13/6/14

Jorge Luis Borges: La intrusa



 

 

2 Reyes, I, 26

Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristián, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Morón. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.

En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas dormían en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.

Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Malquistarse con uno era contar con dos enemigos.

Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristián llevó a vivir con él a Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucía en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados; bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.

Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristián. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.

Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristián atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristián le dijo a Eduardo:

—Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, usala. El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer. Cristián se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.

Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristián solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.

Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injurió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristián.

La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.

Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un diálogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicar nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las tres de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristián cobró la suma y la dividió después con el otro.

En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristián se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristián le dijo:

—De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano. Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristián; Eduardo espoleó al overo para no verlos.

Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande —¡quién sabe qué rigores y qué peligros habían compartido!— y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que había traído la discordia.

El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristián uncía los bueyes. Cristián le dijo:

—Vení; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo. Ya los cargué; aprovechemos la fresca.

El comercio del Pardo quedaba, creo, más al sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.

Orillaron un pajonal; Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro: —A trabajar, hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios.

Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.


En El Informe de Brodie, 1970
Imagen: Borges ilustración de Peiró Vía

12/6/14

Jorge Luis Borges: 991 A.D.






Casi todos creyeron que la batalla, esa cosa viva y cambiante, los había arrojado contra el pinar. Eran diez o doce en la tarde. Hombres del arado y del remo, de los tercos trabajos de la tierra y de su fatiga prevista, eran ahora soldados. Ni el sufrimiento de los otros ni el de su propia carne les importaba. Wulfred, atravesado el hombro por un dardo, murió a unos pasos del pinar. Nadie se apiadó del amigo, ninguno volvió la cabeza. Ya en la apretada sombra de las hojas, todos se dejaron caer, pero sin desprenderse de los escudos ni de los arcos. Aidan, sentado, habló con lenta gravedad como si pensara en voz alta.

—Byrhtnoth, que fue nuestro señor, ha dado el espíritu. Soy ahora el más viejo y quizá el más fuerte. No sé cuántos inviernos puedo contar, pero su tiempo me parece menor que el que me separa de esta mañana. Werferth dormía cuando el tañer de la campana me despertó. Tengo el sueño liviano de los viejos. Desde la puerta divisé las velas rayadas de los navegantes (los vikings), que ya habían echado anclas. Aperamos los caballos de la granja y seguimos a Byrhtnoth. A la vista del enemigo fueron repartidas las armas y las manos de muchos aprendieron el gobierno de los escudos y de los hierros. Desde la otra margen del río, un mensajero de los vikings pidió un tributo de ajorcas de oro y nuestro señor contestó que lo pagaría con antiguas espadas. La creciente del río se interponía entre los dos ejércitos. Temíamos la guerra y la anhelábamos, porque era inevitable. A mi derecha estaba Werferth y casi lo alcanzó una flecha noruega.

Tímidamente, Werferth lo interrumpió:

—Tú la quebraste, padre, con el escudo.

Aidan siguió:

—Tres de los nuestros defendieron el puente. Los navegantes propusieron que los dejáramos cruzar por el vado. Byrhtnoth les dio su venia. Obró así, creo, porque estaba ganoso de la batalla y para amedrentar a los paganos con la fe que había puesto en nuestro coraje. Los enemigos atravesaron el río, en alto los escudos, y pisaron el pasto de la barranca. Después vino el encuentro de hombres.

La gente lo seguía con atención. Iban recordando los hechos que Aidan enumeraba y que les parecía comprender sólo ahora, cuando una voz los acuñaba en palabras. Desde el amanecer, habían combatido por Inglaterra y por su dilatado imperio futuro y no lo sabían.

Werferth, que conocía bien a su padre, sospechó que algo se ocultaba bajo aquel pausado discurso. Aidan continuó:

—Unos pocos huyeron y serán la befa del pueblo. De cuantos quedamos aquí no hay uno solo que no haya matado a un noruego. Cuando Byrhtnoth murió yo estaba a su lado. No rogó a Dios que sus pecados le fueran perdonados; sabía que todos los hombres son pecadores. Le agradeció los días de ventura que Este le había deparado en la tierra y, sobre los otros, el último: el de nuestra batalla. A nosotros nos toca merecer haber sido testigos de su muerte y de las otras muertes y hazañas de esta grande jornada. Sé la mejor manera de hacerlo. Iremos por el atajo y arribaremos a la aldea antes que los vikings. Desde ambos lados del camino, emboscados, los recibiremos con flechas. La larga guerra nos había rendido; os conduje aquí para descansar. 

Se había puesto de pie y era firme y alto, como cuadra a un sajón.

—¿Y después Aidan? —dijo uno del grupo, el más joven.

—Después nos matarán. No podemos sobrevivir a nuestro señor. Él nos ordenó esta mañana; ahora las órdenes son mías. No sufriré que haya un cobarde. He hablado.

Los hombres fueron levantándose. Alguno se quejó.

—Somos diez, Aidan —contó el muchacho.

Aidan prosiguió con su voz de siempre:

—Seremos nueve. Werferth, mi hijo, ahora estoy hablando contigo. Lo que te ordenaré no es fácil. Tienes que irte solo y dejarnos. Tienes que renunciar a la contienda, para que perdure el día de hoy en la memoria de los hombres. Eres el único capaz de salvarlo. Eres el cantor, el poeta.

Werferth se arrodilló. Era la primera vez que su padre le hablaba de sus versos. Dijo con voz cortada:

—Padre ¿dejarás que a tu hijo lo tachen de cobarde como a los miserables que huyeron?

Aidan le replicó:

—Ya has dado prueba de no ser un cobarde. Nosotros cumpliremos con Byrhtnoth dándole nuestra vida; tú cumplirás con él guardando su memoria en el tiempo.

Se volvió a los otros y dijo:

—Ahora, a cruzar el bosque. Disparada la última flecha, arrojaremos los escudos a la batalla y saldremos con las espadas. Werferth los vio perderse en la penumbra del día y de las hojas, pero sus labios ya encontraban un verso.


En La moneda de hierro (1976)
Foto: Borges en Palermo, Sicilia 1984 © Ferdinando Scianna - Magnum Photos  

11/6/14

Jorge Luis Borges: La moneda de hierro






Aquí está la moneda de hierro. Interroguemos
Las dos contrarias caras que serán la respuesta
De la terca demanda que nadie no se ha hecho:
¿Por qué precisa un hombre que una mujer lo quiera?
Miremos. En el orbe superior se entretejen
El firmamento cuádruple que sostiene el diluvio
Y las inalterables estrellas planetarias.
Adán, el joven padre, y el joven Paraíso.
La tarde y la mañana. Dios en cada criatura.
En ese laberinto puro está tu reflejo.
Arrojemos de nuevo la moneda de hierro
Que es también un espejo mágico.
Su reverso Es nadie y nada y sombra y ceguera. Eso eres.
De hierro las dos caras labran un solo eco.
Tus manos y tu lengua son testigos infieles.
Dios es el inasible centro de la sortija.
No exalta ni condena. Obra mejor: olvida.
Maculado de infamia ¿por qué no han de quererte?
En la sombra del otro buscamos nuestra sombra;
En el cristal del otro, nuestro cristal recíproco.



En La moneda de hierro (1976)
Foto: Borges en el escritorio de Paul Groussac, por Sara Facio

10/6/14

Jorge Luis Borges: El Libro de Arena





…thy rope of sands…
George Herbert (1593-1623)

La línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no es éste, more geometrico, el mejor modo de iniciar mi relato. Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio, casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.

Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
—Vendo biblias —me dijo.
No sin pedantería le contesté:
—En esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó.
—No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir. Abrió la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo, encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
—Será del siglo diecinueve —observé.
—No sé. No lo he sabido nunca —fue la respuesta.
Lo abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración, como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
—Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí. En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
—Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad? 
—No —me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
—Lo adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen ni principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.
—Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
—Esto no puede ser.
Siempre en voz baja el vendedor de biblias me dijo:
—No puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los términos de una serie infinita admiten cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
—Si el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
—¿Usted es religioso, sin duda?
—Sí, soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su libro diabólico.
Le aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el amor de Stevenson y de Hume.
—Y de Robbie Burns —corrigió.
Mientras hablábamos yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
—¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
—No. Se lo ofrezco a usted —me replicó, y fijó una suma elevada.
Le respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
—Le propongo un canje —le dije—. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis padres.
—A black letter Wiclif! —murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.
—Trato hecho —me dijo.
Me asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y los guardó.
Hablamos de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron. Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su nombre.
Pensé guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descabalados de Las mil y una noches.
Me acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz. Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada una máscara. El ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la novena potencia.
No mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía. Me quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con el libro.
Declinaba el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque. Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas. Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.


El Libro de Arena (1975)
Foto © Lisl Steiner (+)

9/6/14

Jorge Luis Borges: Acerca del expresionismo





En el decurso de la literatura germánica, el expresionismo es una discordia. Ahondemos la sentencia.

Antes del acontecimiento expresionista la mayoría de los escritores tudescos atendieron en sus versos no a la intensidad sino a la armonía. Obra de caballeros acomodados la suya, se detuvo en las blandas añoranzas, en la visión rural y en la tragedia rígida que atenúan forasteros lugares y lejanías en el tiempo. Nunca fueron asombro del lector, encamináronse a la pública tierra con la conciencia limpia de violentas artimañas retóricas y sus plumas tranquilas alcanzaron mucha remansada belleza. Desde el verso heptasílabo natal hasta los numerosos hexámetros de una hechura latina, abundaron —con la insistente generosidad de una súplica— en la dicción de esa dispersada nostalgia que es la señal más evidente de su sentir. El propio Goethe casi nunca buscó la intensidad; Hebbel alcánzala en sus dramas y no en sus versos; Ángel Silesio y Heine y Nietzsche fueron excepciones grandiosas. Hoy en cambio por obra del expresionismo y de sus precursores se generaliza lo intenso; los jóvenes poetas de Alemania no paran mientes en impresiones de conjunto, sino en las eficacias del detalle: en la inusual certeza del adjetivo, en el brusco envión de los verbos. Esta solicitud verbal es una comprensión de los instantes y de las palabras, que son instantes duraderos del pensamiento. La causadora de ese desmenuzamiento fue en mi entender la guerra, que poniendo en peligro todas las cosas, hizo también que las justipreciaran.

Esto merece ilustración.

Si para la razón ha sido insignificativa la guerra, pues no ha hecho más que apresurar el apocamiento de Europa, no cabe duda que para los interlocutores de su trágica farsa fue experiencia intensísima. ¡Cuántas duras visiones no habrán atropellado su mirar! Haber conocido en la inmediación soldadesca tierras de Rusia y Austria, y Francia y Polonia, haber sido partícipe de las primeras victorias, terribles como derrotas, cuando la infantería en persecución de cielos y ejércitos atravesaba campos desvaídos donde mostrábase saciada la muerte y universal la injuria de las armas, es casi codiciadero pero indubitable sufrir. Añádase a esta sucesión de aquelarres el entrañable sentimiento de que estrujada de amenazas la vida —¡la propia calurosa y ágil vida!— es eventualidad y no certidumbre. No es maravilloso que muchos en esa perfección de dolor hayan echado mano a las inmortales palabras para alejarlo en ellas. De tal modo, en trincheras, en lazaretos, en desesperado y razonable rencor, creció el expresionismo. La guerra no lo hizo, mas lo justificó.

Vehemencia en el ademán y en la hondura, abundancia de imágenes y una suposición de universal hermandad: he aquí el expresionismo. Puede achacársele con justicia el no haber pergeñado obras perfectas. Entre los hombres que lo precedieron, resaltan tres —Karl Vollmoeller y los austríacos Rainer María Rilke y Hugo de Hofmannsthal— que han realizado esa proeza.

En los mejores poemas expresionistas hay la viviente imperfección de un motín.

Los patriotas afirman que el expresionismo es una intromisión judaizante. Explicaré el sentido de esa suposición.

El pensativo, el hombre intelectual, vive en la intimidad de los conceptos que son abstracción pura; el hombre sensitivo, el carnal, en la contigüidad del mundo externo. Ambas trazas de gente pueden recabar en las letras levantada eminencia, pero por caminos desemejantes. El pensativo, al metaforizar, dilucidará el mundo externo mediante las ideas incorpóreas que para él son lo entrañal e inmediato; el sensual corporificará los conceptos. Ejemplo de pensativos es Goethe cuando equipara la luna en la tenebrosidad de la noche a una ternura en un afligimiento; ejemplos de la manera contraria los da cualquier lugar de la Biblia. Tan evidente es esa idiosincrasia en la Escritura que el propio San Agustín señaló: La divina sabiduría que condescendió a jugar con nuestra infancia por medio de parábolas y de similitudes ha querido que los profetas hablasen de lo divino a lo humano, para que los torpes ánimos de los hombres entendieran lo celestial por semejanza con las cosas terrestres.

(La teología —que los racionalistas desprecian es en última instancia la logicalización o tránsito a lo espiritual de la Biblia, tan arraigadamente sensual. Es el ordenamiento en que los pensativos occidentales pusieron la obra de los visionarios judaicos. ¡Qué bella transición intelectual desde el Señor que al decir del capítulo tercero del Génesis paseábase por el jardín en la frescura de la tarde, hasta el Dios de la doctrina escolástica cuyos atributos incluyen la ubicuidad, el conocimiento infinito y hasta la permanencia fuera del Tiempo en un presente inmóvil y abrazador de siglos, ajeno de vicisitudes, horro de sucesión, sin principio ni fin.)

Considerad ahora que los expresionistas han amotinado de imágenes visuales la lírica contemplativa germánica y pensaréis tal vez que los que advierten judaísmo en sus versos tienen esencialmente razón. Razón dialéctica, de símbolo, donde la realidad no colabora.

Que tres poetas icen ahora sus palabras.


Noche en el cráter

Un nubarrón, calavera sin la quijada, alisa el campo carcomido de cráteres.
En el molusco grieta palidece la arrugada perla enferma rostro
y resbala de la línea de trincheras, roto cordón que me tiene aún por ambas manos atado.
Siempre flanqueado de infinito, bostezan en mi costado las heridas de lanza.
Ante los ojos los malos agüeros nerviosos de fuego a ras de tierra, como llamas de alcohol, un exorcismo para no sostenernos mucho tiempo en este heroico paisaje.
Junto a tantos escombros de cemento, bloques erráticos 1916-17, y escarpadas esferitas de luz, desesperado contra-exorcismo.
Las granadas de gas estallan como un intestino pinchado.
Las trompas de las caretas limitan su horizonte al mínimum de existencia.
Alrededor del yelmo de acero el ventilador viento sopla tras de buscar inútilmente susurros en las forestas;
aquí el lecho primordial de raíces ya que no mece la tierra,
sino la detonación de las minas, el final de la trayectoria de terribles cometas,
encuentros calculados en no sé qué angustiosa astronomía,
bajo las frentes crispadas como cinc rígido.
Las granadas de mano se arrojan por la borda.
Al amanecer surge como en alta mar un cadáver
color de plata o agua. Para nosotros —cual un amuleto— íntimo e inmediato.

Alfredo Vagts


Ciudad

Sigue el ramaje de los vientos. Las aristas
de las esquinas van impeliendo las calles.
Curvas de luz ondeante deslumbran
espejadas por el brillo redondo de los villajes.
¿Derriba los colores! Desata la madeja
de los valles cansados. Hambriento queda
siempre algo eternamente igual en los deseos
que se atropellan hasta caer polvorientos.
Ya cada frente se revuelve en la red
de las frentes pulidas. Ya huye el movimiento
por los canales de follaje, matando aquellas
líneas entrelazadas que se pegan al cielo.

Werner Hahn


La Batalla de Marne

Poco a poco las piedras dan en hablar y en moverse.
Los pastos brillan como un verde metal. Las selvas,
talanqueras bajas y espesas, tragan columnas lejanas.
Encalado secreto, amaga estallar todo el cielo.
Dos horas infinitas van desplegando minutos.
Hinchado asciende el horizonte vacío.
Mi corazón es amplio como Alemania y Francia reunidas.
lo atraviesan todas las balas del mundo.
La batería levanta su voz de león.
Una y seis veces. Silencio.
En los lejos hierve la infantería.
Durante días. Durante semanas también.

Guillermo Klemm

(Soy yo el culpable de la españolización de los versos.)


En Inquisiciones (1925)
Hay una primera versión (1923) con variantes luego, antologada en
Textos recobrados 1919-1929 (Buenos Aires, 2011)

Foto: Jorge Luis Borges, 1971, by Gisèle Freund

8/6/14

Jorge Luis Borges: El grabado





¿Por qué, al hacer girar la cerradura,
vuelve a mis ojos con asombro antiguo
el grabado de un tártaro que enlaza
desde el caballo un lobo de la estepa?
La fiera se revuelve eternamente.
El jinete la mira. La memoria
me concede esta lámina de un libro
cuyo color y cuyo idioma ignoro.
Muchos años hará que no la veo.
A veces me da miedo la memoria.
En sus cóncavas grutas y palacios
(dijo San Agustín) hay tantas cosas.
El infierno y el cielo están en ella.
Para el primero basta lo que encierra
el más común y tenue de tus días
y cualquier pesadilla de tu noche;
para el otro, el amor de los que aman,
la frescura del agua en la garganta
de la sed, la razón y su ejercicio,
la tersura del ébano invariable
o —luna y sombra— el oro de Virgilio.



En Historia de la noche (1977)
Foto en la Biblioteca Nacional, 1963, por Ronald Shakespear

7/6/14

Jorge Luis Borges: El caballo*






La llanura que espera desde el principio. Más allá de los últimos durazneros, junto a las aguas, un gran caballo blanco de ojos dormidos parece llenar la mañana. El cuello arqueado, como en una lámina persa, y la crin y la cola arremolinadas. Es recto y firme y está hecho de largas curvas. Recuerdo la curiosa línea de Chaucer: a very horsely horse. No hay con qué compararlo y no está cerca, pero se sabe que es muy alto.

Nada, salvo ya el mediodía.

Aquí y ahora está el caballo, pero algo distinto hay en él, porque también es un caballo en un sueño de Alejandro de Macedonia.



*Debo corregir una cita. Chaucer (The Squieres Tale, 194) escribió: Therwith so horsly, and soquik of yë.

En Historia de la noche (1977)
Foto s-d: Fundación Borges

6/6/14

Jorge Luis Borges: Metáforas de «Las mil y una noches»






La primera metáfora es el río.
Las grandes aguas. El cristal viviente
que guarda esas queridas maravillas
y mías hoy. El todopoderoso
talismán que también es un esclavo;
el genio confinado en la vasija
de cobre por el sello salomónico;
el juramento de aquel rey que entrega
su reina de una noche a la justicia
de la espada, la luna, que está sola;
las manos que se lavan con ceniza;
los viajes de Simbad, ese Odiseo
urgido por la sed de su aventura,
no castigado por un dios; la lámpara;
la conquista de España por los árabes;
el simio que revela que es un hombre,
jugando al ajedrez; el rey leproso;
las altas caravanas; la montaña
de piedra imán que hace estallar la nave;
el jeque y la gacela; un orbe fluido
de formas que varían como nubes,
sujetas al arbitrio del Destino
o del Azar, que son la misma cosa;
el mendigo que puede ser un ángel
y la caverna que se llama Sésamo.
La segunda metáfora es la trama
de un tapiz, que propone a la mirada
un caos de colores y de líneas
irresponsables, un azar y un vértigo,
pero un orden secreto lo gobierna.
Como aquel otro sueño, el Universo,
el Libro de las Noches está hecho
de cifras tutelares y de hábitos:
los siete hermanos y los siete viajes,
los tres cadíes y los tres deseos
de quien miró la Noche de las Noches,
la negra cabellera enamorada
en que el amante ve tres noches juntas,
los tres visires y los tres castigos,
y encima de las otras la primera
y última cifra del Señor; el Uno.
La tercera metáfora es un sueño.
Agarenos y persas lo soñaron
en los portales del velado Oriente
o en vergeles que ahora son del polvo
y seguirán soñándolo los hombres
hasta el último fin de su jornada.
Como en la paradoja del eleata,
el sueño se disgrega en otro sueño
y ése en otro y en otros, que entretejen
ociosos un ocioso laberinto.
En el libro está el Libro. Sin saberlo,
la reina cuenta al rey la ya olvidada
historia de los dos. Arrebatados
por el tumulto de anteriores magias,
no saben quiénes son. Siguen soñando.
La cuarta es la metáfora de un mapa
de esa región indefinida, el Tiempo,
de cuanto miden las graduales sombras
y el perpetuo desgaste de los mármoles
y los pasos de las generaciones.
Todo. La voz y el eco, lo que miran
las dos opuestas caras del Bifronte,
mundos de plata y mundos de oro rojo
y la larga vigilia de los astros.
Dicen los árabes que nadie puede
leer hasta el fin el Libro de las Noches.
Las Noches son el Tiempo, el que no duerme.
Sigue leyendo mientras muere el día
y Shahrazad te contará tu historia.


En Historia de la noche (1970)
Foto: JLB en Mexico

5/6/14

Jorge Luis Borges: El hambre





Madre antigua y atroz de la incestuosa guerra,
borrado sea tu nombre de la faz de la tierra.

Tú que arrojaste al círculo del horizonte abierto
la alta proa del viking, las lanzas del desierto.

En la Torre del Hambre de Ugonno de Pisa
tienes tu monumento y en la estrofa concisa

que nos deja entrever (sólo entrever) los días
últimos y en la sombra que cae las agonías.

Tú que de sus pinares haces que surja el lobo
y que guiaste la mano de Jean Valjean al robo.

Una de tus imágenes es aquel silencioso
Dios que devora el orbe sin ira y sin reposo,

el tiempo. Hay otra diosa de tiniebla y de osambre;
su lecho es la vigilia y su pan es el hambre.

Tú que a Chatterton diste la muerte en la bohardilla
entre los falsos códices y la luna amarilla.

Tú que entre el nacimiento del hombre y su agonía
pides en la oración el pan de cada día.

Tú cuya lenta espada roe generaciones
Y sobre los testuces lanzas a los leones.

Madre antigua y atroz de la incestuosa guerra,
borrado sea tu nombre de la faz de la tierra.



En El otro, el mismo (1964)
Foto Annemarie Heinrich

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