12/10/14

Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: La llegada del hombre a la Luna ("En diálogo", II, 65)






Osvaldo Ferrari: Hay un hecho de nuestra época, Borges, que a usted parece impresionarlo particularmente, y del que a pesar de haber ocurrido hace relativamente poco tiempo, no se suele hablar; me refiero a la llegada del hombre a la Luna.

Jorge Luis Borges: Sí, yo escribí un poema sobre ese tema. Ahora, por razones políticas, es decir, circunstanciales y efímeras, la gente tiende a disminuir la importancia de esa hazaña que, para mí, es la hazaña capital de nuestro siglo. Y absurdamente se ha comparado el descubrimiento de la Luna con el descubrimiento de América. Eso parece imposible, pero sin embargo es bastante frecuente. Claro, por la palabra descubrimiento; ya que la gente está acostumbrada a “descubrimiento de América”, entonces se aplica a “descubrimiento de la Luna”, o al descubrimiento de, no sé, de que hay otra vida, por ejemplo, ¿no? Bueno, yo creo que una vez inventada la nave, una vez inventados, digamos, los remos, el mástil, el velamen, el timón, el descubrimiento de América era inevitable. Me atrevería a decir que hablar “del descubrimiento” es una ligereza, sería mejor hablar de los descubrimientos de América, ya que hubo tantos. Podemos empezar por los de carácter mítico, por ejemplo, la Atlántida, que encontramos en las páginas de Platón y de Séneca; o los viajes de San Brandán, aquellos viajes en que se llegaba a islas con lebreles de plata que persiguen a ciervos de oro. Pero, podemos dejar esos mitos, que quizá son un reflejo transformado de hechos reales, y podemos llegar al siglo X; y ahí tenemos una fecha segura con la aventura de aquel caballero, que fue también un viking, y también, como tanta gente de aquellas latitudes, de aquella época, un asesino: parece que Erico, Erico el Rojo, debía, como decimos ahora, varias muertes en Noruega. Que eso hizo que fuera a la isla de Islandia, ahí debió otras muertes y tuvo que huir hacia el Oeste. Imaginemos que las distancias entonces eran mucho mayores que las de ahora, ya que el espacio se mide por el tiempo. Pues bien, él y sus naves llegaron a una isla que llamaron Groenlandia —creo que es greneland en islandés—. Ahora, hay dos explicaciones: se habla del color verde de los hielos —eso parece inverosímil— y de que Erico le dio el nombre de Groenlandia (tierra verde) para atraer a colonos. Erico el Rojo es un hermoso nombre para un héroe, y para un héroe del Norte, ¿no?

—Para un héroe sangriento.

—Para un héroe sangriento, sí. Erico el Rojo era pagano, pero no sé si era devoto de Odín, que da su nombre al miércoles inglés, o de Thor, que dio su nombre al thursday, el jueves, ya que se identificaba a uno con Mercurio —el miércoles— y al otro con Jove, Júpiter —el jueves—o El hecho es que llegó a Groenlandia, que llevó colonos con él, que hizo dos expediciones... y luego su hijo, Leif Ericson, descubre el continente: llega a Labrador, y más allá de lo que es ahora la frontera del Canadá, entra en lo que ahora son los Estados Unidos. Y luego tenemos los ulteriores descubrimientos, bueno, de Cristóbal Colón, de Américo Vespucio, que da su nombre al continente. Y después se pierde la cuenta de navegantes portugueses, holandeses, ingleses, españoles, de todas partes, que van descubriendo nuestro continente. Ahora, ellos buscaban las Indias, y tropezaron con este continente, que es tan importante ahora, en el cual estamos nosotros conversando.

—Creyeron, además, que era parte de las Indias.

—Sí, creyeron que era parte de las Indias, por eso usaron la palabra indio, que se aplica a los indígenas de aquí. Es decir, todo eso era un hecho fatal que tenía que ocurrir; y la prueba de ello es que ocurrió, bueno, históricamente a partir del siglo X. y de cualquier modo habría ocurrido, dado el hecho de que había navegación. En cambio, el descubrimiento de la Luna es completamente distinto. Se trata de una empresa no sólo física —no quiero negar el coraje de Armstrong y de los otros— sino de una empresa intelectual y científica; fue algo planeado, algo ejecutado, no un don del azar. Es completamente distinta, y además, es algo —creo que ocurrió en el año sesenta y nueve, si no estoy equivocado— que honra a la humanidad, no sólo porque participaron hombres de diversas naciones, sino por el hecho; bueno, haber llegado a la Luna no es poca hazaña. Y curiosamente, dos novelistas que escribieron libros sobre ese tema, me refiero... el primero, cronológicamente, fue Julio Verne, y el otro, evidentemente, H. G. Wells; ambos descreían de la posibilidad de la empresa. Y yo recuerdo, cuando publicó su primera novela Wells, Verne estaba muy escandalizado, y dijo: él inventa; porque Verne era un francés razonable, a quien le parecían extravagantes los sueños, las excentricidades de Wells. Los dos creyeron que era imposible, aunque en algún libro de Wells, no recuerdo cuál, se habla de la Luna, y se dice que esa Luna será el primer trofeo del hombre en la conquista del espacio. Ahora, pocos días después de la ejecución de la hazaña, yo me sentí muy feliz —y creo que en el poema yo digo que no hay un hombre en el mundo que sea más feliz, ahora que se ha ejecutado esa hazaña—, vino a verme el agregado cultural de la embajada soviética, y, más allá de los prejuicios, bueno, limítrofes, digamos, o cartográficos, que están de moda ahora, me dijo: “Ha sido la noche más feliz de mi vida”. Es decir, él se olvidó del hecho de que aquello hubiera sido organizado en los Estados Unidos, y pensó simplemente: hemos llegado a la luna, la humanidad ha llegado a la Luna. Pero ahora, el mundo se ha mostrado extrañamente ingrato con los Estados Unidos. Por ejemplo, Europa ha sido salvada dos veces, bueno, de crueldades absurdas, por los Estados Unidos: la Primera y la Segunda Guerra Mundial; la literatura actual es inconcebible sin... vamos a mencionar tres nombres: digamos Edgar Allan Poe, Walt Whitman, y Herman Melville, para no decir nada de Henry James. Pero no sé por qué no se reconocen esas cosas. Quizá por el poderío de los Estados Unidos. Bueno, Berkeley, el filósofo, ya dijo que el cuarto y el máximo imperio de la historia sería el de América. Y él se propuso preparar a los colonos de las Bermudas, y a los pieles rojas, para su futuro destino imperial (ríe). Tenemos entonces esta gran hazaña, la hemos visto, nos hemos sentido muy felices; y ahora tendemos, mezquinamente, a olvidarla. Pero, yo estoy monopolizando este diálogo (ríe).

—(Ríe.) Es que es muy interesante. Pocos años antes había empezado... el comienzo de la hazaña se había dado en el año cincuenta y siete, cuando se lanzó —bueno, aquí fue la Unión Soviética— el primer satélite artificial. Y doce años después...

—Es decir, que esos dos países rivales estaban, de hecho, colaborando.

—Colaborando en esta carrera espacial.

—Sí, sería por razones de rivalidad, pero el hecho es que debemos a esa rivalidad la ejecución de esa hazaña.

—Del hombre.

—Sí, esa hazaña del hombre, que para mí es la máxima de este siglo. Claro que fue posible mediante las computadoras, etcétera, que fueron una invención de este siglo también, ¿eh? Es decir... este siglo, claro, todos sentimos que estamos declinando, pero pensamos en razones éticas o económicas; especialmente en este país. Bueno, quizá la literatura del siglo XIX fue más rica; ahora se han inventado una cantidad de ciencias absurdas, por ejemplo, la psicología dinámica, o la sociolingüística. Pero, en fin, ésas son bromas pasajeras, ¿no? (ríen ambos); esperemos que sean rápidamente olvidadas. No obstante, científicamente no puede negarse todo lo que se ha hecho.

—Claro, tiene razón usted, porque según lo que hemos dicho, hace sólo veintiocho años que el hombre inicia, digamos, la aventura de salir de la Tierra; y sin embargo, no se habla de eso como se supone que...

—No, no se habla de eso porque como se está hablando de elecciones; claro, se está hablando del tema más melancólico de todos, que es la política. Lo digo, ciertamente no por primera vez, que soy enemigo del Estado y de los Estados; y del nacionalismo, que es una de las lacras de nuestro tiempo. Eso de que cada uno insista en el privilegio de haber nacido en tal o cual ángulo o rincón del planeta, ¿no?, y que estemos tan lejos del antiguo sueño de los estoicos, que en un momento en que la gente se definía por la ciudad: Tales de Mileto, Zenón de Elea, Heráclito de Efeso, etcétera, ellos decían que eran ciudadanos del mundo; lo cual tiene que haber sido una paradoja escandalosa para los griegos.

—Sin embargo, volviendo a los griegos, quizá podría verse la llegada del hombre a la Luna como una última consecuencia de aquello que Denis de Rougemont llamó “la aventura occidental del hombre”.

—Es cierto.

—Que pasa a través de las empresas que vemos en La Ilíada o en La Odisea, que pasa, naturalmente, por la empresa de Cristóbal Colón.

—Bueno, existe el hábito de hablar mal de los imperios, pero los imperios son un principio de cosmópolis, digamos.

—¿De cosmopolitismo dice usted?

—Sí, yo creo que los imperios, en ese sentido, han hecho bien. Por ejemplo, divulgando ciertos idiomas; actualmente creo que el porvenir inmediato será del castellano y del inglés. Desgraciadamente el francés está declinando, y el ruso y el chino son idiomas demasiado difíciles. Pero, en fin, todo eso puede ir llevándonos a esa deseada unidad, que aboliría, desde luego, la posibilidad de guerras, que es otro de los peligros actuales.

—Ahora, dentro de ese espíritu occidental, dentro de esa curiosidad occidental, que ha permitido los descubrimientos a lo largo del tiempo, y ahora que usted habló de los imperios, hay que acordarse que Colón hizo su descubrimiento en nombre de “La Cristiandad”, y que Colón fue llamado “Colomba Christi Ferens”, es decir, paloma portadora de Cristo.

—Ah, qué lindo, yo no sabía eso; claro, colomba, sí.

—Sí, Cristóbal, además, alude a Cristo...

—Sí, porque yo recuerdo, hay un grabado —no sé de quién es, y es famoso— en que está San Cristóbal llevando al niño Jesús, atravesando un río.

—Entonces, ¿puede verse “La Cristiandad” que origina el descubrimiento de Colón, como una versión de imperio, diría usted, en aquel momento?

—Y por qué no, y actualmente, bueno, el Islam ahora ha tomado una forma política; pero, en fin, es la manera en que ocurre eso, es decir, que a la larga... y, a la larga, todas las cosas son buenas.

—En aquel momento, el descubrimiento se hizo yendo hacia lo desconocido; en cambio, estas empresas de los Estados Unidos y la Unión Soviética para salir de la Tierra, bueno, quizá también conduzcan a lo desconocido.

—Desde luego, y en cuanto a la Luna, bueno, la luna de Virgilio y la luna de Shakespeare ya eran ilustres antes del descubrimiento, ¿no?

—Ciertamente.

—Sí, y nos han acompañado tanto; hay algo tan íntimo en la Luna... qué extraño, hay una frase de Virgilio que habla de “Amica silentia lune”. Ahora, él se refiere a los breves períodos de oscuridad que permiten a los griegos bajar del caballo de madera, e invadir Troya. Pero Wilde, que sin duda sabía lo que yo he dicho, prefiere hablar de “Los amistosos silencios de la Luna”; y yo, en un verso mío he dicho: “La amistad silenciosa de la Luna / (cito mal a Virgilio) te acompaña”.

—De cualquier manera, aun en este caso seguimos necesitando la presencia de lo desconocido.

—Y, yo creo que es muy necesaria, pero nunca nos faltará, ya que, suponiendo que exista el mundo externo; y yo creo que sí, que podemos conocer de él a través de las intuiciones que tenemos y de cinco sentidos corporales. Voltaire imaginó que no era imposible suponer cien sentidos; y ya con uno más cambiaría toda nuestra visión del mundo. Por lo pronto, la ciencia ya lo ha cambiado, porque lo que para nosotros es un objeto sólido, es para la ciencia, bueno, un sistema de átomos, de neutrones y electrones; nosotros mismos estaríamos hechos de esos sistemas atómicos y nucleares.

—Precisamente, no obstante, la hazaña de llegar a la Luna hubiera asombrado, y hubiera hecho pensar en lo desconocido a hombres de siglos anteriores.

—Y la habrían celebrado.

—El mismo Wells, que pertenece al siglo anterior y al nuestro, consideró que era imposible, como usted lo recordó.

—Sí, pero es que Wells, a diferencia de Julio Verne, se jactaba de que sus imaginaciones eran imposibles. Es decir, él estaba seguro de que no habría una máquina que viajara no sólo por el espacio, sino por el tiempo, con mayor velocidad que nosotros. Él estaba seguro de que era imposible un hombre invisible, y estaba seguro también de que no se llegaría a la Luna; él se jactaba de eso. Pero ahora parece que la realidad se encargó de desmentirlo, y de decirle que lo que él creía imaginario, era simplemente profético; no era más que profético.


Osvaldo Ferrari,  En diálogo, II, 65 
Buenos Aires, 1998
Foto: Borges y O. Ferrari c. 1984 Vía

11/10/14

Jorge Luis Borges: Elvira de Alvear






Todas las cosas tuvo y lentamente
todas la abandonaron. La hemos visto
armada de belleza. La mañana
y el claro mediodía le mostraron,
desde su cumbre, los hermosos reinos
de la tierra. La tarde fue borrándolos.
El favor de los astros (la infinita
y ubicua red de causas) le había dado
la fortuna, que anula las distancias
como el tapiz del árabe, y confunde
deseo y posesión, y el don del verso,
que transforma las penas verdaderas
en una música, un rumor y un símbolo,
y el fervor, y en la sangre la batalla
de Ituzaingó y el peso de laureles,
y el goce de perderse en el errante
río del tiempo (río y laberinto)
y en los lentos colores de las tardes.
Todas las cosas la dejaron, menos
una. La generosa cortesía
la acompañó hasta el fin de su jornada,
más allá del delirio y del eclipse,
de un modo casi angélico. De Elvira
lo primero que vi, hace tantos años,
fue la sonrisa y es también lo último.







En El Hacedor (1960)
Foto de Elvira de Alvear (posible Beatriz Viterbo): 
Revista de Occidente nº 301, Junio 2006 Vía
Foto Jorge Luis Borges: Susana Mulé




10/10/14

Jorge Luis Borges: Poema de los dones







Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
De esta ciudad de libros hizo dueños
a unos ojos sin luz, que sólo pueden
leer en las bibliotecas de los sueños
los insensatos párrafos que ceden
las albas a su afán. En vano el día
les prodiga sus libros infinitos,
arduos como los arduos manuscritos
que perecieron en Alejandría.
De hambre y de sed (narra una historia griega)
muere un rey entre fuentes y jardines;
yo fatigo sin rumbo los confines
de esa alta y honda biblioteca ciega.
Enciclopedias, atlas, el Oriente
y el Occidente, siglos, dinastías,
símbolos, cosmos y cosmogonías
brindan los muros, pero inútilmente.
Lento en mi sombra, la penumbra hueca
exploro con el báculo indeciso,
yo, que me figuraba el Paraíso
bajo la especie de una biblioteca.
Algo, que ciertamente no se nombra
con la palabra azar, rige estas cosas;
otro ya recibió en otras borrosas
tardes los muchos libros y la sombra.
Al errar por las lentas galerías
suelo sentir con vago horror sagrado
que soy el otro, el muerto, que habrá dado
los mismos pasos en los mismos días.
¿Cuál de los dos escribe este poema
de un yo plural y de una sola sombra?
¿Qué importa la palabra que me nombra
si es indiviso y uno el anatema?
Groussac o Borges, miro este querido
mundo que se deforma y que se apaga
en una pálida ceniza vaga
que se parece al sueño y al olvido.


En El Hacedor (1960)

9/10/14

Jorge Luis Borges: Delia Elena San Marco







Nos despedimos en una de las esquinas del Once.
Desde la otra vereda volví a mirar; usted se había dado vuelta y me dijo adiós con la mano.
Un río de vehículos y de gente corría entre nosotros; eran las cinco de una tarde cualquiera; cómo iba yo a saber que aquel río era el triste Aqueronte, el insuperable.
Ya no nos vimos y un año después usted había muerto.
Y ahora yo busco esa memoria y la miro y pienso que era falsa y que detrás de la despedida trivial estaba la infinita separación.
Anoche no salí después de comer y releí, para comprender estas cosas, la última enseñanza que Platón pone en boca de su maestro. Leí que el alma puede huir cuando muere la carne.
Y ahora no sé si la verdad está en la aciaga interpretación ulterior o en la despedida inocente.
Porque si no mueren las almas, está muy bien que en sus despedidas no haya énfasis.
Decirse adiós es negar la separación, es decir: Hoy jugamos a separarnos pero nos veremos mañana. Los hombres inventaron el adiós porque se saben de algún modo inmortales, aunque se juzguen contingentes y efímeros.
Delia: alguna vez anudaremos ¿junto a qué río? este diálogo incierto y nos preguntaremos si alguna vez, en una ciudad que se perdía en una llanura, fuimos Borges y Delia.




En El Hacedor (1960)
Foto: Borges por Enrique Hernández-D’Jesús
Exposición de fotografías de Jorge Luis Borges en Babilonia
Primer Festival de Culturas y Artes Internacionales en la Antigua Ciudad de Babil, en Irak


8/10/14

Jorge Luis Borges: Anotación al 23 de Agosto de 1944






Esa jornada populosa me deparó tres heterogéneos asombros: el grado físico de mi felicidad cuando me dijeron la liberación de París; el descubrimiento de que una emoción colectiva puede no ser innoble; el enigmático y notorio entusiasmo de muchos partidarios de Hitler. Sé que indagar ese entusiasmo es correr el albur de parecerme a los vanos hidrógrafos que indagaban por qué basta un solo rubí para detener el curso de un río; muchos me acusarán de investigar un hecho quimérico. Éste, sin embargo, ocurrió y miles de personas en Buenos Aires pueden atestiguarlo.
Desde el principio, comprendí que era inútil interrogar a los mismos protagonistas. Esos versátiles, a fuerza de ejercer la incoherencia, han perdido toda noción de que ésta debe justificarse: veneran la raza germánica, pero abominan de la América «sajona»; condenan los artículos de Versalles, pero aplaudieron los prodigios de Blitzkrieg; son anti semitas, pero profesan una religión de origen hebreo; bendicen la guerra submarina, pero reprueban con vigor las piraterías británicas; denuncian el imperialismo, pero vindican y promulgan la tesis del espacio vital; idolatran a San Martín, pero opinan que la independencia de América fue un error; aplican a los actos de Inglaterra el canon de Jesús, pero a los de Alemania el de Zarathustra.
Reflexioné, también, que toda incertidumbre era preferible a la de un diálogo con esos consanguíneos del caos, a quienes la infinita repetición de la interesante fórmula soy argentino exime del honor y de la piedad. Además, ¿no ha razonado Freud y no ha presentido Walt Whitman que los hombres gozan de poca información acerca de los móviles profundos de su conducta? Quizá, me dije, la magia de los símbolos París y liberación es tan poderosa que los partidarios de Hitler han olvidado que significan una derrota de sus armas. Cansado, opté por suponer que la novelería y el temor y la simple adhesión a la realidad eran explicaciones verosímiles del problema.
Noches después, un libro y un recuerdo me iluminaron. El libro fue el Man and Superman de Shaw; el pasaje a que me refiero es aquel del sueño metafísico de John Tanner, donde se afirma que el horror del Infierno es su irrealidad; esa doctrina puede parangonarse con la de otro irlandés, Juan Escoto Erigena, que negó la existencia sustantiva del pecado y del mal y declaró que todas las criaturas, incluso el diablo, regresarán a Dios. El recuerdo fue de aquel día que es perfecto y detestado reverso del 23 de agosto: el 14 de junio de 1940. Un germanófilo, de cuyo nombre no quiero acordarme, entró ese día en mi casa; de pie, desde la puerta, anunció la vasta noticia: los ejércitos nazis habían ocupado a París. Sentí una mezcla de tristeza, de asco, de malestar. Algo que no entendí me detuvo: la insolencia del júbilo no explicaba ni la estentórea voz ni la brusca proclamación. Agregó que muy pronto esos ejércitos entrarían en Londres. Toda oposición era inútil, nada podría detener su victoria. Entonces comprendí que él también estaba aterrado.
Ignoro si los hechos que he referido requieren elucidación. Creo poder interpretarlos así: Para los europeos y americanos, hay un orden —un solo orden— posible: el que antes llevó el nombre de Roma y que ahora es la cultura del Occidente. Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un viking, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe. Arriesgo esta conjetura: Hitler quiere ser derrotado. Hitler, de un modo ciego, colabora con los inevitables ejércitos que lo aniquilarán, como los buitres de metal y el dragón (que no debieron de ignorar que eran monstruos) colaboraban, misteriosamente, con Hércules.


En Otras Inquisiciones (1952)
Foto: Borges por Enrique Hernández-D’Jesús
Exposición de fotografías de Jorge Luis Borges en Babilonia
Primer Festival de Culturas y Artes Internacionales en la Antigua Ciudad de Babil, en Irak

7/10/14

Jorge Luis Borges: El Cautivo






En Junín o en Tapalqué refieren la historia. Un chico desapareció después de un malón; se dijo que lo habían robado los indios. Sus padres lo buscaron inútilmente; al cabo de los años, un soldado que venía de tierra adentro les habló de un indio de ojos celestes que bien podía ser su hijo. Dieron al fin con él (la crónica ha perdido las circunstancias y no quiero inventar lo que no sé) y creyeron reconocerlo. El hombre, trabajado por el desierto y por la vida bárbara, ya no sabía oír las palabras de la lengua natal, pero se dejó conducir, indiferente y dócil, hasta la casa. Ahí se detuvo, tal vez porque los otros se detuvieron. Miró la puerta, como sin entenderla. De pronto bajó la cabeza, gritó, atravesó corriendo el zaguán y los dos largos patios y se metió en la cocina. Sin vacilar, hundió el brazo en la ennegrecida campana y sacó el cuchillito de mango de asta que había escondido ahí, cuando chico. Los ojos le brillaron de alegría y los padres lloraron porque habían encontrado al hijo.
Acaso a este recuerdo siguieron otros, pero el indio no podía vivir entre paredes y un día fue a buscar su desierto. Yo querría saber qué sintió en aquel instante de vértigo en que el pasado y el presente se confundieron; yo querría saber si el hijo perdido renació y murió en aquel éxtasis o si alcanzó a reconocer, siquiera como una criatura o un perro, los padres y la casa.



En El Hacedor (1960)



6/10/14

Jorge Luis Borges: El otro tigre





And the craft that createth a semblance
MORRISSigurd the Volsung (1876)
Pienso en un tigre. La penumbra exalta
la vasta Biblioteca laboriosa
y parece alejar los anaqueles;
fuerte, inocente, ensangrentado y nuevo,
él irá por su selva y su mañana
y marcará su rastro en la limosa
margen de un río cuyo nombre ignora.
(En su mundo no hay nombres ni pasado
ni porvenir, sólo un instante cierto.)
Y salvará las bárbaras distancias
y husmeará en el trenzado laberinto
de los olores el olor del alba
y el olor deleitable del venado.
Entre las rayas del bambú descifro
sus rayas y presiento la osatura
bajo la piel espléndida que vibra.
En vano se interponen los convexos
mares y los desiertos del planeta;
desde esta casa de un remoto puerto
de América del Sur, te sigo y sueño,
oh tigre de las márgenes del Ganges.
Cunde la tarde en mi alma y reflexiono
que el tigre vocativo de mi verso
es un tigre de símbolos y sombras,
una serie de tropos literarios
y de memorias de la enciclopedia
y no el tigre fatal, la aciaga joya
que, bajo el sol o la diversa luna,
va cumpliendo en Sumatra o en Bengala
su rutina de amor, de ocio y de muerte.
Al tigre de los símbolos he opuesto
el verdadero, el de caliente sangre,
el que diezma la tribu de los búfalos
y hoy, 3 de agosto del 59,
alarga en la pradera una pausada
sombra, pero ya el hecho de nombrarlo
y de conjeturar su circunstancia
lo hace ficción del arte y no criatura
viviente de las que andan por la tierra.
Un tercer tigre buscaremos. Éste
será como los otros una forma
de mi sueño, un sistema de palabras
humanas y no el tigre vertebrado
que, más allá de las mitologías,
pisa la tierra. Bien lo sé, pero algo
me impone esta aventura indefinida,
insensata y antigua, y persevero
en buscar por el tiempo de la tarde
el otro tigre, el que no está en el verso.


En El Hacedor (1960)
Foto © Ferdinando Scianna/Magnum Photos
Palermo, Sicilia: Borges sotto il dipinto "la vucciria" di Renato Guttuso



5/10/14

Jorge Luis Borges: El otro





El hecho ocurrió en el mes de febrero de 1969, al norte de Boston, en Cambridge. No lo escribí inmediatamente porque mi primer propósito fue olvidarlo, para no perder la razón. Ahora, en 1972, pienso que si lo escribo, los otros lo leerán como un cuento y, con los años, lo será tal vez para mí.
Sé que fue casi atroz mientras duró y más aún durante las desveladas noches que lo siguieron. Ello no significa que su relato pueda conmover a un tercero.
Serían las diez de la mañana. Yo estaba recostado en un banco, frente al río Charles. A unos quinientos metros a mi derecha había un alto edificio, cuyo nombre no supe nunca. El agua gris acarreaba largos trozos de hielo. Inevitablemente, el río hizo que yo pensara en el tiempo. La milenaria imagen de Heráclito. Yo había dormido bien; mi clase de la tarde anterior había logrado, creo, interesar a los alumnos. No había un alma a la vista.
Sentí de golpe la impresión (que según los psicólogos corresponde a los estados de fatiga) de haber vivido ya aquel momento. En la otra punta de mi banco alguien se había sentado. Yo hubiera preferido estar solo, pero no quise levantarme en seguida, para no mostrarme incivil. El otro se había puesto a silbar. Fue entonces cuando ocurrió la primera de las muchas zozobras de esa mañana. Lo que silbaba, lo que trataba de silbar (nunca he sido muy entonado), era el estilo criollo de La tapera de Elías Regules. El estilo me retrajo a un patio, que ha desaparecido, y a la memoria de Álvaro Melián Lafinur, que hace tantos años ha muerto. Luego vinieron las palabras. Eran las de la décima del principio. La voz no era la de Álvaro, pero quería parecerse a la de Álvaro. La reconocí con horror.
Me le acerqué y le dije:
—Señor, ¿usted es oriental o argentino?
—Argentino, pero desde el catorce vivo en Ginebra —fue la contestación.
Hubo un silencio largo. Le pregunté:
—¿En el número diecisiete de Malagnou, frente a la iglesia rusa?
Me contestó que sí.
—En tal caso —le dije resueltamente— usted se llama Jorge Luis Borges. Yo también soy Jorge Luis Borges. Estamos en 1969, en la ciudad de Cambridge.
—No —me respondió con mi propia voz un poco lejana.
Al cabo de un tiempo insistió:
—Yo estoy aquí en Ginebra, en un banco, a unos pasos del Ródano. Lo raro es que nos parecemos, pero usted es mucho mayor, con la cabeza gris.
Yo le contesté:
—Puedo probarte que no miento. Voy a decirte cosas que no puede saber un desconocido. En casa hay un mate de plata con un pie de serpientes, que trajo del Perú nuestro bisabuelo. También hay una palangana de plata, que pendía del arzón. En el armario de tu cuarto hay dos filas de libros. Los tres volúmenes de Las mil y una noches de Lane con grabados en acero y notas en cuerpo menor entre capítulo y capítulo, el diccionario latino de Quicherat, la Germania de Tácito en latín y en la versión de Gordon, un Don Quijote de la casa Garnier, las Tablas de sangre de Rivera Indarte, con la dedicatoria del autor, el Sartor Resartus de Carlyle, una biografía de Amiel y, escondido detrás de los demás, un libro en rústica sobre las costumbres sexuales de los pueblos balkánicos. No he olvidado tampoco un atardecer en un primer piso de la plaza Dubourg.
—Dufour —corrigió.
—Está bien. Dufour. ¿Te basta con todo eso?
—No —respondió—. Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano.
La objeción era justa. Le contesté:
—Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo y haber sido engendrados y mirar con los ojos y respirar.
—¿Y si el sueño durara? —dijo con ansiedad.
Para tranquilizarlo y tranquilizarme, fingí un aplomo que ciertamente no sentía. Le dije:
—Mi sueño ha durado ya setenta años. Al fin y al cabo, al recordarse, no hay persona que no se encuentre consigo misma. Es lo que nos está pasando ahora, salvo que somos dos. ¿No querés saber algo de mi pasado, que es el porvenir que te espera?
Asintió sin una palabra. Yo proseguí un poco perdido:
—Madre está sana y buena en su casa de Charcas y Maipú, en Buenos Aires, pero padre murió hace unos treinta años. Murió del corazón. Lo acabó una hemiplejia; la mano izquierda puesta sobre la mano derecha era como la mano de un niño sobre la mano de un gigante. Murió con impaciencia de morir, pero sin una queja. Nuestra abuela había muerto en la misma casa. Unos días antes del fin, nos llamó a todos y nos dijo: "Soy una mujer muy vieja, que está muriéndose muy despacio. Que nadie se alborote por una cosa tan común y corriente". Norah, tu hermana, se casó y tiene dos hijos. A propósito, en casa, ¿cómo están?
—Bien. Padre siempre con sus bromas contra la fe. Anoche dijo que Jesús era como los gauchos, que no quieren comprometerse, y que por eso predicaba en parábolas.
Vaciló y me dijo:
—¿Y usted?
—No sé la cifra de los libros que escribirás, pero sé que son demasiados. Escribirás poesías que te darán un agrado no compartido y cuentos de índole fantástica. Darás clases como tu padre y como tantos otros de nuestra sangre.
Me agradó que nada me preguntara sobre el fracaso o éxito de los libros. Cambié de tono y proseguí:
—En lo que se refiere a la historia… Hubo otra guerra, casi entre los mismos antagonistas. Francia no tardó en capitular; Inglaterra y América libraron contra un dictador alemán, que se llamaba Hitler, la cíclica batalla de Waterloo. Buenos Aires, hacia mil novecientos cuarenta y seis, engendró otro Rosas, bastante parecido a nuestro pariente. El cincuenta y cinco, la provincia de Córdoba nos salvó, como antes Entre Ríos. Ahora, las cosas andan mal. Rusia está apoderándose del planeta; América, trabada por la superstición de la democracia, no se resuelve a ser un imperio. Cada día que pasa nuestro país es más provinciano. Más provinciano y más engreído, como si cerrara los ojos. No me sorprendería que la enseñanza del latín fuera reemplazada por la del guaraní.
Noté que apenas me prestaba atención. El miedo elemental de lo imposible y sin embargo cierto lo amilanaba. Yo, que no he sido padre, sentí por ese pobre muchacho, más íntimo que un hijo de mi carne, una oleada de amor. Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.
Los poseídos o, según creo, Los demonios de Fyodor Dostoievski —me replicó no sin vanidad.
—Se me ha desdibujado. ¿Qué tal es?
No bien lo dije, sentí que la pregunta era una blasfemia.
—El maestro ruso —dictaminó— ha penetrado más que nadie en los laberintos del alma eslava.
Esa tentativa retórica me pareció una prueba de que se había serenado.
Le pregunté qué otros volúmenes del maestro había recorrido.
Enumeró dos o tres, entre ellos El doble.
Le pregunté si al leerlos distinguía bien los personajes, como en el caso de Joseph Conrad, y si pensaba proseguir el examen de la obra completa.
—La verdad es que no —me respondió con cierta sorpresa.
Le pregunté qué estaba escribiendo y me dijo que preparaba un libro de versos que se titularía Los himnos rojos. También había pensado en Los ritmos rojos.
—¿Por qué no? —le dije—. Podés alegar buenos antecedentes. El verso azul de Rubén Darío y la canción gris de Verlaine.
Sin hacerme caso, me aclaró que su libro cantaría la fraternidad de todos los hombres.
El poeta de nuestro tiempo no puede dar la espalda a su época.
Me quedé pensando y le pregunté si verdaderamente se sentía hermano de todos. Por ejemplo, de todos los empresarios de pompas fúnebres, de todos los carteros, de todos los buzos, de todos los que viven en la acera de los números pares, de todos los afónicos, etcétera. Me dijo que su libro se refería a la gran masa de los oprimidos y parias.
—Tu masa de oprimidos y de parias —le contesté— no es más que una abstracción.
Sólo los individuos existen, si es que existe alguien. El hombre de ayer no es el hombre de hoy sentenció algún griego. Nosotros dos, en este banco de Ginebra o de Cambridge, somos tal vez la prueba.
Salvo en las severas páginas de la Historia, los hechos memorables prescinden de frases memorables. Un hombre a punto de morir quiere acordarse de un grabado entrevisto en la infancia; los soldados que están por entrar en la batalla hablan del barro o del sargento. Nuestra situación era única y, francamente, no estábamos preparados. Hablamos, fatalmente, de letras; temo no haber dicho otras cosas que las que suelo decir a los periodistas. Mi alter ego creía en la invención o descubrimiento de metáforas nuevas; yo en las que corresponden a afinidades íntimas y notorias y que nuestra imaginación ya ha aceptado. La vejez de los hombres y el ocaso, los sueños y la vida, el correr del tiempo y del agua. Le expuse esta opinión, que expondría en un libro años después.
Casi no me escuchaba. De pronto dijo:
—Si usted ha sido yo, ¿cómo explicar que haya olvidado su encuentro con un señor de edad que en 1918 le dijo que él también era Borges?
No había pensado en esa dificultad. Le respondí sin convicción:
—Tal vez el hecho fue tan extraño que traté de olvidarlo.
Aventuró una tímida pregunta:
—¿Cómo anda su memoria?
Comprendí que para un muchacho que no había cumplido veinte años, un hombre de más de setenta era casi un muerto. Le contesté:
—Suele parecerse al olvido, pero todavía encuentra lo que le encargan. Estudio anglosajón y no soy el último de la clase.
Nuestra conversación ya había durado demasiado para ser la de un sueño.
Una brusca idea se me ocurrió.
—Yo te puedo probar inmediatamente —le dije— que no estás soñando conmigo. Oí bien este verso, que no has leído nunca, que yo recuerde.
Lentamente entoné la famosa línea:
L'hydre — univers tordant son corps écaillé d'astres.
Sentí su casi temeroso estupor. Lo repitió en voz baja, saboreando cada resplandeciente palabra.
—Es verdad —balbuceó—. Yo no podré nunca escribir una línea como ésa.
Hugo nos había unido.
Antes, él había repetido con fervor, ahora lo recuerdo, aquella breve pieza en que Walt Whitman rememora una compartida noche ante el mar, en que fue realmente feliz.
—Si Whitman la ha cantado —observé— es porque la deseaba y no sucedió. El poema gana si adivinamos que es la manifestación de un anhelo, no la historia de un hecho.
Se quedó mirándome.
—Usted no lo conoce —exclamó—. Whitman es incapaz de mentir.
Medio siglo no pasa en vano. Bajo nuestra conversación de personas de miscelánea lectura y gustos diversos, comprendí que no podíamos entendernos. Éramos demasiado distintos y demasiado parecidos. No podíamos engañarnos, lo cual hace difícil el diálogo. Cada uno de los dos era el remedo caricaturesco del otro. La situación era harto anormal para durar mucho más tiempo. Aconsejar o discutir era inútil, porque su inevitable destino era ser el que soy.
De pronto recordé una fantasía de Coleridge. Alguien sueña que cruza el paraíso y le dan como prueba una flor. Al despertarse, ahí está la flor.
Se me ocurrió un artificio análogo.
—Oí —le dije—, ¿tenés algún dinero?
—Sí —me replicó—. Tengo unos veinte francos. Esta noche lo convidé a Simón Jichlinski en el Crocodile.
—Dile a Simón que ejercerá la medicina en Carouge y que hará mucho bien… ahora, me das una de tus monedas.
Sacó tres escudos de plata y unas piezas menores. Sin comprender me ofreció uno de los primeros.
Yo le tendí uno de esos imprudentes billetes americanos que tienen muy diverso valor y el mismo tamaño. Lo examinó con avidez.
—No puede ser —gritó—. Lleva la fecha de mil novecientos setenta y cuatro.
(Meses después alguien me dijo que los billetes de banco no llevan fecha.)
—Todo esto es un milagro —alcanzó a decir— y lo milagroso da miedo. Quienes fueron testigos de la resurrección de Lázaro habrán quedado horrorizados.
No hemos cambiado nada, pensé. Siempre las referencias librescas.
Hizo pedazos el billete y guardó la moneda.
Yo resolví tirarla al río. El arco del escudo de plata perdiéndose en el río de plata hubiera conferido a mi historia una imagen vívida, pero la suerte no lo quiso.
Respondí que lo sobrenatural, si ocurre dos veces, deja de ser aterrador. Le propuse que nos viéramos al día siguiente, en ese mismo banco que está en dos tiempos y en dos sitios.
Asintió en el acto y me dijo, sin mirar el reloj, que se le había hecho tarde. Los dos mentíamos y cada cual sabía que su interlocutor estaba mintiendo. Le dije que iban a venir a buscarme.
—¿A buscarlo? —me interrogó.
—Sí. Cuando alcances mi edad habrás perdido casi por completo la vista. Verás el color amarillo y sombras y luces. No te preocupes. La ceguera gradual no es una cosa trágica. Es como un lento atardecer de verano.
Nos despedimos sin habernos tocado. Al día siguiente no fui. El otro tampoco habrá ido.
He cavilado mucho sobre este encuentro, que no he contado a nadie. Creo haber descubierto la clave. El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo.
El otro me soñó, pero no me soñó rigurosamente. Soñó, ahora lo entiendo, la imposible fecha en el dólar.



En El Libro de Arena (1975)
Foto: Borges firma ejemplares de las OC
en Librería De La Ciudad (Buenos Aires) s-d Vía


4/10/14

Jorge Luis Borges: Poema conjetural







El doctor Francisco Laprida, asesinado el
día 22 de setiembre de 1829 por los montoneros
de Aldao, piensa antes de morir:


Zumban las balas en la tarde última.
Hay viento y hay cenizas en el viento,
se dispersan el día y la batalla
deforme, y la victoria es de los otros.
Vencen los bárbaros, los gauchos vencen.
Yo, que estudié las leyes y los cánones,
yo, Francisco Narciso de Laprida,
cuya voz declaró la independencia
de estas crueles provincias, derrotado,
de sangre y de sudor manchado el rostro,
sin esperanza ni temor, perdido,
huyo hacia el Sur por arrabales últimos.
Como aquel capitán del Purgatorio
que, huyendo a pie y ensangrentando el llano,
fue cegado y tumbado por la muerte
donde un oscuro río pierde el nombre,
así habré de caer. Hoy es el término.
La noche lateral de los pantanos
me acecha y me demora. Oigo los cascos
de mi caliente muerte que me busca
con jinetes, con belfos y con lanzas.
Yo que anhelé ser otro, ser un hombre
de sentencias, de libros, de dictámenes
a cielo abierto yaceré entre ciénagas;
pero me endiosa el pecho inexplicable
un júbilo secreto. Al fin me encuentro
con mi destino sudamericano.
A esta ruinosa tarde me llevaba
el laberinto múltiple de pasos
que mis días tejieron desde un día
de la niñez. Al fin he descubierto
la recóndita clave de mis años,
la suerte de Francisco de Laprida,
la letra que faltaba, la perfecta
forma que supo Dios desde el principio.
En el espejo de esta noche alcanzo
mi insospechado rostro eterno. El círculo
se va a cerrar. Yo aguardo que así sea.

Pisan mis pies la sombra de las lanzas
que me buscan. Las befas de mi muerte,
los jinetes, las crines, los caballos,
se ciernen sobre mí... Ya el primer golpe,
ya el duro hierro que me raja el pecho,
el íntimo cuchillo en la garganta.


Fuente: Pierre Bergé


En El Otro el Mismo (1964)
Publicado por primera vez en La Nación el 4 de julio de1943
Foto arriba: Manuscrito fragmentario de 1954 
Foto al pie: manuscrito completo


1/10/14

Jorge Luis Borges: Tú






Un solo hombre ha nacido, un solo hombre ha muerto en la tierra.
Afirmar lo contrario es mera estadística, es una adición imposible.
No menos imposible que sumar el olor de la lluvia y el sueño que anteanoche soñaste.
Ese hombre es Ulises, Abel, Caín, el primer hombre que ordenó las constelaciones, el hombre que erigió la primera pirámide, el hombre que escribió los hexagramas del Libro de los Cambios, el forjador que grabó runas en la espada de Hengist, el arquero Einar Tambarskelver, Luis de León, el librero que engendró a Samuel Johnson, el jardinero de Voltaire, Darwin en la proa del Beagle, un judío en la cámara letal, con el tiempo, tú y yo.
Un solo hombre ha muerto en Ilión, en el Metauro, en Hastings, en Austerlitz, en Trafalgar, en Gettysburg.
Un solo hombre ha muerto en los hospitales, en barcos, en la ardua soledad, en la alcoba del hábito y del amor.
Un solo hombre ha mirado la vasta aurora.
Un solo hombre ha sentido en el paladar la frescura del agua, el sabor de las frutas y de la carne.
Hablo del único, del uno, del que siempre está solo.

Norman, Oklahoma



En El oro de los tigres (1972)

Foto: Cover Borges: memoria de un gesto
de Jairo Osorio Gómez y Carlos Bueno
Medellín (Colombia), 1979



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