10/3/15

Jorge Luis Borges: Años de plenitud (Autobiografía, V)






La fama, como la ceguera, me fue llegando poco a poco. Nunca la había esperado, nunca la había buscado. Néstor Ibarra y Roger Callois, quienes a principios de la década del cincuenta se atrevieron a traducirme al francés, fueron mis primeros benefactores. Sospecho que su trabajo de pioneros preparó el terreno para que compartiera con Samuel Beckett el Premio Formentor en 1961, ya que hasta que fui publicado en francés yo era casi invisible, no sólo en el exterior sino también en Buenos Aires. A consecuencia de ese premio, de la noche a la mañana mis libros brotaron como hongos por todo el mundo occidental.
Ese mismo año, bajo los auspicios de Edward Larocque Tinker, fui invitado como profesor visitante a la Universidad de Texas. Era mi primer encuentro físico con Norteamérica. De alguna manera, debido a mis lecturas, siempre había estado allí. Pero tuve una extraña sensación en Austin, oyendo a los obreros que cavaban una zanja hablar en inglés, idioma que hasta entonces creí negado a esa gente. De hecho, Norteamérica había adquirido tales proporciones míticas en mi imaginación, que me asombraba sinceramente encontrar allí cosas tan comunes como yuyos, barro, charcos, caminos de tierra, moscas y perros vagabundos. Aunque a veces sentíamos nostalgia, sé que mi madre y yo terminamos amando a Texas. Ella, que siempre detestó el fútbol, llegó a alegrarse de nuestra victoria cuando los “Longhorns” derrotaron a sus vecinos los “Bears”. 

En la Universidad, al terminar una clase que dictaba sobre literatura argentina, solía concurrir como oyente a otra de poesía sajona que dictaba el Dr. Rudolph Willard. Mis días estaban colmados. Descubrí que los estudiantes norteamericanos -al contrario de la mayoría de los estudiantes argentinos- estaban más interesados en las materias que en las notas. Yo trataba de interesarlos en Ascasubi y en Lugones, pero ellos me preguntaban obstinadamente sobre mi propia obra. Pasaba el mayor tiempo posible con Ramón Martínez López, quien como filólogo compartía mi pasión por las etimologías. Durante esos seis meses viajamos mucho y di conferencias en universidades de costa a costa. Conocí Nuevo México, San Francisco, Nueva York, Nueva Inglaterra, Washington. Norteamérica me pareció la nación más indulgente y generosa que había visitado. Los sudamericanos tendemos a pensar en términos de conveniencia, mientras que la gente en los Estados Unidos tiene una actitud ética. Como protestante vocacional, eso era lo que más admiraba. Hasta me ayudaba a pasar por alto los rascacielos, las bolsas de papel, la televisión, los plásticos y la horrible selva de aparatos.
Viajé por segunda vez a Norteamérica en 1967, para hacerme cargo de la cátedra de poesía Charles Eliot Norton en Harvard y dar conferencias -frente a auditorios benévolos- sobre “This Craft of Verse” (El oficio de la poesía). Pasé siete meses en Cambridge, dando un curso sobre escritores argentinos y recorriendo Nueva Inglaterra, donde parecen haberse inventado la mayoría de las cosas norteamericanas, incluyendo el Oeste. Hice numerosas peregrinaciones literarias: a los lugares de Hawthorne en Salem, de Emerson en Concord, de Melville en New Bedford, de Emily Dickinson en Amherst y de Longfellow a la vuelta de donde yo vivía.
En Cambridge los amigos parecían multiplicarse: Jorge Guillén, John Murchison, Juan Marichal, Raimundo Lida, Héctor Ingrao y un matemático persa, Farid Hushfar, que había desarrollado una teoría del tiempo esférico que no entiendo mucho pero que pienso plagiar algún día. También conocí a escritores como Robert Fizgerald, John Updike y el difunto Dudley Fitts. Aproveché la oportunidad para conocer otras partes del continente: Iowa, donde me esperaba mi pampa natal; Chicago, con el recuerdo de Carl Sandburg; Missouri; Maryland; Virginia. Hacia el final de mi estadía tuve el honor de asistir a una lectura de mis poemas en el “YM-YWHA Poetry Center” de Nueva York, en la que participaron varios de mis traductores con la presencia entre el público de un número considerable de poetas.
Debo mi tercer viaje a los Estados Unidos (en noviembre de 1969) a mis dos benefactores de la Universidad de Oklahoma, Lowell Dunham e Ivar Ivask, que me invitaron a dar conferencias en su universidad y reunieron un grupo de estudiosos para analizar y enriquecer mi trabajo. Ivask me regaló un puñal finlandés en forma de pez, que era bastante ajeno a la tradición del viejo Palermo de mi infancia. 

Al recordar esta última década, advierto que he sido bastante nómade. En 1963, gracias a Neil MacKay del British Council de Buenos Aires, pude visitar Inglaterra y Escocia. Allí (también en compañía de mi madre), hice mis peregrinaciones: a Londres, tan cargada de recuerdos literarios; a Lichfield y el doctor Johnson; a Manchester y De Quincey; a Rye y Henry James; al Lake District; a Edinburgo. Visité la casa natal de mi abuela en Hanley, uno de los Five Towns, la patria chica de Arnold Bennett. Pienso que Escocia y Yorkshire están entre los lugares más encantadores de la tierra. En algún rincón de las colinas y valles de Escocia reviví una extraña sensación de soledad y desolación. Tardé algún tiempo en descubrir que esa sensación se remontaba al lejano desierto de la Patagonia.
Unos años más tarde hice otro viaje a Europa, esta vez en compañía de María Esther Vázquez. En Inglaterra, Herbert Read nos hospedó en el magnífico caserón que tenía en los páramos. Nos llevó a Yorkminster, donde nos mostró unas espadas danesas antiguas en la sala Viking Yorkshire del Museo. Más tarde escribí un soneto a una de las espadas, y poco antes de su muerte sir Herbert corrigió y mejoró mi título original, para el que sugirió “A una espada en Yorkminster” en lugar de “A una espada en York”. Después fuimos a Estocolmo invitados por Bonnier, mi editor sueco, y por el embajador argentino. Estocolmo y Copenhague están entre las ciudades más inolvidables que he visto, al igual que San Francisco, Nueva York, Edimburgo, Santiago de Compostela y Ginebra.
A comienzos de 1969, invitado por el gobierno israelí, pasé diez días emocionantes en Tel Aviv y Jerusalén. Volví a casa con la convicción de haber visitado la más vieja y al mismo tiempo la más joven de las naciones, de haber regresado de un país muy vivo y alerta a un rincón del mundo que está medio dormido. Desde mis días de Ginebra siempre me interesó la cultura judía, que considero un elemento intrínseco de la llamada civilización occidental. Durante la guerra árabe-israelí tomé partido de inmediato; y cuando el desenlace era todavía incierto escribí un poema sobre la contienda. Una semana más tarde escribí otro poema sobre la victoria. Cuando estuve de visita, Israel era todavía un campamento armado. Allí, en las costas de Galilea, recordé estas líneas de Shakespeare:

Over whose acres walk’d those
/blessed feet,
Which, fourteen hundredyears ago,
/were nail’d,
For our advantage, on the bitter cross.

[Sobre cuyos acres caminaron aquellos
/pies benditos
que, hace mil cuatrocientos años,
/clavaron,
para nuestra salvación, en la
/amarga cruz.]

Hoy, a pesar de los años, sigo pensando en las muchas piedras que me falta mover, y en otras que me gustaría mover de nuevo. Todavía tengo la esperanza de ver el Utah de los mormones, que me fueron revelados de niño por Roughing It de Mark Twain y A Study in Scarlet, el primer libro de la saga de Sherlock Holmes. Otro sueño es una peregrinación a Islandia, y otro más es regresar a Texas y a Escocia. 

A los setenta y un años sigo trabajando y lleno de planes. El año pasado escribí un nuevo libro de poemas, Elogio de la sombra. Es mi primer volumen de poemas desde 1960, y fueron los primeros que escribí en mi vida pensando en hacer un libro. Mi preocupación central, como se advierte en varios de los poemas, es de naturaleza ética, independiente de toda inclinación religiosa o antirreligiosa. La “sombra” del título se refiere tanto a la ceguera como a la muerte. Para completar Elogio de la sombra, trabajé todas las mañanas, dictando en la Biblioteca Nacional. Cuando lo terminé, me había acostumbrado a una cómoda rutina: tan cómoda que no la cambié y empecé a escribir cuentos. Esos cuentos, los primeros escritos desde 1953, fueron publicados el año pasado. El libro se llama El informe de Brodie; y consiste en experimentos modestos, narraciones sencillas: el libro al que me he referido con frecuencia durante los últimos cinco años. Hace poco terminé el guión de una película que se llamará Los otros. El argumento es mío, y fue escrito con Adolfo Bioy Casares y el joven director argentino Hugo Santiago. Mis tardes están ahora dedicadas a un proyecto de largo alcance, que acaricié durante mucho tiempo. Desde hace casi tres años, por fortuna, tengo al lado a mi propio traductor, y juntos vamos a publicar entre diez y doce volúmenes de mi obra en inglés, idioma que no merezco usar y que ojalá hubiera sido mi lengua materna.
Pienso empezar un nuevo libro, una serie de ensayos personales -no eruditos- sobre Dante, Ariosto y temas nórdicos medievales. También quiero escribir un libro sincero e informal de opiniones, caprichos, reflexiones y herejías personales. Después de eso, ¿quién sabe? Todavía tengo una cantidad de historias, oídas o inventadas, que quiero contar. En este momento estoy terminando un relato largo llamado “El Congreso”. A pesar del título kafkiano, espero que se acerque más a la línea de Chesterton. La acción transcurre en la Argentina y el Uruguay. Durante veinte años he estado aburriendo a los amigos con el argumento. Por fin, mientras se lo contaba a mi mujer, ella me hizo notar que no necesitaba más elaboración. Tengo otro proyecto que ha estado pendiente durante más tiempo todavía: la revisión y quizá la reescritura de El caudillo, la novela de mi padre, tal como él me lo pidió hace años. Habíamos llegado a discutir muchos de los problemas; y me gusta pensar en esa tarea como un diálogo que no se ha interrumpido y una colaboración muy real.
La gente ha sido inexplicablemente buena conmigo. No tengo enemigos, y si ciertas personas se han puesto ese disfraz, han sido tan bondadosas que ni siquiera me han lastimado. Cada vez que leo algo que han escrito contra mí, no sólo comparto el sentimiento sino que pienso que yo mismo podría hacer mucho mejor el trabajo. Quizá debería aconsejar a los aspirantes a enemigos que me envíen sus críticas de antemano, con la seguridad de que recibirán toda mi ayuda y mi apoyo. Hasta he deseado secretamente escribir, con seudónimo, una larga invectiva contra mí mismo. ¡Ay, las crudas verdades que guardo!
A mi edad uno debería tener conciencia de los propios límites, y ese conocimiento quizá contribuya a la felicidad. De joven pensaba que la literatura era un juego de variaciones hábiles y sorprendentes. Ahora que he encontrado mi propia voz, pienso que corregir y volver a corregir mis originales no los mejora ni los empeora. Por supuesto, eso es un pecado contra una de las principales tendencias de la literatura de este siglo: la vanidad de la reescritura, que llevó a Joyce a publicar fragmentos con el presuntuoso título de “Work in Progress” (Obra en curso).
Supongo que ya he escrito mis mejores libros. Eso me da una cierta satisfacción y tranquilidad. Sin embargo, no creo que lo haya escrito todo. De algún modo, la juventud me resulta más cercana que cuando era joven. Ya no considero inalcanzable la felicidad como me sucedía hace tiempo. Ahora sé que puede ocurrir en cualquier momento, pero nunca hay que buscarla. En cuanto al fracaso y la fama, me parecen irrelevantes y no me preocupan. Lo que quiero ahora es la paz, el placer del pensamiento y de la amistad. Y aunque parezca demasiado ambicioso, la sensación de amar y ser amado.




Autobiografía (1899-1970), Cap. V 
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999

Foto cabezal: Roger Caillois, directeur de la collection La Croix du Sud, et Borges.  
Ancienne coll. J.L. Borges - dans Borges, fotografias y manuscritos de Miguel De Torre 
Borges aux Éditions Renglon (Buenos Aires, 1987) 
Source: Álbum Borges - Sélection et commentaires: Jean Pierre Bernès
París, Gallimard, 1999 
Cortesía: Samuel Chagalov

     


Foto al pie y nota: Norman di Giovanni with Borges 
c. 1970 (photographer unknown)



9/3/15

Jorge Luis Borges: La cifra






La amistad silenciosa de la luna
(cito mal a Virgilio) te acompaña
desde aquella perdida hoy en el tiempo
noche o atardecer en que tus vagos
ojos la descifraron para siempre
en un jardín o un patio que son polvo.
¿Para siempre? Yo sé que alguien, un día,
podrá decirte verdaderamente:
No volverás a ver la clara luna.
Has agotado ya la inalterable
suma de veces que te da el destino.
Inútil abrir todas las ventanas
del mundo. Es tarde. No darás con ella.
Vivimos descubriendo y olvidando
esa dulce costumbre de la noche.
Hay que mirarla bien. Puede ser la última.




En La cifra (1981)
Foto: Bernardo Pérez


8/3/15

Jorge Luis Borges: Inferno, V, 129






Dejan caer el libro, porque ya saben
que son las personas del libro.
(Lo serán de otro, el máximo,
pero eso qué puede importarles.)
Ahora son Paolo y Francesca,
no dos amigos que comparten
el sabor de una fábula.
Se miran con incrédula maravilla.
Las manos no se tocan.
Han descubierto el único tesoro;
han encontrado al otro.
No traicionan a Malatesta,
porque la traición requiere un tercero
y sólo existen ellos dos en el mundo.
Son Paolo y Francesca
y también la reina y su amante
y todos los amantes que han sido
desde aquel Adán y su Eva
en el pasto del Paraíso.
Un libro, un sueño les revela
que son formas de un sueño que fue soñado
en tierras de Bretaña.
Otro libro hará que los hombres,
sueños también, los sueñen.



En La cifra (1981)
Image: Auguste Rodin, Fugit amor (1892)
Est inspié du thème des amants maudits de L'Enfer de Dante 
Crédits photo Eric Sander


7/3/15

Jorge Luis Borges: Alguien







Balkh Nishapur, Alejandría; no importa el nombre. Podemos imaginar un zoco, una taberna, un patio de altos miradores velados, un río que ha repetido los rostros de las generaciones. Podemos imaginar asimismo un jardín polvoriento, porque el desierto no está lejos. Se ha formado una rueda y un hombre habla. No nos es dado descifrar (los reinos y los siglos son muchos) el vago turbante, los ojos ágiles, la piel cetrina y la voz áspera que articula prodigios. Tampoco él nos ve; somos demasiados. Narra la historia del primer jeque y de la gacela o la de aquel Ulises que se apodó Es-Sindibad del Mar.

El hombre habla y gesticula. No sabe (otros lo sabrán) que es del linaje de los confabulatores nocturni, de los rapsodas de la noche, que Alejandro Bicorne congregaba para solaz de sus vigilias. No sabe (nunca lo sabrá) que es nuestro bienhechor. Cree hablar para unos pocos y unas monedas y en un perdido ayer entreteje el Libro de las Mil y Una Noches.




En Historia de la noche (1977)
Foto: Julie Méndez Ezcurra (detalle)
En Borges: Develaciones de Félix della Paolera 
(Ed. Fundación E. Constantini) [cover]




6/3/15

Jorge Luis Borges: Edgar Allan Poe. La carta robada







A la obra escrita de un hombre debemos muchas veces agregar otra quizá más importante: la imagen que de ese hombre se proyecta en la memoria de las generaciones. Byron, por ejemplo, es más perdurable y más vívido que la obra de Byron. Edgar Allan Poe es más visible ahora que cualquiera de las páginas que compuso y aun más que la suma de esas páginas.
Dos escritores norteamericanos hay sin los cuales la literatura de nuestro tiempo sería inconcebible o, por lo menos, muy distinta de lo que es: Poe y Walt Whitman. De Walt Whitman proceden el verso libre, el amor de las muchedumbres y de las empresas de nuestra época atareada; no menos rico es el influjo de Poe y harto más diverso. El concepto del arte como una operación de la inteligencia y no como un don del espíritu fue formulado por primera vez en su «The Philosophy of Composition», que data de 1846, y se prolonga en Baudelaire, en el simbolismo, y en Paul Valéry. Cinco años antes había publicado «Murders in the Rué Morgue», que inventa el género policial y cuya progenie es innumerable. Su mejor prosa debe buscarse en el cuento fantástico, al que agrega una premeditación y un rigor que hasta entonces no eran propios del género. Alguien lo acusó de imitar a los románticos alemanes. Poe replicó: «El horror no es de Alemania; es del alma». Lo fue también de su destino.
Nació en Boston en 1809. Hijo de actores de la legua, le gustaba soñarse descendiente de una antigua estirpe normanda; ese anhelo romántico no es menos real que las pobres circunstancias de su nacimiento. Huérfano de temprana edad, fue recogido por un hombre de negocios, John Allan, cuyo apellido tomó. Con sus padres adoptivos fue a Inglaterra; los años que pasó como alumno interno en un viejo colegio pueden adivinarse en el extraño cuento «William Wilson», donde se juega con el tema del doble. Menos fidedigno es el viaje a Rusia que tan amplio lugar ocupó en su diálogo. De regreso a su patria estudió en la Universidad de Virginia, donde frecuentó, con el riesgo que es de prever, la compañía de tahúres. Después vendría el alcohol. En 1827 se alistó en el ejército y fue cadete en la Academia Militar de West Point. Ya había empezado a publicar, sin mayor resonancia. Su voluntaria negligencia hizo que le dieran la baja. En 1835 se casó con su prima, Virginia Clemm, de trece años. Según parece, el matrimonio no llegó a consumarse. En 1845 su mujer murió de tuberculosis. Las circunstancias son complejas; se ha dicho que Edgar estaba enamorado de la madre, Marta Clemm, y no de la hija. Durante esos diez años ejecutó lo mejor de su obra. Ya viudo buscó la intimidad de otras mujeres que le inspiraron inolvidables piezas poéticas. Más de una vez el solitario desengañado pensó en esa puerta abierta, el suicidio. Perdido en los delirios del alcohol, murió en un hospital de Baltimore. Un compañero de la sala recordaría sus últimas palabras; eran las de uno de sus personajes, el náufrago, cuya muerte soñó en Arthur Gordon Pym (1838), libro que prefiguraba a Moby Dick y es, como éste, una pesadilla del color blanco. (Arthur Gordon Pym es, evidentemente, una variación de Edgar Allan Poe.) Las neurosis y la pobreza de Poe fueron, a no dudarlo, desdichas, pero la vida le deparó una incesante felicidad: la invención y la ejecución de una obra espléndida. También podría decirse que la desdicha fue su instrumento necesario.
Fuera de alguna desafortunada incursión en el género humorístico, la palabra pesadilla es aplicable a casi todas las narraciones de Poe. Para este libro hemos elegido cuatro de sus más apasionadas piezas y el relato policial «The Purloined Letter». A diferencia de los ulteriores cuentos de Wells, «MS Found in a Bottle» no quiere parecer verídico, pero es tan concreto y tan poderoso como lo son las alucinaciones; en «The Facts in The Case of M. Valdemar» el horror físico se agrega al horror de lo sobrenatural; en «The Man of the Crowd» los temas centrales son la soledad y la culpa; «The Pit and the Pendulum» es una exaltación gradual del terror.
El señor John Allan, a quien tantos justificados disgustos dio su hijo adoptivo, no sospechó nunca que éste le daría también un nombre inmortal.
He escrito en el principio de esta página dos altos nombres americanos, Whitman y Poe. El primero, como poeta, fue infinitamente superior al segundo; pero ahora Edgar Allan Poe está mucho más cerca de mí. Hace casi setenta años, sentado en el último peldaño de una escalera que ya no existe, leí «The Pit and the Pendulum»; he olvidado cuántas veces lo he releído o me lo he hecho leer; sé que no he llegado a la última y que regresaré a la cárcel cuadrangular que se estrecha y al abismo del fondo.







En Prólogos de "La Biblioteca de Babel"
Autor: Jorge Luis Borges
©1997, Alianza Editorial
Imágenes: Borges at Poe´s grave in Baltimore, 1983 
Fotos posiblemente Jeff Jerome, curador de la tumba de Poe
Archivo La Nación


5/3/15

Fernando Sorrentino: La novela que Borges jamás escribió







1. Impertinencias e imposibilidades

En La Nación del 13 de julio de 1997, Juan-Jacobo Bajarlía se empeña en adjudicar a Jorge Luis Borges la paternidad de la novela policial El enigma de la calle Arcos.

Por desgracia, me veo en el deber de refutar al viejo amigo de tantos años. Sin pretender realizar un análisis puntilloso de su trabajo —cosa, por otra parte, imposible—, su lectura me deja la impresión general de que Bajarlía —hábil cultor del género fantástico— descubre sorprendentes relaciones de causa a efecto entre hechos totalmente desvinculados entre sí.

Gracias a él nos enteramos, por ejemplo, de que el diario Crítica publicó, en folletín, no sólo El enigma de la calle Arcos, firmado con el seudónimo de Sauli Lostal, sino también Los cortadores de manos, novela escrita en colaboración por Ulyses Petit de Murat, Ricardo M. Setaro, Enrique González Tuñón y Raúl González Tuñón; tenemos también una idea del argumento de esta novela; sabemos que la firmaba “Jaime Mellors”1 y que tal nombre correspondía al del guardabosque de El amante de lady Chatterley, de D. H. Lawrence. Se nos informa que el diario Noticias Gráficas publicó, también en 1932 y en folletín, El crimen de la noche de bodas, de Jacinto Amenábar, seudónimo de Alberto Cordone. Con igual pertinencia se nos hace recordar que, “mucho antes”, en 1904, la revista Caras y Caretas había publicado El paraguas misterioso, cuyos capítulos escribieron sucesivamente Eduardo L. Holmberg, José Ingenieros, Carlos Octavio Bunge, David Peña, Alberto Ghiraldo, Roberto J. Payró “y otros notables de la época”…

Todo esto es muy ilustrativo, pero no resulta fácil saber qué relación guardan tales hechos con Borges y con El enigma de la calle Arcos.

Según Bajarlía, fue Ulyses Petit de Murat quien le reveló el secreto de que Borges había escrito El enigma de la calle Arcos. Más aún, “la novela fue escrita al correr de la máquina. Borges le dedicaba un par de horas por día”. Y “fue escrita por Borges para ensayarse en ese género”.

Evitando entrar en ninguna clase de suspicacia, prefiero formular dos preguntas retóricas:

1) ¿Para qué querría Borges ensayarse en un género —la novela— que jamás había ejercido y que jamás ejercería?2

2) ¿Cómo Borges, que nunca supo escribir a máquina,3 podría redactar una obra de un género que no le interesaba y, por añadidura, al correr de tan diabólico aparato?


2. El enigma ya es una parodia imparodiable

Bajarlía le había hecho notar a Petit de Murat que “esa obra presentaba una gran disimilitud de estilo respecto de los otros libros de Borges”. (Por supuesto, la palabra otros es insidiosa, pues supone petición de principios: pretende establecer que Borges escribió El enigma de la calle Arcos y, además, otros libros.)

Yo he leído El enigma, y estoy por completo de acuerdo con la opinión de Bajarlía. Pero se me ocurren algunas observaciones, que provienen de mi experiencia de asiduo lector y —por qué no— de ocasional narrador.

Creo que nadie puede escribir totalmente en un estilo ajeno: aun quien se proponga la más descarada parodia termina, tarde o temprano, por hacer asomar su estilo entre los párrafos que va elaborando. Recordemos que, en los pocos casos en que Borges ensayó textos paródicos (algunos relatos de la Historia universal de la infamia o en los versos y el habla del ridículo Carlos Argentino Daneri, de “El Aleph”), siempre, detrás de su escritura burlesca, aparecen la inteligencia deslumbrante, la sutileza, el delicado matiz y las mil y una virtudes que conocemos como estilo borgeano.

Dicho esto, afirmo con todas las letras que, en ninguna circunstancia real o imaginada, Borges —ni ebrio, ni dormido, ni víctima de los efectos de atroces alucinógenos— podría escribir párrafos como los que siguen, que en El enigma se prodigan desde el principio hasta el fin.4
Empecemos con el retrato de uno de los personajes:

Juan Carlos Galván podía tener unos cuarenta años; acaso no tuviera ni treinta y cinco, pues mientras el rubio opaco de su cabello espeso y naturalmente ondulado matizábanlo infinidades de níveos hilitos que intensificaban blancuras cerca de las sienes, su tez fresca y rosada como la de un mozalbete exaltaba juventud. Sus ojos grandes, verdemar, eran ojos de niño, aunque —en su plácido mirar— tenían un no sé qué de severo, agreste y cruel. Encarnaba, en todo caso, el prototipo del gran señor. Sus gestos eran parcos y desenvueltos, su conversación culta y sobria. Notábase en sus ademanes un sello de inconfundible distinción que, unido a su innata sencillez y amabilidad, hacíale en seguida atrayente. Más bien alto, robusto, pero esbelto, bien proporcionado, muy varonil, tal —a vuela pluma— uno de los principales personajes de este dramático episodio (cap. I, págs. 27-28).

Sigamos con esta inolvidable reflexión:

Porque —y se nos conceda este paréntesis netamente psicológico— hay que convenir que nos sentimos siempre un poco atraídos hacia todo lo que encarna el mejoramiento físico de la raza humana y si a esa mejora corporal se aúna preclara inteligencia la atracción aumenta y —a veces— se torna casi absoluta (cap. III, pág. 55).

Y ahora con la joven que es dulce, buena, sumisa, desinteresada, abnegada y sincerísimamente cariñosa (sin dejar de prestar atención a la dupla concluyó/concluyente y al verbo cautivándose como extravagante sinónimo de ganándose):

Con su desprecio y enorme altanería me arrojó definitivamente en los brazos de una joven que con dulzura, bondad, sumisión, desinterés, abnegación y sincerísimo cariño concluyó por conquistarme en forma concluyente cautivándose todo mi afecto, consiguiendo todo mi amor (cap. IV, pág. 78).

Y terminemos observando esta catarata de adjetivos, donde el único sustantivo que queda sin modificar es parte:

El multimillonario Juan Carlos Galván, además de ocupar el alto cargo de gerente general de una poderosísima compañía argentina de seguros generales, formaba parte también de varios directorios de sociedades anónimas, de las que era, al mismo tiempo, fuerte accionista (cap. II, pág. 40).

Nueva pregunta retórica: ¿pudo ser Borges el redactor de tales desatinos?


3. El autor de El enigma

Promediando el artículo de Bajarlía, se repite el procedimiento de aducir hechos aleatorios, ahora referidos a tres de los antepasados de Borges, a quienes el autor ubica, según su “importancia”, en una suerte de tabla de posiciones: Francisco Narciso de Laprida, Manuel Isidoro Suárez —abuelo (y no bisabuelo) materno de doña Leonor Acevedo— y Francisco Borges. En seguida consigna que el protagonista “se llama Horacio Suárez Lerma. Suárez es el apellido del bisabuelo [sic] de la madre de Borges. Lerma pudo ser una transposición5 de Laprida”.

Más adelante leemos: “Todas estas precisiones, que, paradójicamente, pueden considerarse conjeturas, explican que sesenta y cuatro años después de la publicación de El enigma […], todavía no haya aparecido el denominado Sauli Lostal”.

Aunque yo no hablaría justamente de precisiones, sino más bien de su antónimo, y, puesto que, de cualquier manera, yo ya estaba absolutamente seguro de que Borges, por razones estilísticas, jamás habría redactado la absurda prosa de El enigma, prefiero, entonces, echar luz sobre la parte final del párrafo transcripto.

El hecho es que sí se sabe quién fue Sauli Lostal.

Las cosas ocurrieron así:

El 27 de febrero de 1997, el diario Clarín publicó la siguiente carta del lector Tomás E. Giordano:

En la sección Libros Recomendados del 13 del actual, de ese prestigioso diario, veo anunciado El enigma de la calle Arcos, como primera novela policial argentina. Como también se expresa que el autor continúa sin conocerse, creo poder aportar una información al respecto. Sauli Lostal es Luis Stallo a l’anvers6 y fue el seudónimo adoptado por el autor para firmar el mencionado relato.
Tuve ocasión de conocer al mismo por intermedio de mi padre, con quien mantuvo una breve relación comercial. No se trataba de un hombre de letras sino vinculado a los negocios. Caballero itálico y poseedor de una apreciable cultura, se había radicado en nuestro país a la zaga de numerosos viajes por el mundo. Su espíritu inquieto, apoyado en una indeclinable dedicación a la lectura, lo indujo a participar en 1933 en un certamen auspiciado por el vespertino popular de entonces Crítica, que proponía a sus lectores encontrar un desenlace más ingenioso para El misterio del cuarto amarillo, de Gaston Leroux, ya que, según opinión del diario, el final de la novela decepcionaba un poco. Stallo se impuso con un relato al que intituló como se menciona en el primer párrafo, y a raíz de ello se publicó en volumen lanzándose una primera tirada, que era el premio instituido por la editorial. Que haya merecido ser citado por Borges7 da una pauta de que el lauro no estuvo desacertado.

A los afanes de Alejandro Vaccaro 8 debemos la total elucidación del enigma de El enigma:

Esta carta [se refiere a la de Tomás E. Giordano] y una conversación telefónica con su autor nos llevaron a despejar cualquier tipo de dudas sobre la veracidad de sus dichos. Para más abundar, se consultaron las guías telefónicas de esos años que dan cuenta —1928, 1930, 1931 y 1932— de la existencia de Luis A. Stallo, domiciliado en distintos lugares de Buenos Aires (Cerrito 551, Victoria 1994 y Uruguay 34). Al conocerse al verdadero autor del crimen, Jorge Luis Borges queda liberado de culpa y cargo, sin afectar su buen nombre y honor.

Es una pena que Juan-Jacobo, “con más ligereza que culpa”9, no haya conocido, antes de redactar el suyo, el trabajo de Vaccaro, cuyas conclusiones, definitivas e irrebatibles, han vuelto superfluos tantos juegos de palabras y tantas fantasías de ayer y de hoy (y, seguramente, de mañana).


Notas

1. Ésta es una verdad a medias: el amante de lady Chatterley se llamaba Oliver Mellors.

2. Afirmó Borges: “[…] nunca pensé en escribir novelas. Yo creo que, si yo empezara a escribir una novela, yo me daría cuenta de que se trata de una tontería y que no la llevaría hasta el fin” (Fernando Sorrentino, Siete conversaciones con Jorge Luis Borges, Buenos Aires, El Ateneo, 1996, pág. 219).

3. Según su sobrino Miguel de Torre, que tuvo el privilegio de observar a Borges en el acto de escribir, lo hacía muy lentamente, siempre a mano y jamás fuera de su casa, donde, además, necesitaba silencio absoluto. Asimismo, me informó que Borges no sólo no sabía escribir a máquina, sino que, inclusive, habría sido incapaz de colocar la hoja de papel en el carro.

4. Todas las citas de El enigma de la calle Arcos corresponden a la reedición publicada en 1996 por Ediciones Simurg, de Buenos Aires.
5. Teniendo en cuenta que la retórica define la transposición como “Figura que consiste en alterar el orden normal de las voces en la oración” (DRAE), nos damos cuenta de que es un sinónimo de hipérbaton. Con seguridad, Bajarlía escribió transposición cuando debió haber escrito metátesis. Sea como fuere, las metátesis silábicas posibles de Laprida son exactamente cinco: Ladapri, Prilada, Pridala, Dalapri y Daprila. Las literales son muchas más. Pero no hay modo de que Lerma se cuente ni en las unas ni en las otras.

6. Claro que Sauli Lostal no es el revés de Luis A. Stallo, sino un anagrama.

7. En realidad, Borges jamás citó El enigma de la calle Arcos. A lo sumo, lo habrá aludido, de manera encubierta, y como una broma para sus amigos, en el famoso párrafo de “El acercamiento a Almotásim”: “La editio princeps del Acercamiento a Almotásim apareció en Bombay, a fines de 1932. El papel era casi papel de diario; la cubierta anunciaba al comprador que se trataba de la primera novela policial escrita por un nativo de Bombay City” (Historia de la eternidad, 1936).

8. Alejandro Vaccaro, “El fin de un enigma”, revista Proa, tercera época, nº 28, Buenos Aires, marzo-abril de 1997, págs. 21-23.

9. Borges, “Los teólogos”, El Aleph.



[Este artículo se publicó en el diario La Nación, Buenos Aires, 17 de agosto de 1997]
Pertenece a El forajido sentimental de Fernando Sorrentino
publicado en Buenos Aires por Editorial Losada (2011)
Foto de Xavier Martín
Sitio oficial Fernando Sorrentino


4/3/15

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Los conjurados ("En diálogo", II, 60)







Osvaldo Ferrari: Si bien usted considera que los libros de autores contemporáneos deberían ser leídos en el futuro, antes que en el presente, Borges, su último libro de poemas Los conjurados, parece tener ya la necesaria madurez para ser leído y apreciado.

Jorge Luis Borges: Yo no sé, yo escribí ese libro, no corregí las pruebas, tengo una idea un poco vaga de su contenido; sé que me habían pedido treinta composiciones y llegué a cuarenta, y traté de ordenarlas de un modo... bueno, por ejemplo, a las composiciones parecidas las puse una al lado de la otra, para que no se descubrieran sus peligrosas afinidades. Pero supongo que un libro mío no puede ser muy distinto de otro, supongo que a mi edad ya se esperan ciertos temas, cierta sintaxis, y es que quizá se espere la monotonía también; y si no soy monótono, no satisfago. Quizás un autor, a cierta edad, tenga que repetirse. Ahora, según Chesterton, todo autor, o todo poeta, sobre todo, concluye siendo su mejor e involuntario parodista: las últimas composiciones de Swinburne parecen parodias de Swinburne, porque el autor tiene ciertos hábitos, y los exagera. En mi caso, creo que el hábito más evidente es la enumeración, ¿no?, creo que es uno de mis hábitos, y a veces me ha salido bien, y otras veces, digamos, un poco menos bien. Y habrá sin duda hábitos sintácticos, que yo no conozco; seguramente todo escritor, a medida que pasa el tiempo, va empobreciendo su vocabulario, o simplificándolo.

—Más bien simplificándolo alrededor de las cosas fundamentales.

—Sí, pero hay ciertos temas que recurren, ciertas metáforas que recurren; y luego, en mi caso, ya que yo no he podido leer lo que escribo desde el año cincuenta y cinco o cincuenta y seis, a lo mejor creo estar escribiendo un poema nuevo, y lo que escribo es un eco y un pobre plagio de lo que escribí hace tiempo. Y sin embargo, yo tengo la impresión de que cada día es distinto, pero no sé si puedo reflejar esa novedad de los días en lo que escribo, ya que estoy atado, como digo, a cierto vocabulario,a cierta sintaxis, a ciertas figuras retóricas... espero que no se note demasiado, ¿usted ha leído ese libro?

—Sí, y tengo algunas opiniones que pronto le voy a dar...

—Pero cómo no, vamos a hablar de ese libro. Pero, claro, usted sin duda lo conoce mejor que yo, porque usted lo habrá leído, digamos, un par de veces, y yo lo he escrito una sola vez (ríen ambos). De modo que ese libro me pertenece menos a mí que a usted. Además, usted acaba de leer el libro, es una experiencia presente; yo lo escribí hará un año, y es una experiencia ya pretérita, ya gastada y que yo he tratado de olvidar además, ya que yo trato de olvidar lo que escribo. Y por eso mismo muchas veces reescribo lo que ya he escrito, sin darme cuenta. Sin embargo, estoy escribiendo un cuento ahora, cuyo protagonista es Dante; me parece que ese cuento no va a parecerse a ningún otro mío. Bueno, vaya tratar de no hacerlo eruditamente. Además, mi erudición dantesca es escasa. Buscaré datos sobre los últimos días de Dante, es decir, los últimos días que él pasó en Venecia, antes de volver a Ravenna, donde murió, ¿no? Voy a ver si me abstengo de paisajes —el cuento va a empezar en Venecia—, me parece que los paisajes de Venecia se han ensayado tantas veces, y con tan buena fortuna, que yo no tengo por qué incurrir en ellos, o intentarlos de nuevo.

—Recuerdo que cuando hablamos de Dante, usted conjeturaba qué habría sentido Dante estando en Venecia.

—Sí, bueno, yo empecé por esa duda, y luego llegué a otras; y ahora tengo bastantes incertidumbres, pero creo que vaya escribir ese cuento.

—Ahora, en cuanto al libro Los conjurados, yo creo que el título puede sorprender, tratándose de un libro de poemas; sin embargo, la idea de “conjurados” que actúan con un fin benéfico, y el llamar conjurados a quienes se proponen un fin benéfico, estaba en usted por lo menos desde 1936.

—Yo no sabía, ¿por qué desde 1936?

—Porque en las palabras que usted pronunció para la celebración del cuarto centenario de la fundación de Buenos Aires, en 1936, usted dijo: «En esta casa de América, los hombres de las naciones del mundo se han conjurado para desaparecer en el hombre nuevo que no es ninguno de nosotros aún y que predecimos argentino, para irnos acercando así a la esperanza”.

—¿Yo he dicho eso?

—Sí.

—Y, una frase un poco pomposa, pero posiblemente se esperaban frases pomposas en aquel momento, ¿no? (ríe).

—(Ríe) Y más tarde usted agrega que «el criollo es uno de esos conjurados”.

—Ojalá.

—«Que habiendo formado la entera nación, ha preferido ser uno de muchos, ahora.” Es decir, que eligió, digamos, desaparecer también él en el hombre nuevo.

—Sí, yo tenía esa idea. Pero... en esos momentos de nacionalismo, yo pensé: qué raro, este país, que se dedica sobre todo a la inmigración, es decir, que se dedica, de algún modo, a desaparecer. Pero esa idea la tuve hace mucho tiempo, y en un libro, bueno, cuyo título no quiero recordar, ya que quiero que el libro se olvide, hay un artículo sobre eso: es como si el fracaso fuera nuestro destino, y el voluntario fracaso, sí, yo me había olvidado totalmente...

—Pero ahora, en este caso, los que dan título al libro son conjurados que se encuentran en el centro de Europa.

—Sí, son mis compatriotas, digamos, los suizos. Qué raro, soy una de las primeras personas que dedican un poema a Suiza; porque los paisajes de Suiza... supongo que los hoteleros de Suiza, bueno, deben parte de su prosperidad a Lord Byron, por ejemplo, ¿no?, y a quienes cantaron a los Alpes; entre ellos Schiller. Pero creo que la idea de hacer un poema a Suiza, y de proponer a Suiza como un ideal, es una idea nueva. Aunque en Suiza se da el tipo perfecto de confederación, ya que tenemos la Suiza alemana, la Suiza francesa, la Suiza italiana... Bueno, como yo digo, gentes de distintas razas, de distintos idiomas, de distintas religiones, o de distintos ateísmos; y todos ellos han resuelto ser suizos, lo cual es un poco misterioso, ¿no?

—Sí, por eso usted cita a Paracelso, a Amiel, a Jung y a Paul Klee.

—Sí, que son bastante distintos. Hubiera podido citar también a un arquitecto, cuya arquitectura no me gusta, que es suizo: Le Corbusier; y hubiera podido hablar también de los fundadores del movimiento Dadá (hubo algún suizo). Pero como no me interesan ni los cubos de Le Corbusier, ni la literatura de la incoherencia de Dadá, no los he citado. Y luego tenía un gran poeta, Keller, pero...

—Gottfried Keller.

—Sí, pero supuse que si lo ponía, el lector pensaría que yo quería engrosar la lista, y que ponía nombres desconocidos.

—Bueno, pero en todo caso, todos coinciden en dos aspectos fundamentales: son hombres capaces de razón y fe.

—Sí, es cierto.

—Y esa razón y esa fe tienen la esperanza de conducir a una nueva sensatez, me parece.

—Y, la sensatez que encierra la palabra “cosmopolita”.

—Claro.

—Vendría a ser eso, simplemente. Qué raro que después de tantos siglos, parece que todavía estuviera un poco lejos ese antiguo...

—Ese ideal griego.

—Ese ideal de los estoicos griegos, sí. Ahora, posiblemente quienes lo propusieron, tampoco lo vieron claramente; sin duda pensarían que eran griegos, y que los otros eran bárbaros, ¿no?

—Es posible.

—Aunque, quién sabe si al poner la palabra “cosmos” —el cosmos significaba no sólo Grecia sino el mundo—, pero posiblemente el mundo para ellos fuera Grecia.

—Claro, ésa es la duda.

—Sin embargo, tienen que haber sentido como una especie de gravitación de lo que llamamos el Oriente; es indudable que, bueno, Egipto, a juzgar por Heródoto, los impresionó mucho a los griegos. y creo que es Heródoto el que transcribe aquello de que para los egipcios, los griegos son niños. Es decir, que tienen que haber sentido que había algo más antiguo que ellos, ¿no?; que es lo que nosotros sentimos ahora al pensar en Grecia. Y curiosamente, es lo que se siente en el Japón cuando se refieren a la China.

—Volviendo a Los conjurados...

—A ver, volvamos a Los conjurados.

—(Ríe) Ya en el prólogo del libro, usted propone nuevas ideas, que se relacionan con nuevos descubrimientos suyos, como por ejemplo la idea de que la belleza, como la felicidad, es frecuente.

—Sí; pero yo creo que para llegar a ese concepto es preciso haber vivido mucho, ¿eh?; porque una persona joven, bueno, quizás espere demasiado de la vida, y se fije sobre todo en los desengaños, se sienta ante todo defraudada. Y, en cambio, en el caso de una persona vieja, lo que siente, sobre todo, es gratitud. Y, en mi caso especialmente, ya que más allá de la ceguera, de un accidente físico, está, bueno, la hospitalidad, esa cóncava hospitalidad de la gente conmigo, que yo he sentido en tantos países; honores que he recibido, y hasta que me detenga gente en la calle, y me hablen de lo que yo he escrito. Me ha parecido tan asombroso todo. Yo tengo ochenta y cinco años, en cualquier momento cumplo ochenta y seis... entonces, me desborda la gratitud por la indulgencia de todos.

—Yo advierto que usted habla en su libro con la mayor naturalidad de la muerte, con la mayor serenidad; y esa naturalidad y esa serenidad nos la transmite a todos.

—Ojalá ocurra eso. Me han invitado a un congreso —creo que van a venir muchos médicos— sobre la muerte. Y yo voy a decir que la aguardo sin impaciencia, pero con esperanza, ¿no? Ahora, sin mayor impaciencia, desde luego.

—Esa serenidad es afín a la que usted le atribuyó a Sócrates en su último diálogo.

—Es extraordinario ese diálogo, sí, y ahí hay una frase tan ambigua, o tan sabiamente ambigua, como cuando Sócrates le dice a uno de los discípulos: “Recuerda que le debemos un gallo a Esculapio”. Y eso se ha interpretado en el sentido de que Esculapio lo ha curado de la peor enfermedad, que es la vida. Porque si no, el hecho de que le debiera un gallo a Esculapio no es mayormente interesante, ¿no?

—Precisamente en ese momento.

—Sí, pero en ese momento él dice: “Recuerda que le debemos un gallo a Esculapio”, y la muerte estaba tan cerca que era imposible que él pudiera pensar en otra cosa, o en decir cualquier cosa sin referirse a la muerte.

—Sí, otro aspecto que quiero señalar en su libro...

—No, es que yo busco digresiones para no hablar de mi libro (ríe).

—(Ríe) Lo veo, lo veo, pero sin embargo, quiero que hablemos de Los conjurados.

—Pero cómo no. 

—El otro aspecto es el de que, después de haber cumplido usted un camino, diría, casi circular, en la poesía, vuelve, en cierto sentido, a los principios: los poemas de Los conjurados tienen el tono de la cosmogonía, del comenzar, o del recomenzar.

—Bueno, yo pensé que tenían el tono de Fervor de Buenos Aires cuando usted dijo los comienzos; creo que no, ¿eh?; yo pensé que usted se refería a mis principios literarios.

—No, me refería a una fundación borgeana en este caso, pero a una nueva.

—No, yo creo que no, esperemos que sea algo más vasto.

—Son vastos, pero vuelven, diría yo, a lo elemental: al mármol, a la piedra, al fuego, a la madera, a actitudes iniciales de los hombres, César, Cristo...

—Es que yo creo que esas palabras son las que tienen más fuerza.



En diálogo, II, 60 (1985)
Foto : Perfil CEDOC sin atribución de autor



3/3/15

Jorge Luis Borges: Otro fragmento apócrifo







Uno de los discípulos del maestro quería hablar a solas con él, pero no se atrevía. El maestro le dijo:
‑Dime qué pesadumbre te oprime.
El discípulo replicó:
‑Me falta valor.
El maestro dijo:
‑Yo te doy el valor.
La historia es muy antigua, pero una tradición, que bien puede no ser apócrifa, ha conservado las palabras que esos hombres dijeron, en los linderos del desierto y del alba.
Dijo el discípulo:
‑He cometido hace tres años un gran pecado. No lo saben los otros pero yo lo sé, y no puedo mirar sin horror mi mano derecha.
Dijo el maestro:
‑Todos los hombres han pecado. No es de hombres no pecar. El que mirare a un hombre con odio ya le ha dado muerte en su corazón.
Dijo el discípulo:
‑Hace tres años, en Samaria, yo maté a un hombre.
El maestro guardó silencio, pero su rostro se demudó y el discípulo pudo temer su ira. Dijo al fin:
‑Hace diecinueve años, en Samaria, yo engendré a un hombre. Ya te has arrepentido de lo que hiciste.
Dijo el discípulo:
‑Así es. Mis noches son de plegaria y de llanto. Quiero que tú me des tu perdón.
Dijo el maestro:
‑Nadie puede perdonar, ni siquiera el Señor. Si a un hombre lo juzgaran por sus actos, no hay quien no fuera merecedor del infierno y del cielo. ¿Estás seguro de ser aún aquel hombre que dio muerte a su hermano?
Dijo el discípulo:
‑Ya no entiendo la ira que me hizo desnudar el acero.
Dijo el maestro:
‑Suelo hablar en parábolas para que la verdad se grabe en las almas, pero hablaré contigo como un padre habla con su hijo. Yo no soy aquel hombre que pecó; tú no eres aquel asesino y no hay razón alguna para que sigas siendo su esclavo. Te incumben los deberes de todo hombre: ser justo y ser feliz. Tú mismo tienes que salvarte. Si algo ha quedado de tu culpa yo cargaré con ella.
Lo demás de aquel diálogo se ha perdido.




En Los conjurados (1985)
Foto: Retratos de Borges en los estantes del departamento 
de Santa Fe y Ecuador donde vivieron Bioy y Silvina Ocampo,
ocupado posteriormente por Alicia Jurado
Foto Dafne Gentinetta 
Fuente y nota: Revista La Nación, 22 febr 2015


2/3/15

Carta de Jorge Luis Borges a Rafael Cansinos Assens (II)







Rafael:

Van escoltando estos renglones un ejemplar del periódico Martín Fierro, en el cual -con una luz encendida en su propia lumbre sabática- trato de definirlo a Ud. y el cuarto número de Proa, única revista de criollos en esta itálica ciudad de hombres en erri, en ini y en elli... Siento algún bochorno de haber sido tan pródigo de mi silencio entre los libros con que me ha regalado Ud -exornados de bellas e injustas dedicatorias- y le ruego no crea por ello en menoscabo alguno en mi admiración. Juzgo excelentes Los Temas Literarios y sólo inferiores en continuidad de belleza al Divino Fracaso y a la levantada ironía de Estética y Erotismo de la Pena de Muerte.

En una librería de viejo del Paseo de Julio (cerca de las palmeras y de la inquietud salubre de la Dársena Norte) conseguí un ejemplar de Candelabro, en el que está prefigurada la obra ulterior de Ud.

El ultraísmo alienta fuertemente aquí. Supongo habrán llegado a sus manos Prismas de Sánchez Larrea, Hombres de Otoño del chileno Segual y La Calle de la Tarde de Nora Lange, de cuyo prólogo fue culpable mi pluma y que me gusta con ahínco. A mí los días me los ocupan los quehaceres de la revista y la escritura de un libro de ensayos que saldrá a mediados del novecientos veinticinco. Aquí es vivaz la primavera y viene de los bosques y de los esteros del Norte.

Suyo con admirativa amistad
Jorge Luis Borges y
Saludos afectuosos de Norah y de los compañeros Güiraldes, Macedonio Fernández y Evar Méndez







1/3/15

Salman Rushdie sobre Borges en Joseph Anton (Fragmentos)







Hacía mucho tiempo, en una visita a Mijas -Mijas, donde Manuel Cortés permaneció escondido de Franco durante tres décadas, pasando sus días en un hueco detrás de un armario, y donde, al mudarse su familia, recorrió disfrazado de anciana las calles del pueblo donde había sido alcalde-, conoció a un fotógrafo de origen alemán llamado Gustavo Thorlichen, un hombre alto y apuesto de facciones aguileñas, cabello plateado y lustroso y tres buenas anécdotas que contar. Según el grupo de expatriados residentes en Mijas, probablemente era ex nazi, porque había acabado en Sudamérica. En realidad, había huido de Alemania a Argentina en la década de 1930 para escapar de los nazis. [...]

[Un día,] hallándose en una librería de Buenos Aires en sus tiempos de joven fotógrafo, justo en los comienzos, vio entrar lentamente en la tienda a un hombre mucho mayor: era Jorge Luis Borges. Se armó de valor, se acercó al gran escritor y le explicó que trabajaba en un libro de fotografías, un retrato de Argentina, y que se sentiría muy orgulloso si Borges escribía el prólogo. Pedir a un ciego que escribiera la introducción a un libro de imágenes era un disparate, él lo sabía, pero se lo pidió de todos modos. Borges respondió: «Vamos a dar un paseo». Mientras caminaban por la ciudad, Borges describió los edificios que lo rodeaban con precisión fotográfica. Pero de vez en cuando había un edificio nuevo en sustitución de otro viejo ya demolido. Entonces Borges paraba y decía: «Descríbalo. Empiece por la planta baja y siga hacia arriba». Mientras Gustavo hablaba, veía a Borges construir el nuevo edificio en su mente y fijarlo en su sitio. Al final del paseo, Borges accedió a escribir el prólogo.

Thorlichen le había regalado a él un ejemplar de su libro Argentina, y pese a que lo tenía guardado en una caja en algún sitio junto con casi todas sus pertenencias, recordaba aún lo que Borges había escrito sobre los límites de la fotografía. La fotografía veía solo lo que tenía enfrente, y por eso una fotografía no capturaría jamás la verdad de la gran Pampa argentina. «Darwin observa (y Hudson lo corrobora) -escribió Borges- que esta llanura, famosa entre las llanuras del mundo, no deja una impresión de vastedad a quien la mira desde el suelo o desde el caballo, ya que su horizonte es el de la vista y no excede los cinco kilómetros. Dicho sea con otras palabras: la vastedad no está en cada percepción de la Pampa (que es lo que puede registrar la fotografía) sino en la imaginación del viajero, en su memoria de jornadas de marcha y en su previsión de otras muchas.» Solo el paso del tiempo reflejaba la infinita vastedad de la Pampa, y una fotografía no podía capturar la duración. Una fotografía de la Pampa mostraba solo un campo extenso. No podía capturar la monotonía inductora del delirio de quien viaja y viaja y viaja por ese vacío inmutable, infinito.

Conforme esa nueva vida llegaba a su cuarto año, a menudo se sentía como ese viajero borgiano imaginario, aislado en el espacio y el tiempo. La película Atrapado en el tiempo aún no se había estrenado, pero cuando la vio se identificó poderosamente con su protagonista, Bill Murray. También en su vida cada paso adelante se veía anulado por uno atrás. La ilusión de cambio se desvanecía con el descubrimiento de que nada había cambiado. La esperanza quedaba eliminada por la decepción, las buenas noticias por las malas. Los ciclos de su vida se repetían una y otra vez. De haber sabido que todavía le quedaban por delante otros seis años de secuestro, extendiéndose más allá del horizonte, quizá habría sucumbido a la demencia. Pero él sólo veía hasta el borde de la tierra, y lo que había más allá seguía siendo un misterio. Prestaba atención a lo inmediato y dejaba que el infinito se ocupara de sí mismo.

Fragmento del Capítulo VI
Por qué es imposible fotografiar la Pampa


A mediados de la década de 1970 asistió a una conferencia de Jorge Luis Borges en el centro de Londres, y allí en el estrado, junto al gran escritor, que parecía una versión latinoamericana y más lúgubre del cómico francés Fernandel, había una hermosa joven de aspecto japonés. ¿Quién es ésa? recordaba haberse preguntado, y ahora, después de tantos años, allí estaba María Kodama, caminando hacia ellos para darles la bienvenida a Buenos Aires, la legendaria viuda de Borges, María K, con su cabello de cebra, y almorzarían en el restaurante que llevaba su nombre. Y después del almuerzo los llevó a su Fundación Internacional Jorge Luis Borges, no ubicada en la antigua casa de Borges, sino en la contigua, porque el dueño de la casa real no quería vender; la casa que albergaba la Fundación era una imagen especular de la casa «real», y parecía apropiado que se conmemorara a Borges por medio de una imagen especular. En el piso superior del edificio había una réplica exacta del cuarto de trabajo del escritor, una austera y estrecha celda monástica con una sencilla mesa, una silla de respaldo recto y un camastro en un rincón. El resto de la planta estaba lleno de libros. Si uno no había tenido la suerte de conocer a Borges, conocer su biblioteca era la segunda mejor opción. Allí, en aquellos estantes políglotos, se hallaban los ejemplares de Stevenson, Chesterton y Poe, tan queridos para el escritor, junto con libros en la mitad de los idiomas del género humano. Recordó la anécdota del encuentro entre Borges y Anthony Burgess. Tenemos el mismo apellido, había dicho Burgess al maestro argentino, y luego, buscando una lengua común en la que conversar que fuera ininteligible para quienes los escuchaban alrededor, acordaron usar el anglosajón, y charlaron desenfadadamente en la lengua de Beowulf.

Y había toda una sala llena de enciclopedias, enciclopedias de todo, de cuyas páginas había nacido, sin duda, la famosa y falazmente llamada Anglo-American Cyclopaedia, una «reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902», en cuyo volumen cuadragésimo sexto los personajes ficticios «Borges» y «Bioy Casares» habían descubierto el artículo sobre el país de Uqbar en la gran ficción «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», y también, naturalmente, la enciclopedia mágica del propio Tlön. Podía haberse pasado el día entero con aquellos venerables libros, pero solo tenía una hora. Cuando se iban, María entregó a Elizabeth un precioso obsequio, una «rosa del desierto» de piedra, uno de los primeros regalos que Borges le había hecho, dijo, y espero que seáis tan felices como lo fuimos nosotros.
«¿Recuerda -le preguntó él a María- un texto que Borges escribió como prefacio a un libro de fotografías de Argentina de un fotógrafo llamado Gustavo Thorlichen?» 
«Sí -contestó ella-. El texto en el que habla de la imposibilidad de fotografiar la Pampa.»
«La Pampa infinita -dijo él-, la Pampa borgesiana que está hecha de tiempo, no de espacio: ahí es donde vivimos nosotros.»

Fragmento del apartado Instantáneas de Argentina
Capítulo VII, Un cargamento de estiércol






En Joseph Anton (A memoir)
Traducción de Carlos Milla Soler 
©2012, Rushdie, Salman 
©2012, Mondadori
Post propuesto y selección: Francisco Alvez Francese [FB] 
Foto cabecera: Salman Rushdie, New York, 2013 -by Christopher Anderson
Foto al pie: Gustavo Thorlichen [+] [+] [+]
Cfr: Gustavo Thorlichen. La República Argentina. Prólogo Jorge Luis Borges
Buenos Aires: Editorial Sudamericana, 1958






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