7/11/14

Daniel Balderston sobre Borges: La dudosa paternidad. Peligros y placeres de la colaboración






Toda lectura implica una colaboración y casi una complicidad. (OC, 953)
Toda colaboración es misteriosa. (OC, 690)


En una carta a su primo (el pintor R. A. M. Stevenson), Stevenson se refiere a la redacción de The Wrecker:
...superficialmente todo es mío, en el sentido de que la versión final ha sido escrita íntegramente por mí. Lloyd ni siquiera intentó escribir las escenas de París o la escena de Barbizon; no valía la pena; escribió y a menudo reescribió todo lo demás; me hizo un gran favor en lo que respecta al personaje de Nares. Veníamos de estar con él, y su memoria desbordaba de las palabras y los modales de ese hombre. Y Lloyd es pura y simplemente un impresionista. La gran dificultad de la colaboración consiste en que uno no puede explicar lo que quiere decir... Yo, personalmente como artista, puedo empezar a crear un personaje sólo con la idea más vaga, ¿pero qué ocurre si antes de empezar tengo que traducir a palabras esa vaguedad? En nuestra forma de colaboración (que considero la única posible —quiero decir aquella en que una sola persona sea responsable y dé el coup de pouce a cada parte de la obra), me fue ahorrado el trabajo. obviamente inútil de explicar a mi colaborador en qué estilo quiero que se escriba determinado fragmento. Estos son los momentos que muestran sin excepción lo inadecuado que resulta el lenguaje hablado. Ahora —para ser justo con el lenguaje escrito— puedo (o pude) encontrar un lenguaje para todos mis estados de ánimo, ¿pero cómo podría decirle de antemano a otro cuál sería el efecto buscado, cosa que insumiría todo el arte que poseo y horas y horas de trabajo y selección y descarte deliberados para producirlo? Estas son las imposibilidades de la colaboración. Su ventaja inmediata es lograr la concentración de dos mentes en un asunto determinado, produciendo así una riqueza extraordinariamente mayor de visión, reflexión e invención (XXIV, 431-32). 

Osbourne, en una de sus presuntuosas reminiscencias, escritas mucho después de la muerte de Stevenson, rescata desde su punto de vista algo del espíritu en que se emprendió la colaboración: 
Resultaba estimulante trabajar con Stevenson: era tan agradecido, tan ocurrente, traía tanta alegría, camaraderie y buena voluntad a nuestra tarea en común. Nunca tuvimos el más mínimo desacuerdo mientras el libro (The Wrecker) siguió su curso; fue un pasatiempo, no una tarea, y estoy seguro de que ningún lector lo ha disfrutado tanto como nosotros. Bien recuerdo que me decía: “Es una gloria tener desbrozado el terreno, y entregarse cómodamente a la verdadera diversión del escritor —que es reescribir”. 223

Y Borges ha señalado que la colaboración en sí es el motivo por el cual los críticos desdeñan ese libro: “Ainsi le meilleur roman de Stevenson, The Wrecker, est resté ignoré de la critique pour la raison que l‟auteur l‟écrivit en collaboration avec son beau-fils Lloyd Osbourne, et que nul ne se hasarde à louer des pages de paternité incertaine”. 224 El hecho de que Borges no comparta ese punto de vista lo demuestra, por un lado, su elogio del libro al que considera el mejor de Stevenson, y por el otro sus numerosos intentos de colaboración. En el epílogo de sus Obras completas en colaboración, después de citar el ejemplo de Henry Jekyll, que de una persona llegó a ser dos, dice “El arte de la colaboración literaria es el de ejecutar el milagro inverso: lograr que dos sean uno”, y añade que este volumen de sus obras completas le gusta más que el anterior (que contenía solamente sus propias obras) porque en esta obra están presentes “la alegría de la amistad y los hallazgos compartidos” (OCC, 977). 

Algunos intentos de colaboración de Borges son absurdamente superficiales: sobre todo cuando su coautor es una mujer, dado que la función de esta última es la de amanuense. Por ejemplo, Antiguas literaturas germánicas, publicado en 1951 en colaboración con Delia Ingenieros, es básicamente el mismo libro que Literaturas germánicas medievales, publicado en 1966 en colaboración con María Esther Vázquez. 225 Otra de sus colaboradoras, Alicia Jurado, consideró necesario incluir una nota al principio de Qué es el budismo para explicar que colaboró como amanuense, bibliógrafa y responsable de la edición, y destacó la galantería de Borges al insistir en que su nombre apareciese junto al suyo: “Jorge Luis Borges, con su generosidad habitual, ha insistido en que mi nombre figure junto al suyo en la tapa de este libro, pero la probidad me obliga a aclarar ante el lector la responsabilidad que nos toca a cada uno” (OCC, 719). Esto es tan sólo de nombre una colaboración; a nadie, al leer Literaturas germánicas o El libro de los seres imaginarios o Qué es el budismo, se le ocurriría dudar que la inspiración (o la falta de inspiración) de tales obras sea de Borges; nadie pondría en duda la paternidad de esas páginas. En cambio, las obras de Borges en colaboración con Bioy Casares, especialmente las que firmaron con los seudónimos de Bustos Domecq y Suárez Lynch, dan crédito a su afirmación de que apareció un tercer hombre que no era especialmente del gusto de ninguno de los dos. Al escribir en colaboración perdieron algunas de sus inhibiciones y jugaron a escribir de una manera que ninguno de los dos hubiera intentado por sí solo. 

En una entrevista con Napoleón Murat, realizada en 1963, Borges anticipa el comentario que hizo varios años después sobre el escaso interés de los críticos en las obras escritas en colaboración, dando como ejemplo, no The Wrecker, sino las obras de Bustos Domecq y Suárez Lynch: 
Lo que resultó un poco injusto es que cuando el público supo que Bustos Domecq no existía, consideró .que todos los cuentos no eran otra cosa que bromas a las que no era necesario leer, se dijo que habíamos tomado en solfa a los lectores, lo cual era completamente falso. No puedo comprender por qué la idea del seudónimo ha puesto tan furiosa a cierta gente. Se decía: “Estos escritores no existen, conocemos un nombre pero no hay un escritor que responda a ese nombre...” Hubo un desdén general en consecuencia, pero era un razonamiento totalmente falso. 226 

Pero en la misma entrevista admite que la colaboración tuvo por resultado obras que podrían alejar a los lectores por otras razones: “como todo transcurría en un ambiente de bromas, los cuentos resultaron de tal modo embarullados, barrocos, que se hacía difícil comprenderlos”. 227 Si el público hubiera leído los cuentos y luego los hubiera rechazado por considerar que sus argumentos eran demasiado complicados y su estilo barroco, el tema de la colaboración no hubiera surgido, pero sin duda el fracaso de un libro no puede ser tan fácilmente explicado. 

La colaboración parece ofrecer, pues, ventajas y desventajas para ambos escritores. Está la “ventaja inmediata (de lograr) la concentración de dos mentes”, y la posible sensación de un juego compartido, “un pasatiempo, no una tarea”. Pero esta atmósfera de juego de salón (“ambiente de bromas”) puede llevar a excesos estilísticos, falta de proporción o de unidad de construcción, y la inclusión de numerosas bromas en clave. 228 En otros casos, la colaboración puede ser superficial: no la concentración de dos mentes, sino la desigual relación entre mentor y discípulo, que parece haber preocupado a ciertos colaboradores (por ejemplo, Lloyd Osbourne y Alicia Jurado). Y, al menos para Borges, trabajar en colaboración implica un peligro especial de que los resultados no sean leídos con el respeto que se les debe como obras literarias, puesto que el público está condicionado a considerar las obras literarias como productos de una sola inteligencia original. 

Borges ha formulado en varias ocasiones su idea de que la creación literaria es en gran parte algo impersonal, por ser cada escritor arquetipo de todos los escritores (El idioma de los argentinos, pág. 104; OC, 439). Así como el motivo del doble es para Borges una forma de atacar la integridad del personaje de ficción, pues un personaje que descubre un doble está en camino de la disolución, también la colaboración literaria es para él una forma de atacar el mito de la originalidad, considerado por él uno de los más graves engaños, ya que los autores muertos siempre colaboran con los vivos. La mejor historia posible de la literatura —Borges ha formulado esa hipótesis, citando a Valéry—, sería aquella en la que se suprimiera enteramente los nombres y las biografías de los autores (OC, 639). Tal vez, para Borges, la colaboración es una forma de superar el yo y la idea ególatra de que una obra está poseída por su autor; como dice al final del epílogo a las obras en colaboración: “Somos todo el pasado, somos nuestra sangre, somos la gente que hemos visto morir, somos los libros que nos han mejorado, somos gratamente los otros” (OCC, 977).

Típico ejemplo de los cuentos de Bustos Domecq-Suárez Lynch es “Las noches de Goliadkin”, por su pedantería, la extravagancia de las caracterizaciones y la absurda y excesiva complicación de la trama, que no escapan a Parodi como lo demuestran sus expresivas observaciones al final del cuento. Gervasio Montenegro, un actor aficionado a la vieja escuela, acusado de robo y asesinato, lo visita a Isidro Parodi (“el primer detective encarcelado”: OCC, 18) en su celda en la Penitenciaría Nacional. Había viajado en tren desde Bolivia hasta Buenos Aires en compañía de Goliadkin, un judío ruso que comerciaba diamantes; una baronesa Puffendorff-Duvernois; un coronel Harrap de Texas; Bibiloni, un joven poeta de Catamarca; y el Padre Brown. Goliadkin lleva consigo un diamante de gran tamaño que, según él, había robado años antes a su querida, la Princesa Claudia Fiodorovna, de quien había sido caballerizo antes de la revolución; ella es ahora propietaria, en Buenos Aires, de un establecimiento de mala fama, y abrumado por la vergüenza, la culpa y la adoración, Goliadkm decidió devolverle su diamante. La tercera noche del viaje, Bibioni es arrojado del tren; al cuarto día, Goliadkin pierde el diamante jugando con Montenegro a los naipes (pero todos dan por sentado que no lo ha perdido, puesto que les había mostrado dos estuches idénticos, uno con el diamante auténtico y otro con el falso); esa noche Goliadkin es arrojado del tren, y Montenegro acusado del asesinato. Parodi, con su habitual sentido común, advierte que algunos están disfrazados y asegura a Montenegro que se había metido a su pesar en una conspiración en que intervenían cuatro de los otros personajes: Bibioni, la baronesa, el Coronel Harrap (cuya barba se le cae involuntariamente en un momento dado), y el presunto Padre Brown (que había robado su personaje a Chesterton). Todos ellos trataban de robar el diamante a Goliadkin. Parodi precede la solución del enigma con estas palabras: 

...le voy a contar un cuento. Es la historia de un hombre muy valiente aunque muy desdichado, un hombre a quien yo respeto muchísimo... No, no me refiero a usted. Hablo de un finado a quien no conozco, de un extranjero de Rusia. (OC 45) 

El discurso de Parodi es de tono moral y didáctico; en este caso (como en otros) su método consiste en una mezcla de sentido común, cinismo y desconfianza de las apariencias. Si bien él es una parodia de los detectives convencionales del relato policial, también es una suerte de parodia al revés, por exclusión de todos los fantásticos atributos que se han acumulado alrededor de las figuras de Dupin, Holmes, Nero Wolfe y Lord Peter Wimsey. Su éxito depende del hecho de que los demás personajes están tan compenetrados de literatura policial convencional que no pueden percibir lo evidente más bien como Dupin en “La carta robada”, pero completando una tradición iniciada por este último. También se parece al Padre Brown en su moralidad sensata y en su forma de aprovechar cualquier incidente para echar un sermón. 

El personaje que encarna el Padre Brown en “Las noches de Goliadkin” es obviamente una alusión a Chesterton (Parodi lo llama “un cura que saca el nombre de las revistas de Nick Carter”: OCC, 46); Bioy dice que al principio intentaron escribir cuentos policiales a la manera de Chesterton. 229 Otras referencias librescas abundan en ese cuento, principalmente en el discurso de Montenegro (menciones de Renan, Sarmiento, Martí, Anatole France, Julio Dantas, Roberto Payró, Sherlock Holmes, Gil Blas, Lorca). Sin embargo, no hay ninguna referencia a Stevenson, el maestro de Chesterton, cuyo cuento “The Rajah's Diamond” en New Arabian Nights anticipa algunos detalles de “Las noches de Goliadkin”. 

En “The Raja's Diamond”, un diamante, regalo de un rajah a Major General Thomas Vandeleur, es perdido por el sirviente de la esposa de Vandeleur y recogido por el Reverendo Simon Rolles. Rolles decide marcharse a Edimburgo para hacer tallar la piedra, después de escuchar subrepticiamente una acalorada discusión entre el Príncipe Florizel de Bohemia y John Vandeleur, ex dictador del Paraguay y hermano de Thomas. En el tren nocturno a Edimburgo Rolles descubre que comparte el camarote con el ex dictador, que ha jurado recuperar el diamante incluso al precio de su propia vida. Rolles se acuesta inquieto, ocultando el diamante junto a su piel; en un momento de la noche, nota que Vandeleur lo está espiando y luego ve con los ojos entrecerrados que Vandeleur (que no se ha dado cuenta que está despierto) está examinando una diadema de diamantes que él a su vez ha robado a su hermano. Habiendo comprendido que Vandeleur “estaba tan metido como él en el asunto; ninguno podía delatar al otro” (I, 153), le muestra al ex dictador el diamante y propone que vayan a medias en el delito. Luego Vandeleur adormece a Rolles con una droga y roba la gema (como la banda adormece a Montenegro para sacárselo de encima mientras revisan de arriba abajo el camarote y arrojan del tren a Goliadkin). Más adelante, el príncipe Florizel obtiene la gema, y sin confesar ese detalle cuenta su historia a un detective que procura devolver la joya a los Vandeleur. El Príncipe Florizel termina la historia del diamante con un sermón que anticipa al Padre Brown (y, quizá, a Isidro Parodi) y luego lo arroja al Sena: 

Para mí este pedazo de brillante cristal es tan repugnante como si estuviera invadido por los gusanos de la muerte; es tan escandaloso como si estuviera hecho de sangre inocente. Lo veo aquí en mi mano, y veo que brilla con fuego del infierno. Sólo le he contado la centésima parte de la historia; la imaginación tiembla de sólo pensar lo que ocurrió en épocas remotas, a qué crímenes y traiciones incitó a los hombres de antaño; durante años obedeció ciegamente a los poderes infernales; basta, digo, de sangre, basta de vergüenza, basta de vidas y amistades tronchadas; todas las cosas llegan a su fin, tanto lo bueno como lo malo; la pestilencia al igual que la música bella; y, en lo que respecta a este diamante, Dios me perdone si obro mal, pero su poder termina esta noche (I, 203). 230 

En ambos cuentos un diamante hace que hombres buenos y heroicos olviden el amor, la amistad y la patria para obtener la gema por cualquier medio que fuese; en ambos cuentos, el poseedor del diamante hace un largo trayecto en tren en compañía de bandidos; en ambos hay una escena nocturna de reconocimiento, en un camarote en el que la visión del diamante sirve de pretexto para un diálogo sincero sobre el pasado y el futuro; en ambos la posterior historia de la gema incluye el intento de obtener el diamante drogando a alguien, y también hay acusaciones de robo y un sermón final dicho por un personaje que no está tan mezclado como para no percibir el significado de toda la historia. Borges y Bioy se aseguraron la colaboración de dos de sus autores predilectos, Chesterton y Stevenson, en la creación de “Las noches de Goliadkin”. 

En una carta a John Addington Symonds, fechada en diciembre de 1887, 231 Stevenson se refiere a uno de los proyectos de Lloyd Osbourne (aparentemente el bosquejo de The Wrong Box): 
Lloyd ha aprendido a manejar la máquina de escribir, y ha completado de la manera más intrépida el bosquejo de un cuento, que no carece, en mi opinión, de mérito y promesa, tan disparatado es, tan alegre, tan absurdo, en algunas partes (en mi opinión parcial) tan auténticamente humorístico. Es verdad, no lo hubiera escrito si no fuera por The New Arabian Nights; pero es raro que un joven escritor sea divertido (XXIV, 90). 

Otras empresas realizadas con Osbourne y, por otra parte, con la señora Stevenson estaban igualmente en deuda con sus primeras obras, quizá ninguna tanto como The Dynamiter, publicada en un volumen titulado More New Arabian Nights. El protagonista de la obra temprana (que incluía “The Suicide Club” y “The Rajah's Diamond”), el Príncipe Florizel de Bohemia, reaparece aquí disfrazado y retirado, como Theophilus Godll, tabaquero de Islington. Es evidente que el relato se basaba en el mismo atentado anarquista ocurrido en Greenwich que más tarde inspiró a Conrad  El agente secreto, pero aquí la idea de una sociedad secreta dedicada a la violencia esporádica se concibe como una forma de engañar y ridiculizar a tres jóvenes y ociosos caballeros (aunque de escasos medios), Desborough, Somerset y Challoner, que decidieron un poco en broma jugar a ser detectives. Los confusos y entrelazados hilos de la conspiración que ellos descubren obedecen a una elaborada broma representada por tres o cuatro actores y tal vez coordinada por el Príncipe Florizel. 232 

Al igual que el original árabe, gran parte de la acción de la novela consiste en contar cuentos, y en contar cuentos dentro de cuentos. Somerset, que al principio propone que sean detectives, es la crédula víctima de una embaucadora que lo invita a quedarse en una “superflua mansión” que ella posee en Londres (donde previamente había ocurrido un episodio perteneciente a “The Suicide Club”: véase I, 78-86, y III, 104-6); la mansión resulta ser el cuartel general de la sociedad secreta dirigida por Zero, dinamitada luego por error (aunque sin herir a nadie). Somerset llega a la conclusión de que “ha hecho un lío sin precedentes” de la profesión de detective aficionado: “he perdido toda mi fortuna y me he cubierto de bastante odio y ridículo” (III, 259). Los otros dos personajes son víctimas de bellas seductoras pertenecientes al grupo de Zero: Challoner de una joven de Utah (“Asenath” o “Miss Gould”) que huye de los Ángeles exterminadores de la Iglesia mormona; Desborough de una “bella cubana” (Teresa Valdevia) que huye de los enemigos que dominan su isla natal y que son responsables de la muerte de su padre. La bella cubana dice a Desborough, cuando lo ve por primera vez, que él debe ser “el caballero inglés, sincero, bondadoso y correcto del que oí hablar desde mi niñez”; él responde “negando firmemente la idea de un plagio” (III, 184). Y al final del libro, después de que se casan, Desborough dice de su mujer: “Ella también cuenta historias maravillosas; mejor que cualquier libro” (III, 261). El artificio resulta evidente cuando los propios personajes se preocupan de que puedan ser plagiados. 

Al comienzo de “The Suicide Club”, el joven con los pasteles de crema informa a Florizel y a Geraldine que ofrece los pasteles “con ánimo de burla” (I, 5). También la burla es la clave de The Dynamiter: burla de toda clase de fanatismo (mormones, cultores del vudú, anarquistas), burla de los tres jóvenes que se lanzan a una aventura tan inverosímil, y burla de textos anteriores (The Arabian Nights, Prince Otto y New Arabian Nights del propio Stevenson). En el prólogo (dedicado a los oficiales de policía que resolvieron el misterio del atentado de Greenwich), los Stevenson declaran su repulsión ante el espectáculo del crimen político: 
Nos merecemos el horror, por haber coqueteado tanto tiempo con el crimen político; sin haberlo considerado seriamente, sin haberlo seguido lúcidamente de causa a efecto; sino con impulsivo sentimiento de generosidad, sin fundamento, como el escolar, con el folletín, aprobando lo que era engañosa. Cuando nos tocó de cerca (en forma verdaderamente vil), fuimos infieles a tales fantasías; descubrimos súbitamente, que el crimen era no menos cruel y no menos odioso bajo nombres resonantes; y nos apartamos horrorizados de nuestras falsas deidades (III, s. pág., subrayado por mí). 

Su horror se nota muy poco en el libro; The Dynamiter abunda más bien en el placer de lo engañoso, en una superficie de imágenes, en el artificio narrativo. El pretexto puede haber sido moral y político, pero prevaleció el espíritu del juego de salón —cada colaborador tratando de superar al otro en extravagancia de invención—. El prólogo es también otro ejemplo de la tensión entre hedonismo y puritanismo a que nos referimos en el capítulo anterior. 

En The Dynamiter, como en “Las noches de Goliadkin”, la concentración de dos mentes contribuye a una prodigiosa invención, a una trama que, a pesar de su absurda complicación, no revela ni oculta nada. Al final de “The Rajah's Diamond”, Stevenson dice de Florizel: “En lo que respecta al Príncipe, persona sublime, habiendo cumplido su función, puede perderse patas arriba en el espacio junto con el Autor árabe” (I, 204); también en el libro posterior encontramos parecida extravagancia en el tratamiento de los personajes. Como dice Borges de sus primeros cuentos: Los doctores del Gran Vehículo enseñan que lo esencial del universo es la vacuidad. Tienen plena razón en lo referente a esa mínima parte del universo que es este libro. Patíbulos y piratas lo pueblan y la palabra infamia aturde en el título, pero bajo los tumultos no hay nada. No es otra cosa que apariencia, que una superficie de imágenes; por eso mismo puede acaso agradar (OC, 291). 

Pero el placer que The Dynamiter había procurado a los Stevenson fue un placer culpable, como se nota en el prólogo. Aparentemente, Borges y Bioy han decidido no escribir más en colaboración por razones parecidas: al dejarse llevar por el entusiasmo, violaron los principios del arte deliberado 233 que tratan de aplicar en sus obras individuales y que inculcan a sus lectores en sus diversas antologías. La colaboración, a pesar de todos los placeres, ofrece peligros concomitantes. 

En cierto sentido la paternidad de cualquier texto es dudosa, porque en cada texto están presentes otros textos anteriores: cada escritor se beneficia con la obra de otros escritores que pertenecieron a la misma tradición. El aprendizaje de muchos escritores consiste en imitar, y aun en el “período de plena madurez”, como dijo T. S. Eliot, “los aspectos más individuales de la obra (de un escritor) podrían ser aquellos en que los poetas muertos, sus antecesores, afirmaron más vigorosamente su inmortalidad”.234 Los placeres y los riesgos que ofrece este tipo de colaboración son quizá menos aparentes (aun para el escritor) que los que implica escribir un texto entre dos o más personas, pero no por eso dejan de existir. Si un escritor imita conscientemente o alude a otro escritor anterior a él, se expone al riesgo de una broma casi en clave, así como a la posibilidad de que el público no condescienda a leer algo “no original”; por otra parte, hay un placer especial en escuchar ecos, y ecos de ecos, y en sentir que la literatura es un reino autónomo, con sus leyes de sucesión algo misteriosas. 

En “A College Magazine”, Stevenson recuerda el período de su aprendizaje como escritor y usa una frase que está tan ligada a su nombre que figura hasta en el breve artículo que le dedica The Concise Cambridge History of English Literature 235 y en gran parte de su bibliografía: 
Cuando leía un libro o un fragmento que particularmente me agradaba, en el que se expresaba correctamente algo o se lograba algún efecto, en el que había ya sea una fuerza conspicua o una feliz distinción de estilo, tenía que sentarme inmediatamente y ponerme a imitar esa cualidad... He imitado, pues, empeñosamente (I have played the sedulous ape) a Hazlitt, a Lamb, a Wordsworth, a Sir Thomas Browne, a Defoe, a Hawthorne, a Montaigne, a Baudelaire y a Obermann... 
Esa, quiérase o no, es la manera de aprender a escribir; que me haya servido o no, ésa es la manera... Por tal razón un renacimiento literario siempre está acompañado o anunciado por un interés en modelos más antiguos y más vigorosos. Tal vez oigo una voz que me grita: ¡Pero ésa no es la manera de ser original! No lo es; tampoco hay otra sino la de nacer original. Si se ha nacido original, tampoco hay nada en este aprendizaje que corte las alas de la originalidad (XIII, 212 14). 

Chesterton, comentando este fragmento, cita a Beerbohm en razón de que la frase “imitado empeñosamente” es “de uso tan frecuente entre los periodistas, que debe ser conservada permanentemente en letras de molde”236, y luego sigue diciendo: La verdadera razón por la cual siempre se elige esta confesión de plagio, entre centenares de confesiones parecidas, es porque la confesión lleva en sí el sello, no del plagio sino de la originalidad personal. Cuando afirma haber copiado a otros escritores, Stevenson escribe inconfundiblemente en su propio estilo. Pienso que podría haber adivinado entre cientos la expresión “imitado empeñosamente” (played the sedulous ape). No creo que Hazlitt hubiera añadido la palabra “empeñosamente” (sedulous). Algunos podrían decir que Hazlitt era mejor escritor porque omitiendo esa palabra se gana en simplicidad; otros, que tal vocablo es en un sentido estricto muy recherché; algunos podrían decir que se lo reconoce porque es forzado o afectado. Todo esto puede ser discutido; pero resulta más bien una broma cuando un recurso tan individual se convierte en una prueba de algo meramente imitativo. De todos modos, esa clase de recurso, la combinación más bien extraña de tales palabras, es lo que entiendo por el estilo de Stevenson. 237 

Chesterton, pues, negaría que Stevenson “imitara”, al decir que el acto mismo de la imitación hacía resaltar más la diferencia entre la copia y el original: algo muy semejante a lo que Borges expresa en “Pierre Menard”. También Sidney Colvin formula ideas parecidas en su introducción a las cartas de Stevenson: No necesita ser, o parecer, especialmente original por la forma y el modo literario que practicó. Por la elección de los mismos puede darse y dar a su lector en cualquier momento el placer de recordar, a manera de un aire familiar, una forma de asociación literaria, pero al hacerlo logra añadir un nuevo encanto a su obra... (XXIII, XXI). 

Y Alfonso Reyes llama al estilo de Stevenson un “estilo de ecos”238: no solamente los ecos verbales cuidadosamente elaborados y analizados en “Some Technical Elements of Style in Literature” (asonancia, aliteración, etc.), o el uso de leitmotivs para obtener una “red”, una “textura significativa” (estudiado en el mismo ensayo), sino ecos de sí mismo, o de otros escritores, y de los textos más variados. Uno de los términos clave del vocabulario crítico de Stevenson, casi tan importante como la analogía visual, es la idea de eco (véase “A Humble Remonstrance”: Desde todos sus capítulos, desde todas sus páginas, desde todas sus oraciones, -la novela bien escrita es eco y eco de eco de su único pensamiento creativo y dominante: XIII, 349); el eco es una metáfora adecuada a esta clase de escritura porque es incesante, aunque discontinua. Como se ha señalado en un capítulo anterior, llama el “hacer reminiscencias —una suerte de placer de rebote” (XIV, 250); rebote, eco y reverberación son todas imágenes de un texto que se refleja a sí mismo, que se revela como reflejo de (y reflexión sobre) otros textos y que constantemente reflexiona sobre el acto de desdoblarse. 

Un ejemplo de este “estilo de ecos” es “Pulvis et Umbra”, un ensayo que Borges y Bioy han señalado varias veces como de especial interés. El sombrío ensayo sobre la fragilidad de la vida humana y sobre la falta de pautas morales absolutas abunda en ecos de la sonora prosa de Sir Thomas Browne, especialmente de Urn Burial (Urnas sepulcrales) (el texto de ese autor preferido por Borges y Bioy). El ensayo empieza así: “Buscamos alguna recompensa para nuestros esfuerzos y nos desilusionamos”, e incluye frases tan típicas de Browne como ésta: “Del Cosmos en última instancia, la ciencia informa muchas cosas dudosas y todas ellas sorprendentes” (XV, 291). 

Refiriéndose a la materia de que está hecho el universo, Stevenson escribe: Esta substancia, cuando no ha sido sometida al fuego lustral, se pudre impuramente transformándose en algo que llamamos vida; atacada en todos sus átomos por una enfermedad pedicular; hinchándose en tumores que llegan a ser independientes, a veces (por un aborrecible prodigio) hasta locomotores; uno partiéndose en millones, millones cohesionándose en uno solo, como la enfermedad que procede a través de varios estadios. Esta putrefacción vital del polvo, habituados como estamos a ella, nos sorprende sin embargo con una repugnancia ocasional, y la profusión de gusanos en un trozo de antigua turba, o el aire de una ciénaga oscurecido por insectos, a veces cortará nuestra respiración cuando anhelamos lugares más limpios. Pero ninguno es limpio: las arenas movedizas están infectadas de piojos; el manantial puro, allí donde surge de la montaña, es mera progenie de gusanos; aún en la dura roca se está formando el cristal (XV, 291-92). 

Lo interesante en un fragmento como éste es la densidad lograda en la prosa mediante ecos del estilo y la sintaxis de Browne: un vocabulario latinizado (“lustral”, “pedicular”, “locomotores”, “putrefacción”), una sintaxis caracterizada por una compleja serie de cláusulas de extensión y estructura variadas, que forman una suerte de contrapunto a los epigramas recurrentes (“se pudre impuramente transformándose en algo que llamamos vida... Esta putrefacción vital del polvo... mera progenie de gusanos”).

En un ensayo sobre el estilo, Stevenson defendió el lenguaje latinizado por considerarlo una forma de “restaurarles (a las palabras empleadas) su energía primordial” (XXII, 245). 239  En el mismo ensayo sugiere que una manera de realzar el elemento de sorpresa en la construcción de una oración es el uso de “la figura común de la antítesis, o, con mayor sutileza, donde una antítesis ha sido primero sugerida y luego hábilmente evitada” (XXII, 247). 240  No es extraño que Borges admire “Pulvis et Umbra”, uno de los mejores ejemplos del estilo de Stevenson, y un logro especialmente notable de su “recordar... una forma de asociación literaria”, como dijo Colvin, en este caso la admirable prosa de Sir Thomas Browne. 

Se ha señalado muchas veces que Borges suele usar de un modo peculiar las palabras castellanas debido a que vuelve a las raíces latinas, y que las palabras elegidas coinciden a veces con el uso inglés (pero no con el español), y que también difieren de las principales connotaciones modernas. Irby se refiere, por ejemplo, a la “tendencia (de Borges) hacia lo que los retóricos de los siglos XVII y XVIII llaman palabras duras o filosóficas, y que a menudo las usa en su estricto sentido etimológico, devolviéndoles su sentido original con el efecto de una novedad metafórica”.241 Esta innovación, como tantas otras, ha sido anticipada por Stevenson en un ensayo que mucho tiene de la densidad verbal de “Las ruinas circulares” y otros ejemplos magistrales del más imponente estilo de Borges. 

Al final del ensayo “La flor de Coleridge”, Borges escribe: “Quienes minuciosamente copian a un escritor, lo hacen impersonalmente, lo hacen porque confunden a ese escritor con la literatura, lo hacen porque sospechan que apartarse de él en un punto es apartarse de la razón y de la ortodoxia” (OC, 641).242 Esta copia inmadura de un texto, “imitando empeñosamente”, cede, en el caso de Borges, a otro tipo de copia que constituye a la vez una de sus grandes innovaciones y uno de sus temas centrales. En “Pierre Menard”, el desdoblamiento de un texto produce la misma sensación misteriosa de vértigo que los escritores del siglo pasado trataron de producir mediante el encuentro con el Doppelganger (y eso Borges lo intenta en “Las ruinas circulares” y otros cuentos, como vimos en el capítulo cuarto). La identidad superficial de dos textos —el Quijote de Cervantes, escrito a principios del siglo XVII, y el Quijote de Menard, un poeta simbolista francés de este siglo— sirve para acentuar la diferencia de intención, es decir, las diferentes relaciones con las mismas palabras. En “La esfera de Pascal”, Borges examina las variaciones de una sola imagen a través de los siglos, con ejemplos de Platón, Hermes Trismegisto, Bruno, Pascal y otros, y termina diciendo: “Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas” (OC, 638): lo importante no son las palabras en la página sino la entonación que les da un hablante. La misma idea, diferentemente expresada, aparece en el ensayo en que Borges asegura que si supiera como será leída cualquier página —ésta, por ejemplo— en alguna fecha del futuro, podría reconstruir la literatura de ese momento (OC, 747), pues un texto literario no es una entidad estática que puede ser interpretada de una manera válida sólo por un crítico capaz de remontarse a la intención original del autor, 243 sino que. es algo que, aun cuando vive dentro de una tradición, cambia de manera sutil en relación a sus lectores. Las mismas palabras son tomadas en diferente sentido. Tomadas: el verbo implica una apropiación por parte del lector de la propiedad del escritor (“lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro” OC, 808), un robo. 244 Y el autor que escribe voluntariamente para otros entrega la obra a ese proceso incesante de apropiación, interpretación, des- y relectura: un acto de complicidad, de colaboración. 

La labor de Pierre Menard (“la subterránea, la interminablemente heroica, la impar. También ¡ay de las posibilidades del hombre! la inconclusa”: OC, 446) es la voluntaria reescritura de un texto preexistente, una tarea que declara que el proceso de apropiación forma parte de cualquier lectura, pero el acto de apropiación se revela en su misma artificiosidad y en su carácter inconcluso. Uno de los críticos mencionados en el cuento, la baronesa de Bacourt, advierte en el intento de Menard la influencia de Nietzsche; tal vez basa su afirmación en la idea sostenida por Menard de que todos los hombres, en el futuro, serán capaces de todas las ideas (OC, 450), o tal vez en la fascinación que Menard siente por el poder que el hombre imaginativo tiene sobre el mundo. De todas maneras, la tarea de Menard, autoimpuesta, inútil (y necia), se basa en una “razón revisionista”, según la expresión de Harold Bloom (y en verdad el cuento debe de haber sido una de las inspiraciones de la crítica “revisionista” de Bloom, aunque Bloom evita referirse detalladamente a ello), 245 un trastocamiento en que el Quijote de Menard es anterior al de Cervantes, e influye en nuestra lectura de este último:

He reflexionado que es lícito ver en el Quijote “final” una especie de palimpsesto, en el que deben traslucirse los rastros —tenues pero no indescifrables— de la “previa” escritura de nuestro amigo. Desgraciadamente, sólo un segundo Pierre Menard, invirtiendo el trabajo del anterior, podría exhumar y resucitar esas Troyas... (OC, 450) 

Así, como ya vimos en nuestro análisis del doble, una vez que empieza el proceso de duplicación, no es fácil detenerlo: la reescritura del Quijote emprendida por Menard revela diferencias de intención, estilo y significado, e influye en nuestra lectura de la obra de Cervantes, y así para siempre. La misteriosa colaboración que Borges advierte (a pesar de la diferencia de siglos, nacionalidades, vocaciones) entre Omar Khayyam y Edward FitzGerald es seguramente no menos misteriosa que la colaboración de Cervantes y Menard (o la del propio Borges y Stevenson). 

La posdata de uno de los cuentos más largos de Borges, “El inmortal”, empieza con una referencia a (de más está decirlo) un ensayo crítico apócrifo, A Coat of Many Colours (1903) de Nahum Cordovero. Un título significativo, ya que todo el cuento está hecho de retazos, que incluyen fragmentos de Plinio, De Quincey, Descartes y Shaw (como lo revela la misma posdata) 246 y muchas otras fuentes.247 Si bien la “inmortalidad” de Cartaphilus data desde los tiempos de Dioclesiano (284-305) hasta 1929, ese período le basta para ser Homero, un compañero de Tamerlán, Pope, Lord Jim y uno de los autores de Las mil y una noches. Como arguye Pierre Menard, “todo hombre debe ser capaz de todas las ideas” (OC, 450); quizá, disponiendo de un tiempo infinito, a lo cual Cartaphilus se creía condenado, “lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea” (OC, 541), y todas las imitaciones de la Odisea (Simbad, las sagas islandesas, las traducciones de Pope) a lo largo del tiempo. El comentarista observa al final de la posdata: “Cuando se acerca el fin, escribió Cartaphilus, ya no quedan imágenes del recuerdo, sólo quedan palabras. Palabras, palabras despedazadas y mutiladas, fue la pobre limosna que le dejaron las horas y los siglos” (OC, 544, subrayado en el original). No creo que se haya señalado que incluso esas palabras, que sirven de justificación a los plagios de Cartaphilus (“intrusiones” o “hurtos”), se parecen extrañamente a las que Conrad escribió en el prólogo de El Negro del “Narciso”

...sólo a través de una incesante, nunca desalentada atención a la forma y el sonido de las frases, puede haber un acercamiento a la plasticidad, al color; y la luz del mágico poder de sugestión puede ser proyectada por un instante evanescente, a la trivial superficie de las palabras; de las viejas, viejas palabras, gastadas, desfiguradas por siglos de uso negligente. 248 

La apología del plagio plagiada de un autor predilecto: quizá el acto consumado del arte de Borges. 249 

En una reciente serie de entrevistas realizadas en Colombia, Borges dijo a sus interlocutores: “De todas maneras... sigo siendo un viejo señor inglés del siglo XIX”. 250 Quizá prefiera la compañía de De Quincey, Carlyle, Lang, Stevenson y Conrad a la de sus contemporáneos o sus compatriotas, aunque mucho los necesita como precursores, o antecesores, y su obra requiere que los textos de ellos la precedan. Como afirma en “El escritor argentino y la tradición”, el especial privilegio del escritor argentino es estar ligado a toda la tradición occidental si bien marginado dentro de la misma, a tener a la vez contacto y distancia. Aun cuando declara que toda su obra deriva de escritores del siglo XIX y principios del siglo XX (“todo lo que he hecho está ya en Poe, Stevenson, Wells y algún otro”) 251 , o cuando considera su propia obra quizá como una continuación de la suya, parece que estuviera repitiendo los argumentos formulados en “Nueva refutación del tiempo” —que toda experiencia es contemporánea, que el paso del tiempo es ilusorio— así como el final del mismo ensayo en que señala que tales argumentos, por satisfactorios que sean intelectualmente, son producto de un mundo y una imaginación sujetos a un proceso de declinación y cambio (“El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente soy Borges”: OC, 771). Hubiera preferido conocer personalmente a Stevenson y a Lang, aunque es obvio que experimenta un gran placer al considerarlos entre sus grandes y secretos amigos, con quienes tiene un acceso privilegiado a través de sus libros, a pesar del paso del tiempo y de la diferencia de lugares. En el poema “Junio, 1968” se refiere de la ubicación de los libros en su biblioteca: 
Stevenson y el otro escocés, Andrew Lang,
reanudarán aquí, de manera mágica,
la lenta discusión que interrumpieron
los mares y la muerte
y a Reyes no le desagradará ciertamente
la cercanía de Virgilio.
(Ordenar bibliotecas es ejercer,
de un modo silencioso y modesto,
el arte de la crítica)  
(OC, 998) 
Y comentó estos versos en una conversación con Di Giovanni y otros: 
Son dos hombres a los que quiero personalmente, como si los hubiera conocido. Si tuviera que hacer una lista de amigos, no sólo incluiría a mis amigos personales, mis amigos físicos, sino también a Stevenson y a Andrew Lang. Si bien podrían no aprobar lo que escribo, pienso que les gustaría la idea de que un mero sudamericano, separado de ellos en el tiempo y el espacio, los quisiera por su obra. 252 

Gran parte del placer que le procuran esos autores se debe aparentemente al hecho de que están pasados de moda: ahora los tiene a su disposición; y puede afirmar impunemente que trabaja a partir de una tradición creada por ellos, puesto que pocos críticos conocen las numerosas obras de Stevenson y Lang. (Un ocasional reportero ni siquiera supo que Stevenson había muerto antes de que Borges naciera: Selden Rodman le preguntó a Borges si tuvo oportunidad de conocer a Stevenson.)253 La falta de contemporaneidad le da mucho poder a Borges sobre sus “amigos”, así como libera a los textos de cualesquiera sean las intenciones que tuvieron originalmente sus autores. La elección de Stevenson y otros escritores ingleses de su tiempo ha sido tal vez motivada por las mismas razones que hicieron que Pierre Menard eligiese reescribir el Quijote: “El Quijote es un libro contingente, el Quijote es innecesario. Puedo premeditar su escritura, puedo escribirlo, sin incurrir en una tautología” (OC, 448). Cabe agregar que Borges no cree, por supuesto, que la obra de Cervantes sea marginal, como lo prueban sus meditaciones sobre el tema que figuran en sus primeros libros de ensayos y en sus obras más recientes. Si Borges, irónicamente, hace que Menard considere al Quijote una obra secundaria, también se burla de los críticos que le preguntan por obras que no ha leído y no se interesan en las que sí ha leído. 254 

En “Kafka y sus precursores”, después de enunciar la frase famosa “cada escritor crea a sus precursores”, Borges afirma que esto ocurre porque cada escritor “modifica nuestra concepción del pasado” (OC, 712); en el ensayo sobre Hawthorne, añade que la deuda entre el “precursor” y el “gran escritor” es mutua (OC, 678). Sugiere que escribir es un proceso de colaboración actual entre texto y lector, lector y escritor, escritor y texto: quizá un proceso de “ecos y ecos de ecos”. Así cuando escribe que Stevenson y Lang reanudarán aquí, de manera mágica,/la lenta discusión que interrumpieron/los mares y la muerte, sitúa su propia obra en ese punto de contacto. “El libro no es un ente incomunicado; es una relación, es un eje de innumerables relaciones” (OC, 747), escribe en un ensayo sobre Shaw, inscribiendo su propia obra en el centro de ese laberinto, de esas “innumerables relaciones”.


Notas

223 An Intimate Portratt of R L S, New York, Scribner‟s, 1924, págs. 107-8. De las demás obras escritas con Stevenson, Osbourne se refiere a The Wrong Box como “mi propio libro, que fue para mí una dura faena” (pág. 79) y con respecto a The Ebb-Tide: “de nuestras tres colaboraciones, es la más importante; porque alteró de manera inesperada mi entera relación con Stevenson. Después de ella me considero seriamente como un colega” (pág 99).
224 Prólogo a Oeuvre poétique 1925 65, prólogo y poemas traducidos por Nestor Ibarra, Paris, Gallimard, 1970, pág. 7 (Así la mejor novela de Stevenson, The Wrecker, ha permanecido ignorada por la crítica debido a que el autor la escribió en colaboración con su yerno Lloyd Osbourne, y que nadie se aventura a elogiar páginas de dudosa paternidad.)
225 Véase Ferrer, pág. 94.
226 En L‟Herne, volumen dedicado a Borges, y en Irby et al., Encuentro con Borges. Citado aquí como apéndice a Borges y Bioy Casares, Dos fantasías memorables, Buenos Aires, Edicom, 1971, pág. 61.
227 Ibid., pág.61.
228 La presencia de innumerables bromas en clave contribuye al encanto especial y a la irremediable dificultad de las obras de Bustos Domecq y Suárez Lynch.
229 Entrevista, 9 de setiembre de 1978
230 En “El zahir”, el narrador incapaz de olvidar una diabólica moneda, advierte una remota semejanza entre su caso y el del autor persa Lutf Alf Azur, que habla en su obra Templo del Fuego de un astrolabio “construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo” (OC, 593). Azur es probablemente un autor inventado; la cita, poco menos que una paráfrasis del discurso del príncipe Florizel.
231 Esta es la misma carta de la que Borges extrajo un epígrafe utilizado en varias ediciones de sus poemas completos: “I do not set up to be a poet. Only an all-round literary man...” (No me propongo ser un poeta. Solamente un literato cabal) (XXIV, 89-90). Véase Poemas 1923-1953, Buenos Aires, Emecé, 1954, y la versión inglesa, Selected Poems 1923-1967, New York, Dell, 1973
232 El hombre que fue jueves, de Chesterton, es muy parecido a The Dynamiter y probablemente se inspiró en este último.
233 Entrevista con Bioy Casares, 9 de setiembre de 1978.
234 T. S. Eliot, The Sacred Wood, London, Methuen, 1920; 5th ed. 1945, pág. 48.
235 George Sampson, Concise Cambridge History of English Literature. 3rd. ed., Cambridge Univ. Press, 1970, pág. 688.
236 Chesterton, Robert Louis Stevenson, pág. 112.
237 Ibid., págs. 112-13.
238 Reyes, Obras completas, XII, 12
239 Hace ya muchos años William Chalmers estudió detenidamente este aspecto del estilo de Stevenson en su disertación “Charakteristische Eigenschaften von R L Stevensons Stil”, publicada en Marburger Studien zur englischen Philologie, IV (1903), pág 8, 13-14.
240 Un ejemplo de esta manera de sugerir, y luego evitar una antítesis, podría ser la oposición entre cosas puras y cosas impuras, desarrollada en las oraciones de “Pulvis et Umbra” anteriormente citadas, oposición luego desechada en la imagen final del cristal que crece dentro de la roca.
241 El prefacio de Irby a la edición de Irby y Yates, Labyrinths, New York, New Directions, 1962, pág. XXI. Irby estudia más detalladamente el mismo punto en su disertación inédita “The Structure of -the Stories of Jorge Luis Borges”, pág. 110-14. El propio Borges escribe en “El idioma infinito” que se propone “emplear en su rigor etimológico las palabras”, y añade que “aconsejado por los clásicos y singularmente por algunos ingleses (en quienes fue piadosa y conmovedora el ansia de abrazar latinidad) me he remontado al uso primordial de muchas palabras” (El tamaño de mi esperanza, pág. 41). Más tarde rechazó muchas de las ideas expresadas en éste y otros ensayos tempranos, aunque se aferró a la particular innovación de usar las palabras en su sentido “primordial” en muchos de sus escritos de los años treinta y cuarenta. No especifica cuáles escritores ingleses lo llevaron a experimentar con un estilo latinizante: los ejemplos suponen la inspiración de Browne, justificada a su vez por Stevenson.
242 Añade, irónicamente, que durante años confundió “la casi infinita” literatura con un solo hombre — Carlyle, Becher, Whitman, Cansinos-Assens, De Quincey— mentores de diferentes períodos de su juventud. (Quizá no menciona a Stevenson porque no puede referirse a su imitación de Stevenson en el pasado, como puede hacerlo de los otros.)
243 Para E. D. Hirsch ésta es la correcta (y la única válida) lectura crítica, como sostiene en el ensayo “Objective Interpretation” (1960) que agregó como apéndice a su Validity in Interpretation, New Haven, Yale University Press, 1967, págs. 209-44. Borges podría haber compartido ese punto de vista —algunos de sus personajes son desinteresados eruditos que tratan de reconstruir el pasado en su totalidad—, pero el intento le parece inútil, ya que es imposible permanecer como un espectador desinteresado, aun de un acontecimiento del pasado. Así, Ryan decide ocultar la traición de Kilpatrick; los académicos de “Guayaquil”, en El informe de Brodie, y de “El soborno”, en El libro de arena, terminan como apasionados participantes de los hechos que investigan.
244 Véase el cuento de Gabriel Zaid “Hermano Hem”: “escribir para él, había sido una forma de robar”, Hispamérica 22 (abril de 1979), pág. 67.
245 Bloom cita a Borges al comienzo de The Anxiety of Influence: “los poetas (sic) crean a sus precursores” (London, Oxford Univ. Press, 1973, pág. 19). Se trata evidentemente de la frase famosa que está casi al final de “Kafka y sus precursores” (OC, 712), aunque Borges también sostiene en el ensayo sobre Hawthorne que “la deuda (entre Hawthorne y Kafka) es mutua; un gran escritor crea a sus precursores. Los crea y de algún modo los justifica” (OC, 678). Véase también Bloom, The Ringers in The Tower (Chicago, Universíty of Chicago Press, 1971), pág. 40 y 211-13. Pero Bloom no se ocupa extensamente de “Pierre Menard”, que es una interpretación mucho más detallada de su propio tema.
246 Véase Christ, págs. 192-226.
247 Véase Irby, prólogo a Labyrinths, pág. XXII, y disertación, “The Structure of the Stories of Jorge Luis Borges”, págs. 137-38. También véase Christ, págs. 223-24.
248 The Nigger of the “Narcissus”, pág. 146, subrayado por mí.
249 Para una interesante consideración de la función de las citas en Borges, en el contexto más amplio de una teoría de la cita, véase Antoine Compagnon, La Seconde main ou le travail de la citation, Paris, Editions du Seuil, 1979, especialmente págs. 34-36, 370-380.
250 Jairo Osorio y Carlos Bueno, Borges: Memoria de un gesto, Medellín, Edición Alcaldía de Medellín, 1979, pág. 20.
251 Disertación de Irby, pág. 314.
252 Borges on Writing, Norman Thomas Di Giovanni, Daniel Halpern y Frank MacShane, eds., New York, E.P. Dutton, 1973, pág. 80.
253 Rodman, Tongues of Fallen Angels, pág. 25.
254 En las entrevistas realizadas en Colombia, por ejemplo, Borges dice que goza releyendo a Stevenson, Conrad, Chesterton y libros de filosofía, y explica esas preferencias de la siguiente manera: “Quizá (me gusta releer) porque estoy un poco cansado y además, por una falta de curiosidad. Debería interesarme por los escritores nuevos. Aunque de verdad, temo que los contemporáneos se parezcan a mí. En cambio, sé que leyendo a escritores de otras épocas, encuentro algo nuevo, algo distinto”: Osorio y Bueno, pág. 30.




Daniel Balderstone













Daniel BalderstonEl precursor velado: R.L.Stevenson en la obra de Borges, Cap. VI
Trans. Eduardo Paz Leston
Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1985
Fotos al pie: DB y cover edición citada 










6/11/14

Jorge Luis Borges: El Zahir





En Buenos Aires el Zahir es una moneda común de veinte centavos; marcas de navaja o de cortaplumas rayan las letras N T y el número dos; 1929 es la fecha grabada en el anverso. (En Guzerat, a fines del siglo XVIII, un tigre fue Zahir; en Java, un ciego de la mezquita de Surakarta, a quien lapidaron los fieles; en Persia, un astrolabio que Nadir Shah hizo arrojar al fondo del mar; en las prisiones de Mahdí, hacia 1892, una pequeña brújula que Rudolf Carl von Slatin tocó, envuelta en un jirón de turbante; en la aljama de Córdoba, según Zotenberg, una veta en el mármol de uno de los mil doscientos pilares; en la judería de Tetuán, el fondo de un pozo). Hoy es el trece de noviembre; el día siete de junio, a la madrugada, llegó a mis manos el Zahir; no soy el que era entonces pero aún me es dado recordar, y acaso referir, lo ocurrido. Aún, siquiera parcialmente, soy Borges.
El seis de junio murió Teodelina Villar*. Sus retratos, hacia 1930, obstruían las revistas mundanas; esa plétora acaso contribuyó a que la juzgaran muy linda, aunque no todas las efigies apoyaran incondicionalmente esa hipótesis. Por lo demás, Teodelina Villar se preocupaba menos de la belleza que de la perfección. Los hebreos y los chinos codificaron todas las circunstancias humanas; en la Mishnah se lee que, iniciado el crepúsculo del sábado, un sastre no debe salir a la calle con una aguja; en el Libro de los Ritos que un huésped, al recibir la primera copa, debe tomar un aire grave y, al recibir la segunda, un aire respetuoso y feliz. Análogo, pero más minucioso, era el rigor que se exigía Teodelina Villar. Buscaba, como el adepto de Confucio o el talmudista, la irreprochable corrección de cada acto, pero su empeño era más admirable y más duro, porque las normas de su credo no eran eternas, sino que se plegaban a los azares de París o de Hollywood. Teodelina Villar se mostraba en lugares ortodoxos, a la hora ortodoxa, con atributos ortodoxos, con desgano ortodoxo, pero el desgano, los atributos, la hora y los lugares caducaban casi inmediatamente y servirían (en boca de Teodelina Villar) para definición de lo cursi. Buscaba lo absoluto, como Flaubert, pero lo absoluto en lo momentáneo. Su vida era ejemplar y, sin embargo, la roía sin tregua una desesperación interior. Ensayaba continuas metamorfosis, como para huir de sí misma; el color de su pelo y las formas de su peinado eran famosamente inestables. También cambiaban la sonrisa, la tez, el sesgo de los ojos. Desde 1932, fue estudiosamente delgada… La guerra le dio mucho que pensar. Ocupado París por los alemanes ¿cómo seguir la moda? Un extranjero de quien ella siempre había desconfiado se permitió abusar de su buena fe para venderle una porción de sombreros cilíndricos; al año, se propaló que esos adefesios nunca se habían llevado en París y por consiguiente no eran sombreros, sino arbitrarios y desautorizados caprichos. Las desgracias no vienen solas; el doctor Villar tuvo que mudarse a la calle Aráoz y el retrato de su hija decoró anuncios de cremas y de automóviles. (¡Las cremas que harto se aplicaba, los automóviles que ya no poseía!). Ésta sabía que el buen ejercicio de su arte exigía una gran fortuna; prefirió retirarse a claudicar. Además, le dolía competir con chicuelas insustanciales. El siniestro departamento de Aráoz resultó demasiado oneroso; el seis de junio, Teodelina Villar cometió el solecismo de morir en pleno Barrio Sur. ¿Confesaré que, movido por la más sincera de las pasiones argentinas, el esnobismo, yo estaba enamorado de ella y que su muerte me afectó hasta las lágrimas? Quizá ya lo haya sospechado el lector.
En los velorios, el progreso de la corrupción hace que el muerto recupere sus caras anteriores. En alguna etapa de la confusa noche del seis, Teodelina Villar fue mágicamente la que fue hace veinte años; sus rasgos recobraron la autoridad que dan la soberbia, el dinero, la juventud, la conciencia de coronar una jerarquía, la falta de imaginación, las limitaciones, la estolidez. Más o menos pensé: ninguna versión de esa cara que tanto me inquietó será tan memorable como ésta; conviene que sea la última, ya que pudo ser la primera. Rígida entre las flores la dejé, perfeccionando su desdén por la muerte. Serían las dos de la mañana cuando salí. Afuera, las previstas hileras de casas bajas y de casas de un piso habían tomado ese aire abstracto que suelen tomar en la noche, cuando la sombra y el silencio las simplifican. Ebrio de una piedad casi impersonal, caminé por las calles. En la esquina de Chile y de Tacuarí vi un almacén abierto. En aquel almacén, para mi desdicha, tres hombres jugaban al truco.
En la figura que se llama oximoron, se aplica a una palabra un epíteto que parece contradecirla; así los gnósticos hablaron de luz oscura; los alquimistas, de un sol negro. Salir de mi última visita a Teodelina Villar y tomar una caña en un almacén era una especie de oxímoron; su grosería y su facilidad me tentaron. (La circunstancia de que se jugara a los naipes aumentaba el contraste). Pedí una caña de naranja; en el vuelto me dieron el Zahir; lo miré un instante; salí a la calle, tal vez con un principio de fiebre. Pensé que no hay moneda que no sea símbolo de las monedas que sin fin resplandecen en la historia y la fábula. Pensé en el óbolo de Caronte; en el óbolo que pidió Belisario; en los treinta dineros de Judas; en las dracmas de la cortesana Laís; en la antigua moneda que ofreció uno de los durmientes de Éfeso; en las claras monedas del hechicero de las 1001 Noches, que después eran círculos de papel; en el denario inagotable de Isaac Laquedem; en las sesenta mil piezas de plata, una por cada verso de una epopeya, que Firdusi devolvió a un rey porque no eran de oro; en la onza de oro que hizo clavar Ahab en el mástil; en el florín irreversible de Leopold Bloom; en el luis cuya efigie delató, cerca de Varennes, al fugitivo Luis XVI. Como en un sueño, el pensamiento de que toda moneda permite esas ilustres connotaciones me pareció de vasta, aunque inexplicable, importancia. Recorrí, con creciente velocidad, las calles y las plazas desiertas. El cansancio me dejó en una esquina. Vi una sufrida verja de fierro; detrás vi las baldosas negras y blancas del atrio de la Concepción. Había errado en círculo; ahora estaba a una cuadra del almacén donde me dieron el Zahir.
Doblé; la ochava oscura me indicó, desde lejos, que el almacén ya estaba cerrado. En la calle Belgrano tomé un taxímetro. Insomne, poseído, casi feliz, pensé que nada hay menos material que el dinero, ya que cualquier moneda (una moneda de veinte centavos, digamos) es, en rigor, un repertorio de futuros posibles. El dinero es abstracto, repetí, el dinero es tiempo futuro. Puede ser una tarde en las afueras, puede ser música de Brahms, puede ser mapas, puede ser ajedrez, puede ser café, puede ser las palabras de Epicteto, que enseñan el desprecio del oro; es un Proteo más versátil que el de la isla de Pharos. Es tiempo imprevisible, tiempo de Bergson, no duro tiempo del Islam o del Pórtico. Los deterministas niegan que haya en el mundo un solo hecho posible, id est un hecho que pudo acontecer; una moneda simboliza nuestro libre albedrío. (No sospechaba yo que esos «pensamientos» eran un artificio contra el Zahir y una primera forma de un demoníaco influjo). Dormí tras de tenaces cavilaciones, pero soñé que yo era las monedas que custodiaba un grifo.
Al otro día resolví que yo había estado ebrio. También resolví librarme de la moneda que tanto me inquietaba. La miré: nada tenía de particular, salvo unas rayaduras. Enterrarla en el jardín o esconderla en un rincón de la biblioteca hubiera sido lo mejor, pero yo quería alejarme de su órbita. Preferí perderla. No fui al Pilar, esa mañana, ni al cementerio; fui, en subterráneo, a Constitución y de Constitución a San Juan y Boedo. Bajé, impensadamente, en Urquiza; me dirigí al oeste y al sur; barajé, con desorden estudioso, unas cuantas esquinas y en una calle que me pareció igual a todas, entré en un boliche cualquiera, pedí una caña y la pagué con el Zahir. Entrecerré los ojos, detrás de los cristales ahumados; logré no ver los números de las casas ni el nombre de la calle. Esa noche, tomé una pastilla de veronal y dormí tranquilo.
Hasta fines de junio me distrajo la tarea de componer un relato fantástico. Éste encierra dos o tres perífrasis enigmáticas —en lugar de sangre pone agua de la espada; en lugar de orolecho de la serpiente— y está escrito en primera persona. El narrador es un asceta que ha renunciado al trato de los hombres y vive en una suerte de páramo. (Gnitaheidr es el nombre de ese lugar). Dado el candor y la sencillez de su vida, hay quienes lo juzgan un ángel; ello es una piadosa exageración, porque no hay hombre que esté libre de culpa. Sin ir más lejos, él mismo ha degollado a su padre; bien es verdad que éste era un famoso hechicero que se había apoderado, por artes mágicas, de un tesoro infinito. Resguardar el tesoro de la insana codicia de los humanos es la misión a la que ha dedicado su vida; día y noche vela sobre él. Pronto, quizá demasiado pronto, esa vigilia tendrá fin: las estrellas le han dicho que ya se ha forjado la espada que la tronchará para siempre. (Gram es el nombre de esa espada). En un estilo cada vez más tortuoso, pondera el brillo y la flexibilidad de su cuerpo; en algún párrafo habla distraídamente de escamas; en otro dice que el tesoro que guarda es de oro fulgurante y de anillos rojos. Al final entendemos que el asceta es la serpiente Fafnir y el tesoro en que yace, el de los Nibelungos. La aparición de Sigurd corta bruscamente la historia.
He dicho que la ejecución de esa fruslería (en cuyo decurso intercalé, seudoeruditamente, algún verso de la Fáfnismál) me permitió olvidar la moneda. Noches hubo en que me creí tan seguro de poder olvidarla que voluntariamente la recordaba. Lo cierto es que abusé de esos ratos; darles principio resultaba más fácil que darles fin. En vano repetí que ese abominable disco de níquel no difería de los otros que pasan de una mano a otra mano, iguales, infinitos e inofensivos. Impulsado por esa reflexión, procuré pensar en otra moneda, pero no pude. También recuerdo algún experimento, frustrado, con cinco y diez centavos chilenos, y con un vintén oriental. El dieciséis de julio adquirí una libra esterlina; no la miré durante el día, pero esa noche (y otras) la puse bajo un vidrio de aumento y la estudié a la luz de una poderosa lámpara eléctrica. Después la dibujé con un lápiz, a través de un papel. De nada me valieron el fulgor y el dragón y el San Jorge; no logré cambiar de idea fija.
El mes de agosto, opté por consultar a un psiquiatra. No le confié toda mi ridícula historia; le dije que el insomnio me atormentaba y que la imagen de un objeto cualquiera solía perseguirme; la de una ficha o la de una moneda, digamos… Poco después, exhumé en una librería de la calle Sarmiento un ejemplar de Urkunden zur Geschichte der Zahirsage (Breslau, 1899) de Julius Barlach.
En aquel libro estaba declarado mi mal. Según el prólogo, el autor se propuso «reunir en un solo volumen en manuable octavo mayor todos los documentos que se refieren a la superstición del Zahir, incluso cuatro piezas pertenecientes al archivo de Habicht y el manuscrito original del informe de Philip Meadows Taylor». La creencia en el Zahir es islámica y data, al parecer, del siglo XVIII. (Barlach impugna los pasajes que Zotenberg atribuye a Abulfeda). Zahir, en árabe, quiere decir notorio, visible; en tal sentido, es uno de los noventa y nueve nombres de Dios; la plebe, en tierras musulmanas, lo dice de «los seres o cosas que tienen la terrible virtud de ser inolvidables y cuya imagen acaba por enloquecer a la gente». El primer testimonio incontrovertido es el del persa Lutf Alí Azur. En las puntales páginas de la enciclopedia biográfica titulada Templo del Fuego, ese polígrafo y derviche ha narrado que en un colegio de Shiraz hubo un astrolabio de cobre, «construido de tal suerte que quien lo miraba una vez no pensaba en otra cosa y así el rey ordenó que lo arrojaran a lo más profundo del mar, para que los hombres no se olvidaran del universo». Más dilatado es el informe de Meadows Taylor, que sirvió al nizam de Haidarabad y compuso la famosa novela Confessions of a Thug. Hacia 1832, Taylor oyó en los arrabales de Bhuj la desacostumbrada locución «Haber visto al Tigre» (Verily he has looked on the Tiger) para significar la locura o la santidad. Le dijeron que la referencia era a un tigre mágico, que fue la perdición de cuantos lo vieron, aun de muy lejos, pues todos continuaron pensando en él, hasta el fin de sus días. Alguien dijo que uno de esos desventurados había huido a Mysore, donde había pintado en un palacio la figura del tigre. Años después, Taylor visitó las cárceles de ese reino; en la de Nithur el gobernador le mostró una celda, en cuyo piso, en cuyos muros, y en cuya bóveda un faquir musulmán había diseñado (en bárbaros colores que el tiempo, antes de borrar, afinaba) una especie de tigre infinito. Ese tigre estaba hecho de muchos tigres, de vertiginosa manera; lo atravesaban tigres, estaba rayado de tigres, incluía mares e Himalayas y ejércitos que parecían otros tigres. El pintor había muerto hace muchos años, en esa misma celda; venía de Sind o acaso de Guzerat y su propósito inicial había sido trazar un mapamundi. De ese propósito quedaban vestigios en la monstruosa imagen. Taylor narró la historia a Muhammad Al-Yemení, de Fort William; éste le dijo que no había criatura en el orbe que no propendiera a Zaheer[11], pero que el Todomisericordioso no deja que dos cosas lo sean a un tiempo, ya que una sola puede fascinar muchedumbres. Dijo que siempre hay un Zahir y que en la Edad de la Ignorancia fue el ídolo que se llamó Yaúq y después un profeta del Jorasán, que usaba un velo recamado de piedras o una máscara de oro[12]. También dijo que Dios es inescrutable.
Muchas veces leí la monografía de Barlach. No desentraño cuáles fueron mis sentimientos; recuerdo la desesperación cuando comprendí que ya nada me salvaría, el intrínseco alivio de saber que yo no era culpable de mi desdicha, la envidia que me dieron aquellos hombres cuyo Zahir no fue una moneda sino un trozo de mármol o un tigre. Qué empresa fácil no pensar en un tigre, reflexioné. También recuerdo la inquietud singular con que leí este párrafo: «Un comentador del Gulshan i Raz dice que quien ha visto al Zahir pronto verá la Rosa y alega un verso interpolado en el Asrar Nama (Libro de cosas que se ignoran) de Attar: el Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo».
La noche que velaron a Teodelina, me sorprendió no ver entre los presentes a la señora de Abascal, su hermana menor. En octubre, una amiga suya me dijo:
—Pobre Julita, se había puesto rarísima y la internaron en el Bosch. Cómo las postrará a las enfermeras que le dan de comer en la boca. Sigue déle te mando con la moneda, idéntica al chauffeur de Morena Sackmann.
El tiempo, que atenúa los recuerdos, agrava el del Zahir. Antes yo me figuraba el anverso y después el reverso; ahora, veo simultáneamente los dos. Ello no ocurre como si fuera de cristal el Zahir, pues una cara no se superpone a la otra; más bien ocurre como si la visión fuera esférica y el Zahir campeara en el centro. Lo que no es el Zahir me llega tamizado y como lejano: la desdeñosa imagen de Teodelina, el dolor físico. Dijo Tennyson que si pudiéramos comprender una sola flor sabríamos quiénes somos y qué es el mundo. Tal vez quiso decir que no hay hecho, por humilde que sea, que no implique la historia universal y su infinita concatenación de efectos y causas. Tal vez quiso decir que el mundo visible se da entero en cada representación, de igual manera que la voluntad, según Schopenhauer, se da entera en cada sujeto. Los cabalistas entendieron que el hombre es un microcosmo, un simbólico espejo del universo; todo, según Tennyson, lo sería. Todo, hasta el intolerable Zahir.
Antes de 1948, el destino de Julia me habrá alcanzado. Tendrán que alimentarme y vestirme, no sabré si es de tarde o de mañana, no sabré quién fue Borges. Calificar de terrible ese porvenir es una falacia, ya que ninguna de sus circunstancias obrará para mí. Tanto valdría mantener que es terrible el dolor de un anestesiado a quien le abren el cráneo. Ya no percibiré el universo, percibiré el Zahir. Según la doctrina idealista, los verbos vivir y soñar son rigurosamente sinónimos; de miles de apariencias pasaré a una; de un sueño muy complejo a un sueño muy simple. Otros soñarán que estoy loco y yo con el Zahir. Cuando todos los hombres de la tierra piensen, día y noche, en el Zahir, ¿cuál será un sueño y cuál una realidad, la tierra o el Zahir?
En las horas desiertas de la noche aún puedo caminar por las calles. El alba suele sorprenderme en un banco de la plaza Garay, pensando (procurando pensar) en aquel pasaje del Asrar Nama, donde se dice que Zahir es la sombra de la Rosa y la rasgadura del Velo. Vinculo ese dictamen a esta noticia: Para perderse en Dios, los sufíes repiten su propio nombre o los noventa y nueve nombres divinos hasta que éstos ya nada quieren decir. Yo anhelo recorrer esa senda. Quizá yo acabe por gastar el Zahir a fuerza de pensarlo y de repensarlo, quizá detrás de la moneda esté Dios.


Notas
(*) Para algunos exégetas el personaje de Teodelina Villar también está inspirado en María Elvira de Alvear Cambaceres.
[11] Así escribe Taylor esa palabra. 
[12] Barlach observa que Yaúq figura en Alcorán (LXXI, 23) y que el profeta es Al-Moqanna (El Velado) y que nadie, fuera del sorprendente corresponsal de Philip Meadows Taylor, los ha vinculado al Zahir.

En El Aleph (1949)
Foto original color sin data: Fuente CEDOC Perfil

5/11/14

Jorge Luis Borges: Familia e infancia (Autobiografía, I)






No puedo precisar si mis primeros recuerdos se remontan a la orilla oriental u occidental del turbio y lento Río de la Plata; si me vienen de Montevideo, donde pasábamos largas y ociosas vacaciones en la quinta de mi tío Francisco Haedo, o de Buenos Aires. Nací en 1899 en pleno centro de Buenos Aires, en la calle Tucumán entre Suipacha y Esmeralda, en una casa pequeña y modesta que pertenecía a mis abuelos maternos. Como la mayoría de las casas de la época, tenía azotea, zaguán, dos patios y un aljibe de donde sacábamos el agua. Debemos habernos mudado pronto al suburbio de Palermo, porque tengo recuerdos tempranos de otra casa con dos patios, un jardín con un alto molino de viento y un baldío del otro lado del jardín. En esa época Palermo -el Palermo donde vivíamos, Serrano y Guatemala- era el sórdido arrabal norte de la ciudad, y mucha gente, para quien era una vergüenza reconocer que vivía allí, decía de modo ambiguo que vivía por el Norte. Nuestra casa era una de las pocas edificaciones de dos plantas que había en esa calle; el resto del barrio estaba formado por casas bajas y terrenos baldíos. Muchas veces me he referido a esa zona como “barriada”. En Palermo vivía gente de familia bien venida a menos y otra no tan recomendable. Había también un Palermo de compadritos, famosos por las peleas a cuchillo, pero ese Palermo tardaría en interesarme, puesto que hacíamos todo lo posible, y con éxito, para ignorarlo. No como nuestro vecino Evaristo Carriego, que fue el primer poeta argentino en explorar las posibilidades literarias que tenía allí al alcance de la mano. En cuanto a mí, no era consciente de la existencia de los compadritos, dado que apenas salía de casa.

Mi padre, Jorge Guillermo Borges, era abogado. Filósofo anarquista en la línea de Spenser, enseñaba psicología en la Escuela Normal de Lenguas Vivas, donde dictaba las clases en inglés utilizando como texto la versión abreviada del manual de psicología de William James. El inglés de mi padre se debía al hecho de que su madre, Frances Haslam, nació en Staffordshire y su familia procedía de la región de Northumbria. Una azarosa trama de circunstancias la trajo a América del Sur. La hermana mayor de Fanny Haslam se había casado con un ingeniero ítalo-judío llamado Jorge Suárez, quien introdujo los primeros tranvías tirados por caballos en la Argentina, donde se establecieron él y su mujer y desde donde mandaron a buscar a Fanny. Recuerdo una anécdota relacionada con esa aventura. Suárez era huésped del general Urquiza en su “palacio” de Entre Ríos y cometió la imprudencia de ganarle la primera partida de naipes al que era el implacable caudillo de la provincia y capaz de mandar a degollar a cualquiera. Al terminar la partida, otros huéspedes, alarmados, le explicaron a Suárez que si deseaba una autorización para que sus tranvías pudieran circular por la provincia, cada noche debía perder una cierta cantidad de monedas de oro. Urquiza era tan mal jugador que a Suárez le costó mucho esfuerzo perder las sumas convenidas.
Fue en la ciudad de Paraná donde Fanny Haslam conoció al coronel Francisco Borges. Ocurrió en 1870 o 1871, durante el sitio de la ciudad por los montoneros de Ricardo López Jordán. Borges, montado a caballo al frente de su regimiento, comandaba las tropas que defendían la ciudad. Fanny Haslam lo vio desde la azotea de su casa; y esa misma noche organizaron un baile para celebrar la llegada de las tropas gubernamentales de relevo. Fanny y el coronel se conocieron, bailaron, se enamoraron y con el tiempo se casaron.
Mi padre era el menor de dos hijos. Había nacido en Entre Ríos y solía explicarle a mi abuela, una respetable señora inglesa, que en realidad no era entrerriano, ya que -me decía- “Fui engendrado en la pampa”. Mi abuela, con reserva inglesa, respondía: “Estoy segura de que no entiendo lo que querés decir”. Por supuesto, lo que decía mi padre era cierto, dado que mi abuelo, a principios de la década de 1870, fue comandante en jefe de las fronteras del norte y el oeste de la provincia de Buenos Aires. De chico le oí contar a Fanny Haslam muchas historias sobre la vida de frontera de aquellos tiempos. Una de ellas aparece en mi cuento “Historia del guerrero y de la cautiva”. Mi abuela había hablado con varios caciques, cuyos nombres algo burdos, me parece, eran Simón Coliqueo, Catriel, Pincén y Namuncurá. En 1874 -durante una de nuestras guerras civiles- mi abuelo, el coronel Borges, encontró la muerte. Tenía entonces cuarenta y un años. En las complicadas circunstancias que rodearon su derrota en La Verde, envuelto en un poncho blanco, montó un caballo y seguido por diez o doce soldados avanzó despacio hacia las líneas enemigas, donde lo alcanzaron dos balas de Remington. Fue la primera vez que esa marca de rifle se usó en la Argentina, y me fascina pensar que la marca que me afeita todas las mañanas tiene el mismo nombre que la que mató a mi abuelo.
Fanny Haslam era una gran lectora. Cuando ya había pasado los ochenta la gente le decía, para ser amable con ella, que ya no había escritores como Dickens y Thackeray. Mi abuela contestaba: “Sin embargo yo prefiero a Arnold Bennett, Galsworthy y Wells”. Cuando se estaba muriendo, a la edad de noventa años, en 1935, nos llamó a su lado y en inglés (su español era fluido pero pobre), con aquella voz débil, nos dijo: “No soy más que una vieja muriéndose muy, muy despacio. Eso no tiene nada de notable ni de interesante”. No veía ninguna razón para que toda la casa se alterara, y se disculpó por tardar tanto en morir.
Mi padre era muy inteligente y como todos los hombres inteligentes muy bondadoso. Una vez me dijo que me fijara bien en los soldados, en los uniformes, en los cuarteles, en las banderas, en las iglesias, en los sacerdotes y en las carnicerías, ya que todo eso iba a desaparecer y algún día podría contarle a mis hijos que había visto esas cosas. Hasta ahora, desgraciadamente, no se ha cumplido la profecía. Mi padre era un hombre tan modesto que hubiera preferido ser invisible. Aunque se enorgullecía de su ascendencia inglesa, solía bromear sobre ella. Nos decía, con fingida perplejidad: “¿Qué son, al fin y al cabo, los ingleses? Son unos chacareros alemanes”. Sus ídolos eran Shelley, Keats y Swinburne. Como lector tenía dos intereses. En primer lugar, libros sobre metafísica y psicología (Berkeley, Hume, Royce y William James). En segundo lugar, literatura y libros sobre el Oriente (Lane, Burton y Payne). Él me reveló el poder de la poesía: el hecho de que las palabras sean no sólo un medio de comunicación sino símbolos mágicos y música. Cuando ahora recito un poema en inglés, mi madre me dice que lo hago con la voz de mi padre. También me dio, sin que yo fuera consciente, las primeras lecciones de filosofía. Cuando yo era todavía muy joven, con la ayuda de un tablero de ajedrez, me explicó las paradojas de Zenón: Aquiles y la tortuga, el vuelo inmóvil de la flecha, la imposibilidad del movimiento. Más tarde, sin mencionar el nombre de Berkeley, hizo todo lo posible por enseñarme los rudimentos del idealismo.



Mi madre, Leonor Acevedo de Borges, proviene de familias argentinas y uruguayas tradicionales, y a los noventa y cuatro años sigue tan fuerte como un roble, y tan católica. En épocas de mi infancia la religión era cosa de mujeres y de niños; los porteños en su mayoría eran librepensadores, aunque si se les preguntaba por lo general se declaraban católicos. Creo que heredé de mi madre la cualidad de pensar lo mejor de la gente, y su fuerte sentido de la amistad. Mi madre siempre ha tenido una actitud hospitalaria. Desde que aprendió el inglés a través de mi padre, casi todas sus lecturas han sido en esa lengua. Después de la muerte de mi padre, como era incapaz de fijar la atención en la página impresa, tradujo La comedia humana de William Saroyan para lograr concentrarse. La traducción encontró editor, y por ese trabajo recibió un homenaje de una sociedad armenia de Buenos Aires. Más tarde tradujo algunos cuentos de Hawthorne y uno de los libros sobre arte de Herbert Read. Hizo también algunas de las traducciones de Melville, Virginia Woolf y Faulkner que se me atribuyen. Para mí siempre ha sido una compañera -sobre todo en los últimos tiempos, cuando me quedé ciego- y una amiga comprensiva y tolerante. Hasta hace muy poco, fue una verdadera secretaria: contestaba mis cartas, me leía, tomaba mi dictado, y también me acompañó en muchos viajes por el interior del país y el extranjero. Fue ella, aunque tardé en darme cuenta, quien silenciosa y eficazmente estimuló mi carrera literaria.
Su abuelo fue el coronel Isidoro Suárez, quien en 1824, a los veinticuatro años, comandó la famosa carga de caballería peruana y colombiana que decidió la batalla de Junín, en Perú. Ésa fue la penúltima batalla de la guerra sudamericana de Independencia. Aunque Suárez era primo segundo de Juan Manuel de Rosas, prefirió el destierro y la pobreza en Montevideo a vivir bajo una tiranía en Buenos Aires. Sus tierras fueron confiscadas y a uno de sus hermanos lo ejecutaron. Otro miembro de la familia de mi madre fue Francisco de Laprida, quien en 1816, en Tucumán, presidió el Congreso que declaró la independencia de la Confederación Argentina. Murió en 1829, en una guerra civil. El padre de mi madre, Isidoro Acevedo, aunque no era militar, participó en guerras civiles durante las décadas de 1860 y 1880. De modo que por ambos lados de la familia tengo antepasados militares; eso quizá explique mi nostalgia de ese destino épico que las divinidades me negaron, sin duda sabiamente.



Ya he dicho que pasé gran parte de mi infancia sin salir de mi casa. Al no tener amigos, mi hermana y yo inventamos dos compañeros imaginarios a los que llamamos, no sé por qué, Quilos y El Molino de Viento. Cuando finalmente nos aburrieron, le dijimos a nuestra madre que se habían muerto. Siempre fui miope y usé lentes, y era más bien débil. Como la mayoría de mis parientes habían sido soldados -hasta el hermano de mi padre fue oficial naval- y yo sabía que nunca lo sería, desde muy joven me avergonzó ser una persona destinada a los libros y no a la vida de acción. Durante toda mi juventud pensé que el hecho de ser amado por mi familia equivalía a una injusticia. No me sentía digno de ningún amor en especial, y recuerdo que mis cumpleaños me llenaban de vergüenza, porque todo el mundo me colmaba de regalos y yo pensaba que no había hecho nada para merecerlos, que era una especie de impostor. Alrededor de los treinta años logré superar esa sensación.
En casa hablábamos indistintamente en español o en inglés. Si tuviera que señalar el hecho capital de mi vida, diría la biblioteca de mi padre. En realidad, creo no haber salido nunca de esa biblioteca. Es como si todavía la estuviera viendo. Ocupaba toda una habitación, con estantes encristalados, y debe haber contenido varios miles de volúmenes. Como era tan miope, me he olvidado de la mayoría de las caras de ese tiempo (quizá cuando pienso en mi abuelo Acevedo pienso en su fotografía), pero todavía recuerdo con nitidez los grabados en acero de la Chambers’s Encyclopaedia y de la Británica.
La primera novela que leí completa fue Huckleberry Finn. Después vinieron Roughing It y Flush Days in California. También leí los libros del capitán Marryat, Los primeros hombres en la luna de Wells, Poe, una edición de la obra de Longfellow en un solo tomo, La isla del tesoro, Dickens, Don Quijote, Tom Brown en la escuela, los cuentos de hadas de Grimm, Lewis Carroll, Las aventuras de Mr. Verdant Green (un libro ahora olvidado), Las mil y una noches de Burton. La obra de Burton -plagada de lo que entonces se consideraban obscenidades- me fue prohibida, y tuve que leerla a escondidas en la azotea. Pero en ese momento estaba tan emocionado por la magia del libro que no percibí en absoluto las partes censurables, y leí los cuentos sin tener conciencia de cualquier otro significado. Todos los libros que acabo de mencionar los leí en inglés. Cuando más tarde leí Don Quijote en versión original, me pareció una mala traducción. Todavía recuerdo aquellos volúmenes rojos con letras estampadas en oro de la edición de Garnier. En algún momento la biblioteca de mi padre se fragmentó, y cuando leí El Quijote en otra edición tuve la sensación de que no era el verdadero. Más tarde hice que un amigo me consiguiera la edición de Garnier, con los mismos grabados en acero, las mismas notas a pie de página y también las mismas erratas. Para mí todas esas cosas forman parte del libro; considero que ése es el verdadero Quijote.
En español leí muchos de los libros de Eduardo Gutiérrez sobre bandidos y forajidos argentinos -sobre todo Juan Moreira-, así como las Siluetas militares, que contiene un vigoroso relato de la muerte del coronel Borges. Mi madre me prohibió la lectura del Martín Fierro, ya que lo consideraba un libro sólo indicado para matones y colegiales, y que además no tenía nada que ver con los verdaderos gauchos. Ese libro también lo leí a escondidas. La opinión de mi madre se basaba en el hecho de que Hernández había apoyado a Rosas, y por lo tanto era un enemigo de nuestros antepasados unitarios. Leí también el Facundo de Sarmiento y muchos libros sobre mitología griega y escandinava. La poesía me llegó a través del inglés: Shelley, Keats, FitzGerald y Swinburne, esos grandes favoritos de mi padre que él podía citar extensamente, y a menudo lo hacía.



Una tradición literaria recorría la familia de mi padre. Su tío abuelo Juan Crisóstomo Lafinur fue uno de los primeros poetas argentinos, y en 1820 escribió una oda a la muerte de su amigo el general Manuel Belgrano. Uno de sus primos, Álvaro Melián Lafinur, a quien yo conocía desde la infancia, era un destacado “poeta menor” y logró entrar en la Academia Argentina de Letras. El abuelo materno de mi padre, Edward Young Haslam, dirigió uno de los primeros periódicos ingleses en la Argentina, el “Southern Cross”, y se había doctorado en Filosofía o en Letras, no estoy seguro, en la Universidad de Heidelberg. Haslam no tenía medios para matricularse en Oxford o Cambridge, de modo que fue a Alemania, donde consiguió su título después de hacer todos los estudios en latín. Finalmente murió en Paraná.
Mi padre escribió una novela, que publicó en Mallorca en 1921, sobre la historia de Entre Ríos. Se llamaba El Caudillo. También escribió (y destruyó) un libro de ensayos, y publicó una traducción de la versión de FitzGerald del poema de Omar Khayyam en la misma métrica del original. Destruyó un libro de historias orientales -a la manera de Las Mil y Una Noches- y un drama, Hacia la nada, acerca de un hombre desilusionado por su hijo. Publicó además algunos buenos sonetos al estilo de Enrique Banchs.
Desde mi niñez, cuando le sobrevino la ceguera, se consideraba de manera tácita que yo cumpliría el destino literario que las circunstancias habían negado a mi padre. Era algo que se daba por descontado (y esas convicciones son más importantes que las cosas que meramente se dicen). Se esperaba que yo fuera escritor.
Empecé a escribir cuando tenía seis o siete años. Trataba de imitar a clásicos españoles como Cervantes. Había compuesto en un inglés muy malo una especie de manual de mitología griega, sin duda plagiado de Lempriere. Ésa puede haber sido mi primera incursión literaria. Mi primer cuento fue una historia bastante absurda a la manera de Cervantes, un relato anacrónico llamado “La visera fatal”. Estas cosas las escribía muy prolijamente en cuadernos escolares. Mi padre nunca interfirió. Quería que yo cometiera mis propios errores, y una vez dijo: “Los hijos educan a sus padres, y no al revés”. A los nueve años traduje “El príncipe feliz” de Oscar Wilde, que fue publicado en “El País”, uno de los diarios de Buenos Aires. Como la traducción estaba firmada simplemente “Jorge Borges”, la gente supuso que era obra de mi padre.



Recordar mis primeros años escolares no me produce ningún placer. Para empezar, no ingresé a la escuela hasta los nueve años, porque mi padre -como buen anarquista- desconfiaba de todas las empresas estatales. Como yo usaba lentes y llevaba cuello y corbata al estilo de Eton, padecía las burlas y bravuconadas de la mayoría de mis compañeros, que eran aprendices de matones. He olvidado el nombre de la escuela, pero sé que estaba en la calle Thames. Mi padre solía decir que en este país la historia argentina había reemplazado al catecismo, de modo que se esperaba adoración por todo lo que fuera argentino. Por ejemplo, se nos enseñaba historia argentina antes de permitirnos el conocimiento de los muchos países y los muchos siglos que intervinieron en su formación. En cuanto a la redacción en español, me enseñaron a escribir de manera florida: “Aquellos que lucharon por una patria libre, independiente, gloriosa...” Más tarde, en Ginebra, me explicaron que esa forma de escribir carece de sentido y que debía ver las cosas por mis propios ojos. Mi hermana Norah, que nació en 1901, asistió -naturalmente- a un colegio de niñas.

Durante todos aquellos años pasábamos los veranos en Adrogué, donde teníamos residencia propia: una casa grande de una planta, con parque, dos glorietas, un molino de viento y un lanudo ovejero marrón. En esa época Adrogué era un remoto y tranquilo laberinto de quintas con verjas de hierro y jarrones de mampostería, de plazas y calles que convergían y divergían bajo el omnipresente olor de los eucaliptos.
Mi primera experiencia verdadera de la pampa se produjo allá por 1909, durante un viaje a la estancia de unos parientes que vivían en las proximidades de San Nicolás, al noroeste de Buenos Aires. Recuerdo que la casa más cercana era una especie de mancha en el horizonte. Descubrí que esa distancia desmesurada se llamaba “la pampa”; y cuando me enteré de que los peones eran gauchos, como los personajes de Eduardo Gutiérrez, adquirieron para mí cierto encanto. Siempre llegué a las cosas después de encontrarlas en los libros. Una mañana temprano me dejaron que los acompañara a caballo mientras llevaban el ganado al río. Los hombres eran pequeños y morochos, y usaban bombachas. Cuando les pregunté si sabían nadar, me contestaron: “El agua es para el ganado”. Mi madre le regaló a la hija del capataz una muñeca, en una caja grande de cartón. Al año siguiente volvimos y preguntamos por la niña. “¡Qué alegría le ha dado la muñeca!”, nos dijeron. Y nos la mostraron, todavía en la caja, clavada en la pared como una imagen. A la niña, por supuesto, sólo le permitían mirarla sin tocarla, porque la podía manchar o romper. Allí estaba, a salvo, venerada desde lejos. Lugones ha escrito que en Córdoba, antes de que llegaran las revistas, vio muchas veces un naipe clavado como un cuadro en la pared de los ranchos. El cuatro de copas, con el pequeño león y las dos torres, era especialmente codiciado. Influido por Ascasubi, antes de viajar a Ginebra empecé a escribir un poema sobre los gauchos. Recuerdo que intenté utilizar la mayor cantidad posible de palabras gauchescas, pero las dificultades técnicas me superaron y nunca pasé de las primeras estrofas.






Autobiografía (1899-1970) , Cap. I
Título Original: Autobiographical Essay, 1970
©1970, Borges, Jorge Luis
©1970, The New Yorker
Traductor: Marcial Souto y Norman Thomas di Giovanni
Buenos Aires, El Ateneo, 1999
Fotos:
Jorge Borges (padre), Leonor Acevedo de Borges (madre) y su hermana Norah. Foto: Archivo La Nación

Norman di Giovanni with Borges, c. 1970 (photographer unknown)





4/11/14

Jorge Luis Borges: Carnicería






Más vil que un lupanar,
la carnicería infama la calle.
Sobre el dintel
una ciega cabeza de vaca
preside el aquelarre
de carne charra y mármoles finales
con la remota majestad de un ídolo.



En Fervor de Buenos Aires (1923)


3/11/14

Jorge Luis Borges: El libro





I

De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación.


En César y Cleopatra de Shaw, cuando se habla de la biblioteca de Alejandría se dice que es la memoria de la humanidad. Eso es el libro y es algo más también, la imaginación. Porque, ¿qué es nuestro pasado sino una serie de sueños? ¿Qué diferencia puede haber entre recordar sueños y recordar el pasado? Esa es la función que realiza el libro.


Yo he pensado, alguna vez, escribir una historia del libro. No desde el punto de vista físico. No me interesan los libros físicamente (sobre todo los libros de los bibliófilos, que suelen ser desmesurados), sino las diversas valoraciones que el libro ha recibido. He sido anticipado por Spengler, en su Decadencia de Occidente, donde hay páginas preciosas sobre el libro. Con alguna observación personal, pienso atenerme a lo que dice Spengler.

Los antiguos no profesaban nuestro culto del libro cosa que me sorprende; veían en el libro un sucedáneo de la palabra oral. Aqella frase que se cita siempre: Scripta maner verba volat, no significa que la palabra oral sea efímera, sino que la palabra escrita es algo duradero y muerto. En cambio, la palabra oral tiene algo de alado, de liviano; alado y sagrado, como dijo Platón. Todos los grandes maestros de la humanidad han sido, curiosamente, maestros orales.


Tomaremos el primer caso: Pitágoras. Sabemos que Pitágoras no escribió deliberadamente. No escribió porque no quiso atarse a una palabra escrita. Sintió, sin duda, aquello de que la letra mata y el espíritu vivifica, que vendría después en la Biblia. El debió sentir eso, no quiso atarse a una palabra escrita; por eso Aristóteles no habla nunca de Pitágoras, sino de los pitagóricos. Nos dice, por ejemplo, que los pitagóricos profesaban la creencia, el dogma, del eterno retorno, que muy tardíamente descubriría Nietzsche. Es decir, la idea del tiempo cíclico, que fue refutada por San Agustín en La ciudad de Dios. San Agustín dice con una hermosa metáfora que la cruz de Cristo nos salva del laberinto circular de los estoicos. La idea de un tiempo cíclico fue rozada también por Hume, por Blanqui... y por tantos otros.


Pitágoras no escribió voluntariamente, quería que su pensamiento viviese más allá de su muerte corporal, en la mente de sus discípulos. Aquí vino aquello de (yo no sé griego, trataré de decirlo en latín) Magister dixit (el maestro lo ha dicho). Esto no significa que estuvieran atados porque el maestro lo había dicho; por el contrario, afirma la libertad de seguir pensando el pensamiento inicial del maestro.


No sabemos si inició la doctrina del tiempo cíclico, pero sí sabemos que sus discípulos la profesaban. Pitágoras muere corporalmente y ellos, por una suerte de transmigración esto le hubiera gustado a Pitágoras siguen pensando y repensando su pensamiento, y cuando se les reprocha el decir algo nuevo, se refugian en aquella fórmula: el maestro lo ha dicho (Magister dixit).


Pero tenemos otros ejemplos. Tenemos el alto ejemplo de Platón, cuando dice que los libros son como efigies (puede haber estado pensando en esculturas o en cuadros), que uno cree que están vivas, pero si se les pregunta algo no contestan. Entonces, para corregir esa mudez de los libros, inventa el diálogo platónico. Es decir, Platón se multiplica en muchos personajes: Sócrates, Gorgias y los demás. También podemos pensar que Platón quería consolarse de la muerte de Sócrates pensando que Sócrates seguía viviendo. Frente a todo problema él se decía: ¿qué hubiera dicho Sócrates de esto? Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates, quien no dejó nada escrito, y también un maestro oral. De Cristo sabemos que escribió una sola vez algunas palabras que la arena se encargó de borrar. No escribió otra cosa que sepamos. El Buda fue también un maestro oral; quedan sus prédicas. Luego tenemos una frase de San Anselmo: Poner un libro en manos de un ignorante es tan peligroso como poner una espada en manos de un niño. Se pensaba así de los libros. En todo Oriente existe aún el concepto de que un libro no debe revelar las cosas; un libro debe, simplemente, ayudarnos a descubrirlas. A pesar de mi ignorancia del hebreo, he estudiado algo de la Cábala y he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El libro del esplendor), El Séfer Yezira (El libro de las relaciones). Sé que esos libros no están escritos para ser entendidos, están hechos para ser interpretados, son acicates para que el lector siga el pensamiento. La antigüedad clásica no tuvo nuestro respeto del libro, aunque sabemos que Alejandro de Macedonia tenía bajo su almohada la Ilíada y la espada, esas dos armas. Había gran respeto por Homero, pero no se lo consideraba un escritor sagrado en el sentido que hoy le damos a la palabra. No se pensaba que la Ilíada y la Odisea fueran textos sagrados, eran libros respetados, pero también podían ser atacados.


Platón pudo desterrar a los poetas de su República sin caer en la sospecha de herejía. De estos testimonios de los antiguos contra el libro podemos agregar uno muy curioso de Séneca. En una de sus admirables epístolas a Lucilio hay una dirigida contra un individuo muy vanidoso, de quien dice que tenía una biblioteca de cien volúmenes; y quién se pregunta Séneca puede tener tiempo para leer cien volúmenes. Ahora, en cambio, se aprecian las bibliotecas numerosas.


En la antigüedad hay algo que nos cuesta entender, que no se parece a nuestro culto del libro. Se ve siempre en el libro a un sucedáneo de la palabra oral, pero luego llega del Oriente un concepto nuevo, del todo extraño a la antigüedad clásica: el del libro sagrado. Vamos a tomar dos ejemplos, empezando por el más tardío: los musulmanes. Estos piensan que el Corán es anterior a la creación, anterior a la lengua árabe; es uno de los atributos de Dios, no una obra de Dios; es como su misericordia o su justicia. En el Corán se habla en forma asaz misteriosa de la madre del libro. La madre del libro es un ejemplar del Corán escrito en el cielo. Vendría a ser el arquetipo platónico del Corán, y ese mismo libro lo dice el Corán, ese libro está escrito en el cielo, que es atributo de Dios y anterior a la creación. Esto lo proclaman los sulems o doctores musulmanes.


Luego tenemos otros ejemplos más cercanos a nosotros: la Biblia o, más concretamente, la Torá o el Pentateuco. Se considera que esos libros fueron dictados por el Espíritu Santo. Esto es un hecho curioso: la atribución de libros de diversos autores y edades a un solo espíritu; pero en la Biblia misma se dice que el Espíritu sopla donde quiere. Los hebreos tuvieron la idea de juntar diversas obras literarias de diversas épocas y de formar con ellas un solo libro, cuyo título es Torá (Biblia en griego). Todos estos libros se atribuyen a un solo autor: el Espíritu.


A Bernard Shaw le preguntaron una vez si creía que el Espíritu Santo había escrito la Biblia. Y contestó: Todo libro que vale la pena de ser releído ha sido escrito por el Espíritu. Es decir, un libro tiene que ir más allá de la intención de su autor. La intención del autor es una pobre cosa humana, falible, pero en el libro tiene que haber más. El Quijote, por ejemplo, es más que una sátira de los libros de caballería. Es un texto absoluto en el cual no interviene, absolutamente para nada, el azar.


Pensemos en las consecuencias de esta idea. Por ejemplo, si yo digo:

Corrientes aguas, puras, cristalinas,
árboles que os estáis mirando en ellas
verde prado, de fresca sombra lleno
es evidente que los tres versos constan de once sílabas. Ha sido querido por el autor, es voluntario.

Pero, qué es eso comparado con una obra escrita por el Espíritu, qué es eso comparado con el concepto de la Divinidad que condesciende a la literatura y dicta un libro. En ese libro nada puede ser casual, todo tiene que estar justificado, tienen que estar justificadas las letras. Se entiende, por ejemplo, que el principio de la Biblia: Bereshit baraelohim comienza con una B porque eso corresponde a bendecir. Se trata de un libro en el que nada es casual, absolutamente nada. Eso nos lleva a la Cábala, nos lleva al estudio de las letras, a un libro sagrado dictado por la divinidad que viene a ser lo contrario de lo que los antiguos pensaban. Estos pensaban en la musa de modo bastante vago.


Canta, musa, la cólera de Aquiles, dice Homero al principio de la Ilíada. Ahí, la musa corresponde a la inspiración. En cambio, si se piensa en el Espíritu, se piensa en algo más concreto y más fuerte: Dios, que condesciende a la literatura. Dios, que escribe un libro; en ese libro nada es casual: ni el número de las letras ni la cantidad de sílabas de cada versículo, ni el hecho de que podamos hacer juegos de palabras con las letras, de que podamos tomar el valor numérico de las letras. Todo ha sido ya considerado.


El segundo gran concepto del libro repito es que pueda ser una obra divina. Quizá esté más cerca de lo que nosotros sentimos ahora que de la idea del libro que tenían los antiguos: es decir, un mero sucedáneo de la palabra oral. Luego decae la creencia en un libro sagrado y es reemplazada por otras creencias. Por aquella, por ejemplo, de que cada país está representado por un libro. Recordemos que los musulmanes denominan a los israelitas, la gente del libro; recordemos aquella frase de Heinrich Heine sobre aquella nación cuya patria era un libro: la Biblia, los judíos. Tenemos entonces un nuevo concepto, el de que cada país tiene que ser representado por un libro; en todo caso, por un autor que puede serlo de muchos libros.


Es curioso no creo que esto haya sido observado hasta ahora que los países hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos. Uno piensa, por ejemplo, que Inglaterra hubiera elegido al doctor Johnson como representante; pero no, Inglaterra ha elegido a Shakespeare, y Shakespeare es digámoslo así el menos inglés de los escritores ingleses. Lo típico de Inglaterra es el understatement, es el decir un poco menos de las cosas. En cambio, Shakespeare tendía a la hipérbole en la metáfora, y no nos sorprendería nada que Shakespeare hubiera sido italiano o judío, por ejemplo.


Otro caso es el de Alemania; un país admirable, tan fácilmente fanático, elige precisamente a un hombre tolerante, que no es fanático, y a quien no le importa demasiado el concepto de patria; elige a Goethe. Alemania está representada por Goethe.


En Francia no se ha elegido un autor, pero se tiende a Hugo. Desde luego, siento una gran admiración por Hugo, pero Hugo no es típicamente francés. Hugo es extranjero en Francia; Hugo, con esas grandes decoraciones, con esas vastas metáforas, no es típico de Francia.


Otro caso aún más curioso es el de España. España podría haber sido representada por Lope, por Calderón, por Quevedo. Pues no. España está representada por Miguel de Cervantes. Cervantes es un hombre contemporáneo de la Inquisición, pero es tolerante, es un hombre que no tiene ni las virtudes ni los vicios españoles.


Es como si cada país pensara que tiene que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco, una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus defectos. Nosotros hubiéramos podido elegir el Facundo de Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un desertor, hemos elegido el Martín Fierro, que si bien merece ser elegido como libro, ¿como pensar que nuestra historia está representada por un desertor de la conquista del desierto? Sin embargo, es así; como si cada país sintiera esa necesidad.


Sobre el libro han escrito de un modo tan brillante tantos escritores. Yo quiero referirme a unos pocos. Primero me referiré a Montaigne, que dedica uno de sus ensayos al libro. En ese ensayo hay una frase memorable: No hago nada sin alegría. Montaigne apunta a que el concepto de lectura obligatoria es un concepto falso. Dice que si él encuentra un pasaje difícil en un libro, lo deja; porque ve en la lectura una forma de felicidad.


Recuerdo que hace muchos años se realizó una encuesta sobre qué es la pintura. Le preguntaron a mi hermana Norah y contestó que la pintura es el arte de dar alegría con formas y colores. Yo diría que la literatura es también una forma de la alegría. Si leemos algo con dificultad, el autor ha fracasado. Por eso considero que un escritor como Joyce ha fracasado esencialmente, porque su obra requiere un esfuerzo.


Un libro no debe requerir un esfuerzo, la felicidad no debe requerir un esfuerzo. Pienso que Montaigne tiene razón. Luego enumera los autores que le gustan. Cita a Virgilio, dice preferir las Geórgicas a la Eneida; yo prefiero la Eneida, pero eso no tiene nada que ver. Montaigne habla de los libros con pasión, pero dice que aunque los libros son una felicidad, son, sin embargo, un placer lánguido.


Emerson lo contradice es el otro gran trabajo sobre los libros que existe . En esa conferencia, Emerson dice que una biblioteca es una especie de gabinete mágico. En ese gabinete están encantados los mejores espíritus de la humanidad, pero esperan nuestra palabra para salir de su mudez. Tenemos que abrir el libro, entonces ellos despiertan. Dice que podemos contar con la compañía de los mejores hombres que la humanidad ha producido, pero que no los buscamos y preferimos leer comentarios, críticas y no vamos a lo que ellos dicen.


Yo he sido profesor de literatura inglesa, durante veinte años, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Siempre les he dicho a mis estudiantes que tengan poca bibliografía, que no lean críticas, que lean directamente los libros; entenderán poco, quizá, pero siempre gozarán y estarán oyendo la voz de alguien. Yo diría que lo más importante de un autor es su entonación, lo más importante de un libro es la voz del autor, esa voz que llega a nosotros.


Yo he dedicado una parte de mi vida a las letras, y creo que una forma de felicidad es la lectura; otra forma de felicidad menor es la creación poética, o lo que llamamos creación, que es una mezcla de olvido y recuerdo de lo que hemos leído.


Emerson coincide con Montaigne en el hecho de que debemos leer únicamente lo que nos agrada, que un libro tiene que ser una forma de felicidad. Le debemos tanto a las letras. Yo he tratado más de releer que de leer, creo que releer es más importante que leer, salvo que para releer se necesita haber leído. Yo tengo ese culto del libro. Puedo decirlo de un modo que puede parecer patético y no quiero que sea patético; quiero que sea como una confidencia que les realizo a cada uno de ustedes; no a todos, pero sí a cada uno, porque todos es una abstracción y cada uno es verdadero.


Yo sigo jugando a no ser ciego, yo sigo comprando libros, yo sigo llenando mi casa de libros. Los otros días me regalaron una edición del año 1966 de la Enciclopedia de Brokhause. Yo sentí la presencia de ese libro en mi casa, la sentí como una suerte de felicidad. Ahí estaban los veintitantos volúmenes con una letra gótica que no puedo leer, con los mapas y grabados que no puedo ver; y sin embargo, el libro estaba ahí. Yo sentía como una gravitación amistosa del libro. Pienso que el libro es una de las posibilidades de felicidad que tenemos los hombres.


Se habla de la desaparición del libro; yo creo que es imposible. Se dirá qué diferencia puede haber entre un libro y un periódico o un disco. La diferencia es que un periódico se lee para el olvido, un disco se oye asimismo para el olvido, es algo mecánico y por lo tanto frívolo. Un libro se lee para la memoria.


El concepto de un libro sagrado, del Corán o de la Biblia, o de los Vedas donde también se expresa que los Vedas crean el mundo , puede haber pasado, pero el libro tiene todavía cierta santidad que debemos tratar de no perder. Tomar un libro y abrirlo guarda la posibilidad del hecho estético. ¿Qué son las palabras acostadas en un libro? ¿Qué son esos símbolos muertos? Nada absolutamente. ¿Qué es un libro si no lo abrimos? Es simplemente un cubo de papel y cuero, con hojas; pero si lo leemos ocurre algo raro, creo que cambia cada vez.


Heráclito dijo (lo he repetido demasiadas veces) que nadie baja dos veces al mismo río. Nadie baja dos veces al mismo río porque las aguas cambian, pero lo más terrible es que nosotros somos no menos fluidos que el río. Cada vez que leemos un libro, el libro ha cambiado, la connotación de las palabras es otra. Además, los libros están cargados de pasado.


He hablado en contra de la crítica y voy a desdecirme (pero qué importa desdecirme). Hamlet no es exactamente el Hamlet que Shakespeare concibió a principios del sigio XVII, Hamlet es el Hamlet de Coleridge, de Goethe y de Bradley. Hamlet ha sido renacido. Lo mismo pasa con el Quijote. Igual sucede con Lugones y Martínez Estrada, el Martín Fierro no es el mismo. Los lectores han ido enriqueciendo el libro.


Si leemos un libro antiguo es como si leyéramos todo el tiempo que ha transcurrido desde el día en que fue escrito y nosotros. Por eso conviene mantener el culto del libro. El libro puede estar lleno de erratas, podemos no estar de acuerdo con las opiniones del autor, pero todavía conserva algo sagrado, algo divino, no con respeto superticioso, pero sí con el deseo de encontrar felicidad, de encontrar sabiduría.


Eso es lo que quería decirles hoy.



II

Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros; hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros. A lo largo de la historia el hombre ha soñado y forjado un sinfín de instrumentos. Ha creado la llave, una barrita de metal que permite que alguien penetre en un vasto palacio. Ha creado la espada y el arado, prolongaciones del brazo del hombre que los usa. Ha creado el libro, que es una extensión secular de su imaginación y de su memoria.


A partir de los Vedas y de las Biblias, hemos acogido la noción de libros sagrados. En cierto modo, todo libro lo es. En las páginas iniciales del Quijote, Cervantes dejó escrito que solía recoger y leer cualquier pedazo de papel impreso que encontraba en la calle. Cualquier papel que encierra una palabra es el mensaje que un espíritu humano manda a otro espíritu. Ahora, como siempre, el inestable y precioso mundo puede perderse. Sólo pueden salvarlo los libros, que son la mejor memoria de nuestra especie. Hugo escribió que toda biblioteca es un acto de fe; Emerson, que es un gabinete donde se guardan los mejores pensamientos de los mejores; Carlyle, que la mejor Universidad de nuestra época la forma una serie de libros. Al sajón y al escandinavo los maravillaron tanto las letras que les dieron el nombre de runas, es decir, de misterios, de cuchicheos.


Pese a mis reiterados viajes, soy un modesto Alonso Quijano que no se ha atrevido a ser don Quijote y que sigue tejiendo y destejiendo las mismas fábulas antiguas. No sé si hay otra vida; si hay otra, deseo que me esperen en su recinto los libros que he leído bajo la luna con las mismas cubiertas y las mismas ilustraciones, quizá con las mismas erratas, y los que me depara aún el futuro.


De los diversos géneros literarios, el catálogo y la enciclopedia son los que más me placen. No adolecen, por cierto, de vanidad. Son anónimos como las catedrales de piedra y como los generosos jardines.





En Jorge Luis Borges, Libro de los Libros
Obra crítica, Vol. I: "Literaturas antiguas"
Compilación y edición de Morphynoman

Vía Ignoria


2/11/14

Jorge Luis Borges: Poema de la cantidad





Pienso en el parco cielo puritano
de solitarias y perdidas luces
que Emerson miraría tantas noches
desde la nieve y el rigor de Concord.
Aquí son demasiadas las estrellas.
El hombre es demasiado. Las innúmeras
generaciones de aves y de insectos,
del jaguar constelado y de la sierpe,
de ramas que se tejen y entretejen,
del café, de la arena y de las hojas
oprimen las mañanas y prodigan
su minucioso laberinto inútil.
Acaso cada hormiga que pisamos
es única ante Dios, que la precisa
para la ejecución de las puntuales
leyes que rigen su curioso mundo.
Si así no fuera, el universo entero
sería un error y un oneroso caos.
Los espejos del ébano y del agua,
el espejo inventivo de los sueños,
los líquenes, los peces, las madréporas,
las filas de tortugas en el tiempo,
las luciérnagas de una sola tarde,
las dinastías de las araucarias,
las perfiladas letras de un volumen
que la noche no borra, son sin duda
no menos personales y enigmáticas
que yo, que las confundo. No me atrevo
a juzgar la lepra o a Calígula.


San Pablo, 1970
El oro de los tigres
Jorge Luis Borges, 1972
Foto: Eduardo Comesaña


1/11/14

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: El Budismo ("En diálogo", II)





Osvaldo Ferrari: En varias de nuestras conversaciones, Borges, usted se ha acercado, ha demostrado sin proponérselo, un particular conocimiento de filosofías y religiones orientales; especialmente del budismo.

Jorge Luis Borges: Sí, es verdad. Bueno, yo llegué al budismo... era chico y leí un poema de un poeta inglés bastante mediocre, Sir Edwin Arnold, titulado “The Light of Asia” (La Luz de Asia), que era el Buda; y ahí él versifica —en versos más bien olvidables— la leyenda del Buda. Recuerdo los últimos versos, que dicen: “El rocío está en la hoja / levántate gran sol”, y luego, “La gota de rocío se pierde en el resplandeciente mar”; es decir, el alma individual se pierde en el todo. Yo leí ese poema —me costó algún esfuerzo— pero esas líneas —que habré leído hacia 1906 (ríe)— me acompañan desde entonces. Yo nunca he tratado de aprender nada de memoria, nunca me he impuesto esa tarea, pero hay versos, buenos o malos, que se me pegan; y mi memoria, mi memoria... qué triste, esta hecha de citas, sobre todo: bueno, como Alonso Quijano, me acuerdo más de los libros que he leído que de las cosas que me han sucedido. Entonces, yo leí ese poema sobre el budismo —que era una idea más o menos general de la leyenda del Buda—, había oído la palabra “nirvana”, que es una palabra... no sé, tan rica, tan inagotable parece, ¿no?, nirvana —que en japonés se dice nehana, y es menos linda—, y existe “nivana”, que tampoco es linda; en cambio “nirvana” parece perfecta, no sé por qué. Y luego leí a Schopenhauer —yo tendría 16 años—; Schopenhauer habla del budismo, dice que él es budista; y eso me llevó... no sé cómo cayó en mis manos un ejemplar del libro de Koeppen, un libro en dos volúmenes, hoy olvidado, que es el que leyó Schopenhauer, y el que lo acercó a él al budismo. Ese libro en seguida me interesó, y luego leí el libro de Max Müller, Seis sistemas de la filosofía de la India, y leí —eso fue mucho después, en Buenos Aires—la historia de la filosofía de Deussen, discípulo de Schopenhauer, que empieza su Historia de la filosofía con tres voluminosos volúmenes sobre la India, y llega después a Grecia. Generalmente se empezaba por Grecia, pero él no, él empieza por la India. Hay un capítulo, un poco superficial, que habla de la filosofía china, y leyendo esos libros, el de Milller y el de Deussen, llegué a la conclusión de que todo ha sido pensado en la India y en la China: todas las filosofías posibles, desde el materialismo hasta las formas extremas del idealismo, todo ha sido pensado por ellos. Pero ha sido pensado de un modo distinto, de manera que desde entonces nos hemos dedicado a repensar lo que ya había sido pensado en la India y en la China. Y he leído dos historias de la filosofía china. En cambio, el Japón no ha producido filósofos, que yo sepa. Bueno, algún exaltador del budismo, pero eso es todo. Pero en la China y la India siempre ha habido escuelas filosóficas; ha habido filósofos muy distintos unos de otros. Por ejemplo, la famosa paradoja de Zenón de Elea, bueno, se entiende que el móvil está en el punto de partida, tiene que llegar a la meta —mi padre me explicaba esto sobre un tablero de ajedrez—, pero antes, digamos, suponiendo que se trate de una torre; antes que una torre llegue a la casilla de la otra tiene que pasar por la casilla del rey. Y antes de pasar por la casilla del rey tiene que pasar por la casilla del alfil, y luego por la casilla del caballo. Ahora, si una línea está hecha por un número infinito de puntos; si cualquier línea está hecha de un número infinito de puntos —digamos la línea que define esta mesa, o la línea que va desde aquí a la Luna—, cualquier línea consta de un número infinito de puntos, el espacio es infinitamente divisible, y el móvil no llega, porque siempre hay un punto intermedio. Bueno, pues en relación con esto, yo estaba leyendo la versión inglesa de Herbert Allen Giles del libro que se atribuye a Tchuang-Tzu, y allí se habla de un filósofo Hui-Tzu, que se refiere a una dinastía; y el rey de esa dinastía tiene un cetro, y, al morir, lega el cetro a su hijo: corta una mitad y lega la otra mitad; el hijo corta una mitad, lega esa mitad a su hijo, y como el cetro es, teóricamente, infinitamente divisible, la dinastía es infinita. Es decir, es exactamente la paradoja de Aquiles y la tortuga; la paradoja del móvil; la paradoja de la flecha de Zenón, pero pensado con motivos un poco distintos. He descubierto eso leyendo dos historias de la filosofía china, adquiridas curiosamente en el mismo lugar: la librería Fray Mocho, en la calle Sarmiento, entre Riobamba y Callao. Ahí encontré, con diferencia de un año, una historia de la filosofía china escrita en inglés, y otra escrita en alemán. Y las he leído y he encontrado que todo está ahí, pero todo de un modo ligeramente distinto. Y lo mismo me ha sucedido con la India: veo que ellos han pensado todo, pero de un modo un poco trabajoso para nosotros; por ejemplo, los hindúes tienen el silogismo, pero el nuestro consta por lo general de tres figuras, y creo que el de ellos consta de cinco o de seis, pero es lo mismo: una serie de eslabones. Por eso yo creo que todo ha sido pensado en el Oriente. Ahora, en cuanto a uno de los hechos esenciales, que es la doctrina de la transmigración de las almas, en el hinduismo y en el budismo se la da por sentada, es decir, la gente la acepta inmediatamente, no necesitan pruebas, de igual modo que no necesitamos pruebas de que tres y cuatro son siete, porque sentimos que es así. Bueno, pues ellos sienten que hay un número infinito de encarnaciones, estrictamente infinito, antes de ésta; y que luego eso seguirá, salvo que nos salvemos en el nirvana. De modo que yo tengo el mayor respeto y el mayor amor por la filosofía de la India, sobre todo, y por la de la China. Porque si yo he reconocido tantas cosas estudiando esas filosofías, con algún conocimiento de la filosofía occidental, quiere decir que sin duda hay muchas otras cosas que yo no he reconocido porque no se han dado todavía en Occidente, pero que se darán. Por eso, esas filosofías de Oriente son, de hecho, inagotables.

—También he pensado que a través de sus viajes al Japón quizá haya tomado algún contacto con el shintoísmo.

—Con el shintoísmo y con el budismo: yo he conversado con un monje budista —él tenía menos de treinta años— y me dijo que había alcanzado dos veces el nirvana. Que no sabía cuánto había durado esa experiencia mística, pero que él la había alcanzado porque fue algo totalmente nuevo. Y yo le dije: ¿y después? Bueno, me dijo, después he seguido viviendo, después he conocido los dolores físicos, los placeres físicos, los diversos sabores, los diversos colores, la amistad, la soledad, la nostalgia, la alegría, la tristeza; pero todo eso lo siento de un modo distinto y mejor, porque tengo la experiencia del nirvana. Y me dijo también: hay otro monje con el cual yo puedo hablar sobre esto, porque él ha tenido esa experiencia; a usted no puedo decirle nada. Claro, yo entendí: toda palabra presupone una experiencia compartida, porque si usted está en el Canadá y habla del sabor del mate, nadie puede saber exactamente cuál es. En cambio, si usted habla, bueno, con alguien de estos pagos, entiende en seguida a qué se refiere usted. Es decir, toda palabra presupone una experiencia compartida, y como yo no he compartido —que yo sepa— la experiencia del nirvana, él no podía hablar de eso conmigo.

—Claro.

—De modo que espero volver a leer esos tres volúmenes de Deussen, espero volver a interrogar los Seis sistemas de la filosofía de la India de Max Müller; y luego, no sé si leer textos orientales, porque los textos orientales no están hechos para explicar algo, están hechos para sugerir algo. Por eso yo he leído —a mí me ha interesado mucho la cábala— yo he leído las versiones inglesas y alemanas del Zohar (El Libro del Esplendor), de otros libros cabalistas, y no están hechos para ser entendidos, están hechos para sugerir algo o para recordar alguna experiencia, no para explicarla. De manera que, por ejemplo, el mejor libro sobre la cábala es el de Gershom Scholem, en el que él explica las cosas. En cambio, si usted busca en los textos orientales, o textos tomados de esos textos, simplemente declaran, por ejemplo: “Existe el en-soph, el en-soph tiene seis emanaciones”, pero no se sabe muy bien qué significa el en-soph, ni qué significan las emanaciones. Scholem, por el contrario, explica eso.

—Yo espero, Borges, que volvamos a aproximarnos a Oriente en otras audiciones.

—Sí, me gusta volver al Oriente física y mentalmente, y además no pasa un día en que yo no recuerde mis viajes al Japón, que fueron una de las experiencias más lindas de mi vida.

—Viajaremos con usted, entonces.

—Pero cómo no.



En diálogo, II
Prólogo, por Jorge Luis Borges (1985)
Prólogo, por Osvaldo Ferrari (1998)
Fuente foto (sin data de autor) [+]


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