producen una abrumadora oscuridad y una impresión de terror divino; el Sur es definido por medio de la palabra «violento» (en el sentido de «áspero») aplicada al flanco de una montaña y por medio de dos ausencias más: la de la contaminante lengua griega y la de la enfermedad arquetípica. Poco debe sorprender que, en mi adolescencia colmada de libros, frases como éstas se me apareciesen, como un ensalmo, justo antes de caer dormido.
Lo cierto es que Borges renovó el idioma. En parte, sus amplios métodos de lectura le permitieron incorporar al español hallazgos de otras lenguas: del inglés, giros de frases; del alemán, la habilidad para mantener hasta el fin el tema de una oración. Tanto al escribir como al traducir, se valía de su notable sentido común para alterar o aligerar un texto. Cuando, por ejemplo, Bioy Casares y él se propusieron una nueva y nunca concluida traducción de Macbeth [*], Borges sugirió que la célebre cita de las brujas, «When shall we three meet again / In thunder, lightening or in rain?» («¿Cuándo volveremos a vernos las tres, / en medio de los truenos, de los rayos o de la lluvia?») se transformase en «Cuando el fulgor del trueno otra vez / seremos una sola cosa las tres». «Si uno se propone traducir a Shakespeare —dijo—, debe hacerlo tan libremente como Shakespeare escribía. Es así que nosotros inventamos una especie de Trinidad diabólica para sus tres brujas.»






Con Borges
Madrid, Alianza Editorial, 2004, Págs. 50-59
Título original: Chez Borges
Alberto Manguel, 2001
Traducción: Traducido del inglés por Eduardo Berti
Fotos: Sara Facio
Al pie: cover de la edición papel



Jorge Luis Borges: Una pedagogía del odio






Las exhibiciones del odio pueden ser más obscenas y denigrantes que las del apetito carnal. Yo desafío a todos los amateurs de estampas eróticas a que me muestren una sola más vil que alguna de las veintidós que componen el libro para niños Trau keinem Fuchs aut grüner Heid und keinem Jud bei seinem Eid, cuya cuarta edición está pululando en Baviera. La primera es de 1936: poco más de un año ha bastado para agotar cincuenta y un mil ejemplares del alarmante opúsculo. Su objeto es inculcar en los niños del tercer Reich la desconfianza y la abominación del judío. Se trata, pues, de un curso de ejercicios de odio. En ese curso colaboran el verso (ya conocemos las virtudes mnemónicas de la rima) y el grabado en colores (ya conocemos la eficacia de las imágenes).

Interrogo una página cualquiera: la número cinco. Doy ahí, no sin justificada perplejidad, con este poema didáctico: "El alemán es un hombre altivo que sabe trabajar y pelear. Por lo mismo que es tan hermoso y tan emprendedor, lo aborrece el judío". Después ocurre una cuarteta, no menos informativa y explícita: "He aquí el judío —¿quién no lo reconoce?—, el sinvergüenza más grande de todo el reino. Él se figura que es lindísimo, y es horrible". Los grabados son más astutos. El alemán es un atleta escandinavo de dieciocho años, rápidamente caracterizado de obrero. El judío es un turco amulatado, obeso y cincuentón. Otro rasgo sofístico: el alemán acaba de rasurarse, el judío combina la calvicie con la suma pilosidad. (Es muy sabido que los judíos alemanes son Ashkenazim, hombres de sangre eslava, rojizos. En este libro los presentan morenos hasta la mulatez, para que sean el reverso total de las bestias rubias. Les atribuyen además el uso permanente del fez, de los cigarros de hoja y de los rubíes).

Otro grabado nos exhibe un enano lujoso, que intenta seducir con un collar a una señorita germánica. Otro, la acriminación del padre a la hija que acepta los regalos y las promesas de Sali Rosenfeld, que de seguro no la hará su mujer. Otro, la hediondez y la negligencia de los carniceros judíos. (¿Cómo, y las muchas precauciones para que la carne sea Kosher?) Otro, la desventaja de dejarse estafar por un abogado, que solicita de sus clientes un tributo incesante de huevos frescos, de carne de ternera y de harina. Al cabo de un año, los clientes han perdido el proceso, pero el abogado judío "pesa doscientas cuarenta libras". Otro, el alivio de los niños ante la oportuna expulsión de los profesores judíos. "Queremos un maestro alemán", gritan los escolares entusiasmados, "un alegre maestro que sepa jugar con nosotros y que mantenga la disciplina y el orden. Queremos un maestro alemán que nos enseñe la sensatez". Es difícil no compartir ese último anhelo.

¿Qué opinar de un libro como éste? A mí personalmente me indigna, menos por Israel que por Alemania, menos por la injuriosa comunidad que por la injuriosa nación. No sé si el mundo puede prescindir de la civilización alemana. Es bochornoso que la estén corrompiendo con enseñanzas de odio.










Sur, Buenos Aires, Año VII, Nº 32, mayo de 1937
En Borges en Sur (1999) 
Y también en Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor
Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Foto arriba: Captura Borges, el eterno retorno

Al pie: portada de Trau keinem Fuchs aut grüner Heid und keinem Jud bei seinem Eid (1936)
de Elvira Bauer y los grabados descritos por Borges


16/2/17

Jorge Luis Borges: Alusión a una sombra de mil ochocientos noventa y tantos







    Nada. Sólo el cuchillo de Muraña.
    Sólo en la tarde gris la historia trunca.
    No sé por qué en las tardes me acompaña
    este asesino que no he visto nunca.
    Palermo era más bajo. El amarillo
    paredón de la cárcel dominaba
    arrabal y barrial. Por esa brava
    región anduvo el sórdido cuchillo.
    El cuchillo. La cara se ha borrado
    y de aquel mercenario cuyo austero
    oficio era el coraje, no ha quedado
    más que una sombra y un fulgor de acero.
    Que el tiempo, que los mármoles empaña,
    salve este firme nombre, Juan Muraña.


    En El hacedor (1960)
       Infografía de Jaime Serra: La Buenos Aires que Borges amó, Anuario Clarín, 1998
     

15/2/17

Jorge Luis Borges: Un soldado de Lee (1862)








Lo ha alcanzado una bala en la ribera
de una clara corriente cuyo nombre
ignora. Cae de boca. (Es verdadera
la historia y más de un hombre fue aquel hombre).

El aire de oro mueve las ociosas
hojas de los pinares. La paciente
hormiga escala el rostro indiferente.
Sube el sol. Ya han cambiado muchas cosas

y cambiarán sin término hasta cierto
día del porvenir en que te canto
a ti que, sin la dádiva del llanto,

caíste como cae un hombre muerto.
No hay un mármol que guarde tu memoria;
seis pies de tierra son tu oscura gloria.



En El Otro, el Mismo (1964)

Foto: Nicolás Helft: Postales de una biografía, pág. 88

Buenos Aires, Emecé, 2013


14/2/17

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Sobre el amor ("En diálogo", I, 16)








       Osvaldo Ferrari: En varios poemas y cuentos suyos, Borges, en particular en «El Aleph», el amor es el motivo; o el factor dinámico, digamos, del cuento. Uno advierte que el amor por la mujer ocupa buen espacio en su obra.

      Jorge Luis Borges: Sí, pero en el caso de ese cuento no, en ese cuento iba a ocurrir algo increíble: el Aleph, y entonces quedaba la posibilidad de que se tratara de una alucinación —por eso convenía que el espectador del Aleph estuviera conmovido—, y qué mejor motivo que la muerte de una mujer a quien él había querido, que no había correspondido a ese amor. Además, cuando yo escribí ese cuento, acababa de morir la que se llama en el cuento Beatriz Viterbo.

      —Concretamente.

    —Sí, concretamente, de modo que eso me sirvió para el cuento; ya que yo estaba sintiendo esa emoción, y ella… nunca me hizo caso. Yo estaba, bueno, digamos enamorado de ella, y eso fue útil para el cuento. Parece que si uno cuenta algo increíble tiene que haber un estado de emoción previa. Es decir, el espectador del Aleph no puede ser una persona casual, no puede ser un espectador casual; tiene que ser alguien que está emocionado. Entonces aceptamos esa emoción, y aceptamos luego lo maravilloso del Aleph. De modo que yo lo hice por eso. Y además, recuerdo lo que decía Wells; decía Wells que si hay un hecho fantástico, conviene que sea el único hecho fantástico de la historia, porque la imaginación del lector —sobre todo ahora— no acepta muchos hechos fantásticos a un tiempo. Por ejemplo, él tiene ese libro: La guerra de los mundos, que trata de una invasión de marcianos. Esto lo escribió a fines del siglo pasado, y luego tiene otro libro escrito por aquella fecha: El hombre invisible. Ahora, en esos libros, todas las circunstancias, salvo ese hecho capital de una invasión de seres de otro planeta —algo en lo que nadie había pensado entonces, y ahora lo vemos como posible— y un hombre invisible, todo eso está rodeado de circunstancias baladíes y triviales para ayudar la imaginación del lector, ya que el lector tiende a ser incrédulo ahora. Pero a pesar de haberla inventado, Wells hubiera descartado —viéndola como de difícil ejecución— una invasión de este planeta por marcianos invisibles, porque eso ya es exigir demasiado; que es el error de la ficción científica actualmente, que acumula prodigios y no creemos en ninguno de ellos. Entonces, yo pensé: en este cuento todo tiene que ser… trivial, elegí una de las calles más grises de Buenos Aires: la calle Garay, puse un personaje ridículo: Carlos Argentino Daneri; empecé con la circunstancia de la muerte de una muchacha, y luego tuve ese hecho central que es el Aleph, que es lo que queda en la memoria. Uno cree en ese hecho porque antes le han contado una serie de cosas posibles, y una prueba de ello es que cuando yo estuve en Madrid, alguien me preguntó si yo había visto el Aleph. En ese momento yo me quedé atónito; mi interlocutor —que no sería una persona muy sutil— me dijo: pero cómo, si usted nos da la calle y el número. Bueno, dije yo, ¿qué cosa más fácil que nombrar una calle e indicar un número? (ríe). Entonces me miró, y me dijo: «Ah, de modo que usted no lo ha visto». Me despreció inmediatamente; se dio cuenta de que, bueno, de que yo era un embustero, que era un mero literato, que no había que tomar en cuenta lo que yo decía (ríen ambos).

    —De que usted inventaba.

    —Sí, bueno, y días pasados me ocurrió algo parecido: alguien me preguntó si yo tenía el séptimo volumen de la enciclopedia de Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Entonces, yo debí decirle que sí, o que lo había prestado; pero cometí el error de decirle que no. Ah, dijo, «entonces todo eso es mentira». Bueno, mentira, le dije yo; usted podría usar una palabra más cortés, podría decir ficción.

    —Si seguimos así, la imaginación y la fantasía van a ser proscritas en cualquier momento.

    —Es cierto. Pero usted estaba diciéndome algo cuando yo lo interrumpí.

    —Le decía que esa emoción bajo la cual se escribe, en este caso la emoción que encontramos en la tradición platónica, de por sí creativa, aunque en esta época ya no se lo ve así: es decir, se ha rebajado el amor —a diferencia de aquella tradición platónica que elevaba a través del enamoramiento— a una visión de dos sexos que se encuentran, y que son casi exclusivamente nada más que eso, dos sexos.

    —Sí, ha sido rebajado a eso.

    —Se ha quitado la poesía de allí.

    —Sí, bueno, se ha tratado de quitar la poesía de todas partes, la semana pasada me han preguntado en diversos ambientes… dos personas me han hecho la misma pregunta; la pregunta es: ¿para qué sirve la poesía? Y yo les he dicho: bueno, ¿para qué sirve la muerte?, ¿para qué sirve el sabor del café?, ¿para qué sirve el universo?, ¿para qué sirvo yo?, ¿para qué servimos? Qué cosa más rara que se pregunte eso, ¿no?

    —Todo está visto en términos utilitarios.

    —Sí, pero me parece que en el caso de una poesía, una persona lee una poesía, y si es digna de ella, la recibe y la agradece, y siente emoción. Y no es poco eso; sentirse conmovido por un poema no es poco, es algo que debemos agradecer. Pero parece que esas personas no, parece que habían leído en vano; bueno, si es que habían leído, cosa que no sé tampoco.

    —Es que en lugar de conciencia poética de la vida se propone la conciencia sociológica, psicológica…

    —Y política.

    —Y política.

    —Sí, claro, entonces se entiende que la poesía está bien si se hace en función de una causa.

    —Utilitaria.

    —Sí, utilitaria, pero si no, no. Parece que el hecho de que exista un soneto, o de que exista una rosa son incomprensibles.

    —Incomprensibles, pero van a permanecer a pesar de esta moda desacralizadora y despoetizante, digamos.

    —Pero a pesar de eso yo creo que la poesía no corre ningún peligro, ¿no?

    —Por supuesto.

    —Sería absurdo suponer que lo corre. Bueno, otra idea muy común en esta época, es la de que el ser poeta ahora significa algo especial, porque se pregunta: ¿qué función tiene el poeta en esta sociedad y en esta época?

    Y… la función de siempre: la de poetizar. Eso no puede cambiar, no tiene nada que ver con circunstancias políticas o económicas, absolutamente nada. Pero eso no se entiende.

    —Volvemos a la cuestión del utilitarismo.

    —Sí, se lo ve en términos de utilidad.

   —Es lo que usted me decía hace poco: todo se ve en función de su éxito o falta de éxito; de conseguir aquello que se pretende o no.

    —Sí, parece que todo el mundo ha olvidado lo que dice un poema de Kipling, que habla del éxito y del fracaso como dos impostores.

    —Claro.

    —Dice que uno debe reconocerlos y enfrentarlos; claro, porque nadie fracasa tanto como cree y nadie tiene tanto éxito como cree. Son impostores realmente el fracaso y el éxito.

    —Cierto. Ahora, volviendo al amor; entre los poetas el amor sigue siendo una vía de acceso, o un camino.

    —Y debe serlo, cuanto se extienda a más personas o a más cosas mejor, desde luego. Bueno, no es necesario: basta con que creamos en una persona —esa fe nos mantiene, nos exalta, y puede llevarnos a la poesía también.

    —Recuerdo que Octavio Paz decía que contra las diferentes modas, y contra los diferentes riesgos que eso le creaba en la sociedad, el poeta siempre defendió el amor, Y creo que es real eso. Pero la otra tradición de la que nos hemos apartado, además de la platónica, es la judeocristiana; que propone al amor como el medio de conformación o de estructuración de la familia, y de la misma sociedad.

    —Bueno, parece que esta época se ha apartado de todas las versiones del amor, ¿no?; parece que el amor es algo que debe ser justificado, lo cual es rarísimo, porque a nadie se le ocurre justificar el mar o una puesta de sol, o una montaña: no necesitan ser justificados. Pero el amor, que es algo mucho más íntimo que esas otras cosas, que dependen meramente de los sentidos; el amor parece que sí: necesita, curiosamente, ser justificado ahora.

    —Sí, pero yo, al referirme al amor, pensaba en la influencia que tuvo en su obra como inspiración, y como hilo de varios de sus cuentos y poemas.

    —Bueno, yo creo que he estado enamorado siempre a lo largo de mi vida, desde que tengo memoria, siempre. Pero, desde luego, el pretexto o el tema (ríen ambos) no ha sido el mismo; han sido, bueno, digamos, diversas mujeres, y cada una de ellas era la única. Y es como debe ser, ¿no?

    —Claro.

    —De modo que el hecho de que cambiaran de apariencia o de nombre no es importante, lo importante es que yo las sentía como únicas. He pensado alguna vez, que quizá una persona que esté enamorada vea a la otra tal como Dios la ve, es decir, la ve del mejor modo posible. Uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única. Pero, quizá para Dios todas las personas sean únicas. Y vamos a extender esta teoría, vamos a hacer una especie de reductio ad absurdum: por qué no suponer que de igual modo que cada uno de nosotros es irrefutablemente único, o cree que es irrefutablemente único; por qué no suponer que para Dios cada hormiga, digamos, es un individuo. Que nosotros no percibimos esas diferencias, pero que Dios las percibe.

    —Cada individualidad.

    —Sí, aun la individualidad de una hormiga, y por qué no la de una planta, una flor; y quizá una roca también, un peñasco. Por qué no suponer que cada cosa es única —y elijo deliberadamente el ejemplo más humilde—: que cada hormiga es única, y que cada hormiga tiene su parte en esa prodigiosa e inextricable aventura que es el proceso cósmico, que es el universo. Por qué no suponer que cada uno sirve a un fin. Y yo habré escrito algún poema diciendo esto, pero qué otra cosa me queda sino repetirme a los ochenta y cinco años, ¿no?; o ensayar variaciones, lo cual es lo mismo.

    —Claro, las preciosas variaciones. Pero visto así como usted lo dice, Borges, el amor puede ser una forma de revelación… cómo decirlo decorosamente… dijo que el acto sexual es un saludo que cambian dos almas.

    —Qué magnifico eso.

    —Espléndida frase.

    —Es obvio que él había llegado a una comprensión profunda del amor.

     —Sí, me dijo que es un saludo, es el saludo que un alma le hace a otra.

    —Naturalmente que en ese caso, como debe ser, el amor precede al sexo.

    —Claro, está bien, sí, puesto que el sexo sería uno de los medios; y otro podría ser, no sé, la palabra, o una mirada, o algo compartido —digamos un silencio, una puesta de sol compartida, ¿no?—, también serían formas del amor, o de la amistad, que es otra expresión del amor desde luego.

    —Todo lo cual es magnífico.

    —Sí, y puede ser cierto además, corre el hermoso peligro de ser cierto.

    —Sócrates recomendaba llegar a ser expertos en amor, como forma de sabiduría. Naturalmente él se refería a la visión que eleva del amor; la visión platónica.

    —Sí, se entiende.


En diálogo, I, 16
Prólogo, por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo, por Osvaldo Ferrari (1998)
Imagen:  Jorge Luis Borges Borges en Adrogué

29 de noviembre de 1980, ©Julie Méndez Ezcurra 

13/2/17

Jorge Luis Borges: Sobre los clásicos







        Escasas disciplinas habrá de mayor interés que la etimología; ello se debe a las imprevisibles transformaciones del sentido primitivo de las palabras, a lo largo del tiempo. Dadas tales transformaciones, que pueden lindar con lo paradójico, de nada o de muy poco nos servirá para la aclaración de un concepto el origen de una palabra. Saber que cálculo, en latín, quiere decir piedrita y que los pitagóricos las usaron antes de la invención de los números, no nos permite dominar los arcanos del álgebra; saber que hipócrita era actor, y persona, máscara, no es un instrumento valioso para el estudio de la ética. Parejamente, para fijar lo que hoy entendemos por clásico, es inútil que este adjetivo descienda del latín classis, flota, que luego tomaría el sentido de orden. (Recordemos de paso, la formación análoga de ship-shape.)
¿Qué es, ahora, un libro clásico? Tengo al alcance de la mano las definiciones de Eliot, de Arnold y de Sainte-Beuve, sin duda razonables y luminosas, y me sería grato estar de acuerdo con esos ilustres autores, pero no los consultaré. He cumplido sesenta y tantos años; a mi edad, las coincidencias o novedades importan menos que lo que uno cree verdadero. Me limitaré, pues, a declarar lo que sobre este punto he pensado.
Mi primer estímulo fue una Historia de la literatura china (1901) de Herbert Allen Giles. En su capítulo segundo leí que uno de los cinco textos canónicos que Confucio editó es el Libro de los CambiosI King, hecho de sesenta y cuatro hexagramas, que agotan las posibles combinaciones de seis líneas partidas o enteras. Uno de los esquemas, por ejemplo, consta de dos líneas enteras, de una partida y de tres enteras, verticalmente dispuestas. Un emperador prehistórico los habría descubierto en la caparazón de una de las tortugas sagradas. Leibniz creyó ver en los hexagramas un sistema binario de numeración; otros, una filosofía enigmática; otros, como Wilhelm, un instrumento para la adivinación del futuro, ya que las sesenta y cuatro figuras corresponden a las sesenta y cuatro fases de cualquier empresa o proceso; otros, un vocabulario de cierta tribu; otros, un calendario. Recuerdo que Xul-Solar solía reconstruir ese texto con palillos o fósforos. Para los extranjeros, el Libro de los Cambios corre el albur de parecer una mera chinoiserie; pero generaciones milenarias de hombres muy cultos lo han leído y releído con devoción y seguirán leyéndolo. Confucio declaró a sus discípulos que si el destino le otorgara cien años más de vida, consagraría la mitad a su estudio y al de los comentarios o alas.
Deliberadamente he elegido un ejemplo extremo, una lectura que reclama un acto de fe. Llego, ahora, a mi tesis. Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término. Previsiblemente, esas decisiones varían. Para los alemanes y austríacos el Fausto es una obra genial; para otros, una de las más famosas formas del tedio, como el segundo Paraíso de Milton o la obra de Rabelais. Libros como el de Job, la Divina Comedia, Macbeth (y, para mí, algunas de las sagas del Norte) prometen una larga inmortalidad, pero nada sabemos del porvenir, salvo que diferirá del presente. Una preferencia bien puede ser una superstición.
No tengo vocación de iconoclasta. Hacia el año treinta creía, bajo el influjo de Macedonio Fernández, que la belleza es privilegio de unos pocos autores; ahora sé que es común y que está acechándonos en las casuales páginas del mediocre o en un diálogo callejero. Así, mi desconocimiento de las letras malayas o húngaras es total, pero estoy seguro de que si el tiempo me deparara la ocasión de su estudio, encontraría en ellas todos los alimentos que requiere el espíritu. Además de las barreras lingüísticas intervienen las políticas o geográficas. Burns es un clásico en Escocia; al sur del Tweed interesa menos que Dunbar o que Stevenson. La gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba, en la soledad de sus bibliotecas.
Las emociones que la literatura suscita son quizá eternas, pero los medios deben constantemente variar, siquiera de un modo levísimo, para no perder su virtud. Se gastan a medida que los reconoce el lector. De ahí el peligro de afirmar que existen obras clásicas y que lo serán para siempre.
Cada cual descree de su arte y de sus artificios. Yo, que me he resignado a poner en duda la indefinida perduración de Voltaire o de Shakespeare, creo (esta tarde de uno de los últimos días de 1965) en la de Schopenhauer y en la de Berkeley.
Clásico no es un libro (lo repito) que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad.



Otras inquisiciones (1952)
Tomado de Obras completas (Tomo II 1952-1972)
© María Kodama, 1996
© Emecé Editores, 1996
Barcelona, Emecé Editores, 2000

Foto: Borges en 1983 por Graziano Arici


12/2/17

Antonio Cajero: Un texto desconocido de Borges en sus contextos







No obstante la búsqueda exhaustiva y la valiosa recuperación de los textos que fueron relegados de las Obras completas, de Borges (como lo confirman las Cartas del fervor, los tres tomos de Textos recobradosMuseoBorges en Revista MulticolorBorges en Sur o Borges en El Hogar, herederos directos de los Textos cautivos que Rodríguez Monegal preparó poco antes de su muerte, en 1987), todavía es posible hallar documentos de factura borgeana que no han sido registrados en ninguna de las bibliografías sobre la obra del autor de El Aleph; no puede ponerse punto final a esta labor casi detectivesca a la cual Borges condenó a sus lectores con las manías de utilizar seudónimos, de no firmar sus traducciones o de renegar de su propia obra. Además, considero que hay un rasgo que bien merecería un estudio detallado en el proceso creativo de Borges: me refiero al reciclaje de textos que, en la medida en que se adecuan a un nuevo contexto, se hallan en constante resignificación. El mejor intento en esta línea de investigación es el de Michel Lafon, autor de Borges ou la réécritureAsí, con la premisa de que el contexto contribuye al sentido del texto, querría ilustrar cómo un escrito desconocido de Borges resulta más bien una suerte de fase intermedia de una serie de reciclajes. Me explico: el texto "Dos hombres rememoran sus vidas", que por su peculiaridad habría pertenecido a la sección de Museo, en Los Anales de Buenos Aires, y firmada por B. Suárez Lynch, debido a algún error de composición o a una intención deliberada, se halla entre anuncios de flores, plantas y pieles, enseguida de un recuento de las actividades de Anales de Buenos Aires en Argentina y Uruguay. Copio el hallazgo que, por cierto, pasan por alto las editoras de Museo. Textos inéditos:


Dos hombres rememoran sus vidas

Empédocles de Agrigento, del siglo v antes de Cristo:


         Yo he sido mancebo, doncella, arbusto, pájaro y mudo pez que surge del mar.


Taliessin, bardo galense del siglo v de la era cristiana:

Yo he sido la hoja de una espada,
Yo he sido una gota en el aire,
Yo he sido una estrella luciente,
Yo he sido una palabra en un libro,
Yo he sido un libro en el principio,
Yo he sido una luz en una linterna,
Yo he sido un puente que atraviesa sesenta ríos,
Yo he viajado como un águila,
Yo he sido una barca en el mar,
Yo he sido un capitán en la batalla,
Yo he sido una espada en la mano,
Yo he sido un escudo en la guerra,
Yo he sido la cuerda de un arpa,
Durante un año estuve hechizado en la espuma del agua.


Sin firma y fuera de paginación, se encuentra esta suerte de analogía que atribuyo a Borges y a Bioy Casares, pues los mismos textos de Empédocles y Taliesin son citados en una nota de la traducción que aquellos hicieron del "Quinto capítulo de la ‘Hydriotaphia’ (1658)", Sur, 1944, núm. 111. En la nota 1 de la página 21 pueden verse, como documentos sobre la trasmigración de las almas a que alude sir Thomas Browne, los textos de estos ilustres ejemplares separados por diez siglos, pero reunidos precisamente porque escriben sobre un tema semejante y mediante un procedimiento que Borges frecuentó una y otra vez, en prosa y en verso: la enumeración.

Ahora bien, entre la versión de Sur y la de Los Anales de Buenos Aires hay una diferencia radical de sentido, porque la primera sólo aparece como un registro que ayuda a explicar "la trasmigración de las almas" de manera colateral:

[Browne] alude –dicen los traductores– tal vez a los pitagóricos. Tal vez a Empédocles de Agrigento, que dijo: "Yo he sido mancebo, doncella, arbusto, pájaro y mudo pez que surge del mar." Compárese, en los Mabinogion, la enumeración de Taliesin:

Yo he sido la hoja de una espada,
Yo he sido una gota en el aire,
Yo he sido una estrella luciente
Yo he sido una palabra en un libro,
Yo he sido un libro en el principio,
Yo he sido una luz en una linterna,
Yo he sido un puente que atraviesa sesenta ríos,
Yo he viajado como un águila,
Yo he sido una barca en el mar,
Yo he sido un capitán en la batalla,
Yo he sido una espada en la mano,
Yo he sido un escudo en el combate,
Yo he sido la cuerda de un arpa,
Durante un año estuve hechizado en la espuma del agua.


A simple vista, es posible registrar una variante en el v. 12: en lugar de "Yo he sido un escudo en la guerra" de Los Anales, en Sur decía "Yo he sido un escudo en el combate." Además, la ortografía de "Taliessin" era diferente, "Taliesin".

La versión de Los Anales hace énfasis en las coincidencias desde el mismo título, independientemente de si tienen que ver o no con la trasmigración: la intención es contrastar a dos sujetos que, más allá de la arbitrariedad del tiempo, resultan espíritus paralelos, según se desprende de los escritos reunidos y, seguramente, traducidos por Borges y Bioy; la inclusión de las fechas, "siglo v antes de Cristo" y "siglo v de la era cristiana", confirma este juego de las analogías borgeanas.

Si se observa bien, "Dos hombres rememoran sus vidas" vendría a ser el texto reciclado de la nota sobre Browne; pero no queda ahí el experimento, si puede llamársele así, porque casi dos décadas después Borges recurrirá a Taliesin nuevamente, aunque en este caso parece hacerlo de memoria. Se trata de un fragmento del discurso de recepción que Borges leyó en la Academia Argentina de Letras donde, antes de referirse al bardo galés, Borges alude al asunto de la trasmigración en otros escritores, como Rubén Darío y, a la vez, lo enlaza con la tradición occidental:

Todos ustedes recordarán poemas en que un poeta rememora sus encarnaciones anteriores; tenemos a mano uno espléndido de Rubén Darío:
Yo fui un soldado que durmió en el lecho
     de Cleopatra, la reina…
 y luego aquello de:
¡Oh la rosa marmórea omnipotente!
Y tenemos ejemplos antiguos, como el de Pitágoras, que declaró haber reconocido en otra vida el escudo con el cual combatió en Troya.

E inmediatamente después, el ejemplo de Taliesin:

Veamos ahora qué hizo Taliesin, poeta galés del siglo VI de nuestra era. Taliesin recuerda hermosamente haber sido muchas cosas; nos dice: 'he sido un jabalí, un jefe en la batalla, una espada en la mano de un jefe, un puente que atraviesa setenta ríos, estuve en Cartago, en la espuma del agua; he sido una palabra en un libro, he sido un libro en un principio'. Es decir que estamos ante un poeta perfectamente consciente, digamos, de los privilegios, de los méritos que puede dar este tipo de diversión incoherente. Yo creo que Taliesin debió de querer ser todas estas cosas; pero supo que una lista, para ser bella, tiene que constar de elementos heterogéneos, y así recuerda haber sido una palabra en un libro y un libro en un principio.

Como dije, en esta ocasión Borges parece hacerlo de memoria, cuya porosidad lo vuelve un recreador del poema de Taliesin, pues menciona datos que no se encuentran en los dos testimonios anteriores: lo sitúa en "el siglo VI de nuestra era"; la mención del jabalí no aparece insinuada siquiera en las versiones de 1944 y 1947, aunque bien pudo caber, en cuyo caso Borges ya se encargó de agregarlo; en otro que podría llamarse acto creativo, Borges habla de Cartago, no mencionada en los textos de los años cuarenta ("estuve en Cartago"); en lugar de "un capitán en la batalla", Borges se refiere a "un jefe en la batalla", que si bien no afecta mayormente el sentido del verso, en el jefe caben diferentes grados de jefatura. Aunque habría que constatarlo con la versión original, en este segundo reciclaje Borges atribuye un mayor alcance al puente que, en las versiones previas, "atraviesa sesenta ríos" y ahora "setenta". Lo mismo que en la nota de 1944, Borges hace énfasis no sólo en el tema sino en el procedimiento de la enumeración caótica, que tantas veces aparece en la producción borgeana.

En este último testimonio hay más una intención de abarcar, de la manera más fluida posible, a brochazos se diría, múltiples aspectos de la cultura celta que se relacionen con la moderna academia. Por ello reflexiona sobre el caso de las escuelas en que se requería tiempo y rigor para seguir, por ejemplo, la carrera de letras, que exigía más de doce años de estudios de mitología, historia legendaria, topografía, gramática y retórica.

Además, el trabajo de memoria obliga a Borges a reescribir el texto de Taliesin y a presentarlo de manera fragmentaria. Como puede notarse, un solo texto, si bien ajeno, sirve a Borges para practicar el postulado de que el contexto determina en alguna medida el sentido del texto, así como la lectura de un texto adquirirá tantos sentidos como lectores tengan acceso a ella: Menard en ciernes, Borges supo siempre sacar provecho de estos artificios de lector empedernido.


En La Jornada Semanal

Universidad Nacional de México
Domingo 6 de agosto de 2006, Número 596
Caricatura de Jorge Luis Borges por Pablo Lobato



10/2/17

Jorge Luis Borges: Biografía sintética y poemas de Carl Sandburg








16 de octubre de 1936

Carl Sandburg —acaso el primer poeta de Norteamérica y sin duda el más norteamericano— nació en Galesburg, estado de Illinois, el 6 de enero de 1878. Su padre era un herrero sueco, August Jonsson, empleado en los talleres del Ferrocarril de Chicago. Como los Jonsson, Johnson, Jensen, Johnston, Johnstone, Jason, Janssen y Jansen abundaban en el taller, su padre se mudó a otro apellido más inequívoco y optó por el de Sandburg.

Sin recurrir a la transmigración, Carl Sandburg —como Walt Whitman, como Mark Twain, como su compañero Sherwood Anderson— ha cursado muchos destinos, algunos de lo más laboriosos. De los trece a los diecinueve años fue sucesivamente portero en una barbería, carrero, tramoyista, peón en un horno de ladrillos, carpintero, lavaplatos en hoteles de Kansas City, Omaha y Denver, peón de chacra, atorrante, pintor de estufas y pintor de paredes. En el 98 se alistó como voluntario en el seis de infantería de Illinois, y sirvió casi un año en Puerto Rico, contra los españoles. Un compañero de armas lo instó a educarse. A su vuelta ingresó en el Colegio de Galesburg. De esa fecha (1899-1902) datan sus primeros escritos: algunos ejercicios en prosa y verso que no se parecen a él. En aquel tiempo, Sandburg creía que le interesaba más el basketball que las letras. Su primer libro —que es de 1904— ya contiene algunos renglones que un discípulo suyo no rehusaría. El Sandburg esencial tarda diez años más en aparecer, en el poema «Chicago». Casi inmediatamente, América lo reconoce, lo aplaude, lo aprende de memoria, y también lo insulta. Como su poesía no tiene rimas, los opositores resuelven que no es poesía. Los partidarios contraatacan, invocando los nombres y los ejemplos de Enrique Heine, del rey David y de Walt Whitman. Inútil repetir la discusión, todavía corriente en Buenos Aires, aunque ya del todo arrumbada en los otros países del mundo...

En 1908, Sandburg (entonces periodista en Milwaukee) se casó. En 1917 entró en el Daily News; en 1918 hizo un piadoso viaje a Suecia y Noruega, tierras de sus mayores. Un par de años después publicó Smoke and Steel (Humo y Acero). La dedicatoria es así: «Al coronel Eduardo J. Steichen, pintor de nocturnos y rostros, grabador de vislumbres y de momentos, oyente de vientos azules de la tarde y frescas rosas amarillas, soñador y hallador, jinete de grandes mañanas en jardines, valles, batallas».

Sandburg ha recorrido los diversos estados de la Unión, dando conferencias, leyendo con lenta intensidad sus poemas, recogiendo y cantando viejos cantares. Hay discos de fonógrafo que registran la seria voz y la guitarra de Sandburg. Las poesías de Sandburg están compuestas en un inglés que se parece a su voz y a su modo de hablar: un inglés oral, conversado, con palabras que no están en los diccionarios y que están en las calles americanas, un inglés criollo en suma. En sus poemas hay un juego incesante de falsas torpezas, de habilidades que quieren pasar por descuidos.

Hay en Carl Sandburg una fatigada tristeza, una tristeza de atardecer en la llanura, de ríos barrosos, de recuerdos inútiles y precisos, de hombre que siente día y noche el desgaste del tiempo. Whitman, en un Nueva York de tres o cuatro pisos, celebró las ciudades verticales que se tiran al cielo; Sandburg, en la vertiginosa Chicago, suele prever el tiempo remoto en que la soledad, las ratas y la llanura se repartirán los escombros de su ciudad.

Sandburg ha publicado seis libros de poemas. Uno de los últimos se titula Buenos días, América. Es autor, asimismo, de tres libros de cuentos para niños y de una minuciosa biografía de los años mozos de Lincoln, otro hombre de Illinois. En septiembre de este año ha publicado un largo poema épico: El pueblo, sí.

Un poema de Sandburg: Calles demasiado viejas

Caminé por las calles de una vieja ciudad, y eran flacas las calles como gargantas de pescados duros del mar, salados y guardados en barriles por muchos años.

¡Qué viejas, qué viejas, qué viejas somos! —seguían diciendo las paredes, arrimadas unas a otras como mujeres viejas del pueblo, como viejas comadres que están cansadas y que hacen lo indispensable.

Lo más grande que la ciudad podía ofrecerme a mí, un forastero, eran estatuas de los reyes, en cada esquina bronces de reyes, viejos reyes barbudos que escribían libros y hablaban del amor de Dios para todos los pueblos, y reyes jóvenes que atravesaron con ejércitos las fronteras, rompiendo la cabeza de los contrarios y agrandando sus reinos.

Lo más extraño de todo para mí, un extraño en esta vieja ciudad, era el ruido del viento que serpeaba en las axilas y en los dedos de los reyes de bronce: ¿No hay evasión? ¿Esto durará para siempre?

Temprano, en una racha de nieve, uno de los reyes gritó: «Échenme abajo, donde no me puedan mirar las comadres cansadas; tiren el bronce mío a un fuego feroz, y fúndanme en collares para niños que bailan».

16 de octubre de 1936

Poemas del norteamericano Carl Sandburg*

Sombreros

¿A quiénes pertenecen, sombreros?
¿Quién está debajo de ustedes?
Desde el borde de la frente de un rascacielos
Miré y vi: sombreros: cincuenta mil,
hormigueando con un rumor de abejas y de rebaños, de hacienda y de cascadas,
parándose con un silencio de musgo marino, un silencio de trigo en la llanura.
Sombreros: contadme vuestras grandes esperanzas.



Plegaria después de la guerra mundial

Errante soñadora de ultramar,
que buscas y estás ronca, ¡oh, hija y madre!,
¡Oh, hija de cenizas y madre de sangre!
Niña del pelo suelto y las lágrimas,
Niña de la cruz en el Sur
y de la estrella en el Norte,
Guardiana del Egipto y de Rusia y de Francia,
Guardiana de Inglaterra y de Polonia y de España,
te pedimos un canto para mañana,
un nuevo sueño para nosotros que olvidamos,
que de la tormenta salga una estrella.
Luchen, ¡oh, yunques!, y ayúdenla.
Tejan con su lana ¡oh, vientos y cielos!
Que tu hierro y tu cobre colaboren,
¡oh, cieno de la vieja tierra obscura!
Errante soñadora de ultramar,
que cantas cenizas y sangre,
niña de las cicatrices de fuego,
los que olvidamos te pedimos un sueño,
que de la tormenta salga una estrella.

6 de enero de 1939


En Textos cautivos (1986)
© 1995 María Kodama

© 2016 Penguin House Mondadori
* En esta sección no se incluyen los poemas Sombrero
y Plegaria después de la guerra mundial

También en Borges en El Hogar (2000)
Publicación original en revista El Hogar 
16 de octubre de 1936 y 6 de febrero de 1939

Imagen: Carl Sandburg y Marilyn Monroe 
fotografiados por Arnold Newman en 1962 Vía



8/2/17

Jorge Luis Borges: Blind pew







     Lejos del mar y de la hermosa guerra,
     que así el amor lo que ha perdido alaba,
     el bucanero ciego fatigaba
     los terrosos caminos de Inglaterra.
     Ladrado por los perros de las granjas,
     pifia de los muchachos del poblado,
     dormía un achacoso y agrietado
     sueño en el negro polvo de las zanjas.
     Sabía que en remotas playas de oro
     era suyo un recóndito tesoro
     y esto aliviaba su contraria suerte;
     a ti también, en otras playas de oro,
     te aguarda incorruptible tu tesoro:
     la vasta y vaga y necesaria muerte.


      En El hacedor (1960)
          Foto: Borges en su casa, Diario La Tercera

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