24/1/16

Jorge Luis Borges: Nostalgia del presente








En aquel preciso momento el hombre se dijo:
Qué no daría yo por la dicha
de estar a tu lado en Islandia
bajo el gran día inmóvil
y de compartir el ahora
como se comparte la música
o el sabor de una fruta.
En aquel preciso momento
el hombre estaba junto a ella en Islandia.




En La cifra, 1981
Obra poética 1923/1985
Buenos Aires, 2001

Foto: Borges y Kodama en Notre-Dame
La Maga Colección - Homenaje a Borges
Buenos Aires, febrero 1996



23/1/16

Julio Cortázar: Carta a Ana María Barrenechea [sobre Borges]








París, 21 de septiembre de 1954

Ya veo que México la ha atrapado. Su carta, aunque no sea exactamente entusiasta, vale por la más elocuente de las confesiones. Y me alegro, porque siempre es bello que los amigos estén contentos frente a las cosas que uno quisiera ver alguna vez. Me acuerdo de cuando yo planeaba mi primer viaje a Francia, temblaba cada vez que oía hablar de París a la gente que ya "estaba de vuelta". Las críticas, los retaceos, todo se me antojaba una amenaza y una injusticia, sobre todo porque no podía oponerme. Los ídolos son inmortales, ¿no es cierto? Cada uno tiene su colección privada, y los defiende contra las intrusiones de fuera... Hace doce años tuve la primera gran visión de México, a través de una serie de libros, poesía y cine. Razones tristemente personales me obligaron a quedarme en la Argentina, y luego pudo más mi cariño por Europa. Pero creo que un día iré allá, y me quedaré un largo tiempo; por el momento tengo la sensación estar mirando a través de los ojos de Emma*los suyos, y eso ya es mucho.

Quiero decirle que leí con mucho gusto (y provecho, que es también importante) su estudio sobre Borges. La primera parte me interesó menos, porque mi ignorancia es tan inmensa en materia de lenguaje que todas las indagaciones de vocabulario, giros y formas locales no alcanzan más que a dejarme perplejo.  Pero, en cambio, todo lo que dice usted sobre Borges en la parte más importante —para mí al menos— del trabajo, lo encuentro justísimo, lleno de aciertos y con un valor que va mucho más allá del caso Borges en especial. Supongo que estará enterada del triunfo fulminante de Borges en Francia. La aparición de un nuevo tomo de cuentos traducidos por Caillois ha provocado en los críticos una especie de ola de terror, pues por primera vez en mucho tiempo han tenido que reconocer —cosa siempre dolorosa para el genio francés— que las cualidades aparentemente privativas de su raza se dan en una medida todavía más grande en un escritor de las pampas. Algunos, como de paso, insinúan que Borges se educó en Suiza (!!!). Otros, más decentes, se inclinan hasta tocar el suelo con la estilográfica, y reconocen que hacía rato que no leían nada semejante. Por cierto que en el panorama marcadamente mediocre de las letras francesas de hoy en día, estos relatos llegan como una mise au point bastante dura y a la vez llena de belleza. Todos los diarios y las revistas se ocupan de Borges. Casi siempre equivocándose, pero eso no tiene importancia. Después de Eva Perón, Borges se ha vuelto el argentino más popular en Francia. (Quizá a la par de Fangio, para ser justos, o apenas media máquina atrás.)

La tarjeta con la lista de las conferencias sobre literatura argentina me produjo un ataque de alegre sorpresa. ¡Qué bueno que Emma y usted arremetan con tantas ganas y se ocupen de temas tan fascinantes como Lugones, Quiroga y Cortázar! Está muy bien, lo digo en nombre de los tres, y no me olvido por cierto de Macedonio.

Gracias, Anita, por haberme ayudado en la cuestión de la credencial. Emma y usted han sido muy buenas, y les estoy tan agradecido. Pídame lo que quiera aquí en París, pues se me ocurre que alguna vez podría serles útil en materia de libros o informes. Por el momento me voy con Aurora a Montevideo, donde trabajaré en la Conferencia de la Unesco, y luego pasaremos el verano en Buenos Aires; pero en marzo ya habremos vuelto a París. ¿Por qué no se vienen Emma y usted a pasear por aquí? Sería tan grato para nosotros mostrarles todos los rincones de esta ciudad de locos, de este infinito corazón del mundo. En fin, por el momento sigamos escribiéndonos, que ya es mucho, y usted no se olvide de mandarme todo lo que publique, porque me es útil: conste que no se lo pido por cortesía.

Daniel está muy bien y lo veo casi todos los días. Trabaja como usted bien sabe, y está muy contento; pero todavía más contento está Marcel Bataillon de tenerlo cerca, y creo que no lo soltará muy fácilmente.

Usted me pide que le hable sobre el cuento, y la verdad es que es un tema fascinante, pero tendrá que quedar para otra vez, pues esta carta sale de una pausa (que no refresca, al revés que el famoso producto) entre dos traducciones de la Unesco. Casi en vísperas de viaje, tengo tantas cosas por hacer que el pensar se convierte en un lujo. Algo le he escrito a toda carrera a Arreola, pero no se trata de nada sistemático sino de impresiones del momento, nacidas de la lectura de sus espléndidos cuentos. (¡Qué cronopio fenomenal este Arreola! ¿Verdad que escribe estupendamente?) De todos modos en alguna otra carta le diré lo que se me ocurra sobre el asunto, pues será una manera de obligarme a sistematizar un poco una serie de nociones más o menos vagas sobre algo que no es nada vago y que está requiriendo su poética concreta.

Hasta pronto, con todo el afecto de su amigo

Julio Cortázar


*Emma Speratti Pifiero



En Cortázar, Julio: Cartas 1937-1963
Edición a cargo de Aurora Bernárdez
Alfaguara, Madrid, 2002
Foto: Julio Cortázar mira libros en París.





22/1/16

Silvina Ocampo: La íntima dicha de la inteligencia










Hice un retrato suyo en tinta hace mucho tiempo; el retrato está en un libro de cubierta rosada como los cuadernos de nuestra infancia; no se le parece; sin embargo, en ese retrato torpe, tiene el aspecto de un héroe de la historia argentina; pensándolo bien, Borges es una especie de héroe. 
No sé cuándo ni dónde lo conocí. Me parece que lo conozco desde siempre, como ocurre con todo lo que se ama. Tenía bigotes y grandes ojos sorprendidos. 
Hace mucho que lo conozco, pero mucho más que lo quiero. A veces lo he odiado; lo odié por causa de un perro, y él me odió a mí, supongo, por causa de un disfraz. Comenzaré por el perro.
Estábamos en la playa durante el verano. Yo había perdido a mi perro Lurón; lo adoraba como se adora a los perros. Llorando, lo buscaba por los caminos que llevaban al mar, golpeando cada puerta, preguntando a cada persona si no había visto un perro con collar rojo, inteligente, mediano, de color castaño, el pelo rapado salvo en la cabeza y las patas, sin cola, etc. Era inútil explicarles que se trataba de un caniche. Lo mismo habría dado decirles canilla o cariz. Borges escuchaba, miraba, pensando que esta historia del perro era inaudita. Ni una palabra compasiva. 
Me puse esquiva con él. 
¿Pero estás segura de que podrías reconocer a tu perro? me preguntó, quizá para consolarme. 
Yo lo trataba con resentimiento, pensando que no tenía corazón. 
Odiar a Borges es difícil, porque él no lo percibe. Yo lo odiaba; pensaba: "Es malo, es idiota, me pone los pelos de punta, mi perro es más inteligente que él, porque sabe que todas las personas son diferentes, mientras que Borges piensa que todos los perros son iguales." 
Borges no entendía mi angustia. Sin embargo, era yo la que no lo comprendía. Lo supe por lo siguiente: Borges considera a los animales como dioses o grandes magos; piensa también, caprichosamente, que cualquier ejemplar de la especie representa a todos. Al abrir una puerta, sé que a veces le pregunta al gato de la Biblioteca Nacional: "¿Se puede entrar?" Confundido, piensa: "¡Pero el gato del vecino que encuentro al salir de aquí es quizás el mismo gato que veo detrás de esta puerta!" Si lo encuentra sentado sobre su silla, busca otra, para no molestarlo. Ama a los animales a su manera. 
Borges detesta a la gente disfrazada. Una noche de carnaval, luego de la cena, una amiga y yo nos disfrazamos. Nos paseamos por el jardín, y nos acercamos a Borges. Le hablábamos sin fingir la voz, pero no nos contestaba. 
Soy yo, Georgie, ¿no me reconocés? 
Sólo después de que me saqué el disfraz y la máscara, me respondió. Se apoyó entonces contra un árbol frondoso que le arañaba apenas el rostro y murmuró: "¿Este también se disfrazó?" 

***

Borges tiene corazón de alcaucil. Ama a las mujeres lindas. Sobre todo si son feas, así puede inventar con más facilidad sus rostros. Se enamora de ellas. Una celosa le dijo acerca de otra mujer que él admiraba: 
No me parece tan linda. Es completamente pelada. Tiene que usar una peluca hasta de noche, cuando duerme, por miedo a encontrar en sus sueños a gente que ama, o un espejo.
Ninguna persona linda podría ser tan pelada dijo él con admiración. Indudablemente ella no la precisaría, porque es linda de todas formas. —Agregaba, con sincera curiosidad: ¿Se fue quedando pelada naturalmente? ¿Naturalmente, en serio? 
En mi opinión, la señora en cuestión se hizo bella hace dos o tres años, cuando estalló la moda de las pelucas. 

***

A Borges le encanta el dulce de leche; lo come tan rápidamente que no tiene tiempo de sentirle el gusto, pero si le ofrecen un flan, una omelette surprise, compota de frambuesas o zapallo en almíbar, responderá lentamente, en inglés para que el postre no lo comprenda: 
Muy interesante, pero no tengo el coraje de destruirlo. 

***

Cenar con Borges es una de las costumbres más agradables de mi vida. Me permite creer que yo lo conozco más que mis otros amigos, porque la hora de la cena es más que nada la hora de la conversación.
Charlar con Borges, sin embargo, cuando uno recién lo conoce es difícil, aun a la hora de la cena; tanto, que uno no puede casi imaginar que su conversación pueda luego tornarse agradable. Muchas personas conocieron a Borges en nuestra mesa. En general, cuando hay demasiada gente él no le habla más que a una, siempre la misma, porque él no abandona jamás, ni en sus conferencias, la actitud secreta de la intimidad; más bien abandona a su interlocutor, con crudeza. La persona, mejor dicho la víctima que quiere charlar con él, intenta entrar en su conversación como el niño que quiere saltar a la soga cuando sus compañeros la hacen girar en el aire. A veces esto se hace imposible pero el niño, luego de mucha indecisión, entra en el juego, y otras veces no entra y se aburre a muerte, o tiene vergüenza. 

***

No estoy segura ni le preguntaría a nadie ni siquiera a Borges si es verdad, pero creo que en la casa en la que él vivía cuando lo conocí había una estatua de mármol o de piedra, con una fuente de la que salía agua. Mi recuerdo me basta, y pienso que la fuente de donde salía el agua es para mí el símbolo de una fuente literaria en la que yo buscaba refrescarme. 

***

En la habitación de la abuela (inglesa) o de la madre de Borges había un cirio que ardía noche y día, y una imagen santa bajo un fanal.
Las paredes de las habitaciones estaban pobladas de cuadros y tapices de Norah, la hermana de Borges, uno de nuestros mejores pintores. Norah, sin embargo, no ha hecho jamás un retrato de su hermano, es lamentable. Él no se parece en nada a los rostros que pueblan sus cuadros; rostros indispensables, de los cuales ella conoce hasta el más mínimo detalle. 
Pocas personas tienen la suerte de tener un retrato que se asemeje a su espíritu. Afortunadamente, Borges ha tenido esa suerte. El retrato de su alma existe y puede reproducirse hasta el infinito gracias al negativo de una fotografía que tomó Adolfo Bioy Casares. 

***

Las circunstancias que conllevan al nacimiento de una amistad, así como al nacimiento de un ser humano, son muy importantes. Es por esta razón que recuerdo detalles del nacimiento de mi amistad con Borges. Un grupo de escritores talentosos nos rodeaba en ese momento. Aún no los habían separado ni la muerte ni las ideas políticas. Nos reuníamos, conversábamos mucho, con gran frecuencia. Adolfo Bioy Casares escribía, en colaboración con Borges, libros muy importantes que mostraban un mundo inexplorado en las letras argentinas. Ejercieron una gran influencia sobre nuestra literatura. Estos libros escandalizaban a la mayoría de nuestros amigos: se desconfiaba de ellos. Pensaban que reírse de semejante modo ya no era nada serio.
Más tarde llegaron a amarlos, como se ama a las obras difíciles de apreciar la primera vez que uno se acerca a ellas: Chaucer, Corneille, Shakespeare, etc. 
En una agradable noche de verano, cerca de Buenos Aires, en la quinta de Victoria Ocampo, un admirable poeta, desfalleciente, pálido, recostado en el suelo, casi muerto, murmuraba palabras ininteligibles que tomé por oraciones: rezaba para no morir completamente. Era Jules Supervielle. Tomé su pulso, que latía débilmente. Quisimos llamar a un médico. "Ya estoy bien", dijo de golpe el moribundo. Evidentemente, se había curado a sí mismo. Después me reveló el secreto de su recuperación: cuando estaba a punto de desvanecerse, decía versos; eso lo mejoraba más que un remedio. A nuestro modo, nosotros hacíamos lo mismo por la salud de nuestra alma. Vivíamos en una atmósfera de poesía pura. 
Los versos eran los lazos más seguros entre nosotros. Nos encantaba repetirlos con monótonas inflexiones de voz (para los demás; emocionantes para nosotros), como lo hacía Borges, no a la manera de la Comedia Francesa. Así nos divertíamos durante las comidas, los viajes en automóvil, los paseos a pie, las tristezas, las alegrías o la angustia de una tiranía vergonzosa, a veces grotesca o trágica, cuya voz, terriblemente argentina, debo reconocerlo, invadía nuestras calles y nuestros hogares. Como hacían los poetas en Alejandría, o Herbert en Inglaterra, o bien una treintena de años atrás Apollinaire y muchos otros, siento deseos de transcribir estos versos en su idioma original y darles formas de frutas o de alas o de corazón, porque fueron un alimento, una manera de volar o de amar para nosotros. Quiero, mejor dicho, dibujar círculos, espirales con sus palabras, círculos que nos aprisionaban como en una torre, o nos liberaban como el aire, que también describe círculos. 

Yet Ah!, that Spring should vanish with the Rose.[1] 

Navegaré por las olas civiles 
con remos que no pesan [2]

Oú ce roi qui nattendait pas 
Attendit un jour pas pas 
Condé lassé par la victoire [3] 

¡Oh noche amable más que la alborada:
Oh noche que juntaste 
Amado con Amada. [4]
The troubles of our proud and angry dust 
Are from eternity and shall not fail. [5] 

Yo fui un soldado que durmió en el lecho 
de Cleopatra la reina. Su blancura 
su mirada astral y omnipotente.
Eso fue todo. [6] 

Que Régulo otra vez alce la frente 
Y el beso esquive de la casta esposa. [7]

***

Esta noche tenemos que perdernos me dijo Borges. 
Caminábamos por las calles de Buenos Aires como en un laberinto. 
Los animales, cuando se pierden, siempre se dirigen a la derecha; los hombres, a la izquierda me dijo. 
Íbamos hacia la derecha, pero sin conseguir perdernos, ¡ay!, porque después de media hora de caminata, de repente, nos encontramos frente al puente de Constitución, de donde habíamos partido. 
Borges ama los puentes. Le gusta ser argentino. Le gusta quedarse como si partiera; partir como si se quedara. En todos los viajes, él busca a Buenos Aires como el pájaro su nido y el perro su cucha. En Estados Unidos, en Inglaterra, en Suiza, en España se reencuentra con su país. Durante años nos hemos paseado por uno de los lugares más sucios y lóbregos de Buenos Aires: el puente Alsina. Caminábamos por las calles llenas de barro y de piedras. Allí llevábamos a escritores amigos que venían de Europa o de Norteamérica, y hasta a argentinos a los que también queríamos. No había nada en el mundo como ese puente. A veces, por el camino, una vez cruzado el puente, como en una especie de sueño, encontrábamos caballos, vacas perdidas como en el campo más lejano. Aquí tienen el puente Alsina decía Borges cuando nos acercábamos a los escombros, la basura y la pestilencia del agua. Entonces Borges se regocijaba, pensando que nuestro huésped también se alegraría. 

***

Borges pasaba sus vacaciones en los alrededores de Buenos Aires, en Adrogué, en el Hotel Las Delicias, que bien merecía ese nombre. A algunos metros del hotel (hoy desaparecido; en nuestro país, se demuele todo lo que es lindo; de hecho, es la única cosa que se hace con rapidez) había un jardín y una casa misteriosa con cuatro estatuas de tierra cocida, que representaban las cuatro estaciones. El Verano, la más bella, semejaba, a la luz de la Luna, una estatua de Picasso. Se lo dije a Borges, que respondió: "¿Tan fea es?".
Cuando iba a verlo a Borges a Adrogué, a cualquier hora, visitábamos las estatuas. No podíamos descubrir quién habitaba la casa. Finalmente descubrimos que sólo las estatuas la habitaban. Una noche nos dijeron adiós con pañuelos: las palomas se habían posado sobre sus manos y batían las alas. Cuando comenzaron a demoler la casa de las estatuas le prometí a Borges que las iría a robar o a comprar. Era difícil, hasta imposible, porque nunca se veía a nadie en esta vivienda. ¿A quién, entonces, proponerle la compra? En cuanto al robo, no tenía sentido soñar con él: perros fantasmas ladraban cuando uno se acercaba. Finalmente, le rogué a alguien a quien no desvelaban las estatuas ni los perros ni Adrogué, ni los fantasmas, que las comprase o las robase. La persona en cuestión las compró. ¿A quién? Nunca lo sabré. A los perros que ladraban, seguramente. Las cuatro estaciones viajaron cuatro horas en ferrocarril y llegaron a nuestra casa de campo, el Invierno decapitado, el Otoño sin senos, el Verano sin brazos, la Primavera sin nariz y sin flores. Pero desde entonces, cuando las miro, allí en nuestro jardín, a menudo me parece estar en Adrogué con Borges. 

***

Borges ama su ciudad natal: ama en ella la fealdad casi más que la belleza. Nuestra querida ciudad ofrece una amplia variedad. Se diría que perder la vista le ha dado a Borges más sagacidad para ver. Borges descubre, por ejemplo, una cabeza horrorosa que preside una calle detrás de una reja, en el cementerio de la Recoleta. Enseguida me lleva a verla. A partir de entonces parece linda. Vuelve a ella de vez en cuando con el mismo entusiasmo que si se tratara de una cabeza descubierta en Pompeya. También ama la provincia de Buenos Aires. Recuerdo el verso de Ronsard que él repite a menudo: 

Navré, poitrine ouverte, au bord de ma province! [8]  

Borges ama a su provincia como un viajero, descubre en ella un mundo lleno de sorpresas. Las sorpresas no son en absoluto las cosas sorprendentes, nuestros árboles con grandes hojas, los cantos ruidosos de nuestros pájaros, nuestras flores tan perfumadas, nuestro campo en todas partes, nuestro río de plata, sino más bien la simplicidad de un lugar, la riqueza de los basurales, un sombrero nuevo entre cáscaras de manzanas, los fideos, la extrema pobreza de un paisaje, el genio pleno de poesía o de estupidez de frases groseras o sutiles que se escuchan en la calle, una forma engolada o guaranga (palabra intraducible) de cantar. Lo que le ocurre a Borges, lo que dice (ya que es un gran conversador) podría o debería haber sido escrito además de lo que él ha escrito. 
Creo que es feliz. Únicamente el espíritu es capaz de otorgar la dicha profunda que nace de la creación de la inteligencia.






Notas 

[1] De la versión de  Edward Fitzgerald de las Rubáiyát de Omar Khayyám
[2] De La suave patria de Ramón López Velarde
[3] De Sur trois marches de marbre rose de Alfred de Musset
[4] De la Noche oscura de San Juan de la Cruz
[5] Del poema IX de los Last Poems de A.E. Housman
[6] De Metempsicosis de Rubén Darío
[7] De la Epístola a Horacio de Marcelino Menéndez y Pelayo
[8] Del Hymne de la Mort 


Escrito originalmente en francés para la edición conmemorativa de Borges de Cahiers de L'Herne (1964)
En Revista N° 22 de agosto de 1999

Traducción de Marcos Montes [corregido y anotado por faf]
Foto: JLB, Silvina Ocampo y José Bianco por Adolfo Bioy Casares (Buenos Aires, 1939)
Al pie: Dibujo de Borges realizado por Silvina Ocampo



21/1/16

Jorge Luis Borges: Entrevista con Daniel Van Der Bekem [1980]









- ¿Qué recuerdos tiene de su infancia?
- Guardo muchos recuerdos del barrio de Palermo a orillas del río; del Palermo de Carriego y de Nicolás Paredes, el caudillo. También de Montevideo (Uruguay) donde pasé largos veranos, porque los veranos de antes duraban tres meses. Además tengo recuerdos de Adrogué y de una estancia cerca de Ramallo, en la provincia de Buenos Aires, donde aprendí a nadar en un arroyo de esa localidad. Recuerdos de la biblioteca de mi padre; de haber andado y andado a caballo…



- ¿Cómo transcurrió su juventud? 
- Admirablemente en Ginebra; soy bachiller ginebrino. Estuvimos desde 1914 a 1920 y tengo allí muy buenos amigos. Cuando después volví me encontré con algunos de ellos que no había visto desde hacía 60 años. Nos encontramos y retomamos el diálogo. Claro, ellos tenían noticias de mí como escritor, pero yo no sabía de ellos y como estoy ciego me pareció que eran chicos como entonces y reían con las caras que tenían cuando colegiales.


- ¿Cómo se inició en el mundo de la literatura?
- No recuerdo la época en que no supiera leer y no tuviera el hábito de escribir. Si me hubieran dicho que leer y escribir son condiciones innatas, yo lo habría creído.


- ¿Su primer trabajo?
- Creo que el primer trabajo fue una versión de El Príncipe feliz, que se publicó en el diario El País, de Buenos Aires. Tendría unos 7 u 8 años de edad. A través del tiempo no sé si soy inteligente, pero mi vida ha sido literaria. Tampoco sé si lo que escribo vale algo, pero no me imagino otro destino, aunque soy de estirpe de militares, de estancieros, pero no imagino otro destino para mí, que el literario y éste no me duele, es hermoso. Porque aunque uno tenga menos experiencia que otros hombres, lo importante no son las experiencias sino el uso que uno les da, sobre todo en el caso de un escritor.
Recuerdo a un maestro, un gran poeta judío-andaluz, olvidado, que escribió en Madrid un poema al mar muy lindo. Lo felicité por ello. Yo tenía 20 años, y él me dijo: "si, el poema al mar, espero verlo algún día". Escribió el poema sin haber visto al mar…

- ¿En qué se inspiró para escribir sus obras?
- Todo lo que escribo es autobiográfico, no cuento nada tal como ocurrió. Una prueba de que soy un poeta, aunque no estoy seguro de serlo, es que tiendo a reducir todo en fábulas; en metáforas, es decir nunca cuento nada abiertamente y entiendo que ese es el deber del escritor, porque si no, es simplemente un periodista o historiador, y el poeta tiene que ser otra cosa. Poeta en griego significa hacedor. Uno tiene que hacer algo.
En un cuento mío figura una niña que murió en el barrio del Once. Figura con otro nombre. Yo pensé, no, si pongo el Once estoy traicionando mi vocación de escritor. Busqué un barrio más o menos equivalente porque no podía decir el Once, donde ella vivió. Entonces hice que viviera en Constitución, un barrio parecido, con dos estaciones ferroviarias…


- ¿Qué significado tiene para usted la República Argentina?
- Es una pregunta demasiado abstracta. No puedo contestar, realmente. Creo que en este momento pasamos por una época mala, pero trataremos de salvarnos.


- ¿Su opinión sobre la literatura moderna?
- No la conozco. Perdí mi vista de lector en el año 1955, precisamente en el año en que me nombraron director de la Biblioteca Nacional… No conozco contemporáneos. Vivo solo, vienen amigos a verme y tomamos un libro cualquiera de la biblioteca y prefiero releer a leer.
Una vez se dijo que no hay que leer un libro que no haya cumplido 100 años, porque no se sabe si es bueno o malo; en cambio el tiempo elige, si un libro cumplió esa edad algo habrá en él.



- A raíz del nombramiento del polaco Milosz, como Premio Nobel de Literatura, usted dijo que la "esperanza es uno de los mayores males que tiene el hombre"…
- Creo que sí, la esperanza es ahora toda inquietud. Los estoicos pensaban que no había que fomentar la esperanza y aquí puedo recordar una estrofa de Fray Luis de León: Vivir quiero conmigo, gozar quiero del bien que debo al cielo, a solas sin testigo, libre de amor, de celo, de odio, de esperanza, de recelo.

También hay un dicho español de un sabio que dice "el que espera, desespera".


- Otra vez la frustración. Jorge Luis Borges sin lograr el Nobel de Literatura. Se dijo que han sido injustos en todos los años anteriores con usted, ¿qué le parece?
- No, por favor. Bueno, depende. Si pienso en ciertos candidatos que luego obtuvieron el premio, no soy inferior a ellos. Por ejemplo, si pienso en Gabriela Mistral, en Tagore, es gente mediocre. Pero si pienso en Juan Ramón Giménez, Russell, Gide, Bernard Shaw, entre otros, entonces ciertamente no soy nadie para compararme con ellos.

- ¿Qué imagen tiene de la ciudad de Buenos Aires?
- Es sin duda una imagen totalmente falsa. Tengo un poema a medio escribir, donde el primer verso dice: "He nacido en otra ciudad, que también se llamaba Buenos Aires", como ha cambiado tanto…
Nací en la calle Tucumán, entre Suipacha y Esmeralda, dos cuadras de Florida, pleno centro. Toda esa manzana era de casas bajas, azoteas, patios, aljibes, puerta de calle con llamador y, no existía el agua corriente.
Mi madre contó que cuando instalaron las canillas dijeron que abriera la de casa para que saliera agua, pero mamá señaló que yo la quería cerrar porque tenía miedo que se agotara, cosa que sucede en la actualidad.


- ¿Puede decirnos qué encontró en la literatura?
- Todo. Desde luego es la lectura más que la escritura. No sé por qué no pude limitarme a ser lector, ya que quise ser escritor también, ése es un error. En todo caso no sé si soy bueno, pero me considero un buen lector. Es una gran felicidad poder estar dentro de la literatura. Lo importante es adquirir el hábito de los libros.


- ¿Lo que no le gusta a Borges?
- Tantas cosas. Creo por ejemplo que la división del mundo en países es peligrosa, puede llevar a la guerra y luego, evidentemente hay una distribución muy despareja de los bienes materiales y espirituales y eso se nota en este país, pero más en Colombia, en Perú, en Bolivia. El hecho de que haya unos pocos ricos y una gran mayoría de gente pobre. Eso es un mal.


- ¿Cómo es un día de su vida, hoy?
- Mis amigos son generosos, recibo visitas de ellos. Yo no puedo salir solo a la calle. Si viene gente aquí se expone a que le dicte algo, y de esa forma me ayudan, porque no tengo secretaria, no poseo dinero para ello. Vivo de dos jubilaciones; una de profesor de Literatura Inglesa en la Universidad de Buenos Aires y la otra de director de la Biblioteca Nacional; luego los libros, que dan poco en este país. Si se vende un ejemplar de un libro mío le toca el treinta por ciento al librero, que se ha limitado a comprar el libro en consignación y si no se vende lo devuelve. En cambio al editor que ha corrido con todos los gastos de impresión, propaganda y difusión, le corresponde el veinte por ciento, y al escritor, que no ha expuesto nada, ni un peso, le toca el diez por ciento. Y de eso, más o menos se rinde cuentas cada seis o siete meses. De modo que nadie puede ser rico con la literatura.

- ¿Un deseo?
- Me gustaría viajar muy pronto. Yo no gozo de los viajes porque no veo, pero hay algo, sentirse en un lugar. Digo que he visto las pirámides, no, no vi nada porque estoy ciego, pero el hecho de tocar una piedra y de sentir que esa piedra es de una pirámide me conmovió tanto que lloré. Eso ocurrió en Egipto.


- ¿Qué está elaborando en la actualidad?
- Estoy preparando demasiadas obras. En primer término una antología de mi poesía lírica para una editorial madrileña; luego una antología de la obra poética de Lugones, también para esa editorial; un libro de cuentos y otro de poesías. Además, uno en colaboración con Kodama sobre un tema de literatura escandinava, medieval. No tengo una hora fija de trabajo. Lo hago cuando viene algún amigo a verme y le dicto; puede ser a la mañana, como a la tarde… no hay horarios, ya que no depende de mí.



Esa fue la conversación. Habían pasado noventa minutos. Y nos contó muchas cosas. Quedó solo con su gato blanco sobre el sillón. El no podía gozar del día hermoso que hacía afuera. Cielo celeste. Sol radiante. En el departamento quedó el hombre prácticamente sin compañías. Con más de 80 años y una historia que nunca se acabará de contar.




En Revista Acaecer
Nov. 1980, Año VI, Número 54
Foto: Jorge Luis Borges con periodistas
Sociedad Distribuidora de Diarios, Revistas y Afines
Buenos Aires, 1979


20/1/16

Jorge Luis Borges: La guerra. Ensayo de imparcialidad








Es de fácil comprobación que un efecto inmediato (y aun instantáneo) de esta anhelada guerra, ha sido la extinción o la abolición de todos los procesos intelectuales. No hablo de Europa, donde venturosamente perdura George Bernard Shaw; pienso en los estrategas y apologistas que el infatigable azar me depara, por calles y por casas de Buenos Aires. Las interjecciones han usurpado la función de los razonamientos; es verdad que los atolondrados que las emiten, distraídamente les dan un aire discursivo y que ese tenue simulacro sintáctico satisface y persuade a quienes los oyen. El que ha jurado que la guerra es una especie de yijad liberal contra las dictaduras, acto continuo anhela que Mussolini milite contra Hitler: operación que aniquilaría su tesis. El que juraba hace cuarenta días que Varsovia era inexpugnable, ahora se admira (con sinceridad) de que haya resistido algún tiempo. El que denuncia las piraterías inglesas es el que aprueba con fervor que Adolf Hitler obre a lo Zarathustra, más allá del bien y del mal. El que proclama que el nazismo es un régimen que nos libra de charlatanes parlamentarios y que entrega el gobierno de las naciones a un grupo de strong silent men, escucha embelesado las efusiones del incesante Hitler o —placer aún más secreto— de Goering. El que pondera la presente inacción de las armas francesas aplaudirá esta noche los síntomas iniciales de una ofensiva. El que reprueba la codicia de Hitler saluda con veneración la de Stalin. El rencoroso augur de la desintegración inmediata del injusto Imperio británico, demuestra que Alemania tiene derecho a la posesión de colonias. (Anotemos, de paso, que esa yuxtaposición de las voces colonias y derecho es lo que alguna ciencia muerta —la lógica— denominaba una contradictio in adjecto.) El que rechaza con supersticioso pavor la mera insinuación de que el Reich puede ser derrotado, finge que el menor éxito de sus armas es un incomprensible milagro. No prosigo; no quiero que esta página sea infinita.

Debo cuidarme, pues, de no agregar una interjección a las ya innumerables que nos abruman. (No acabo de entender, por ejemplo, que alguien prefiera la victoria de Alemania a la de Inglaterra y me sería muy fácil imponer figura de silogismo a esa convicción, pero me consta que no debo alegar una raison de coeur.)

Quienes abominan de Hitler, suelen abominar también de Alemania. Yo he admirado siempre a Alemania. Mi sangre y el amor de las letras me acercan indisolublemente a Inglaterra; los años y los libros a Francia; a Alemania, una pura inclinación. (Esa inclinación me movió, hacia 1917, a emprender el estudio del alemán, sin otros instrumentos que el Lyrisches Intermezzo de Heine y un lacónico glosario alemán-inglés, a veces fidedigno.) No soy, por cierto, de esos germanistas falaces que recomiendan a Alemania lo eterno para negarle toda participación en lo temporal. No estoy seguro de que el hecho de haber producido a Leibniz y a Schopenhauer la incapacite para todo ejercicio político. Nadie pretende que Inglaterra debe elegir entre su Imperio y Shakespeare; nadie que Descartes y Condé son incompatibles en Francia; yo ingenuamente creo que una Alemania poderosa no hubiera entristecido a Novalis ni hubiera sido repudiada por Hoelderlin. Yo abomino, precisamente, de Hitler porque no comparte mi fe en el pueblo alemán; porque juzga que para desquitarse de 1918, no hay otra pedagogía que la barbarie, ni mejor estímulo que los campos de concentración. Bernard Shaw, en ese punto, coincide con el melancólico Führer y piensa que sólo un incesante régimen de marchas, contramarchas y saludos a la bandera puede convertir a los plácidos alemanes en guerreros pasables… Si yo tuviera el trágico honor de ser alemán, no me resignaría a sacrificar a la mera eficacia militar la inteligencia y la probidad de mi patria; si el de ser inglés o francés, agradecería la coincidencia perfecta de la causa particular de mi patria con la causa total de la humanidad.

Es posible que una derrota alemana sea la ruina de Alemania; es indiscutible que su victoria sería la ruina y el envilecimiento del orbe. No me refiero al imaginario peligro de una aventura colonial sudamericana; pienso en los imitadores autóctonos, en los Uebermenschen caseros, que el inexorable azar nos depararía.

Espero que los años nos traerán la venturosa aniquilación de Adolf Hitler, hijo atroz de Versalles.



Sur, Buenos Aires, Año IX, Nº 61, octubre de 1939.
Número especial de Sur dedicado a la Guerra.
Durante toda la guerra, los escritores franceses exiliados pudieron colaborar con una revista financiada por Victoria Ocampo y dirigida por Roger Caillois. Se llamó Lettres françaises y apareció regularmente desde 1941. También llevaba una flecha, logotipo de Sur. (Dato de John King en Sur, Estudio de la revista argentina y de su papel en el desarrollo de una cultura, 1931-1970, México, Fondo de Cultura Económica, 1989).(N. del E.)

En Borges en Sur (1999)

Y también en:
Páginas de Jorge Luis Borges seleccionadas por el autor. Buenos Aires, Editorial Celtia, 1982

Antologado en  Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011

Foto: Borges en conferencia a mediados de los 60' (s-d) en Revista Ñ nº 17 (10.06.2008)


19/1/16

Jorge Luis Borges: La joven noche







Ya las lustrales aguas de la noche me absuelven
de los muchos colores y de las muchas formas.
Ya en el jardín las aves y los astros exaltan
el regreso anhelado de las antiguas normas
del sueño y de la sombra. Ya la sombra ha sellado
los espejos que copian la ficción de las cosas.
Mejor lo dijo Goethe: Lo cercano se aleja.
Esas cuatro palabras cifran todo el crepúsculo.
En el jardín las rosas dejan de ser las rosas
y quieren ser la Rosa.



En Los Conjurados (1984)
Foto: Borges en su biblioteca
En Los dos Borges
Volodia Teitelboim, 2003



18/1/16

Jorge Luis Borges: William Shakespeare. «Macbeth» (Prólogo)






Hamlet, el dandy epigramático y enlutado de la corte de Dinamarca, que, lento en las antesalas de su venganza, prodiga concurridos monólogos o juega tristemente con la calavera mortal, ha interesado más a la crítica, ya que estaban en él, de modo profético, tantos insignes caracteres del siglo XIX: Byron y Edgar Allan Poe y Baudelaire y aquellos personajes de Dostoievski, que exacerbadamente se complacen en el moroso análisis de sus actos. (Esas y muchas otras cosas, naturalmente: por ejemplo, la duda —que es uno de los nombres de la inteligencia—, y que en el caso del danés no se limita a la veracidad del espectro sino a su realidad y a lo que nos espera después de la disolución de la carne.) El rey Macbeth siempre me ha parecido más verdadero, más entregado a su despiadado destino que a las exigencias escénicas. Creo en Hamlet, pero no en las circunstancias de Hamlet; creo en Macbeth y creo también en su historia.

Art happens (El arte ocurre), declaró Whistler, pero la conciencia de que no acabaremos nunca de descifrar el misterio estético no se opone al examen de los hechos que lo hicieron posible. Éstos, ya se sabe, son infinitos; en buena lógica, para que cualquier cosa ocurra, ha sido necesaria la conjunción de todos los efectos y causas que la han precedido y urdido. Consideremos unas pocas, las más visibles.

Suele olvidarse que Macbeth, ahora un sueño del arte, fue alguna vez un hombre en el tiempo. Pese a las brujas y al espectro de Banquo y a la selva que avanza contra el castillo, la tragedia es de orden histórico. En aquel artículo de la Crónica anglosajona que enumera lo acontecido en el año 1054 —unos doce años antes de la derrota de los noruegos en el puente de Stamford y de la conquista normanda— leemos que Siward, conde de Nortumbria, invadió por tierra y por mar el reino de Escocia y puso en fuga a Macbeth, su rey. Éste, por lo demás, tenía algún derecho al poder y no fue un tirano. Ganó renombre de piadoso en ambos sentidos de la palabra; fue generoso con los pobres y ferviente cristiano. Mató a Duncan en buena ley, en una batalla. Se opuso victoriosamente a los vikings. Su reinado fue largo y justo. La memoria humana, que es inventiva, le tejería una leyenda.

Pasan por centenares los años y nos permiten entrever otro personaje esencial, el cronista Holinshed. Poco sabemos de él, ni siquiera la fecha y la localidad de su nacimiento. Dicen que fue “ministro de la palabra de Dios”. Llegó a Londres hacia 1560 y colaboró con perseverancia en la redacción de cierta vasta y ambiciosa historia universal, que se redujo al fin a esas Crónicas de Inglaterra, Escocia e Irlanda, que llevan hoy su nombre. Sus páginas incluyen la leyenda que inspiraría a Shakespeare y más de una vez las mismas palabras. Murió hacia 1580. Se conjetura que la edición póstuma de 1586 fue la que manejó el poeta.

Y ahora a William Shakespeare. En aquella época decisiva de la Armada Invencible, de la liberación de los Países Bajos, de la decadencia de España y de la conversión de Inglaterra, isla desgarrada y lateral, en uno de los grandes reinos del orbe, el destino de Shakespeare (1564-1616) corre el albur de parecernos de una mediocridad misteriosa. Fue sonetista, actor, empresario, hombre de negocios y de litigios. Cinco años antes de su muerte se retiró a su pueblo natal, Stratford-upon-Avon, y no escribió una línea, salvo un testamento en el cual no se menciona un solo libro, y un epitafio tan ramplón que más vale tomarlo como una broma. No reunió en un volumen su obra dramática; la primera edición que poseemos, el infolio 1623, se debe a la iniciativa de unos actores. Jonson ha declarado que poseía poco latín y menos griego. Tales hechos han inspirado la conjetura de que sólo fue un testaferro. Miss Delia Bacon, que halló asilo final en un manicomio y cuyo libro mereció un prólogo de Hawthorne, que no lo había leído, atribuyó la paternidad de sus dramas a Francis Bacon, profeta y mártir de la ciencia experimental y hombre de una imaginación del todo distinta; Mark Twain ha vindicado esa hipótesis. Luther Hofman propone la candidatura, harto menos inverosímil, del poeta Christopher Marlowe, “amado de las musas”, que no habría muerto apuñalado, en una taberna de Depford, en 1593. La primera de estas atribuciones data del siglo XIX; la segunda del nuestro. En el curso de más de doscientos años a nadie se le había ocurrido pensar que Shakespeare no fuera el autor de su obra.

Los jóvenes iracundos de 1830, que habían hecho de Thomas Chatterton, que se dio muerte en una bohardilla a los diecisiete años, el arquetipo del poeta, nunca se resignaron del todo al modesto currículum de Shakespeare. Lo hubieran preferido desventurado; Hugo, con elocuencia espléndida, hizo lo posible y lo imposible para demostrar que sus contemporáneos lo ignoraron o lo menospreciaron. La melancólica verdad es que Shakespeare, pese a algún altibajo inicial, fue siempre un buen burgués, respetado y próspero. (También fue Shylock, Goneril, Iago, Laertes, Coriolano y las parcas.)

Anotados los hechos que anteceden, recordemos determinadas circunstancias de orden histórico que pueden mitigar nuestro asombro. Shakespeare no dio sus obras a la imprenta (con alguna que otra excepción) porque las escribió para la escena, no para la lectura. De Quincey observa que las representaciones teatrales no suministran menos publicidad que las letras de molde. A principios del siglo XVII escribir para el teatro era un menester literario tan subalterno como lo es ahora el de escribir para la televisión o el cinematógrafo. Cuando Ben Jonson publicó sus tragedias, comedias y mascaradas bajo el título de Obras, la gente se rió de él. Me atrevo a aventurar otra conjetura: Shakespeare, para escribir, precisaba el estímulo de las tablas, la urgencia del estreno y de los actores. De ahí que una vez vendido su teatro, el Globo, dejó caer la pluma. Las piezas, por lo demás, eran propiedad de las compañías, no de los autores o adaptadores.

Menos escrupulosa y crédula que la nuestra, la época de Shakespeare veía en la historia un arte, el arte de la fábula deleitable y del apólogo moral, no una ciencia de estériles precisiones. No creía que la historia fuera capaz de recuperar el pasado, pero sí de acuñarlo en gratas leyendas. Shakespeare, lector frecuente de Montaigne, de Plutarco y de Holinshed, halló en las páginas de este último el argumento de Macbeth.

Según se sabe, los tres primeros personajes que vemos son las tres brujas en el páramo, entre los truenos, los relámpagos y la lluvia. Shakespeare las llama las weird sisters; en la mitología de los sajones, la Wyrd es la divinidad que preside la suerte de los hombres y de los dioses, de modo que weird sisters no significa las hermanas extrañas sino las hermanas fatales, las nornas del escandinavo, las parcas. Más que el protagonista son ellas las que rigen la acción. Saludan a Macbeth con el título de señor de Cavdor y con el otro, que le parece inaccesible, de rey; el inmediato cumplimiento de la primera de las dos profecías confiere a la segunda un carácter inevitable y lo conduce, urgido por Lady Macbeth, al asesinato de Duncan. Banquo, su compañero, no les da mayor importancia. “La tierra tiene burbujas como las tiene el agua”, dice para explicar esas apariciones fantásticas.

A diferencia de nuestros ingenuos realistas, Shakespeare no ignoraba que el arte es siempre una ficción. La tragedia ocurre a la vez en dos lugares y en dos tiempos: en la lejana Escocia del siglo XI y en un tablado de los arrabales de Londres, a principios del XVI. Una de las barbadas brujas menciona al capitán del Tyger; al cabo de una larga travesía desde el puerto de Alepo, el barco había regresado a Inglaterra y alguno de sus marineros pudo haber asistido al estreno.

El inglés es un idioma germánico; a partir del siglo XIV, es también latino. Shakespeare deliberadamente alterna los dos registros, que nunca son del todo sinónimos. Así:

The multitudinous seas incarnadine,
Making the green, one red.

En el primer verso resuenan las resplandecientes voces latinas; en el último, las breves y directas sajonas.

Shakespeare parece haber sentido que la ambición, el apetito de mandar, no es menos propio de la mujer que del hombre; Macbeth es un sumiso y despiadado puñal de las parcas y de la reina. Así lo entendió Schlegel, pero no Bradley.

Mucho he leído, y olvidado, sobre Macbeth; los estudios de Coleridge y de Bradley (Shakespearean Tragedy, 1904) siguen pareciéndome insuperados. Bradley declara que la obra nos causa, infatigable y vívida, una impresión continua de rapidez, no de brevedad. Anota que la oscuridad la domina, casi la negrura: la tiniebla rayada de brusco fuego, la obsesión de la sangre. Todo ocurre de noche, salvo la escena irónica y patética del rey Duncan, que al mirar los torreones del castillo del que nunca saldrá, observa que en los sitios que las golondrinas prefieren, el aire es delicado. Lady Macbeth, que ha premeditado su muerte, ve cuervos y oye su graznido. La tempestad y el crimen se han conjurado, la tierra se estremece, los caballos de Duncan se devoran con frenesí.

Lo vivido siempre corre el albur de incurrir en lo pintoresco; Macbeth está muy lejos de ese peligro. La obra es la más intensa que la literatura puede ofrecernos y esa intensidad no decae. Desde las palabras enigmáticas de las brujas (Fair is foul and foul is fair) que, de manera bestial o demoníaca, trascienden la razón de los hombres, hasta la escena en que Macbeth muere acorralado y peleando, el drama nos arrebata como una pasión o una música. No importa que creamos en la demonología, como el rey Jacobo I, o que le neguemos nuestra fe, no importa que la aparición de Banquo sea para nosotros un desvarío de su atormentado asesino o el espectro de un muerto; la tragedia se impone a quienes la ven, la recorren o la recuerdan, con la atroz convicción de una pesadilla. Coleridge escribió que la fe poética es una complaciente o voluntaria suspensión de la incredulidad; Macbeth, como toda genuina obra de arte, ilustra y justifica ese parecer. En el decurso de este prólogo he dicho que la acción ocurre a la vez en los siglos medievales de Escocia y en aquella Inglaterra de los corsarios y de las letras que ya disputaba a los españoles el imperio del mar; la verdad es que el drama que soñó Shakespeare, y que ahora soñamos, está fuera del tiempo de la historia o, mejor dicho, crea su propio tiempo. Con toda impunidad el rey puede hablar del armado rinoceronte, del que no habrá tenido nunca noticia. A diferencia de Hamlet, que es la tragedia de un pensativo en un mundo violento, el sonido y la furia de Macbeth parecen eludir el análisis.

Todo es elemental en Macbeth, salvo el lenguaje, que es barroco y de una exacerbada complejidad. Semejante lenguaje está justificado por la pasión, no por la pasión técnica de Quevedo, de Mallarmé, de Lugones o del mayor de todos ellos, James Joyce, sino por la pasión de las almas. Las entretejidas metáforas y las exaltaciones y desesperaciones del héroe sugerirían a Shaw su famosa definición de Macbeth: la tragedia del hombre de letras moderno como asesino y cliente de brujas.

El carnicero muerto y su demoníaca reina (repito las palabras de Malcolm, que corresponden a su odio, no a la intrincada realidad de dos seres humanos) no se han arrepentido de los crímenes que los enrojecen de sangre, pero éstos los persiguen extrañamente, los enloquecen y los pierden.

Shakespeare es el menos inglés de los poetas de Inglaterra. Comparado con Robert Frost (de New England), con Wordsworth, con Samuel Johnson, con Chaucer y con los desconocidos que escribieron, o cantaron, las elegías, es casi un extranjero. Inglaterra es la patria del understatement, de la reticencia bien educada; la hipérbole, el exceso y el esplendor son típicos de Shakespeare. Tampoco el indulgente Cervantes parece un español de los tribunales de fuego y de la vanagloria sonora.

No puedo, ni quiero, olvidar aquí las ejemplares páginas que nos ha legado Groussac sobre el tema de Shakespeare.



William Shakespeare: Macbeth. Prólogo de J. L. B.
Traducción Guillermo Whitelow 
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, Col. Obras Maestras
Fondo Nacional de las Artes, 1970

También en Prólogos, con un prólogo de prólogos (1975)

Antologado luego en  Miscelánea
Barcelona, Random-House Mondadori -DeBolsillo-, 2011


Dibujo arriba: Guillermo Roux, 1985 Vía



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