19/10/15

Jorge Luis Borges: El otro, el mismo [Prólogo]







De los muchos libros de versos que mi resignación, mi descuido y a veces mi pasión fueron borroneando, El otro, el mismo es el que prefiero. Ahí están el Otro poema de los dones, el Poema conjetural, Una Rosa y Milton, y Junín, que si la parcialidad no me engaña, no me deshonran. Ahí están asimismo mis hábitos: Buenos Aires, el culto a los mayores, la germanística, la contradicción del tiempo que pasa y de la identidad que perdura, mi estupor de que el tiempo, nuestra substancia, pueda ser compartido.

Este  libro  no  es  otra  cosa  que  una  compilación.   Las piezas fueron escribiéndose para diversos moods y momentos,  no para justificar un volumen.  De ahí las previsibles monotonías,  la repetición de las palabras y  tal  vez líneas enteras.   En su cenáculo de la calle Victoria, el escritor llamémoslo así  Alberto Hidalgo señaló mi costumbre de escribir la misma página dos veces,  con variaciones mínimas.  Lamento haberle contestado que él era no menos binario, salvo que en su caso particular la versión primera era de otro. Tales eran los deplorables modales de aquella época, que muchos miran con nostalgia. Todos queríamos ser héroes de anécdotas triviales. La observación de Hidalgo era justa; Alexander Selkirk no difiere notoriamente de Odisea, libro vigésimo tercero, El puñal prefigura la milonga que he titulado Un cuchillo en el Norte y quizá el relato El encuentro. Lo extraño, lo que no acabo de entender, es que mis segundas versiones, como ecos apagados e involuntarios, suelen ser inferiores a las primeras. En Lubbock, al borde del desierto, una alta muchacha me preguntó si al escribir El Golem, yo no había intentado una variación de Las ruinas circulares; le respondí que había tenido que atravesar todo el continente para recibir esa revelación, que era verdadera. Ambas composiciones, por lo demás, tienen sus diferencias; el soñador soñado está en una, la relación de la divinidad con el hombre y acaso la del poeta con la obra, en la que después redacté.

Los idiomas del hombre son tradiciones que entrañan algo de fatal. Los experimentos individuales son, de hecho, mínimos, salvo cuando el innovador se resigna a labrar un espécimen de museo, un juego destinado a la discusión de los historiadores de la literatura o al mero escándalo, como el Finnegans Wake o las Soledades. Alguna vez me atrajo la tentación de trasladar al castellano la música del inglés o del alemán; si hubiera ejecutado esa aventura, acaso imposible, yo sería un gran poeta, como aquel Garcilaso que nos dio la música de Italia, o como aquel anónimo sevillano que nos dio la de Roma, o como Darío, que nos dio la de Francia. No pasé de algún borrador urdido con palabras de pocas sílabas, que juiciosamente destruí.

Es curiosa la suerte del escritor. Al principio es barroco, vanidosamente barroco, y al cabo de los años puede lograr, si son favorables los astros, no la sencillez, que no es nada, sino la modesta y secreta complejidad.

Menos que las escuelas me ha educado una biblioteca la de mi padre ; pese a las vicisitudes del tiempo y de las geografías, creo no haber leído en vano aquellos queridos volúmenes. En el Poema conjetural se advertirá la influencia de los monólogos dramáticos de Robert Browning; en otros, la de Lugones y, así lo espero, la de Whitman. Al rever estas páginas, me he sentido más cerca del modernismo que de las sectas ulteriores que su corrupción engendró y que ahora lo niegan.

Peter escribió que todas las artes propenden a la condición de la música, acaso porque en ella el fondo es la forma, ya que no podemos referir una melodía como podemos referir las líneas generales de un cuento. La poesía, admitido ese dictamen, sería un arte híbrido: la sujeción de un sistema abstracto de símbolos, el lenguaje, a fines musicales. Los diccionarios tienen la culpa de ese concepto erróneo. Suele olvidarse que son repertorios artificiosos, muy posteriores a las lenguas que ordenan. La raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico. El danés que articulaba el nombre de Thor o el sajón que articulaba el nombre de Thunor no sabía si esas palabras significaban el dios del trueno o el estrépito que sucede al relámpago. La poesía quiere volver a esa antigua magia. Sin prefijadas leyes, obra de un modo vacilante y osado, como si caminara en la oscuridad. Ajedrez misterioso la poesía, cuyo tablero y cuyas piezas cambian como en un sueño y sobre el cual me inclinaré después de haber muerto.

J. L. B.



En El otro, el mismo (1964)
Foto de Gabriel Alvarado 
Publicada en Revista Gente
10 de septiembre de 1970
Digitalización en Mágicas Ruinas, 2003



18/10/15

Jorge Luis Borges: El «Bhiathatos»





A De Quincey (con quien es tan vasta mi deuda que especificar una parte parece repudiar o callar las otras) debo mi primer noticia del Biathanatos. Este tratado fue compuesto a principios del siglo XVII por el gran poeta John Donne[26], que dejó el manuscrito a Sir Robert Carr, sin otra prohibición que la de darlo «a la prensa o al fuego». Donne murió en 1611; en 1642 estalló la guerra civil; en 1644, el hijo primogénito del poeta dio el viejo manuscrito a la prensa, «para defenderle del fuego». El Biathanatos abarca unas doscientas páginas; De Quincey (Writings, VIII, 336) las compendia así: El suicidio es una de las formas del homicidio; los canonistas distinguen el homicidio voluntario del homicidio justificable; en buena lógica, también cabe aplicar al suicidio esa distinción. De igual manera que no todo homicida es un asesino, no todo suicida es culpable de pecado mortal. En efecto, tal es la tesis aparente del Biathanatos; la declara el subtítulo (The Self-homicide is not so naturally sin that it may never be otherwise) y la ilustra, o la agobia, un docto catálogo de ejemplos fabulosos o auténticos, desde Homero[27], «que había escrito mil cosas que no pudo entender otro alguno y de quien dicen que se ahorcó por no haber entendido la adivinanza de los pescadores», hasta el pelícano, símbolo de amor paternal, y las abejas, que, según consta en el Hexameron de Ambrosio, «se dan muerte cuando han contravenido a las leyes de su rey». Tres páginas ocupan el catálogo y en ellas he notado esta vanidad: la inclusión de ejemplos oscuros («Festo, favorito de Domiciano, que se mató para disimular los estragos de una enfermedad de la piel»), la omisión de otros de virtud persuasiva —Séneca, Temístocles, Catón—, que podrían parecer demasiado fáciles.
Epicteto («Recuerda lo esencial: la puerta está abierta») y Schopenhauer («¿Es el monólogo de Hamlet la meditación de un criminal?») han vindicado con acopio de páginas el suicidio; la previa certidumbre de que esos defensores tienen razón hace que los leamos con negligencia. Ello me aconteció con el Biathanatos hasta que percibí, o creí percibir, un argumento implícito o esotérico bajo el argumento notorio.
No sabemos nunca si Donne redactó el Biathanatos con el deliberado fin de insinuar ese oculto argumento o si una previsión de ese argumento, siquiera momentánea o crepúscular, lo llamó a la tarea. Más verosímil me parece lo último; la hipótesis de un libro que para decir A dice B, a la manera de un criptograma, es artificial, no así la de un trabajo impulsado por una intuición imperfecta. Hugh Fausset ha sugerido que Donne pensaba coronar con el suicidio su vindicación del suicidio; que Donne haya jugado con esa idea es posible o probable; que ella baste a explicar el Biathanatos es, naturalmente, ridículo.
Donne, en la tercera parte del Biathanatos, considera las muertes voluntarias que las Escrituras refieren; a ninguna dedica tantas páginas como a la de Sansón. Empieza por establecer que ese «hombre ejemplar» es emblema de Cristo y que parece haber servido a los griegos como arquetipo de Hércules. Francisco de Vitoria y el jesuita Gregorio de Valencia no quisieron incluirlo entre los suicidas; Donne, para refutarlos copia las últimas palabras que dijo, antes de cumplir su venganza: Muera yo con los filisteos (Jueces 16: 30). Asimismo rechaza la conjetura de San Agustín, que afirma que Sansón, rompiendo los pilares del templo, no fue culpable de las muertes ajenas ni de la propia, sino que obedeció a una inspiración del Espíritu Santo, «como la espada que dirige sus filos por disposición del que la usa» (La Ciudad de Dios, I, 20). Donne, tras de probar que esa conjetura es gratuita, cierra el capítulo con una sentencia de Benito Pereiro, que dice que Sansón, no menos en su muerte que en otros actos, fue símbolo de Cristo.
Invirtiendo la tesis agustiniana, los quietistas creyeron que Sansón «por violencia del demonio se mató juntamente con los filisteos» (Heterodoxos españoles, V, I, 8); Milton (Samson Agonistes, in fine) lo vindicó de la atribución de suicidio; Donne, lo sospecho, no vio en ese problema casuístico sino una suerte de metáfora o simulacro. No le importaba el caso de Sansón —¿y por qué había de importarle?— o solamente le importaba, diremos, como «emblema de Cristo». En el Antiguo Testamento no hay héroe que no haya sido promovido a esa autoridad; para San Pablo, Adán es figura del que había de venir; para San Agustín, Abel representa la muerte del Salvador, y su hermano Seth, la resurrección; para Quevedo, «prodigioso diseño fue Job de Cristo». Donne incurrió en esa analogía trivial para que su lector comprendiera: Lo anterior, dicho de Sansón, bien puede ser falso; no lo es, dicho de Cristo.
El capítulo que directamente habla de Cristo no es efusivo. Se limita a invocar dos lugares de la Escritura: la frase «doy mi vida por las ovejas» (Juan, 10:15) y la curiosa locución «dio el espíritu», que usan los cuatro evangelistas para decir «murió». De esos lugares, que confirma el versículo «Nadie me quita la vida, yo la doy» (Juan, 10: 18), infiere que el suplicio de la cruz no mató a Jesucristo y que éste, en verdad, se dio muerte con una prodigiosa y voluntaria emisión de su alma. Donne escribió esa conjetura en 1608; en 1631 la incluyó en un sermón que predicó, casi agonizante, en la capilla del palacio de Whitehall.
El declarado fin del Biathanatos es paliar el suicidio; el fundamental, indicar que Cristo se suicidó[28]. Que, para manifestar esta tesis, Donne se viera reducido a un versículo de San Juan y a la repetición del verbo expirar es cosa inverosímil y aun increíble; sin duda prefirió no insistir sobre un tema blasfematorio. Para el cristiano, la vida y la muerte de Cristo son el acontecimiento central de la historia del mundo; los siglos anteriores lo prepararon, los subsiguientes lo reflejan. Antes que Adán fuera formado del polvo de la tierra, antes que el firmamento separara las aguas de las aguas, el Padre ya sabía que el Hijo había de morir en la cruz y, para teatro de esa muerte futura, creó la tierra y los cielos. Cristo murió de muerte voluntaria, sugiere Donne, y ello quiere decir que los elementos y el orbe y las generaciones de los hombres y Egipto y Roma y Babilonia y Judá fueron sacados de la nada para destruirlo, quizá el hierro fue creado para los clavos y las espinas para la corona de escarnio y la sangre y el agua para la herida. Esa idea barroca se entrevé detrás del Biathanatos. La de un dios que fabrica el universo para fabricar su patíbulo.
Al releer esta nota, pienso en aquel trágico Philipp Batz, que se llama en la historia de la filosofía Philipp Mainländer. Fue, como yo, lector apasionado de Schopenhauer. Bajo su influjo (y quizá bajo el de los gnósticos) imaginó que somos fragmentos de un Dios, que en el principio de los tiempos se destruyó, ávido de no ser. La historia universal es la oscura agonía de esos fragmentos. Mainländer nació en 1841; en 1876 publicó su libro,  Filosofía de la redención. Ese mismo año se dio muerte.







Notas

[26] Que de veras fue un gran poeta pueden demostrarlo estos versos: 
Licence my roving hands and let them go 
Before, behind, between, above, below.

O my America! my new-found land…

(Elegies, XIX) 

[27] Cf. el epigrama sepulcral de Alceo de Mesena (Antología Griega, VII, 1). 

[28] Cf. De Quincey: Writings, VIII, 398; Kant: Religion innehalb der Grenzen der Vernunft, II, 2

Título original: Otras inquisiciones 
Jorge Luis Borges, 1952 
Tambien OC II págs. 293-295 
Buenos Aires, Círculo de Lectores 1992 
Foto: Tapa y contratapa edición OC 1941-1960 (1992)


17/10/15

Jorge Luis Borges: L'illusion comique








Durante años de oprobio y bobería, los métodos de la propaganda comercial y de la litérature pour concierges fueron aplicados al gobierno de la república. Hubo así dos historias: una, de índole criminal, hecha de cárceles, torturas, prostituciones, robos, muertes e incendios; otra, de carácter escénico, hecha de necedades y fábulas para consumo de patanes. Abordar el examen de la segunda, quizá no menos detestable que la primera, es el fin de esta página.

La dictadura abominó (simuló abominar) del capitalismo, pero copió sus métodos, como en Rusia, y dictó nombres y consignas al pueblo, con la tenacidad que usan las empresas para imponer navajas, cigarrillos o máquinas de lavar. Esta tenacidad, nadie lo ignora, fue contraproducente; el exceso de efigies del dictador hizo que muchos detestaran al dictador. De un mundo de individuos hemos pasado a un mundo de símbolos aún más apasionado que aquél; ya la discordia no es entre partidarios y opositores del dictador, sino entre partidarios y opositores de una efigie o un nombre… Más curioso fue el manejo político de los procedimientos del drama o del melodrama.


El día 17 de octubre de 1945 se simuló que un coronel había sido arrestado y secuestrado y que el pueblo de Buenos Aires lo rescataba; nadie se detuvo a explicar quiénes lo habían secuestrado ni cómo se sabía su paradero. Tampoco hubo sanciones legales para los supuestos culpables ni se revelaron o conjeturaron sus nombres.


En un decurso de diez años las representaciones arreciaron abundantemente; con el tiempo fue creciendo el desdén por los prosaicos escrúpulos del realismo. En la mañana del 31 de agosto, el coronel, ya dictador, simuló renunciar a la presidencia, pero no elevó la renuncia al Congreso sino a funcionarios sindicales, para que todo fuera satisfactoriamente vulgar.

Nadie, ni siquiera el personal de las unidades básicas, ignoraba que el objeto de esa maniobra era obligar al pueblo a rogarle que retirara su renuncia. Para que no cupiera la menor duda, bandas de partidarios apoyados por la policía empapelaron la ciudad con retratos del dictador y de su mujer. Hoscamente se fueron amontonando en la Plaza de Mayo donde las radios del estado los exhortaban a no irse y tocaban piezas de música para aliviar el tedio. Antes que anocheciera, el dictador salió a un balcón de la Casa Rosada.

Previsiblemente lo aclamaron; se olvidó de renunciar a su renuncia o tal vez no lo hizo porque todos sabían que lo haría y hubiera sido una pesadez insistir. Ordenó, en cambio, a los oyentes una indiscriminada matanza de opositores y nuevamente lo aclamaron.

Nada, sin embargo, ocurrió esa noche; todos (salvo, tal vez, el orador) sabían o sentían que se trataba de una ficción escénica. Lo mismo, en grado menor, ocurrió con la quema de la bandera. Se dijo que era obra de los católicos; se fotografió y exhibió la bandera afrentada, pero como el asta sola hubiera resultado poco vistosa optaron por un agujero modesto en el centro del símbolo. Inútil multiplicar los ejemplos; básteme denunciar la ambigüedad de las ficciones del abolido régimen, que no podían ser creídas y eran creídas.

Se dirá que la rudeza del auditorio basta para explicar la contradicción; entiendo que su justificación es más honda. Ya Coleridge habló de la willing suspension of disbelief (voluntaria suspensión de la incredulidad) que constituye la fe poética; ya Samuel Johnson observó en defensa de Shakespeare que los espectadores de una tragedia no creen que están en Alejandría durante el primer acto y en Roma durante el segundo pero condescienden al agrado de una ficción. Parejamente, las mentiras de la dictadura no eran creídas o descreídas; pertenecían a un plano intermedio y su propósito era encubrir o justificar sórdidas o atroces realidades.

Pertenecían al orden de lo patético y de lo burdamente sentimental.



En Borges en Sur (1999)
Publicado por primera vez en Sur
Buenos Aires, Número 237
Noviembre/Diciembre de 1955
Foto: Borges por Gabriel Alvarado
En revista Gente, 10 de septiembre de 1970
Digitalización de Mágicas Ruinas, 2003



16/10/15

Jorge Luis Borges: Prólogo a Paul Valéry, «El cementerio marino»





Ningún problema tan consustancial con las letras y con su modesto misterio, como el que propone una traducción. La escritura inmediata se vela de fomentado olvido y de vanidad, de temor de confesar procesos ideales que adivinamos peligrosamente comunes, de prurito de mantener intacta y central una reserva incalculable de sombra. La traducción, en cambio, parece destinada a ilustrar la discusión estética. El modelo propuesto a su imitación es un texto visible, no un laberinto inapreciable de proyectos difuntos o la acatada tentación momentánea de una facilidad. Bertrand Russell considera un objeto externo como un sistema circular, irradiante, de impresiones posibles; lo mismo puede aseverarse de un texto, vistas las repercusiones incalculables de lo verbal. Un parcial y precioso documento de las vicisitudes que sufre, queda en sus traducciones. ¿Qué son las muchas de la Ilíada, de Chapman a Magnien, sino diversas perspectivas de un hecho móvil, sino un largo sorteo experimental de omisiones y de énfasis? No hay esencial necesidad de cambiar de idioma; ese deliberado juego de la atención no es imposible dentro de una misma literatura. Presuponer que toda recombinación de elementos es obligatoriamente inferior a su original, es presuponer que el borrador G es obligatoriamente inferior al borrador H —ya que no puede haber sino borradores. El concepto de texto definitivo no corresponde sino a la religión o al cansancio. La superstición de la normal inferioridad de las traducciones —amonedada en el consabido adagio italiano— deriva de una distraída experiencia. No hay un buen texto que no se afirme incondicional y seguro si lo practicamos un número suficiente de veces. Hume, es sabido, quiso identificar el concepto de causalidad con el de sucesión invariable*. Así un mediano film es consoladoramente mejor la segunda vez, por la severa inevitabilidad que reviste. Con los libros famosos, la primera vez ya es segunda, puesto que los emprendemos sabiéndolos. La precavida frase común de releer a los clásicos, resulta de inocente veracidad. Ya no sé si el informe: En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza de astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor, es bueno para una divinidad imparcial; sé únicamente que toda modificación es sacrílega y que no puedo concebir otra iniciación del Quijote. Cervantes, creo, prescindió de esa leve superstición, y tal vez no hubiera identificado ese párrafo. Nosotros, en cambio, no podremos sino repudiar cualquier divergencia. Sin embargo, invito al mero lector sudamericano —mon semblable, mon frére— a saturarse de la estrofa quinta en el texto español, hasta sentir que el verso original de Néstor Ibarra:

La pérdida en rumor de la ribera

es inaccesible, y que su imitación por Valéry:

Le changement des rives en rumeur,

no acierta a devolver íntegramente todo el sabor latino. Sostener con demasiada fe lo contrario, es renegar de la ideología de Valéry por el hombre temporal que la formuló.

De las tres versiones hispánicas del Cimitiere, sólo la presente ha cumplido con los rigores métricos del original. Sin otra repetida libertad que la del hipérbaton —no rehusada tampoco por Valery— sabe equivaler con felicidad a su arquetipo ilustre. Quiero repetir la estrofa penúltima, de resolución ejemplar:

Sí! Delirante mar, piel de pantera, 
Peplo que una miríade agujera 
De imágenes del sol, hidra infinita
Que de su carne azul se embriaga y pierde, 
Y que la cola espléndida se muerde 
En un tumulto que al silencio imita!

Imágenes es la equivalencia etimológica de idoles; espléndida de étincelante. Paso a considerar el poema. Aclamarlo parece una función de la inutilidad; mentirle faltas, de la ingratitud o el desorden. Sin embargo, quiero exponerme a denunciar lo que no puedo sino considerar el defecto de ese vasto diamante. Aludo a la intromisión novelesca. Los vanos pormenores circunstanciales que cierran la composición —el puntual viento escénico, las hojas que la aceptación de lo temporal confunde y agita, el apóstrofe destinado al oleaje, los foques picoteadores, el libro— aspiran a fundar una credibilidad que no es necesaria. 

Soliloquios de orden dramático —los de Browning, el St. Simeon Stylites de Tennyson— requieren pormenores análogos, no así el contemplativo Cimetiére, cuya atribución a un determinado interlocutor, en un determinado espacio, bajo un determinado firmamento, es convencional. Otros afirman el carácter simbólico de esos rasgos: artificio no menos vulnerable que el de la externa tempestad que prolonga, en el tercer acto de Lear, la insania sermonera del rey.

En su especulación de la muerte, Valéry parece condescender una vez a la reacción que podemos definir española; no por ser privativa de ese país —todas las literaturas la conocieron—, sino por componer el único tema de la poesía hispánica.

Les cris aigus des filles chatouillées, 
Les yeux, les dents, les paupiéres mouillées, 
Le sein charmant qui joue avee le feu, 
Le sang qui brille aux lévres qui se rendent, 
Les derniers dons, les doigts qui les défendent: 
Tout va sous terre et rentre dans le jeu!

Sin embargo, la identificación es injusta: Valéry deplora la perdición de hechos cariñosos y eróticos; el español, de meros anfiteatros de Itálica, Infantes de Aragón, enseñas grecianas, ejércitos de Alcazarquívir, murallas de Roma, túmulos de la Reina nuestra Señora Doña Margarita y otros encantos plenamente oficiales. Después, la estrofa diecisiete sobre el tema esencial —la mortalidad— con una quieta interrogación de aire antiguo:

Chanterez-vous quand serez vaporeuse?

No menos tenue, memorable y piadosa, que la de Publio Adriano:

Animula vagula blandula ...

Esa cavilación es la de todo individuo. Una especulativa ignorancia es nuestro bien común, y si las imaginaciones y trípodes de la P. R. merecieran la improbable atención de los hombres muertos, las letras deplorarían la caducidad de esa tiniebla tan interesante y tan plástica, que constituye nuestro único honor. De ahí que las certidumbres jurídicas de la fe, con sus reparticiones brutales de condenación y de gloria, no sean menos contrarias a la poesía que un ateísmo ecuánime. La poesía cristiana se alimenta de nuestra maravillada incredulidad, de nuestro deseo de creer que alguien no descree de ella. Sus militantes —Claudel, Hilaire Belloc, Chesterton— participan de nuestro asombro; dramatizaron las imaginarias reacciones de ese curioso hombre posible. un católico, hasta que los suplantó su espectro vocal. Son católicos como Hegel fue lo Absoluto. Proyectan sus ficciones sobre la muerte, sabiéndola secreta, y ella les dispensa enigma y abismo. Dante, que ignoraba nuestra ignorancia, tuvo que atenerse a lo novelesco, a las variedades extraordinarias del destino. Sólo una estricta certidumbre fue suya; la esperanza y la negación le faltaron siempre. Desconoció la propicia inseguridad: la de San Pablo, la de Sir Thomas Browne, la de Whitman, la de Baudelaire, la de Unamuno, la de Paul Valéry.

* Uno de los nombres árabes del gallo es Padre del alba, como si a ésta la engendrara el grito anterior.


 




En Paul Valéry, El cementerio marino [traducción de Néstor Ibarra] 
Prólogo de JLB, Bs. As., Les Éditions Schillinger, 1932
Luego en Prólogos con un prólogo de prólogos (1975)
Imagen: portada de la obra prologada
Al pie: portadilla y página interior del original francés, de 1920


15/10/15

Jorge Luis Borges - María Kodama: La sepultura







Para ti fue hecha la casa, antes que nacieras.
Para ti fue destinada la tierra antes que salieras de tu madre.
No la hicieron aún. Su hondura se ignora.
No se sabe aún qué largo tendrá.
Ahora yo te llevo a tu sitio.
Ahora te mido a ti primero y a la tierra después.
Tu casa no es muy alta. Es humilde y baja.
Cuando yazgas ahí, las vallas serán bajas, humildes las paredes.
La techumbre está cerca de tu pecho. Habitarás entonces en el polvo y sentirás frío.
Toda tiniebla y toda sombra, se pudrirá la cueva.
Esa casa no tiene puerta y no hay luz adentro.
Ahí estás firmemente encarcelado y la muerte tiene la llave.
Aborrecible es esa casa de tierra y atroz morar en ella.
Ahí estarás y te partirán los gusanos.
Ahí estás acostado lejos de tus amigos.
Ningún amigo irá a visitarte y a preguntarte si esa casa te gusta.
Nadie abrirá la puerta.
Nadie bajará a ese lugar porque muy pronto serás aborrecible a los ojos.
Tu cabeza será despojada de su cabello y la hermosura de tu pelo se apagará.



Nota
El concepto de la sepultura como última morada del hombre ya está en el Eclesiastés (12,5) donde se lee que el hombre, al morir, va a su larga morada.
Sin embargo no es necesario conjeturar que la fuente de ese poema es ese pasaje de la Escritura. La imagen ha sido sentida con tal intensidad que ese último poema de los sajones nos conmueve y aterra personalmente.



En Breve antología anglosajona (1978)
En colaboración con María Kodama
Foto: Borges y Kodama, Roma, 1981
Propiedad de ©María Kodama

14/10/15

Jorge Luis Borges: La literatura fantástica






Versión taquigráfica y foto de la conferencia pronunciada por Jorge Luis
Borges en la inauguración del ciclo cultural 1967 de la Escuela
Camillo y Adriano Olivetti, el viernes 7 de abril (Castilla, España)





Señoras, señores:

Yo compilé hace tiempo un libro titulado Manual de zoología fantástica, es decir un libro dedicado, no a los animales comunes, sino a los animales fantásticos. Ya que estos animales se crean por arte combinatorio, ya que en el centauro, por ejemplo, se conjugan el caballo y el hombre; en el minotauro, el hombre y el toro; en el dragón, la serpiente y el pájaro, pensé que el número de animales fantásticos sería virtualmente infinito. Lo busqué en la Historia natural de Plinio, en la Tentación [de San Antonio] de Flaubert, en diversas mitologías occidentales y orientales, y comprobé con algún asombro que el jardín zoológico fantástico, digámoslo así, no era más rico que el jardín zoológico real.

Ahora bien, podríamos pasar de esto al tema de la literatura fantástica. De un lado, tenemos la literatura realista, la literatura que trata de situaciones más o menos comunes en la humanidad, y del otro la literatura fantástica, que no tiene otro límite que las posibilidades de la imaginación. Uno diría también que la literatura fantástica tiene que ser mucho más rica que la realista ya que no está ceñida a lo cotidiano, sino que debe y puede aventurarse a toda suerte de aventuras. Sin embargo, al cabo de muchos años de ser lector y a veces autor de libros fantásticos he comprobado que los temas de la literatura fantástica no son ilimitados; son unos pocos y, como lo abstracto tiende a ser tedioso, voy a tomar algunos de sus temas que ciertamente no agotaré, aunque su número es limitado, y voy a ilustrarlos con ejemplos, con resúmenes de obras de diversas latitudes y de diversas épocas hechas con esos temas. 

Vamos a empezar por uno de los temas más antiguos: el tema de la transformación, el tema que da su nombre griego a Las metamorfosis del poeta latino Ovidio. Este tema se encuentra, en la superstición popular, en el lobisón, en el capiango, en el werewolf, en el loup-garou, etc. Pero vamos a ver algo un poco más complejo, y ya que el relato Die Verwandlung, (La metamorfosis) de Kafka es harto conocido, voy a tomar otro ejemplo, el cuento Lady into Fox (Dama en zorra), según veremos, del narrador inglés David Gardner. El autor que escribió creo que en la segunda década de nuestro siglo, sitúa la acción de su relato en el siglo XIX, en la época victoriana, en un pueblo de Inglaterra. Y hace que los personajes sean triviales, porque ya Wells había dicho que conviene para convencer al lector que haya un solo hecho fantástico en un cuento y que lo demás sea cotidiano; porque si todo es fantástico como sucede en tantos relatos de ficción científica, el lector no se resigna a imaginar tantas cosas fantásticas a un tiempo. En esta novela corta o cuento largo, Lady in de Fox, el autor nos presenta a un caballero y a una dama inglesa del año, digamos 1850 y tantos o sesenta y tantos, y son personas perfectamente iguales a miles o centenares de otras damas y caballeros de esa época. Viven en el campo; el señor vuelve una tarde y comprueba que su mujer se ha convertido en una zorra y lo comprueba —aquí tenemos un detalle convincente—, lo comprueba por la mirada de la zorra, por la mirada todavía humana y reconocible de la zorra. Él le habla y le pregunta, aunque ya lo sabe, si es su mujer y ella contesta con un movimiento de cabeza. No puede hablar naturalmente y entonces conversan. El caballero le dice que tales accidentes no han ocurrido nunca en su familia; la mujer le hace recordar que el apellido de ellos es Fox, zorro, y eso puede suministrar un principio de explicación y luego se ponen de acuerdo para que los vecinos no sepan nada, porque la gente es muy mal hablada. El hecho puede comentarse; se trata de algo incorrecto o, en todo caso, anómalo. Van despidiendo a los sirvientes o les prohíben que entren en el dormitorio de la señora; tratan de organizar su nueva vida sin asombrarse demasiado y sin indagar las causas, porque no son personas intelectuales. El marido trata de distraer a la zorra, le compra un calidoscopio, le lee novelas de Sir Walter Scott, poemas de Byron y por un tiempo piensan que esa nueva vida es posible; pero luego el señor nota que la zorra se distrae de las lecturas, que las formas del calidoscopio le causan tedio, es decir que el cuerpo bestia! está venciendo al alma humana que la habita; ya él habla poco con ella, se da cuenta que a ella le cuesta seguir sus palabras y una mañana no la encuentra. Recorre la casa, llega al gallinero y, ante el espectáculo sangriento que lo espera ahí, comprende lo que le ha ocurrido. Además ahí está la zorra con los colmillos y las patitas ensangrentadas; él la toma y ella parece pedirle perdón, pero sigue recayendo en su animalidad y un día, casi con alivio, nota que ella se ha escapado de la casa. Se queda solo, pero al mismo tiempo piensa que la situación era insoluble. Se da a largas caminatas por el campo y un día, en la entrada de una madriguera, ve a su mujer rodeada de zorritos y comprende que está haciendo vida marital con un zorro. Vuelve horrorizado a su casa y en las últimas páginas asistimos a una cacería: ahí los perros dan caza a la zorra y la despedazan. El cuento concluye sin ninguna explicación; queda como un cuento triste, no más.

Y ahora vamos a recordar un relato de Wells, anterior, en el cual el tema también es la transformación. Era un estudiante de medicina, un muchacho sano —eso es importante para el cuento—, un muchacho honesto, estudioso. Conoce a un señor que se llama Mr. Elvesham, que dice que ha seguido sus estudios y que piensa nombrarlo su heredero universal, pero quiere cerciorarse ante todo de la salud del muchacho, de la rectitud de su vida. Lo hace examinar por médicos; luego él escribe el testamento ante un escribano y luego el muchacho y el protector van a celebrar el acontecimiento. Van a un restaurant, beben, el muchacho nunca ha bebido, pero le parece notar, aunque no está seguro, porque ya la realidad y la alucinación se confunden, le parece notar que el protector ha derramado en la copa el contenido de un frasquito que llevaba. Los dos brindan, se separan. El estudiante vuelve a su casa y en una esquina piensa "cómo ha cambiado todo esto". "Antes había una casa de dos pisos aquí, ahora hay cinco; aquí me despedí por última vez de mi hermano." Y luego se da cuenta de que eso es ridículo, que no había tenido nunca un hermano, que no ha recorrido nunca esa calle. Y luego llega a un lugar que él cree que es su casa; se duerme y se despierta en la mitad de la noche. La cama le parece más vasta. Luego se pasa la lengua por las encías, comprueba que su boca está desdentada; se pasa la mano por la frente, ve que su cara está arrugada. Al final prende la luz y casi con temor se mira en el espejo. En el espejo ve la cara del señor Elvesham; comprende que el otro ahora está habitando su cuerpo, que su alma ha sido trasladada al cuerpo decrépito de su pseudoprotector. Luego descubre que está en un asilo; que los médicos ya saben que él padece alucinación de ser otro y encuentra en uno de los cajones de la habitación un frasquito, y ese frasquito tiene, dice veneno, entonces él lo toma pero antes deja escrita su historia. Y luego hay una posdata en la que se dice que el señor Elvesham había sido internado allí y que, en cuanto al joven estudiante, éste fue atropellado por un coche esa misma noche y el cuento queda en suspenso. 

Como ustedes ven, el tema de la transformación es común a ambos cuentos; sin embargo, los cuentos son totalmente distintos. Es decir, la idea de la transformación es una idea verdadera, tan verdadera que los años nos van transformando a todos; las enfermedades y el tiempo nos transforman. Yo no soy el que era cuando leí en Ginebra, en 1915, el cuento de Wells. Es decir, el tema de la transformación, aunque sea tratado de un modo fantástico como los dos ejemplos de Gardner y de Wells, que he resumido, se basa en algo real, ya que la vida está cambiándonos. 

Ahora vamos a tomar otro tema fantástico; es el de la confusión de lo onírico con lo real, de los sueños con la vigilia. Voy a tomar un cuento que está en el libro de Las mil y una noches: la historia del hombre que soñó; es una historia muy breve. Empieza en Alejandría: un hombre sueña. Sueña que una voz le dice que vaya a la ciudad de Isfaján en Persia, y que si hace ese viaje le será deparado un tesoro. El hombre, es un hombre sencillo; al día siguiente emprende el largo viaje. Estamos en la Edad Media; tiene que atravesar selvas, montañas, desiertos, corre peligros; y al cabo quizá de años, llega rendido a Isfaján. Se tiende a dormir en el patio de una mezquita. Entran bandoleros; luego los bandoleros son sorprendidos por la policía; arrestan a toda la gente que está ahí, los llevan ante el cadí, ante el juez, y éste los interroga. Cuando le toca el turno al egipcio, el egipcio dice que ha nacido en Alejandría, que siempre ha vivido ahí, que no ha pensado nunca en viajar, pero que una voz le ha dicho que si él emprende el azaroso viaje a Persia, logrará un tesoro. El juez se ríe de él. Le dice: yo también he soñado un sueño análogo. He soñado con un jardín; en el fondo de ese jardín hay un aljibe, detrás del aljibe hay una higuera y al pie de la higuera está enterrado un tesoro. Luego ordena que le den 50 azotes al egipcio y el egipcio vuelve otra vez a Alejandría. Las palabras del juez le han revelado todo; ese jardín, el jardín del aljibe, de la higuera y, finalmente, del tesoro enterrado, ese jardín es el de su propia casa. Pero ha sido necesario que él emprenda el viaje. Los dos sueños eran proféticos; el juez hubiera podido lograr el tesoro, pero no ha hecho el esfuerzo. El hombre sí lo ha logrado. Aquí tenemos el sueño mezclado con la realidad. 

Todo esto lo había hecho ya, de una manera más lacónica y más maravillosa, un místico chino del siglo V antes de nuestra era, Chuang Tzu. Aquí no voy a resumir, voy a repetir sus palabras tal como las he leído en diversas traducciones occidentales. Dicen así, simplemente: Chuang Tzu soñó que era una mariposa y no sabia al despertar si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre. Yo querría que nos detuviéramos en el arte de esta parábola que hizo famoso a su autor. Creo que el arte está en el empleo de la palabra mariposa. Si Chuang Tzu hubiera escrito: Chuang Tzu soñó que era un tigre y no sabía si al despertar era un hombre que había soñado ser un tigre o un tigre que había soñado ser un hombre, la historia perdería toda su fuerza; porque el tigre sugiere velocidad. En cambio, la mariposa concuerda de algún modo con el carácter onírico de nuestra vida. La mariposa es frágil como el sueño; es decir, Chuang Tzu ha elegido bien la mariposa, así como Heráclito eligió bien el río cuando escribió: "Nadie baja dos veces al mismo río". Si hubiera dicho "nadie abre dos veces la misma puerta", su frase no sería eficaz porque la puerta es sólida; en cambio el río fluye. El río está hecho de tiempo. Además, al leer la sentencia de Heráclito, pensamos primeramente: nadie baja dos veces al mismo río, porque el río es otro, porque las gotas de agua ya no son las mismas. Luego, con un principio de horror, sentimos que nosotros somos el río; que nosotros, hechos de tiempo, somos tan fluidos y tan inconstantes como el río.

Bueno, ahora hay otro tema que también encontramos en muchas literaturas. El tema del hombre invisible. A primera vista, se diría que un hombre que lograra la invisibilidad sería omnipotente: pero a fines del siglo pasado el joven Wells escribió El hombre invisible. Ahí el protagonista es un estudiante de medicina; es albino, además, para que nosotros podamos creer con más facilidad en su invisibilidad ulterior. Ese hombre piensa que puede lograrse un líquido que dé invisibilidad a los hombres. Al fin, por medios científicos, lo logra; llega a ser invisible y piensa: "soy el señor de Londres, soy el señor de Inglaterra; soy el señor del mundo". Pero luego ve sus limitaciones. Por lo pronto él vive en un barrio pobre; la estación es el invierno, el duro invierno de Inglaterra, y él no puede vestirse porque él es invisible, pero sus ropas no lo serían. Sin embargo, él sale a la calle desnudo; está temblando. La calle lo aterra, porque los conductores de los vehículos no lo ven y al rato comprueba que está dejando huellas en la nieve, huellas inexplicables. Además, una o dos veces tropieza con alguien. Comprende que su poder es limitado y, finalmente, y aquí llegamos al primer capítulo del libro, porque todo esto es la explicación del libro, se disfraza; se pone anteojos negros, se venda la cara, usa bufanda, sobretodo, guantes. Todo esto para ocultar que es invisible. Luego él llega a un pueblo, ahí naturalmente llama la atención, tienen que servirle la comida en su cuarto para que no se vean, digámoslo así, sus manos invisibles. Más tarde se encuentra con un amigo suyo, le refiere su historia y le propone fundar una suerte de reino del terror en la pequeña aldea. Se ha apoderado de un revólver. Tiene el revólver y las seis balas; pero de día no puede andar por el pueblo, porque la gente vería un revólver suelto que anda y cuando ha comido no puede salir hasta haber asimilado la comida, que sería visible. El amigo lo traiciona; el comisario piensa pedir ayuda de la capital. Pero luego dice que encuentra un medio bastante sencillo. Y es hacer que el hombre invisible sea perseguido por perros; por perros para los cuales el mundo olfativo es más importante que el mundo visual. Finalmente los perros le dan caza, lo alcanzan y lo matan. Y a medida que el cadáver va corrompiéndose se hace visible. Así termina el primer hombre invisible. 

Y dice Wells que, cuando él escribió ese cuento, se sentía muy solo. Tenía a veces la convicción de que todos los hombres lo perseguían. Es decir, este cuento El hombre invisible, no es, como podría parecer, una mera arbitrariedad fantástica; corresponde a la angustia de la soledad y por eso tiene una fuerza especial. Ya los griegos habían tomado el tema de la invisibilidad en la "historia del anillo", de Gyges. Pero ahí falta ese sentimiento de angustia. También en la India se habla de un sabio Nagarjuna, rey de las serpientes, que logra ser invisible. Penetra en un harem y comete toda clase de fechorías, pero, como su futuro continuador, el héroe de Wells es descubierto por las huellas que sus pies dejan en la arena o en la nieve.

Hemos visto dos temas fantásticos; ahora tendríamos otro: el de los juegos con el tiempo. Un escritor contemporáneo, Priestley, tiene una serie de "time comedies", comedias del tiempo, en las cuales se juega con la idea de que no tengamos un "antes", un "mientras" y un "después", sino que los tiempos pueden modificarse. Aquí vuelvo otra vez a Wells. Wells escribió La máquina del tiempo. Empieza por un capítulo de razonamiento científico. El protagonista dice que hay en realidad cuatro dimensiones y que la cuarta dimensión es el tiempo; si no nos damos cuenta de ello es porque todos estamos viajando por el tiempo a una velocidad uniforme. Pero que esa velocidad, mediante medios mecánicos —ahora preferimos creer en los medios mecánicos y no en los talismanes—, podría modificarse. Sus amigos no lo creen. Entonces él va a su laboratorio y vuelve con un aparatito, que vendría a ser algo así como la maquette de una bicicleta; hay un asiento y él dice: "Ésta es una maquette de la máquina del tiempo. Mírenla bien, voy a hacerla viajar al pasado". Todos se quedan mirando la máquina, él hace girar un eje, la máquina se vuelve nebulosa y desaparece. Él dice: "está viajando hacia el pasado; está viajando indefinidamente hasta que el infinito tiempo pasado la desgaste". Y uno de sus amigos le dice: "si está viajando hacia el pasado nosotros estuvimos comiendo aquí hace diez días; cómo no la vimos a la máquina". El inventor dice: "no la vimos porque su velocidad era mayor que la nuestra. Es decir, la máquina es tan rápida que es invisible; pero yo me cuidé muy bien de poner las manos encima de la mesa, porque la máquina hubiera podido destruirlas". Los otros se van; algunos están convencidos, otros no. Y luego el hombre, cuyo nombre no se nos dice —Wells lo llama "the time traveller" (el viajero del tiempo)— los cita para una fecha futura y vuelve y entonces él les cuenta su historia. Dice que él ha viajado al porvenir, a un porvenir muy lejano, a un porvenir apenas calculable en cifras humanas. Y que él ha detenido su máquina, ha comprobado que estaba lloviendo; ha pensado que era un imbécil en mojarse, ya que podría adelantar la máquina unos días. Pero ha dejado la máquina; ya no está, naturalmente, en su laboratorio, sino en un jardín, en un vasto y ocioso jardín. Luego él descubre que en ese jardín hay seres humanos más pequeños y más delicados que los seres actuales. Descubre que se llaman Eloi. Y esas personas no trabajan, viven de las frutas de los que tienen escaleras espirales; él conversa con una muchacha, le muestra uno de esos pozos y luego inmediatamente siente que ha cometido algo equivalente a una obscenidad; que no hubiera debido mostrarle ese pozo. Que no se debe hablar de esas cosas. Luego habla con esas personas, se enamora un poco de esa muchacha; empieza a enseñarle inglés, ella le enseña su lengua futura. Pero una noche, devorado por la curiosidad, baja por uno de los pozos y llega a un mundo subterráneo; el mundo de los morlocks. Los morlocks son los descendientes de los descendientes de los descendientes de los proletarios actuales, y al cabo de siglos de trabajar en la oscuridad se han vuelto ciegos. Su mundo está lleno de máquinas, de máquinas complejas e inútiles, que ellos siguen moviendo por una fuerza hereditaria. Las máquinas no producen nada; las ruedas giran en el vacío; pero los morlocks siguen manejándolas instintivamente y a veces, de noche, suben por las escaleras, entran en los palacios abandonados y en los jardines y devoran a los aristócratas degenerados de la superficie del planeta. Los morlocks persiguen al héroe. La muchacha, a quien él ya quiere, le entrega una flor y él vuelve con esa flor en la mano y la muestra a sus amigos y esa flor se corrompe. Es una flor que no ha florecido aún, y está marchitándose en sus manos. Luego los amigos se quedan pensando y en el último capítulo leemos que el viajero del tiempo ha desaparecido y el autor se pregunta si ha viajado hacia un remoto pasado o hacia el remoto porvenir. El viajero no vuelve nunca.

Ese libro, La máquina del tiempo, fue leído y admirado por el psicólogo, o por el novelista psicológico, Henry James, autor de Otra vuelta de tuerca; entonces a él se le ocurrió escribir algo parecido. Pero a Henry James le desagradaba por igual la idea de los talismanes o del talismán que nos hiciera viajar por el tiempo y la idea de una máquina. A él le había preocupado siempre la situación del americano en Europa. Lo veía como un hombre más ingenuo, quizá moralmente superior, pero rodeado de una civilización más compleja, quizá más implacable que la suya. Entonces empezó un cuento que se llama El sentido del pasado. Es la historia de un joven norteamericano de antepasados ingleses que va a vivir en la casa de sus antepasados en Londres y ahí en la pared ve un retrato; un retrato que lo sorprende, singularmente, porque es su propio retrato, salvo que está vestido según la usanza del siglo XVIII; además, el retrato está incompleto. Entonces piensa que le gustaría volver, digamos así, al siglo XVIII, y que la única manera de lograrlo es mediante un esfuerzo mental. Ahí están los libros de la biblioteca; ahí están las obras de Voltaire, las obras de Gibbon, las obras de Johnson, las obras de Boswell, de Pope; ahí está el siglo XVIII esperándolo, en su mejor expresión, en sus libros. Y él se sumerge en su lectura; además, un poco en broma, un poco creyéndolo, les dice a sus amigos que él va a volver al siglo XVIII. Está leyendo en su casa y comprueba sin demasiada sorpresa que la habitación contigua está llena de gente; se toca la ropa, ve que está trajeado a la manera del siglo XVIII y entra en la habitación. Descubre, poco a poco, que él es un joven americano que vuelve de las colonias, de las entonces colonias de Norteamérica, y se siente feliz porque él se sentía perdido en el siglo XX y piensa que podrá encontrar su felicidad en el siglo XVIII. Luego, conoce a un pintor, a un famoso pintor. Y el pintor dice: "Hay algo que me atrae en su cara; me gustaría pintarla". El muchacho, que ya se ha enamorado de una joven contemporánea, le dice "sí" , pero le advierte que no logrará concluir el cuadro. Esto él lo sabe, porque ha visto el cuadro inconcluso. El pintor le dice que no tendrá ninguna dificultad en concluir el cuadro pues, según su fama, él es un retratista excelente, y emprende la pintura del cuadro. Pero al cabo de unas cuantas sesiones el pintor le dice que hay en su cara que se le escapa, algo que su pincel no puede captar. El muchacho se ríe, había previsto que esto ocurriría. El cuadro había llegado exactamente a la etapa en que él lo vería más de un siglo después. Pero luego comprende el sentido íntimo de ese episodio y se llena de tristeza; porque de igual modo que él en el siglo XX era un forastero, de igual modo en el siglo XVIII él sigue siendo un hombre del siglo XX, del futuro siglo XX. Es decir, que él no pertenece realmente a ninguna época. Llama a su novia, le dice que muy pronto él tendrá que irse; que va a volver a América y que es muy posible que no regrese nunca a Inglaterra. Ella lo abraza, llora, le pide que no haga ese viaje o que la lleve con él. Él se separa bruscamente de ella y entra en el escritorio contiguo y en cuanto ha entrado, se apagan las luces, se apagan los candelabros de la pieza contigua, y él está otra vez vestido a la manera del siglo XX, ante el cuadro inconcluso. Hay un rasgo muy curioso en este cuento, que quizá no fue advertido por el autor pero que fue señalado por el poeta Spender: en un libro titulado El elemento destructivo. Versa sobre la idea de causa y la idea de efecto. En el tiempo la causa es anterior al efecto; pero en un libro en el cual se juega con el tiempo, asistimos a este hecho que nos parece imposible: el muchacho del siglo XX vuelve al siglo XVIII porque su retrato ha sido pintado en el siglo XVIII, pero ha sido pintado en el siglo XVIII porque él ha regresado del siglo XX. Es decir, hay un juego con el tiempo.

Ahora podríamos tomar otro tema; el de la presencia de seres sobrenaturales entre los hombres. Aquí vamos a pasar a otras regiones; voy a referir una leyenda noruega que se halla, creo, en una historia de los reyes de Noruega, de la Edad Media, cuando Noruega, como antes Inglaterra y Alemania, pasó del culto de los dioses germánicos a la fe del Cristo blanco, como lo llamaban en Noruega. Se habla de un rey; un rey cristiano, creo que era Olaf Tryggvason, y de su corte. A su palacio, que podemos imaginar como un modesto palacio en madera, llega una noche un hombre viejo. Estamos en invierno; el fuego encendido en la chimenea; el viejo tiene el sombrero inclinado sobre los ojos, está envuelto en un manto azul. Debemos pensar en una suerte de gaucho viejo, nórdico. El arpa, según la usanza germánica, pasa de mano en mano. Todos cantan y al fin el arpa llega a manos del anciano y entonces el anciano canta, en un lenguaje ya arcaico, la historia del nacimiento del dios Odín, aquel dios que da su nombre al wednesday, al miércoles inglés, al día de Woden, en el norte; Wotan en Alemania. Dice que cuando nació Odín, se presentaron dos hadas, o dos parcas, que lo colmaron de dulzuras y le presagiaron un porvenir venturoso, que luego llegó otra que no había sido invitada; entonces sacó, de entre sus vestiduras, una vela y la encendió y dijo: "la vida de este niño durará lo que dura esta vela". Luego esa parca, el hada maligna de cuentos de hadas futuros, desaparece y los padres apagan la vela para que no muera el niño. La gente se ríe, le dicen que ésas son consejas, cuentos de viejas, que ya nadie cree en esas cosas de los dioses de las fábulas; que ahora ellos veneran a Cristo y a la Virgen y al Dios que está en los cielos. Y el viejo dice: "no; lo que yo acabo de decir es verdad y aquí tienen la prueba". De entre sus vestiduras saca una vela y la enciende. Todos, incluso el rey, se quedan mirando la vela como fascinados y la vela se consume y muere. Luego advierten que el viejo que la ha traído ya no está ahí. Salen afuera a buscarlo y lo encuentran junto a su caballo, muerto en la nieve. Entonces comprenden que el que ha referido la historia es Odín; que él ha muerto precisamente, como dijo la parca, hace tantos siglos, en el momento en que se apagó la vela.

Tendríamos otros temas. Un tema que se encuentra en todas las literaturas; el tema del doble. Un tema sugerido acaso por los espejos, por nuestro reflejo en los espejos. En Alemania lo llaman el Doppelgaenger, el doble que camina a nuestro lado. En Escocia lo llaman el fetch, de la palabra fetch —buscar—, porque si un hombre ve a su doble, ese doble viene a buscarlo para llevarlo a la muerte y aquí podemos citar muchos ejemplos: tenemos William Wilson, de Poe, en el cual hay un hombre que comete malas acciones, pero que continuadamente es denunciado por alguien que se parece extrañamente a él, y que es su doble. Finalmente él lo reta a duelo al otro y lo mata y, en el momento en que su espada atraviesa el cuerpo del otro, él cae muerto porque al morir su conciencia ha muerto él. Y ese cuento sugirió sin duda a Oscar Wilde esa novela que todos ustedes conocen sin duda: El retrato de Dorian Gray. La historia de un joven que envejece y que peca, pero cuyos años y cuyos pecados se reflejan no en él sino en un cuadro pintado por un amigo, y que él tiene escondido en un altillo. En el último capítulo de la novela sube al altillo, ve su retrato; ese retrato está gastado por la corrupción y por la maldad. Ese retrato le da asco. Entonces él toma un arma que yace sobre la mesa y da muerte al cuadro y en ese momento muere él y luego los sirvientes entran y ven el cuadro tal como fue pintado por primera vez; ven el Dorian Gray de hace 30 años. Luego ven a un hombre que no conocen, viejo y maligno, a su lado y sólo lo reconocen por los anillos que lleva.

Yo no sé si podríamos ir mucho más lejos; no sé si hay muchos otros temas fantásticos. Sospecho que no, sospecho que podemos reducir las maravillas de los cuentos fantásticos a estas que he bosquejado. En Las mil y una noches, por ejemplo, abundan los seres sobrenaturales; el del príncipe convertido por un mago en un mono. Ese mono demuestra su condición humana, ya que no puede hablar, jugando tres partidas de ajedrez con el rey y ganándolas.

Y ahora voy a llegar al último ejemplo. La idea de acciones paralelas; el hecho de que algo que ocurre aquí, está ocurriendo de otro modo, en otro lugar, por obra mágica. Aquí referiré una leyenda irlandesa medieval. En esa leyenda hay dos reyes; dos pequeños reyes de Irlanda cuyos ejércitos combaten al pie de una montaña. Los hombres se entrecruzan y se matan en el valle. Arriba, los dos reyes no se fijan en sus ejércitos, en sus hombres que están desangrándose por ellos abajo. Juegan al ajedrez y hay un momento hacia el atardecer en el cual uno de los reyes mueve una pieza y le dice al otro "jaque mate"; poco después llega un mensajero que sube corriendo por la ladera de la montaña y que le advierte que su ejército ha sido derrotado. Entonces comprendemos que los hombres eran meros reflejos de las piezas de ajedrez; que la verdadera batalla ha sido librada en el tablero y no en el valle.

Aquí concluyen estos resúmenes y llego a una pregunta capital, a una pregunta que quizá he contestado ya parcialmente. ¿En qué reside el encanto de los cuentos fantásticos? Reside, creo, en el hecho de que no son invenciones arbitrarias, porque si fueran invenciones arbitrarias su número sería infinito; reside en el hecho de que, siendo fantásticos, son símbolos de nosotros, de nuestra vida, del universo, de lo inestable y misterioso de nuestra vida y todo esto nos lleva de la literatura a la filosofía. Pensemos en las hipótesis de la filosofía, harto más extrañas que la literatura fantástica; en la idea platónica, por ejemplo, de que cada uno de nosotros existe porque es un hombre, porque es un reflejo del hombre arquetípico que está en los cielos. Pensemos en la doctrina de Berkeley, según la cual toda nuestra vida es un sueño y lo único que existe son apariencias. Pensemos en el panteísmo de Spinoza y tantos otros casos y llegaremos así a la terrible pregunta, a la pregunta que no es meramente literaria, pero que todos alguna vez hemos sentido o sentiremos. ¿El universo, nuestra vida, pertenece al género real o al género fantástico?




Ediciones Culturales Olivetti (s/f)
Castilla, España


13/10/15

Jorge Luis Borges: 1982








Un cúmulo de polvo se ha formado en el fondo del anaquel, detrás de la fila de libros. Mis ojos no lo ven. Es una telaraña para mi tacto.

Es una parte ínfima de la trama que llamamos la historia universal o el proceso cósmico. Es parte de la trama que abarca estrellas, agonías, migraciones, navegaciones, lunas, luciérnagas, vigilias, naipes, yunques, Cartago y Shakespeare.

También son parte de la trama esta página, que no acaba de ser un poema, y el sueño que soñaste en el alba y que ya has olvidado.

¿Hay un fin en la trama? Schopenhauer la creía tan insensata como las caras o los leones que vemos en la configuración de una nube. ¿Hay un fin de la trama? Ese fin no puede ser ético, ya que la ética es una ilusión de los hombres, no de las inescrutables divinidades.

Tal vez el cúmulo de polvo no sea menos útil para la trama que las naves que cargan un imperio o que la fragancia del nardo.



En Los conjurados (1985)
Foto: Borges autografiando sus obras
Librería y Editorial Tres Américas, Buenos Aires

12/10/15

Jorge Luis Borges: The Cloisters





De un lugar del reino de Francia
trajeron los cristales y la piedra
para construir en la isla de Manhattan
estos cóncavos claustros.
No son apócrifos.
Son fieles monumentos de una nostalgia.
Una voz americana nos dice
que paguemos lo que queramos,
porque toda esta fábrica es ilusoria
y el dinero que deja nuestra mano
se convertirá en zequíes o en humo.
Esta abadía es más terrible
que la pirámide de Ghizeh
o que el laberinto de Knossos,
porque es también un sueño.
Oímos el rumor de la fuente,
pero esa fuente está en el Patio de los Naranjos
o en el cantar Der Asra.
Oímos claras voces latinas,
pero esas voces resonaron en Aquitania
cuando estaba cerca el Islam.
Vemos en los tapices
la resurrección y la muerte
del sentenciado y blanco unicornio,
porque el tiempo de este lugar
no obedece a un orden.
Los laureles que toco florecerán
cuando Leif Ericsson divise las arenas de América.
Siento un poco de vértigo.
No estoy acostumbrado a la eternidad.



En La cifra (1981)
Foto: Borges en Madrid para recibir el premio Cervantes 1979 
Archivo AP, Madrid 1980


11/10/15

María Kodama: Epílogo [Atlas]









¿Qué era un atlas para nosotros, Borges?
Un pretexto para entretejer en la urdimbre del tiempo nuestros sueños hechos del alma del mundo.
Antes de un viaje, cerrados los ojos, juntas las manos, abríamos al azar el atlas y dejábamos que las yemas de nuestros dedos adivinaran lo imposible: la aspereza de las montañas, la tersura del mar, la mágica protección de las islas. La realidad era un palimpsesto de la literatura, del arte y de los recuerdos de nuestra infancia, tan semejante en su soledad.
Roma será para mí su voz recitando las Elegías de Goethe y Venecia, para usted, lo que yo le transmití un atardecer en San Marcos, escuchando un concierto; París será usted niño, terco, encerrado en un hotel, comiendo chocolate mientras leía a Hugo, su manera de descubrir París; para mí, nuestras lágrimas cuando vi en lo alto de la escalinata del Louvre la Victoria de Samotracia, esa estatua sobre la que mi padre me enseñó la belleza. La belleza era la armonía materializada, era haber logrado lo imposible, detener la brisa del mar en el movimiento de los pliegues de la túnica para la eternidad.
El desierto fue la batalla de Ondurman y Lawrence y la mística del silencio, hasta aquella noche en que junto a las pirámides usted me ofreció un imperio de palabras, modificó el desierto y me reveló que la luna era mi espejo.
El tiempo era cóncavo y protector para nosotros. Entrábamos en él como Odín y Beppo, nuestros gatos, en los canastos y en los armarios, con la misma inocencia y la misma ávida curiosidad para descubrir misterios.
Ahora estoy aquí, forjando un tiempo más allá del tiempo donde usted recorre las constelaciones y aprende el lenguaje del universo, donde usted sabe ya que la poesía, la belleza y el amor son allí, por su intensidad, incandescentes.
Mientras, yo recorro aplicadamente los días, los países, las personas, cada instante que irá acercándome a usted hasta que se cumplan todas esas cosas que son necesarias para que otra vez se junten nuestras manos. Cuando esto suceda seremos otra vez Paolo y Francesca, Hengist y Horsa, Ulrica y Javier Otárola, Borges y María, Próspero y Ariel, definitivamente juntos, sólo luz para la eternidad.
Querido Borges, que la paz y mi amor sean con usted. Hasta entonces.
María Kodama








Texto e imágenes en Atlas
Buenos Aires, Emecé, 2008


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