27/11/16

Jorge Luis Borges: Vanilocuencia







La ciudad está en mí como un poema
que no he logrado detener en palabras.
A un lado hay la excepción de algunos versos;
al otro, arrinconándolos,
la vida se adelanta sobre el tiempo,
como terror
que usurpa toda el alma.
Siempre hay otros ocasos, otra gloria;
yo siento la fatiga del espejo
que no descansa en una imagen sola.
¿Para qué esta porfía
de clavar con dolor un claro verso
de pie como una lanza sobre el tiempo
si mi calle, mi casa,
desdeñosas de plácemes verbales,
me gritarán su novedad mañana?
Nuevas
como una boca no besada.




Aporte de Marcelo Gill
Transcripción vía

En primera edición de Fervor de Buenos Aires (1923)
Imprenta Serrantes, 1923. 64 pp. [edición sin paginar] 
Excluido de sucesivas reediciones. No antologado.

Referencia en nota 83 de Textos recobrados 1919-1929 
© 1997 y 2007 María Kodama
Buenos Aires, Sudamericana, 2011
[83] *Fervor de Buenos Aires. [Poemas] Buenos Aires, Imprenta Serantes, [jun] 1923. Edición del autor. 300 ejemplares. Hay edición facsimilar de Alberto Casares, Buenos Aires, 1993. Contenido: A quien leyere. [Prólogo] - *Las calles - *La Recoleta - *Calle desconocida - *E1 Jardín Botánico - Música patria - *La plaza San Martín - *E1 truco - *Final de año - Ciudad - Hallazgo - *Un patio - *Barrio reconquistado - *Vanilocuencia - Villa Urquiza - Sala vacía - Inscripción sepulcral (Dilató su valor allende los Andes...) - *Rosas - Arrabal -Remordimiento por cualquier defunción - Jardín - Inscripción en cualquier sepulcro - Dictamen - *La vuelta - *La guitarra - Resplandor - Amanecer -*E1 Sur - Carnicería - Alquimia - *Benarés - Alba desdibujada - Judería - Ausencia - Llaneza - Llamarada - Caminata - La noche de San Juan -Sábados - Cercanías - Caña de ámbar - Inscripción sepulcral (Las cariñosas lomas orientales...) - Trofeo - Forjadura - Atardeceres - Campos atardecidos - Despedida. [Publicamos en este libro los poemas que no llevan asterisco].
Fervor de Buenos Aires. Buenos Aires, Emecé Editores, 4a reimpresión, 1996. (Contiene la última versión de los poemas revisados por el autor en 1977 y se completa con ocho poemas excluidos de las ediciones anteriores).

Incluido en pág. 171 y ss. de Expliquémonos a Borges como poeta
Análisis de Martín S. Stabb (recomendable)
Compilación y prólogo de Angel Flores
Siglo XXI  Editores, 1984

Otra referencia:
Víctor Gustavo Zonana: Jorge Luis Borges. Su concepción de la metáfora en la década del 20, pág. 310
Universidad Nacional de Cuyo
Revista de Literaturas Modernas, Nº 29, 1999, Mendoza, Argentina

Imagen: Caricatura de JLB por Horacio Sierra


26/11/16

Jesús Mira: Borges en laberintos cubanos









Fue en el primaveral 16 de setiembre de 1985, es decir, veinticinco años atrás, cuando Buenos Aires recibió al genial escritor cubano Roberto Fernández Retamar, quien era portador de una delicada misión: entrevistar a Jorge Luis Borges para ponerlo en conocimiento de que en Cuba habían decidido editar una antología con parte de su producción (poemas, cuentos y ensayos). Se necesitaba el acuerdo del escritor argentino, sobre todo porque algunas de las creaciones que los cubanos querían incorporar al futuro volumen no figuraban en sus Obras completas, dado que el autor no había autorizado su inclusión en estas últimas.
Como era de dominio público, Borges no manifestaba simpatía alguna por la Revolución Cubana y… finalmente, Fernández Retamar venía con el encargo de hacerle un sensible pedido: que cediera sus derechos de autor en esa puntual edición, porque como consecuencia del bloqueo norteamericano, la editora cubana no disponía de suficientes divisas, por lo que no estaba en condiciones de abonar los honorarios que legalmente le correspondían.
El caso es que Retamar llegó a la Editorial Hyspamérica, donde lo aguardaba su director, el generoso e inteligente Jorge Lebedev, quien había dirigido la colección personal de Borges con la colaboración de María Kodama. Ambos se habían comprometido a gestionar la entrevista.
Retamar y Lebedev toman entonces contacto telefónico con Kodama, y momentos después llegaba la voz de ella con la tan ansiada respuesta:
–Sí… dice Borges que puede venir ahora.
Posteriormente escribiría Fernández Retamar:
El viaje demandó sólo algunos minutos, que me parecieron demasiados. Hasta que al fin me encontré frente al número 994 de la calle Maipú. En el sexto piso, la propia María Kodama me abrió la puerta. Me sentí impresionado por su belleza y la austeridad del piso.
Al entrar, Borges le pregunta:
– ¿Qué edad tiene?
– Cincuenta y cinco años –responde Retamar.
–Pero si es un pibe, che… Yo tengo ochenta y seis.
–Sí, pero yo vivo en el tiempo y usted ya está en la eternidad, que ha historiado, así como también ha refutado al tiempo –puntualiza Retamar.
–Tampoco Borges es sucesivo.
–En todo caso, de mis cincuenta y cinco años, he pasado unos cuarenta leyéndolo a usted.
–Me excuso… –dice Borges.
Los dos intercambian opiniones sobre el Martín Fierro, sobre su autor y otros escritores latinoamericanos.
Retamar le comenta que en su juventud ya lo leía en un barrio orillero llamado La Víbora, y ante la pregunta de Borges: ¿Dónde está ese barrio?, Retamar contesta:
–Queda en La Habana, capital de un país llamado Cuba, cuyo régimen político yo sé que usted no aprecia demasiado… Pero ni siquiera eso puede impedir que usted tenga allí millares de lectores, millares de admiradores.
Borges le hace un reclamo:
–Hay textos que usted no puede poner en su selección –y menciona tres títulos, uno de ellos, “El hombre de la esquina rosada”.
Pero el autor cede al fin, y ese cuento estará en el volumen cubano.
Y así se llega al momento más espinoso de la entrevista, cuando Retamar le plantea el tema de los derechos de autor:
–Lo que no podemos es enviarle dólares.
El escritor argentino acepta las condiciones con una definición muy borgeana:
–A mí no me interesa el dinero.
Breve, contundente y satisfactoria contestación.
La tarde se había hecho noche y cubría con su oscuro manto a la Reina del Plata. Roberto Fernández Retamar se despedía con el compromiso de entregarle a Borges en persona varios ejemplares de la antología cubana de sus obras.
Poco tiempo después, fallecía en Ginebra Jorge Luis Borges, y aquel volumen se publicaba en Cuba con un éxito inusitado. La destacada pintora argentina Hilda Heller, que en aquel momento vivía en la isla, me relató a su regreso que “en sólo tres días se agotó la antología de Borges en las múltiples librerías cubanas”.
Fernández Retamar no pudo cumplir con la promesa de entregar el libro en manos de su autor. Él mismo había escrito el prólogo (lo que enriqueció la antología), en el que incluyó este final:
Cuando falleció Miguel de Unamuno, Borges redacta una sentencia con la que quiero terminar por parecerme justa en ambos casos: “El primer escritor de nuestro idioma acaba de morir”.


En  La revista del Centro Cultural de la CooperaciónEnero / Abril 2011, N° 11 
Cover, portada y vistas de páginas de la edición seleccionada y prologada por Fernández Retamar
Borges, Jorge LuisPáginas Escogidas, Casa de las Américas, La Habana, 1985






25/11/16

Jorge Luis Borges: Snorri Sturluson (1179-1241)





Tú que legaste una mitología
de hielo y fuego a la filial memoria,
tú, que fijaste la violenta gloria
de tu estirpe de acero y de osadía,
sentiste con asombro en una tarde
de espadas que tu triste carne humana
temblaba. En esa tarde sin mañana
te fue dado saber que eras cobarde.
En la noche de Islandia, la salobre
borrasca mueve el mar. Está cercada
tu casa. Has bebido hasta las heces
el deshonor inolvidable. Sobre
tu pálida cabeza cae la espada
como en tu libro cayó tantas veces.



En El otro, el mismo (1964)
Imagen: Christian Krogh: Illustration for Heimskringla 
1899 edition. «Snorre Sturluson» Vía


24/11/16

Jorge Luis Borges: Prólogo [Para las seis cuerdas]







Toda lectura implica una colaboración y casi una complicidad. En el Fausto, debemos admitir que un gaucho pueda seguir el argumento de una ópera cantada en un idioma que no conoce; en el Martín Fierro, un vaivén de bravatas y de quejumbres, justificadas por el propósito político de la obra, pero del todo ajenas a la índole sufrida de los paisanos y a los precavidos modales del payador.

En el modesto caso de mis milongas, el lector debe suplir la música ausente por la imagen de un hombre que canturrea, en el umbral de su zaguán o en un almacén, acompañándose con la guitarra. La mano se demora en las cuerdas y las palabras cuentan menos que los acordes.

He querido eludir la sensiblería del inconsolable «tango-canción» y el manejo sistemático del lunfardo, que infunde un aire artificioso a las sencillas coplas.

Que yo sepa, ninguna otra aclaración requieren estos versos.

J.L.B.
Buenos Aires, junio de 1965.


En Para las seis cuerdas (1965)
Foto: Borges entrando al Hotel Esja, Reikiavik
Náttbord Lemúrsins, Reikiavik, 2 de agosto de 2014

23/11/16

Jorge Luis Borges: Al idioma alemán








Mi destino es la lengua castellana,
el bronce de Francisco de Quevedo,
pero en la lenta noche caminada
me exaltan otras músicas más íntimas.
Alguna me fue dada por la sangre—
oh voz de Shakespeare y de la Escritura—,
otras por el azar, que es dadivoso,
pero a ti, dulce lengua de Alemania,
te he elegido y buscado, solitario.
A través de vigilias y gramáticas,
de la jungla de las declinaciones,
del diccionario, que no acierta nunca
con el matiz preciso, fui acercándome.
Mis noches están llenas de Virgilio,
dije una vez; también pude haber dicho
de Hölderlin y de Angelus Silesius.
Heine me dio sus altos ruiseñores,
Goethe, la suerte de un amor tardío,
a la vez indulgente y mercenario;
Keller, la rosa que una mano deja
en la mano de un muerto que la amaba
 y que nunca sabrá si es blanca o roja.
Tú, lengua de Alemania, eres tu obra
capital: el amor entrelazado
de las voces compuestas, las vocales
abiertas, los sonidos que permiten
el estudioso hexámetro del griego
y tu rumor de selvas y de noches.
Te tuve alguna vez. Hoy, en la linde
de los años cansados, te diviso
lejana como el álgebra y la luna.



En El oro de los tigres (1972)
Foto original sin intervención: Stefano Montesi 1980



22/11/16

Jorge Luis Borges: Hotel Esja, Reikiavik (versión bilingüe)






Hotel Esja, Reikiavik

En el decurso de la vida hay hechos modestos que pueden ser un don.
Yo acababa de llegar al hotel. Siempre en el centro de esa clara neblina que ven los ojos de los ciegos, exploré el cuarto indefinido que me habían destinado. Tanteando las paredes, que eran ligeramente rugosas, y rodeando los muebles, descubrí una gran columna redonda. Era tan ancha que casi no pudieron abarcarla mis brazos estirados y me costó juntar las dos manos. Supe enseguida que era blanca. Maciza y firme se elevaba hacia el cielo raso.
Durante unos segundos conocí esa curiosa felicidad que deparan al hombre las cosas que casi son un arquetipo. En aquel momento, lo sé, recobré el goce elemental que sentí cuando me fueron reveladas las formas puras de la geometría euclidiana: el cilindro, el cubo, la esfera, la pirámide.


Hótel Esja, Reykjavík


Á vegferðinni um lífið verða stundum einfaldir atburðir sem geta verið sem náðargjöf. Ég var nýkominn á hótelið. Ég kannaði ókunnugt herbergið sem mér hafði verið úthlutað, staddur í miðri bjartri þokunni sem aðeins augu blindra sjá. Þegar ég þreifaði á veggjunum, sem voru örlítið hrjúfir, og fetaði mig í kringum húsgögnin, uppgötvaði ég stóra og hringlaga súlu. Hún var svo þykk að ég gat varla náð utan um hana með útréttum handleggjum og það var erfitt að spenna greipar utan um hana. Ég vissi strax að hún var hvít. Hún var stór og sterk og náði upp í loftið.
Í nokkrar sekúndur þekkti ég þessa forvitnilegu hamingju sem maðurinn hefur af þeim hlutum sem eru í ætt við frumgerð alls sem er.
Nú veit ég fyrir víst að á þessu augnabliki endurheimti ég sæluna gömlu sem ég fann þegar ég kynntist fyrst hreinum formum í rúmfræði Evklíðs: sívalningnum, teningnum, kúlunni og píramídanum.


Texto original y foto en Atlas (1984)
Versión al islandés de Helgi Hrafn Guðmundsson


21/11/16

Jorge Luis Borges: Epílogo [Historia de la noche]







Un hecho cualquiera —una observación, una despedida, un encuentro, uno de esos curiosos arabescos en que se complace el azar— puede suscitar la emoción estética. La suerte del poeta es proyectar esa emoción, que fue íntima, en una fábula o en una cadencia. La materia de que dispone, el lenguaje, es, como afirma Stevenson, absurdamente inadecuada. ¿Qué hacer con las gastadas palabras —con los Idola Fori de Francis Bacon— y con algunos artificios retóricos que están en los manuales? A primera vista, nada o muy poco. Sin embargo, basta una página del propio Stevenson o una línea de Séneca, para demostrar que la empresa no siempre es imposible. Para eludir la controversia he elegido ejemplos pretéritos; dejo al lector el vasto pasatiempo de buscar otras felicidades, quizá más inmediatas.
Un volumen de versos no es otra cosa que una sucesión de ejercicios mágicos. El modesto hechicero hace lo que puede con sus modestos medios. Una connotación desdichada, un acento erróneo, un matiz, pueden quebrar el conjunto. Whitehead ha denunciado la falacia del diccionario perfecto: suponer que para cada cosa hay una palabra. Trabajamos a tientas. El universo es fluido y cambiante; el lenguaje, rígido.
De cuantos libros he publicado, el más íntimo es éste. Abunda en referencias librescas; también abundó en ellas Montaigne, inventor de la intimidad. Cabe decir lo mismo de Robert Burton, cuya inagotable Anatomy of Melancholy —una de las obras más personales de la literatura— es una suerte de centón que no se concibe sin largos anaqueles. Como ciertas ciudades, como ciertas personas, una parte muy grata de mi destino fueron los libros. ¿Me será permitido repetir que la biblioteca de mi padre ha sido el hecho capital de mi vida? La verdad es que nunca he salido de ella, como no salió nunca de la suya Alonso Quijano.
J.L.B.
Buenos Aires, 7 de octubre de 1977

En Historia de la noche (1977)
Fotos: © Sara Facio, Borges, Buenos Aires
Buenos Aires, La Azotea, 2005

20/11/16

Jorge Luis Borges: Un problema








  Imaginemos que en Toledo se descubre un papel con un texto arábigo y que los paleógrafos lo declaran de puño y letra de aquel Cide Hamete Benengeli de quien Cervantes derivó el Don Quijote. En el texto leemos que el héroe (que, como es fama, recorría los caminos de España, armado de espada y de lanza, y desafiaba por cualquier motivo a cualquiera) descubre, al cabo de uno de sus muchos combates, que ha dado muerte a un hombre. En este punto cesa el fragmento; el problema es adivinar, o conjeturar, cómo reacciona don Quijote.

  Que yo sepa, hay tres contestaciones posibles. La primera es de índole negativa; nada especial ocurre, porque en el mundo alucinatorio de don Quijote la muerte no es menos común que la magia y haber matado a un hombre no tiene por qué perturbar a quien se bate, o cree batirse, con endriagos y encantadores. La segunda es patética. Don Quijote no logró jamás olvidar que era una proyección de Alonso Quijano, lector de historias fabulosas; ver la muerte, comprender que un sueño lo ha llevado a la culpa de Caín, lo despierta de su consentida locura acaso para siempre. La tercera es quizá la más verosímil. Muerto aquel hombre, don Quijote no puede admitir que el acto tremendo es obra de un delirio; la realidad del efecto le hace presuponer una pareja realidad de la causa y don Quijote no saldrá nunca de su locura.

  Queda otra conjetura, que es ajena al orbe español y aun al orbe del Occidente y requiere un ámbito más antiguo, más complejo y más fatigado. Don Quijote —que ya no es don Quijote sino un rey de los ciclos del Indostán— intuye ante el cadáver del enemigo que matar y engendrar son actos divinos o mágicos que notoriamente trascienden la condición humana. Sabe que el muerto es ilusorio como lo son la espada sangrienta que le pesa en la mano y él mismo y toda su vida pretérita y los vastos dioses y el universo.


En El hacedor (1960)
Borges junto a Kodama, saludado por los reyes de España 
Entrega del Premio Cervantes, Madrid, 1980, Foto EFE


19/11/16

Jorge Luis Borges: Traducción








Empiezo por recordar a un amigo nuestro que dijo que había dos tipos de literatura, la del conocimiento y la del poder o la virtud. Creo que la primera es traducible.
Quien haya leído la Ética de Spinoza en inglés, español, alemán o francés podrá comprenderla tan perfectamente como el que la haya leído en latín, porque el mundo intelectual es traducible; la otra literatura, la de la emoción, no sé hasta qué punto es traducible, no sé si un poema es traducible, creo que el único modo de traducir un poema es recreándolo, es algo que está más allá del falso juego de sinónimos que los diccionarios nos dan.
Puedo recordar un ejemplo de traducción creativa: Chaucer empleó la frase de Hipócrates ars longa vita brevis y la intercaló en un poema, y quizás llevado por la necesidad de llenar un verso la tradujo en esta forma:
The life so short
the craft so long to learn.
La vida tan breve
El arte tan largo de aprender.

Él le infundió una música melancólica que no tiene el texto original, recreándolo y enriqueciéndolo con esa música que no tenía.
Llego a la conclusión de que podemos traducir lo conceptual, pero para traducir lo emocional tenemos que ser un poco poetas. Los diccionarios nos llevan a una idea falsa haciendo corresponder una palabra a otra de un diferente idioma, y esto ocurre aun dentro del mismo idioma… Las palabras que en idiomas diferentes se refieren a emociones no son traducibles.
«Estaba sentadita» —cuando lo decimos sentimos un cierto cariño— se podría traducir por «She was all alone», pero no tiene exactamente el mismo valor emocional. Así hay otras palabras como saudade en portugués, wisdom en inglés, etcétera, que no podemos traducir a otro idioma.
La poesía, por cierto, puede traducirse siempre que el traductor sea un poeta y que no se quede en la precisión científica o filológica. Lo que es conceptual para los fines de la política, por ejemplo, es esencial y puede traducirse; los pensamientos pueden traducirse, las metáforas no.

Américas, 1971





En Borges A/Z

A. Fernández Ferrer y J. L. Borges, 1988
Foto s/d: Los ojos de Borges Vía
Portada del libro Borges A/Z
Colección La Biblioteca de Babel

18/11/16

Vlady Kociancich: Algo sobre Borges [III de IV]









Pobre Georgie, qué lejos está.
Comentario de Silvina Ocampo al enterarse de la muerte de Borges



El tesoro de Sutton Hoo 

En 1939, en Sutton Hoo, una finca situada en Suffolk, Inglaterra, se descubrió la tumba de un rey anglosajón, Redwald, muerto en 625 d.C. El entierro, sin cuerpo, era el de un barco totalmente equipado para un viaje en el otro mundo y contenía una cincuentena de objetos de oro puro y de plata. Espadas, monedas, untensilios. En 1959, parte de ese tesoro, ya restaurado, se expuso al público. 

La noticia de la exhibición apareció en un diario mientras yo cursaba literatura inglesa con Borges, precisamente sobre el tema de antiguas literaturas germánicas y la épica de Beowulf, el poema más importante de la literatura anglosajona, compuesto entre 750 y 780, una suerte de Mio Cid de la lengua inglesa. La pasión de Borges por batallas y espadas había despertado mi curiosidad más que el poema en sí, que nunca terminó de gustarme. Era de una heroicidad primitiva, una sucesión demasiado rápida de cortes de cabeza en forma de metáforas. Pero una de las dos fotos de Sutton Hoo que vi en el diario mostraba las espadas oscuras y roídas antes de la restauración; la otra, una proa de barco asomando entre montículos de tierra. Esa proa alzada, curva, irreal como si estuviera a punto de zarpar en un viaje imposible, me conmovió particularmente y por primera vez desde el inicio de las clases esperé a Borges en la puerta del aula y le hice una pregunta.

No puedo recordar qué pregunté. Quizás alguna precisión sobre una fecha o sobre los entierros de barcos. Hablamos, es decir, hablaba Borges, en el helado pasillo que daba a la calle Viamonte. Antes de que atinara a despedirme, Borges me tomó del brazo y me pidió que lo acompañara a tomar un café.

La naturalidad de la conversación en la confitería Richmond de la calle Florida me sorprendió mucho. Honestamente, todo lo que esperaba del profesor al que sólo había visto aislado en su tarima eran explicaciones doctorales del tema que nos había reunido. Por el contrario, Borges se interesaba en conocer mis circunstancias. De dónde provenía mi apellido, qué edad tenía, por qué elegí la carrera de Letras, qué libros y autores me gustaban. Con el tiempo, descubriría que esta indagación cortés respondía en parte a su civilidad, en parte a la necesidad de hacerse una imagen de su interlocutor para recordarlo después (como una de las fichas que desdeñaba), en parte para romper el hielo y sumergirse en la conversación, que era lo que realmente le importaba, y que el amable interrogatorio lo aplicaba siempre y a todos los que se acercaban a hablarle. Antes de darme cuenta, había aceptado su invitación a estudiar inglés antiguo, fuera de la Facultad y del programa, los sábados a la mañana, si me parecía bien.

Me parecía muy bien. La proa de la fotografía había establecido una conexión peculiar entre el tema, tan poco común, y mi imaginación. Por otra parte, no estaba cómoda en la Facultad. Aunque había hecho un secundario exigente y pasado el examen de evaluación para el ingreso en Letras con notas inesperadamente altas, las materias que estaba cursando en la universidad ya me habían convencido de que era ignorante y estúpida. Mi incapacidad de relacionarme con más de una persona a la vez me excluía de los grupos de estudiantes, a quienes admiraba, temía e intentaba vanamente emular en sus discusiones intelectuales de vanguardia. Pero mis lecturas y preferencias literarias era bochornosamente anticuadas y dispersas. Dickens, Kipling, Conrad, Shaw, novelas inglesas y norteamericanas contemporáneas, los dramas de Anouihl, de Pirandello, el teatro que iba a leer todos los mediodías a la biblioteca Lincoln de la Embajada de los Estados Unidos en la calle Florida, O'Neill, Tennessee Williams, novelas policiales, ciencia ficción (una manía que había heredado de mi padre), los novelistas rusos, más cualquier cosa que me cayera en las manos. Los jóvenes que se reunían en el café que estaba en frente de la Facultad citaban a Ionesco, admiraban a Beckett, mientras yo leía Don Juan, el poema satírico de Lord Byron, con un diccionario en la mano. No es extraño que en esa primera conversación con Borges, quien a cada mención de mis autores favoritos respondía con más información y evidente placer, me sintiera menos sola y en una compañía amistosa. Debo aclarar que en esos días no lo había leído aunque sabía que era un escritor (pero en la Facultad había tantos, hasta el bedel seguramente estaba por publicar un libro, suponía) y que sólo me deslumbraba la inteligencia y los conocimientos del profesor. 

Éste no era el caso de los otros dos estudiantes invitados a la primera reunión de aquel sábado en la Biblioteca Nacional. No recuerdo sus nombres. Los recuerdo como Borges los caracterizó inmediatamente: un ingeniero de ascendencia italiana, de unos treinta años; un muchacho algo mayor que yo, de ascendencia portuguesa. Los dos admiraban su obras, estaban realmente emocionados con el privilegio de asistir a lo que consideraban un seminario sobre inglés antiguo dictado por un gran autor para unos pocos. 


Borges nos condujo a las sala de la Dirección. Nos sentamos a la larga, antigua mesa que había pertenecido a Groussac. Sobre la mesa estaban los libros de estudio. Un pequeño volumen, The Anglo-Saxon Chronicles, un manual modestamente titulado Primeros pasos en Inglés Antiguo. Borges empujó suavemente los libros hacia nosotros y preguntó sonriendo: "¿Quién quiere empezar a leer?"

Hubo un largo, incómodo silencio. En ese silencio comprendimos qué significa la ceguera. Finalmente, porque mis compañeros me miraban suplicantes, me animé y leí como pude el comienzo de las Crónicas Anglosajonas escritas por monjes del siglo X, que cuenta la llegada de Julio César a Bretaña: Julius Caius se Casere, aerest Romana Bretonlond gesohte...
Es mañana de sábado de otoño quedaría registrada en el poema de Borges "Al iniciar el estudio de la gramática anglosajona" (El Hacedor). 

El sábado leímos que Julio el César
fue el primero que vino de Romeburg para develar a Bretaña;
antes que vuelvan los racimos habré escuchado
la voz del ruiseñor del enigma
y la elegía de los doce guerreros
que rodean el túmulo de su rey.
Símbolos de otros símbolos, variaciones
del futuro inglés o alemán me parecen estas palabras
que alguna vez fueron imágenes
y que un hombre usó para celebrar el mar o una espada;


Borges encaró el estudio del anglosajón como un misterio que podía resolverse a fuerza de inteligencia, mediante la asociación y el análisis de pistas que aparentemente no daban a ninguna parte. Con "variaciones del futuro inglés o alemán" y su agilidad para moverse en la etimología de palabras enterradas como el barco de Sutton Hoo, iba abriendo camino. Era un avance muy lento. La ceguera y nuestra ignorancia le impedían acelerarlo. Estaba obligado a escuchar descripciones de runas, de acentos marcados por líneas, de vocales pegadas entre sí, como un pintor ciego que depende de la voz de torpes aprendices para que le cuenten las formas y colores de un cuadro hecho por otro. Pero no demostraba impaciencia. Por el contrario, en las pausas de espera, mientras buscábamos en el glosario una palabra que no sabíamos si era un sustantivo o un verbo, intentaba llenar esas pausas hablando sobre el contexto histórico, ilustrando con citas de poemas una reflexión sobre las crónicas que se descifraban gota a gota.

Cuando al cabo de unas dos horas dimos por terminada la clase, se levantó y fue hacia el escritorio circular de Groussac. Ahí, junto al antiguo y enorme globo terráqueo, había unos libros. Los tomó y pegó la cara a cada uno, acercando el lomo a los ojos para identificarlos. Eran regalos que nos había traído para agradecernos el favor de compartir con él esta exploración intelectual. Recuerdo mi asombro al ver mi libro: una obra sobre budismo zen, del profesor Suzuki. Seguramente, en la conversación de la confitería Richmond, le había comentado que la única materia que me hacía feliz era Filosofía de las Religiones, que dictaba Vicente Fatone, y mi descubrimiento del budismo zen, que entendía a medias. No lo olvidó. Tampoco a mis compañeros. El ingeniero italiano recibió un libro de autor italiano, el joven portugués una novela de Eça de Queirós.

Creo que fue ese mismo sábado que caminamos desde la calle México hasta su departamento en la calle Maipú, simplemente porque yo era la única de los tres estudiantes que iba en esa dirección, a tomar un tren en la estación Retiro. Borges hablaba emocionado de algunas palabras aprendidas, de la mañana que había transcurrido, del primer contacto con una lengua que hasta ese momento sólo había sido para él un eco de bellas metáforas. Para su sorpresa (y la mía) yo recordaba el texto entero. Sin darme cuenta, había memorizado incluso las escuetas nociones de gramática que hallamos en el manual de Sweet.

El comienzo de un amistad que duraría hasta poco antes de la muerte de Borges fue un agradecimiento mutuo. El mío era por descubrirme una memoria que había estado dormida o en estado latente, siempre en falta cuando debía rendir exámenes, que me desesperaba con su lentitud y que ahora, misteriosamente, absorbía sin esfuerzo todo lo que leía o escuchaba para devolvérmelo después, enriquecido por asociaciones inmediatas. Borges agradecía a esa memoria, esa especie de diccionario ambulante, el poder consultarla cuando no teníamos los textos, como en esa primera caminata y en las que siguieron. Y agradecía con libros.

A cada encuentro llegaba con un libro de regalo, que sacaba de su biblioteca. Libros anotados en la última página con esa letra minúscula, en diagonal, de cuando aún escribía, o con la letra angulosa de la madre de cuando ella le leía. Y nunca sabía qué iba a recibir. Pero en la generosidad de Borges había un orden. En general, esos libros eran respuestas a preguntas que yo hacía en la conversación, a mi curiosidad por un tema o por un autor, y sobre todo a las quejas de mi propia ignorancia. Hoy pienso que también, de algún modo, en esas lecturas viejas para él recuperaba las de su juventud, podía mirarse retrospectivamente en mis comentarios o en mis dudas.

El estudio de anglosajón prosiguió con cambios en el grupo inicial y en el sitio de las reuniones. Mis dos compañeros abandonaron pronto, desanimados por lo que juzgaban un esfuerzo inútil. Uno de ellos me confesó que no podía seguir perdiendo el tiempo en esas clases sin un certificado de asistencia que diera validez a su currículum. Peor aun, el estudio era considerado por todo el mundo como una manía personal de Borges. Desde el punto de vista de un estudiante atento a su carrera, el muchacho tenía razón en cuanto a la inutilidad de aprender esta lengua muerta. Pero Borges era un incansable predicador de los méritos de del inglés antiguo y logró, pese a las deserciones, cierta continuidad y más conversos. Durante un tiempo, las clases en grupo salieron de la Biblioteca Nacional para adquirir el carácter de un seminario que se dictaba en una sala adjunta a la cátedra de Literatura Inglesa. Luego, a lo largo de los años, pasarían al living de su departamento, en las tardes de domingo.

Borges comenzó a estudiar antiguo noruego, el idioma de las sagas escandinavas, cuando sintió que había agotado las posibilidades de nuevos hallazgos y emociones en el conjunto de las obras en anglosajón. Yo no lo seguí. La prosa de las sagas, directa y seca, leída en la lengua original no agregaba mucho a las traducciones en inglés. Los poemas y crónicas en anglosajón, por el contrario, conservaban el hermoso timbre de sus voces remotas, con un centro elusivo, intraducible. Del largo estudio, en nuestra amistad quedaron frases y citas salpicando la conversación, mitad en serio y mitad en broma: "Wyrde-gebraecon" ("destrozado por el destino") cuando estábamos tristes, o decir de alguien que era "maligno como la madre de Gretel" aludiendo al poema de Beowulf.

Borges nunca quiso ser profesor ni maestro. La sola idea de tener discípulos lo horrorizaba. Pero sí creía con fervor en la transmisión de conocimientos adquiridos —nunca infalibles, siempre relativos y expuestos a una futura corrección— como alimento de la curiosidad. Y cuando tuvo la oportunidad, como profesor, lo hizo. En cuanto al anglosajón, una verdad estética se expresa en el poema "Composición escrita en un ejemplar de la gesta de Beowulf", que transcribo completo. 

A veces me pregunto qué razones
me mueven a estudiar sin esperanza
de precisión, mientras mi noche avanza
la lengua de los ásperos sajones.
Gastada por los años la memoria
deja caer la en vano repetida
palabra y es así como mi vida
teje y desteje su cansada historia.
Será (me digo entonces) que de un modo
secreto y suficiente el alma sabe
que es inmortal y que su vasto y grave
círculo abarca todo y puede todo.
Más allá de este afán y de este verso
me aguarda inagotable el universo.







En Vlady Kociancich: La raza de los nerviosos
Buenos Aires, Seix Barral, 2006

Fotos: 
Vlady Kociancich por Alejandra López
The Sutton Hoo helmet. Photograph David Levene


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