17/5/14

Jorge Luis Borges: El fin

 





     Recabarren, tendido, entreabrió los ojos y vio el oblicuo cielo raso de junco. De la otra pieza le llegaba un rasgueo de guitarra, una suerte de pobrísimo laberinto que se enredaba y desataba infinitamente... Recobró poco a poco la realidad, las cosas cotidianas que ya no cambiaría nunca por otras. Miró sin lástima su gran cuerpo inútil, el poncho de lana ordinaria que le envolvía las piernas. Afuera, más allá de los barrotes de la ventana, se dilataban la llanura y la tarde; había dormido, pero aún quedaba mucha luz en el cielo. Con el brazo izquierdo tanteó, hasta dar con un cencerro de bronce que había al pie del catre. Una o dos veces lo agitó; del otro lado de la puerta seguían llegándole los modestos acordes. El ejecutor era un negro que había aparecido una noche con pretensiones de cantor y que había desafiado a otro forastero a una larga payada de contrapunto. Vencido, seguía frecuentando la pulpería, como a la espera de alguien. Se pasaba las horas con la guitarra, pero no había vuelto a cantar; acaso la derrota lo había amargado. La gente ya se había acostumbrado a ese hombre inofensivo. Recabarren, patrón de la pulpería, no olvidaría ese contrapunto; al día siguiente, al acomodar unos tercios de yerba, se le había muerto bruscamente el lado derecho y había perdido el habla. A fuerza de apiadarnos de las desdichas de los héroes de las novelas concluimos apiadándonos con exceso de las desdichas propias; no así el sufrido Recabarren, que aceptó la parálisis como antes había aceptado el rigor y las soledades de América. Habituado a vivir en el presente, como los animales, ahora miraba el cielo y pensaba que el cerco rojo de la luna era señal de lluvia.

  Un chico de rasgos aindiados (hijo suyo, tal vez) entreabrió la puerta. Recabarren le preguntó con los ojos si había algún parroquiano. El chico, taciturno, le dijo por señas que no; el negro no contaba. El hombre postrado se quedó solo; su mano izquierda jugó un rato con el cencerro, como si ejerciera un poder.

  La llanura, bajo el último sol, era casi abstracta, como vista en un sueño. Un punto se agitó en el horizonte y creció hasta ser un jinete que venía, o parecía venir, a la casa. Recabarren vio el chambergo, el largo poncho oscuro, el caballo moro, pero no la cara del hombre, que, por fin, sujetó el galope y vino acercándose al trotecito. A unas doscientas varas dobló. Recabarren no lo vio más, pero lo oyó chistar, apearse, atar el caballo al palenque y entrar con paso firme en la pulpería.

  Sin alzar los ojos del instrumento, donde parecía buscar algo, el negro dijo con dulzura:

 -Ya sabía yo, señor, que podía contar con usted.

 El otro, con voz áspera, replicó:

 -Y yo con vos, moreno. Una porción de días te hice esperar, pero aquí he venido. Hubo un silencio. Al fin, el negro respondió:

 -Me estoy acostumbrando a esperar. He esperado siete años.

 El otro explicó sin apuro:

  -Más de siete años pasé yo sin ver a mis hijos. Los encontré ese día y no quise mostrarme como un hombre que anda a las puñaladas.

  -Ya me hice cargo -dijo el negro-. Espero que los dejó con salud.

       El forastero, que se había sentado en el mostrador, se rió de buena gana. Pidió una caña y la paladeó sin concluirla.

  -Les di buenos consejos -declaró-, que nunca están de más y no cuestan nada. Les dije, entre otras cosas, que el hombre no debe derramar la sangre del hombre.

  Un lento acorde precedió la respuesta del negro:

 -Hizo bien. Así no se parecerán a nosotros.

  -Por lo menos a mí -dijo el forastero y añadió como si pensara en voz alta-: Mi destino ha querido que yo matara y ahora, otra vez, me pone el cuchillo en la mano.

  El negro, como si no lo oyera, observó:

 -Con el otoño se van acortando los días.

 -Con la luz que queda me basta -replicó el otro, poniéndose de pie.

 Se cuadró ante el negro y le dijo como cansado:

 -Deja en paz la guitarra, que hoy te espera otra clase de contrapunto.

 Los dos se encaminaron a la puerta. El negro, al salir, murmuró:

 -Tal vez en éste me vaya tan mal como en el primero.

 El otro contestó con seriedad:

 -En el primero no te fue mal. Lo que pasó es que andabas ganoso de llegar al segundo.

  Se alejaron un trecho de las casas, caminando a la par. Un lugar de la llanura era igual a otro y la luna resplandecía. De pronto se miraron, se detuvieron y el forastero se quitó las espuelas. Ya estaban con el poncho en el antebrazo, cuando el negro dijo:

  -Una cosa quiero pedirle antes que nos trabemos. Que en este encuentro ponga todo su coraje y toda su maña, como en aquel otro de hace siete años, cuando mató a mi hermano. Acaso por primera vez en su diálogo, Martín Fierro oyó el odio. Su sangre lo sintió como un acicate. Se entreveraron y el acero filoso rayó y marcó la cara del negro.

  Hay una hora de la tarde en que la llanura está por decir algo; nunca lo dice o tal vez lo dice infinitamente y no lo entendemos, o lo entendemos pero es intraducible como una música... Desde su catre, Recabarren vio el fin. Una embestida y el negro reculó, perdió pie, amagó un hachazo a la cara y se tendió en una puñalada profunda, que penetró en el vientre. Después vino otra que el pulpero no alcanzó a precisar y Fierro no se levantó.

  Inmóvil, el negro parecía vigilar su agonía laboriosa. Limpió el facón ensangrentado en el pasto y volvió a las casas con lentitud, sin mirar para atrás. Cumplida su tarea de justiciero, ahora era nadie. Mejor dicho era el otro: no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre.


En Ficciones (1944)
Imagen: Borges en la terraza de su casa, Buenos Aires, 1977
Foto Mario de Biasi/Getty Images


16/5/14

Jorge Luis Borges: Insomnio (1964)





De fierro,
de encorvados tirantes de enorme fierro tiene que ser la noche,
para que no la revienten y la desfonden
las muchas cosas que mis abarrotados ojos han visto,
las duras cosas que insoportablemente la pueblan.

Mi cuerpo ha fatigado los niveles, las temperaturas, las luces:
en vagones de largo ferrocarril,
en un banquete de hombres que se aborrecen,
en el filo mellado de los suburbios,
en una quinta calurosa de estatuas húmedas,
en la noche repleta donde abundan el caballo y el hombre.

El universo de esta noche tiene la vastedad
del olvido y la precisión de la fiebre.

En vano quiero distraerme del cuerpo
y del desvelo de un espejo incesante
que lo prodiga y que lo acecha
y de la casa que repite sus patios
y del mundo que sigue hasta un despedazado arrabal
de callejones donde el viento se cansa y de barro torpe.

En vano espero
las desintegraciones y los símbolos que preceden al sueño.

Sigue la historia universal:
los rumbos minuciosos de la muerte en las caries dentales,
la circulación de mi sangre y de los planetas.

(He odiado el agua crapulosa de un charco,
he aborrecido en el atardecer el canto del pájaro.)

Las fatigadas leguas incesantes del suburbio del Sur,
leguas de pampa basurera y obscena, leguas de execración,
no se quieren ir del recuerdo.

Lotes anegadizos, ranchos en montón como perros, charcos de plata fétida:
soy el aborrecible centinela de esas colocaciones inmóviles.
Alambre, terraplenes, papeles muertos, sobras de Buenos Aires.

Creo esta noche en la terrible inmortalidad:
ningún hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer, ningún muerto
porque esta inevitable realidad de fierro y de barro
tiene que atravesar la indiferencia de cuantos estén dormidos o muertos
-aunque se oculten en la corrupción y en los siglos-
y condenarlos a vigilia espantosa.

Toscas nubes color borra de vino infamarán el cielo;
amanecerá en mis párpados apretados.

Adrogué, 1936


En El otro, el mismo, 1964
Imagen: Hulton Archive/Getty Images

15/5/14

Jorge Luis Borges: El escritor argentino y la tradición







Quiero formular y justificar algunas proposiciones escépticas sobre el problema del escritor argentino y la tradición. Mi escepticismo no se refiere a la dificultad o imposibilidad de resolverlo, sino a la existencia misma del problema. Creo que nos enfrenta un tema retórico, apto para desarrollos patéticos; más que de una verdadera dificultad mental entiendo que se trata de una apariencia, de un simulacro, de un seudoproblema.

Antes de examinarlo, quiero considerar los planteos y soluciones más corrientes. Empezaré, por una solución que se ha hecho casi instintiva, que se presenta sin colaboración de razonamientos; la que afirma que la tradición literaria argentina ya existe en la poesía gauchesca. Según ella, el léxico, los procedimientos, los temas de la poesía gauchesca deben ilustrar al escritor contemporáneo, y son un punto de partida y quizá un arquetipo. Es la solución más común y por eso pienso demorarme en su examen.

Ha sido propuesta por Lugones en El payador; ahí se lee que los argentinos poseemos un poema clásico, el Martín Fierro, y que ese poema debe ser para nosotros lo que los poemas homéricos fueron para los griegos. Parece difícil contradecir esta opinión, sin menoscabo del Martín Fierro. Creo que el Martín Fierro es la obra más perdurable que hemos escrito los argentinos y creo con la misma intensidad que no podemos suponer que el Martín Fierro es, como algunas veces se ha dicho, nuestra Biblia, nuestro libro canónico.

Ricardo Rojas, que también ha recomendado la canonización del Martín Fierro, tiene una página, en su Historia de la literatura argentina, que parece casi un lugar común y que es una astucia.

Rojas estudia la poesía de los gauchescos, es decir, la poesía de Hidalgo, Ascasubi, Estanislao del Campo y José Hernández, y la deriva de la poesía de los payadores, de la espontánea poesía de los gauchos. Hace notar que el metro de la poesía popular es el octosílabo y que los autores de la poesía gauchesca manejan ese metro, y acaba por considerar la poesía de los gauchescos como una continuación o magnificación de la poesía de los payadores.

Sospecho que hay un grave error en esta afirmación; podríamos decir un hábil error, porque se ve que Rojas, para dar raíz popular a la poesía de los gauchescos, que empieza en Hidalgo, y culmina en Hernández, la presenta como una continuación, como una derivación de la de los gauchos, y así Bartolomé Hidalgo, es no el Homero de esta poesía, como dijo Mitre, sino un eslabón.

Ricardo Rojas hace de Hidalgo un payador; sin embargo, según la misma Historia de la literatura argentina, este supuesto payador empezó componiendo versos endecasílabos, metro naturalmente vedado a los payadores, que no percibían su armonía, como no percibieron la armonía del endecasílabo los lectores españoles cuando Garcilaso lo importó de Italia.

Entiendo que hay una diferencia fundamental entre la poesía de los gauchos y la poesía gauchesca. Basta comparar cualquier colección de poesías populares con el Martín Fierro, con el Paulino Lucero, con el Fausto, para advertir esa diferencia, que está no menos en el léxico que en el propósito de los poetas. Los poetas populares del campo y del suburbio versifican temas generales: las penas del amor y de la ausencia, el dolor del amor, y lo hacen en un léxico muy general también; en cambio, los poetas gauchescos cultivan un lenguaje deliberadamente popular, que los poetas populares no ensayan. No quiero decir que el idioma de los poetas populares sea un español correcto, quiero decir que si hay incorrecciones son obra de la ignorancia. En cambio, en los poetas gauchescos hay una busca de las palabras nativas, una profusión de color local. La prueba es ésta: un colombiano, un mejicano o un español pueden comprender inmediatamente las poesías de los payadores, de los gauchos, y en cambio necesitan un glosario para comprender, siquiera aproximadamente, a Estanislao del Campo o Ascasubi.

Todo esto puede resumirse así: la poesía gauchesca, que ha producido —me apresuro a repetirlo— obras admirables, es un género literario tan artificial como cualquier otro. En las primeras composiciones gauchescas, en las trovas de Bartolomé Hidalgo, ya hay un propósito de presentarlas en función del gaucho, como dichas por gauchos, para que el lector las lea con una entonación gauchesca. Nada más lejos de la poesía popular. El pueblo —esto yo lo he observado no solo en los payadores de la campaña, sino en los de las orillas de Buenos Aires—, cuando versifica tiene la convicción de ejecutar algo importante, y rehúye instintivamente las voces populares y busca voces y giros altisonantes. Es probable que ahora la poesía gauchesca haya influido en los payadores y éstos abunden también en criollismos, pero en el principio no ocurrió así, y tenemos una prueba (que nadie ha señalado) en el Martin Fierro.

El Martín Fierro está redactado en un español de entonación gauchesca y no nos deja olvidar durante mucho tiempo que es un gaucho el que canta; abunda en comparaciones tomadas de la vida pastoril; sin embargo, hay un pasaje famoso en que el autor olvida esta preocupación de color local y escribe en un español general, y no habla de temas vernáculos, sino de grandes temas abstractos, del tiempo, del espacio, del mar, de la noche. Me refiero a la payada entre Martín Fierro y el Moreno, que ocupa el fin de la segunda parte. Es como si el mismo Hernández, hubiera querido indicar la diferencia entre su poesía gauchesca y la genuina poesía de los gauchos. Cuando esos dos gauchos, Fierro y el Moreno, se ponen a cantar, olvidan toda afectación gauchesca y abordan temas filosóficos. He podido comprobar lo mismo oyendo a payadores de las orillas; éstos rehúyen el versificar en orillero o lunfardo y tratan de expresarse con corrección. Desde luego fracasan, pero su propósito es hacer de la poesía algo alto; algo distinguido, podríamos decir con una sonrisa.

La idea de que la poesía argentina debe abundar en rasgos diferenciales argentinos y en color local argentino me parece una equivocación. Si nos preguntan qué libro es más argentino, el Martín Fierro o los sonetos de La urna de Enrique Banchs, no hay ninguna razón para decir que es más argentino el primero. Se dirá que en La urna de Banchs no está el paisaje argentino, la topografía argentina, la botánica argentina, la zoología argentina; sin embargo, hay otras condiciones argentinas en La urna.

Recuerdo ahora unos versos de La urna que parecen escritos para que no pueda decirse que es un libro argentino; son los que dicen: “... El sol en los tejados / y en las ventanas brilla. Ruiseñores / quieren decir que están enamorados.”

Aquí parece inevitable condenar: “el sol en los tejados y en las ventanas brilla”. Enrique Banchs escribió estos versos en un suburbio de Buenos Aires, y en los suburbios de Buenos Aires no hay tejados sino azoteas; “ruiseñores quieren decir que están enamorados”: el ruiseñor es menos un pájaro de la realidad que de la literatura, de la tradición griega y la germánica. Sin embargo, yo diría que en el mundo del manejo de estas imágenes convencionales, en esos tejados y en esos ruiseñores anómalos, no estarán desde luego la arquitectura ni la ornitología argentinas, pero están el pudor argentino, la reticencia argentina; la circunstancia de que Banchs, al hablar de ese gran dolor que lo abrumaba, al hablar de esa mujer que lo había dejado y había dejado vacío el mundo para él, recurra a imágenes extranjeras y convencionales como los tejados y los ruiseñores, es significativa: significativa del pudor, de la desconfianza, de las reticencias argentinas; de la dificultad que tenemos para las confidencias, para la intimidad.

Además, no sé si es necesario decir que la idea de que una literatura debe definirse por los rasgos diferenciales del país que la produce es una idea relativamente nueva; también es nueva y arbitraria la idea de que los escritores deben buscar temas de sus países. Sin ir más lejos, creo que Racine ni siquiera hubiera entendido a una persona que le hubiese negado su derecho al título de poeta francés por haber buscado temas griegos y latinos. Creo que Shakespeare se habría asombrado si hubieran pretendido limitarlo a temas ingleses, y si le hubiesen dicho que, como inglés, no tenía derecho a escribir Hamlet, de tema escandinavo, o Macbeth, de tema escocés. El culto argentino del color local es un reciente culto europeo que los nacionalistas deberían rechazar por foráneo.

He encontrado días pasados una curiosa confirmación de que lo verdaderamente nativo suele y puede prescindir del color local; encontré esta confirmación en la Historia de la declinación y caída del Imperio Romano de Gibbon. Gibbon observa que en el libro árabe por excelencia, en el Alcorán, no hay camellos; yo creo que si hubiera alguna duda sobre la autenticidad del Alcorán, bastaría esta ausencia de camellos para probar que es árabe. Fue escrito por Mahoma, y Mahoma, como árabe, no tenía por qué saber que los camellos eran especialmente árabes; eran para él parte de la realidad, no tenía por qué distinguirlos; en cambio un falsario, un turista, un nacionalista árabe, lo primero que hubiera hecho es prodigar camellos, caravanas de camellos en cada página; pero Mahoma, como árabe, estaba tranquilo: sabía, que podía ser árabe sin camellos. Creo que los argentinos podemos parecemos a Mahoma, podemos creer en la posibilidad de ser argentinos sin abundar en color local.

Séame permitida aquí una confidencia, una mínima confidencia. Durante muchos años, en libros ahora felizmente olvidados, traté de redactar el sabor, la esencia de los barrios extremos de Buenos Aires; naturalmente abundé en palabras locales, no prescindí de palabras como cuchilleros, milonga, tapia, y otras, y escribí así aquellos olvidables y olvidados libros; luego, hará un año, escribí una historia que se llama La muerte y la brújula que es una suerte de pesadilla» una pesadilla en que figuran elementos de Buenos Aires deformados por el horror de la pesadilla; pienso allí en el Paseo Colón y lo llamo Rué de Toulon, pienso en las quintas de Adrogué y las llamo Triste-le-Roy; publicada esa historia, mis amigos me dijeron que al fin habían encontrado en lo que yo escribía el sabor de las afueras de Buenos Aires. Precisamente porque no me había propuesto encontrar ese sabor, porque me había abandonado al sueño, pude lograr, al cabo de tantos años, lo que antes busqué en vano.

Ahora quiero hablar de una obra justamente ilustre que suelen invocar los nacionalistas. Me refiero a Don Segundo Sombra de Güiraldes. Los nacionalistas nos dicen que Don Segundo Sombra es el tipo de libro nacional; pero si comparamos Don Segundo Sombra con las obras de la tradición gauchesca, lo primero que notamos son diferencias. Don Segundo Sombra abunda en metáforas de un tipo que nada tiene que ver con el habla de la campaña y sí con las metáforas de los cenáculos contemporáneos de Montmartre. En cuanto a la fábula, a la historia, es fácil comprobar en ella el influjo del Kim de Kipling, cuya acción está en la India y que fue escrito, a su vez, bajo el influjo de Huckleberry Finn de Mark Twain, epopeya del Misisipí. Al hacer esta observación no quiero rebajar el valor de Don Segundo Sombra; al contrario, quiero hacer resaltar que para que nosotros tuviéramos ese libro fue necesario que Güiraldes recordara la técnica poética de los cenáculos franceses de su tiempo, y la obra de Kipling que había leído hacía muchos años; es decir, Kipling, y Mark Twain, y las metáforas de los poetas franceses fueron necesarios para este libro argentino, para este libro que no es menos argentino, lo repito, por haber aceptado esas influencias.

Quiero señalar otra contradicción: los nacionalistas simulan venerar las capacidades de la mente argentina pero quieren limitar el ejercicio poético de esa mente a algunos pobres temas locales, como sí los argentinos solo pudiéramos hablar de orillas y estancias y no del universo.

Pasemos a otra solución. Se dice que hay una tradición a la que debemos acogemos los escritores argentinos y que esa tradición es la literatura española. Este segundo consejo es desde luego un poco menos estrecho que el primero, pero también tiende a encerrarnos; muchas objeciones podrían hacérsele, pero basta con dos. La primera es ésta: la historia argentina puede definirse sin equivocación como un querer apartarse de España, como un voluntario distanciamiento de España. La segunda objeción es ésta: entre nosotros el placer de la literatura española, un placer que yo personalmente comparto, suele ser un gusto adquirido; yo muchas veces he prestado, a personas sin versación literaria especial, obras francesas e inglesas, y estos libros han sido gustados inmediatamente, sin esfuerzo. En cambio, cuando he propuesto a mis amigos la lectura de libros españoles, he comprobado que estos libros les eran difícilmente gustables sin un aprendizaje especial; por eso creo que el hecho de que algunos ilustres escritores argentinos escriban como españoles es menos el testimonio de una capacidad heredada que una prueba de la versatilidad argentina.

Llego a una tercera opinión que he leído hace poco sobre los escritores argentinos y la tradición, y que me ha asombrado mucho. Viene a decir que nosotros, los argentinos, estamos desvinculados del pasado; que ha habido como una solución de continuidad entre nosotros y Europa, Según este singular parecer, los argentinos estamos como en los primeros días de la creación; el hecho de buscar temas y procedimientos europeos es una ilusión, un error; debemos comprender que estamos esencialmente solos, y no podernos jugar a ser europeos.

Esta opinión me parece infundada. Comprendo que muchos la acepten, porque esta declaración de nuestra soledad, de nuestra perdición, de nuestro carácter primitivo tiene, como el existencialismo, los encantos de lo patético. Muchas personas pueden aceptar esta opinión porque una vez aceptada se sentirán solas, desconsoladas y, de algún modo, interesantes. Sin embargo, he observado que en nuestro país, precisamente por ser un país nuevo, hay un gran sentido del tiempo. Todo lo que ha ocurrido en Europa, los dramáticos acontecimientos de los últimos años de Europa, han resonado profundamente aquí. El hecho de que una persona fuera partidaria de los franquistas o de los republicanos durante la guerra civil española, o fuera partidaria de los nazis o de los aliados, ha determinado en muchos casos peleas y distanciamientos muy graves. Esto no ocurriría si estuviéramos desvinculados de Europa. En lo que se refiere a la historia, argentina, creo que todos nosotros la sentimos profundamente; y es natural que la sintamos, porque está, por la cronología y por la sangre, muy cerca de nosotros; los nombres, las batallas de las guerras civiles, la guerra de la independencia, todo está, en el tiempo y en la tradición familiar, muy cerca de nosotros.

¿Cuál es la tradición argentina? Creo que podemos contestar fácilmente y que no hay problema en esta pregunta. Creo que nuestra tradición es toda la cultura occidental, y creo también que tenemos derecho a esta tradición, mayor que el que pueden tener los habitantes de una u otra nación occidental, Recuerdo aquí un ensayo de Thorstein Veblen, sociólogo norteamericano, sobre la preeminencia de los judíos en la cultura occidental. Se pregunta sí esta preeminencia permite conjeturar una superioridad innata de los judíos, y contesta que no; dice que sobresalen en la cultura occidental porque actúan dentro de esa cultura y al mismo tiempo no se sienten atados a ella por una devoción especial; “por eso —dice— a un judío siempre le será más fácil que a un occidental no judío innovar en la cultura occidental”; y lo mismo podemos decir de los irlandeses en la cultura de Inglaterra. Tratándose de los irlandeses, no tenemos por qué suponer que la profusión de nombres irlandeses en la literatura y la filosofía británicas se deba a una preeminencia racial, porque muchos de esos irlandeses ilustres (Shaw, Berkeley, Swift) fueron descendientes de ingleses, fueron personas que no tenían sangre celta; sin embargo, les bastó el hecho de sentirse irlandeses, distintos, para innovar en la cultura inglesa. Creo que los argentinos, los sudamericanos en general, estamos en una situación análoga; podemos manejar todos los temas europeos, manejarlos sin supersticiones, con una irreverencia que puede tener, y ya tiene, consecuencias afortunadas.

Esto no quiere decir que todos los experimentos argentinos sean igualmente felices; creo que este problema de la tradición y de lo argentino es simplemente una forma contemporánea, y fugaz del eterno problema del determinismo. Si yo voy a tocar la mesa con una de mis manos, y me pregunto: ¿la tocaré con la mano izquierda o con la mano derecha?; y luego la toco con la mano derecha, los deterministas dirán que yo no podía obrar de otro modo y que toda la historia anterior del universo me obligaba a tocarla con la mano derecha, y que tocarla con la mano izquierda hubiera sido un milagro. Sin embargo, si la hubiera tocado con la mano izquierda me habrían dicho lo mismo: que había estado obligado a tocarla con esa mano. Lo mismo ocurre con los temas y procedimientos literarios. Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá a la tradición argentina, de igual modo que el hecho de tratar temas italianos pertenece a la tradición de Inglaterra por obra de Chaucer y de Shakespeare.

Creo, además, que todas estas discusiones previas sobre propósitos de ejecución literaria están basadas en el error de suponer que las intenciones y los proyectos importan mucho. Tomemos el caso de Kipling: Kipling dedicó su vida a escribir en función de determinados ideales político, quiso hacer de su obra un instrumento de propaganda y, sin embargo, al fin de su vida hubo de confesar que la verdadera esencia de la obra de un escritor suele ser ignorada por éste; y recordó el caso de Swift, que al escribir Los viajes de Gulliver quiso levantar un testimonio contra la humanidad y dejó, sin embargo, un libro para niños. Platón dijo que los poetas son amanuenses de un dios, que los anima contra su voluntad, contra sus propósitos, como el imán anima a una serie de anillos de hierro.

Por eso repito que no debemos temer y que debemos pensar que nuestro patrimonio es el universo; ensayar todos los temas, y no podemos concretarnos a lo argentino para ser argentinos: porque o ser argentino es una fatalidad y en ese caso lo seremos de cualquier modo, o ser argentino es una mera afectación, una máscara.

Creo que si nos abandonamos a ese sueño voluntario que se llama la creación artística, seremos argentinos y seremos, también, buenos o tolerables escritores.


En Discusión (1932)

En Obras Completas (1939-1941) Tomo 1
Buenos Aires, Sudamericana 2016
© María Kodama 1995, 1996

Imagen: Graffiti de Jorge Luis Borges en un puesto de libros de Plaza Italia, Buenos Aires



14/5/14

Jorge Luis Borges: Los cuatro ciclos







  Cuatro son las historias, una, la más antigua, es la de una fuerte ciudad que cercan y defienden hombres valientes. Los defensores saben que la ciudad será entregada al hierro y al fuego y que su batalla es inútil; el más famoso de los agresores, Aquiles, sabe que su destino es morir antes de la victoria. Los siglos fueron agregando elementos de magia. Se dijo que Helena de Troya, por la cual los ejércitos murieron, era una hermosa nube, una sombra; se dijo que el gran caballo griego en el que se ocultaron los griegos, era también una apariencia. Homero no habrá sido el primer poeta que refirió la fábula; alguien, en el siglo catorce, dejó esta línea que anda por mi memoria: The borgh brittened and brent to brontes and ashes.[ ] Dante Daniel Rosetti, imaginaría que la suerte de Troya quedó sellada en aquel instante en que Paris arde en amor de Helena; Yeats elegirá el instante en que se confunden Leda y el cisne que era un dios.

  Otra, que se vincula a la primera, es la del regreso. El de Ulises, que, al cabo de diez años de errar por mares peligrosos y de demorarse en islas de encantamiento, vuelve a su Ítaca; el de las divinidades del Norte que, una vez destruida la tierra, la ven surgir del mar, verde y lúcida, y hallan perdidas en el césped las piezas de ajedrez con que antes jugaron.

  La tercera historia es la de una busca. Podemos ver en ella una variación de la forma anterior. Jasón y el Vellocino; los treinta pájaros del persa, que cruzan mares y montañas y ven la cara de su Dios, el Simurgh, que es cada uno de ellos y todos. En el pasado toda empresa era venturosa. Alguien robaba, al fin, las prohibidas manzanas de oro; alguien, al fin, merecía la conquista de Grial, Ahora, la busca está condenada al fracaso. El capitán Ahab da con la ballena y la ballena lo deshace; los héroes de James o de Kafka sólo pueden esperar la derrota. Somos tan pobres de valor y de fe, que ya el happy-ending no es otra cosa que un halago industrial. No podemos creer en el cielo, pero sí en el infierno.

  La última historia es la del sacrificio de un dios. Attis, en Frigia, se mutila y se mata; Odín, sacrificando a Odín, Él mismo a Sí mismo, pende del árbol nueve noches enteras y es herido de lanza; Cristo es crucificado por los romanos.

  Cuatro son las historias. Durante el tiempo que nos queda seguiremos narrándolas, transformadas.



En El oro de los tigres, 1972
Imagen: Jorge Luis Borges en una comida


13/5/14

Jorge Luis Borges en su voz: La pesadilla






Señoras, señores:

  Los sueños son el género; la pesadilla, la especie. Hablaré de los sueños y, después, de las pesadillas.

  Estuve releyendo estos días libros de psicología. Me sentí singularmente defraudado. En todos ellos se hablaba de los instrumentos o de los temas de los sueños (voy a poder justificar esta palabra más adelante) y no se hablaba, lo que yo hubiera deseado, sobre lo asombroso, lo extraño del hecho de soñar.

  Así, en un libro de psicología que aprecio mucho, The Mind of Man, de Gustav Spiller, se decía que los sueños corresponden al plano más bajo de la actividad mental —yo tengo para mí que es un error— y se hablaba de las incoherencias, de lo inconexo de las fábulas de los sueños. Quiero recordar a Groussac y su admirable estudio (ojalá pudiera recordarlo y repetirlo aquí). Entre sueños. Groussac, al final de ese estudio que está en El viaje intelectual, creo que en el segundo volumen, dice que es asombroso el hecho de que cada mañana nos despertemos cuerdos —o relativamente cuerdos, digamos— después de haber pasado por esa zona de sombras, por esos laberintos de sueños.

  El examen de los sueños ofrece una dificultad especial. No podemos examinar los sueños directamente. Podemos hablar de la memoria de los sueños. Y posiblemente la memoria de los sueños no se corresponda directamente con los sueños. Un gran escritor del siglo dieciocho, Sir Thomas Browne, creía que nuestra memoria de los sueños es más pobre que la espléndida realidad. Otros, en cambio, creen que mejoramos los sueños: si pensamos que el sueño es una obra de ficción (yo creo que lo es) posiblemente sigamos fabulando en el momento de despertarnos y cuando, después, los contamos. Recuerdo ahora el libro de Dunne, An Experiment witk the Time. No estoy de acuerdo con su teoría pero es tan hermosa que merece ser recordada. Pero antes, para simplificarla (voy de un libro a otro, mis memorias son superiores a mis pensamientos) quiero recordar el gran libro de Boecio De consolatione philosophiae, que Dante sin duda leyó o releyó, como leyó o releyó toda la literatura de la Edad Media. Boecio, llamado el último romano, el senador Boecio, imagina un espectador de una carrera de caballos.

  El espectador está en el hipódromo y ve, desde su palco, los caballos y la partida, las vicisitudes de la carrera, la llegada de uno de los caballos a la meta, todo sucesivamente. Pero Boecio imagina otro espectador. Ese otro espectador es espectador del espectador y espectador de la carrera: es, previsiblemente, Dios. Dios ve toda la carrera, ve en un solo instante eterno, en su instantánea eternidad, la partida de los caballos, las vicisitudes, la llegada. Todo lo ve de un solo vistazo y de igual modo ve toda la historia universal. Así Boecio salva las dos nociones: la idea del libre albedrío y la idea de la Providencia. De igual modo que el espectador ve toda la carrera y no influye en ella (salvo que la ve sucesivamente), Dios ve toda la carrera, desde la cuna hasta la sepultura. No influye en lo que hacemos, nosotros obramos libremente, pero Dios ya sabe —Dios ya sabe en este momento, digamos— nuestro destino final. Dios ve así la historia universal, lo que sucede a la historia universal; ve todo eso en un solo espléndido, vertiginoso instante que es la eternidad.

  Dunne es un escritor inglés de este siglo. No conozco título más interesante que el de su libro, Un experimento con el tiempo. En él imagina que cada uno de nosotros posee una suerte de modesta eternidad personal: a esa modesta eternidad la poseemos cada noche. Esta noche dormiremos, esta noche soñaremos que es miércoles. Y soñaremos con el miércoles y con el día siguiente, con el jueves, quizá con el viernes, quizá con el martes… A cada hombre le está dado, con el sueño, una pequeña eternidad personal que le permite ver su pasado cercano y su porvenir cercano.

Todo esto el soñador lo ve de un solo vistazo, de igual modo que Dios, desde su vasta eternidad, ve todo el proceso cósmico. ¿Qué sucede al despertar? Sucede que, como estamos acostumbrados a la vida sucesiva, damos forma narrativa a nuestro sueño, pero nuestro sueño ha sido múltiple y ha sido simultáneo.

  Veamos un ejemplo muy sencillo. Vamos a suponer que yo sueño con un hombre, simplemente la imagen de un hombre (se trata de un sueño muy pobre) y luego, inmediatamente, sueño la imagen de un árbol. Al despertarme, puedo dar a ese sueño tan simple una complejidad que no le pertenece: puedo pensar que he soñado en un hombre que se convierte en árbol, que era un árbol. Modifico los hechos, ya estoy fabulando.

  No sabemos exactamente qué sucede en los sueños: no es imposible que durante los sueños estemos en el cielo, estemos en el infierno, quizá seamos alguien, alguien que es lo que Shakespeare llamó «the thing I am», «la cosa que soy», quizá seamos nosotros, quizá seamos la Divinidad. Esto se olvida al despertar. Sólo podemos examinar de los sueños su memoria, su pobre memoria.

  He leído también el libro de Frazer, un escritor, desde luego, sumamente ingenioso, pero también muy crédulo, ya que parece aceptar todo cuanto le cuentan los viajeros. Según Frazer, los salvajes no distinguen entre la vigilia y el sueño. Para ellos, los sueños son un episodio de la vigilia. Así, según Frazer, o según los viajeros que leyó Frazer, un salvaje sueña que sale por el bosque y que mata a un león; cuando se despierta, piensa que su alma ha abandonado su cuerpo y que ha matado a un león en sueños. O, si queremos complicar un poco más las cosas, podemos suponer que ha matado al sueño de un león. Todo esto es posible, y, desde luego, esta idea de los salvajes coincide con la idea de los niños que no distinguen muy bien entre la vigilia y el sueño.

  Referiré un recuerdo personal. Un sobrino mío, tendría cinco o seis años entonces —mis fechas son bastante falibles—, me contaba sus sueños cada mañana. Recuerdo que una mañana (él estaba sentado en el suelo) le pregunté qué había soñado. Dócilmente, sabiendo que yo tenía ese hobby, me dijo: «Anoche soñé que estaba perdido en el bosque, tenía miedo, pero llegué a un claro y había una casa blanca, de madera, con una escalera que daba toda la vuelta y con escalones como un corredor y además una puerta, por esa puerta saliste vos». Se interrumpió bruscamente y agregó: «Decime, ¿qué estabas haciendo en esa casita?».

  Todo corría para él en un solo plano, la vigilia y el sueño. Lo que nos lleva a otra hipótesis, a la hipótesis de los místicos, la hipótesis de los metafísicos, la hipótesis contraria que, sin embargo, se confunde con ella.

  Para el salvaje o para el niño los sueños son un episodio de la vigilia, para los poetas y los místicos no es imposible que toda la vigilia sea un sueño. Esto lo dice, de modo seco y lacónico, Calderón: la vida es sueño. Y lo dice, ya con una imagen, Shakespeare: «estamos hechos de la misma madera que nuestros sueños»; y, espléndidamente, lo dice el poeta austríaco Walter von der Vogelweide, quien se pregunta (lo diré en mi mal alemán primero y luego en mi mejor español): «Ist es mei Leben getraümt oder ist es wahr»?: «¿He soñado mi vida, o fue un sueño?». No está seguro. Lo que nos lleva, desde luego, al solipsismo; a la sospecha de que sólo hay un soñador y ese soñador es cada uno de nosotros. Ese soñador —tratándose de mí—, en este momento está soñándolos a ustedes; está soñando esta sala y esta conferencia. Hay un solo soñador; ese soñador sueña todo el proceso cósmico, sueña toda la historia universal anterior, sueña incluso su niñez, su mocedad. Todo esto puede no haber ocurrido: en ese momento empieza a existir, empieza a soñar y es cada uno de nosotros, no nosotros, es cada uno. En este momento yo estoy soñando que estoy pronunciando una conferencia en la calle Charcas, que estoy buscando los temas —y quizá no dando con ellos—, estoy soñando con ustedes, pero no es verdad. Cada uno de ustedes está soñando conmigo y con los otros.

  Tenemos esas dos imaginaciones: la de considerar que los sueños son parte de la vigilia, y la otra, la espléndida, la de los poetas, la de considerar que toda la vigilia es un sueño. No hay diferencia entre las dos materias. La idea llega al artículo de Groussac: no hay diferencia en nuestra actividad mental. Podemos estar despiertos, podemos dormir y soñar y nuestra actividad mental es la misma. Y cita, precisamente, aquella frase de Shakespeare: «estamos hechos de la misma madera que nuestros sueños».

  Hay otro tema que no puede eludirse: los sueños proféticos. Es propia de una mentalidad avanzada la idea de los sueños que corresponden a la realidad, ya que hoy distinguimos los dos planos.

  Hay un pasaje en la Odisea en el que se habla de dos puertas, la de cuerno y la de marfil. Por la de marfil llegan a los hombres los sueños falsos y por la de cuerno, los sueños verdaderos o proféticos. Y hay un pasaje en la Eneida (un pasaje que ha provocado innumerables comentarios): en el libro noveno, o en el undécimo, no estoy seguro, Eneas desciende a los Campos Elíseos, más allá de las Columnas de Hércules: conversa con las grandes sombras de Aquiles, de Tiresias; ve la sombra de su madre, quiere abrazarla pero no puede porque está hecha de sombra; y ve, además, la futura grandeza de la ciudad que él fundará. Ve a Rómulo, a Remo, el campo y, en ese campo, ve al futuro Foro Romano, la futura grandeza de Roma, la grandeza de Augusto, ve toda la grandeza imperial. Y después de haber visto todo eso, después de haber conversado con sus contemporáneos, que son gente futura para Eneas, Eneas vuelve a la tierra. Entonces ocurre lo curioso, lo que no ha sido bien explicado, salvo por un comentador anónimo que creo que ha dado con la verdad. Eneas vuelve por la puerta de marfil y no por la de cuerno. ¿Por qué? El comentador nos dice por qué: porque realmente no estamos en la realidad. Para Virgilio, el mundo verdadero era posiblemente el mundo platónico, el mundo de los arquetipos. Eneas pasa por la puerta de marfil porque entra en el mundo de los sueños —es decir, en lo que llamamos vigilia—.

  Bueno, todo esto puede ser.

  Ahora llegamos a la especie, a la pesadilla. No será inútil recordar los nombres de la pesadilla.

  El nombre español no es demasiado venturoso: el diminutivo parece quitarle fuerza. En otras lenguas los nombres son más fuertes. En griego la palabra es efialtes: Efialtes es el demonio que inspira la pesadilla. En latín tenemos el incubus. El íncubo es el demonio que oprime al durmiente y le inspira la pesadilla. En alemán tenemos una palabra muy curiosa: Alp, que vendría a significar el elfo y la opresión del elfo, la misma idea de un demonio que inspira la pesadilla. Y hay un cuadro, un cuadro que De Quincey, uno de los grandes soñadores de pesadillas de la literatura, vio. Un cuadro de Fussele o Füssli (era su verdadero nombre, pintor suizo del siglo dieciocho) que se llama The Nightmare, La pesadilla. Una muchacha está acostada. Se despierta y se aterra porque ve que sobre su vientre se ha acostado un monstruo que es pequeño, negro y maligno. Ese monstruo es la pesadilla. Cuando Füssli pintó ese cuadro estaba pensando en la palabra Alp, en la opresión del elfo.

  Llegamos ahora a la palabra más sabia y ambigua, el nombre inglés de la pesadilla: the nightmare, que significa para nosotros «la yegua de la noche». Shakespeare la entendió así. Hay un verso suyo que dice «I met the night mare», «me encontré con la yegua de la noche». Se ve que la concibe como una yegua. Hay otro poema que ya dice deliberadamente «the nightmare and her nine foals», «la pesadilla y sus nueve potrillos», donde la ve como una yegua también.

  Pero según los etimólogos la raíz es distinta. La raíz sería niht mare o niht maere, el demonio de la noche. El doctor Johnson, en su famoso diccionario, dice que esto corresponde a la mitología nórdica —a la mitología sajona, diríamos nosotros—, que ve a la pesadilla como producida por un demonio; lo cual haría juego, o sería una traducción, quizá, del efialtes griego o del incubus latino.

  Hay otra interpretación que puede servirnos y que haría que esa palabra inglesa nightmare estuviese relacionada con Märchen, en alemán. Märchen quiere decir fábula, cuento de hadas, ficción; luego, nightmare sería la ficción de la noche. Ahora bien, el hecho de concebir nightmare como «la yegua de la noche» (hay algo de terrible en lo de «yegua de la noche»), fue como un don para Víctor Hugo. Hugo dominaba el inglés y escribió un libro demasiado olvidado sobre Shakespeare. En uno de sus poemas, que está en Les contemplations, creo, habla de «le cheval noir de la nuit», «el caballo negro de la noche», la pesadilla. Sin duda estaba pensando en la palabra inglesa nightmare.

  Ya que hemos visto estas diversas etimologías, tenemos en francés la palabra cauchemar, vinculada, sin duda, con la nightmare del inglés. En todas ellas hay una idea (voy a volver sobre ellas) de origen demoníaco, la idea de un demonio que causa la pesadilla. Creo que no se trata simplemente de una superstición: creo que puede haber —y estoy hablando con toda ingenuidad y toda sinceridad—, algo verdadero en este concepto.

  Entremos en la pesadilla, en las pesadillas. Las mías son siempre las mismas. Yo diría que tengo dos pesadillas que pueden llegar a confundirse. Tengo la pesadilla del laberinto y esto se debe, en parte, a un grabado en acero que vi en un libro francés cuando era chico. En ese grabado estaban las siete maravillas del mundo y entre ellas el laberinto de Creta. El laberinto era un gran anfiteatro, un anfiteatro muy alto (y esto se veía porque era más alto que los cipreses y que los hombres a su alrededor). En ese edificio cerrado, ominosamente cerrado, había grietas. Yo creía (o creo ahora haber creído) cuando era chico, que si tuviera una lupa lo suficientemente fuerte podría ver, mirar por una de las grietas del grabado, al Minotauro en el terrible centro del laberinto.

Mi otra pesadilla es la del espejo. No son distintas, ya que bastan dos espejos opuestos para construir un laberinto. Recuerdo haber visto en la casa de Dora de Alvear, en Belgrano, una habitación circular cuyas paredes y puertas eran de espejo, de modo que quien entraba en esa habitación estaba en el centro de un laberinto realmente infinito.

  Siempre sueño con laberintos o con espejos. En el sueño del espejo aparece otra visión, otro terror de mis noches, que es la idea de las máscaras. Siempre las máscaras me dieron miedo. Sin duda sentí en la infancia que si alguien usaba una máscara estaba ocultando algo horrible. A veces (éstas son mis pesadillas más terribles) me veo reflejado en un espejo, pero me veo reflejado con una máscara. Tengo miedo de arrancar la máscara porque tengo miedo de ver mi verdadero rostro, que imagino atroz. Ahí puede estar la lepra o el mal o algo más terrible que cualquier imaginación mía.

  Un rasgo curioso en mis pesadillas, no sé si ustedes lo comparten conmigo, es que tienen una topografía exacta. Yo, por ejemplo, siempre sueño con esquinas determinadas de Buenos Aires. Tengo la esquina de Laprida y Arenales o la de Balcarce y Chile. Sé exactamente dónde estoy y sé que debo dirigirme a algún lugar lejano. Estos lugares en el sueño tienen una topografía precisa pero son completamente distintos. Pueden ser desfiladeros, pueden ser ciénagas, pueden ser junglas, eso no importa: yo sé que estoy exactamente en tal esquina de Buenos Aires. Trato de encontrar mi camino.

  Como quiera que sea, en las pesadillas lo importante no son las imágenes. Lo importante, como Coleridge —decididamente estoy citando a los poetas— descubrió, es la impresión que producen los sueños. Las imágenes son lo de menos, son efectos. Ya dije al principio que había leído muchos tratados de psicología en los que no encontré textos de poetas, que son singularmente iluminativos.

  Veamos uno de Petronio. Una línea de Petronio citada por Addison. Dice que el alma, cuando está libre de la carga del cuerpo, juega. «El alma, sin el cuerpo, juega». Por su parte, Góngora, en un soneto, expresa con exactitud la idea de que los sueños y la pesadilla, desde luego, son ficciones, son creaciones literarias:

  
    El sueño, autor de representaciones,
    en su teatro sobre el viento armado
    sombras suele vestir de bulto bello.
  

  El sueño es una representación. La idea la retomó Addison a principios del siglo dieciocho en un excelente artículo publicado en la revista The Expectator.

Dice que los sueños nos dan una idea de la excelencia del alma, ya que el alma está libre del cuerpo y da en jugar y soñar. Cree que el alma goza de libertad. Y Addison dice que, efectivamente, el alma, cuando está libre de la traba del cuerpo, imagina, y puede imaginar con una facilidad que no suele tener en la vigilia. Agrega que de todas las operaciones del alma (de la mente, diríamos ahora, ahora no usamos la palabra alma), la más difícil es la invención. Sin embargo, en el sueño inventamos de un modo tan rápido que equivocamos nuestro pensamiento con lo que estamos inventando.

  Soñamos leer un libro y la verdad es que estamos inventando cada una de las palabras del libro, pero no nos damos cuenta y lo tomamos por ajeno. He notado en muchos sueños ese trabajo previo, digamos, ese trabajo de preparación de las cosas.

  Recuerdo cierta pesadilla que tuve. Ocurrió, lo sé, en la calle Serrano, creo que en Serrano y Soler, salvo que no parecía Serrano y Soler, el paisaje era muy distinto: pero yo sabía que era en la vieja calle Serrano, de Palermo. Me encontraba con un amigo, un amigo que ignoro: lo veía y estaba muy cambiado. Yo nunca había visto su cara pero sabía que su cara no podía ser ésa. Estaba muy cambiado, muy triste. Su rostro estaba cruzado por la pesadumbre, por la enfermedad, quizá por la culpa. Tenía la mano derecha dentro del saco (esto es importante para el sueño). No podía verle la mano, que ocultaba del lado del corazón. Entonces lo abracé, sentí que necesitaba que lo ayudara: «Pero, mi pobre Fulano, ¿qué te ha pasado? ¡Qué cambiado estás!». Me respondió: «Sí, estoy muy cambiado». Lentamente fue sacando la mano. Pude ver que era la garra de un pájaro.

  Lo extraño es que desde el principio el hombre tenía la mano escondida. Sin saberlo, yo había preparado esa invención: que el hombre tuviera una garra de pájaro y que viera lo terrible del cambio, lo terrible de su desdicha, ya que estaba convirtiéndose en un pájaro. También ocurre en los sueños: nos preguntan algo y no sabemos qué contestar, nos dan la respuesta y quedamos atónitos. La contestación puede ser absurda, pero es exacta en el sueño. Todo lo habíamos preparado. Llego a la conclusión, ignoro si es científica, de que los sueños son la actividad estética más antigua.

  Sabemos que los animales sueñan. Hay versos latinos en los que se habla del lebrel que ladra tras la liebre que persigue en sueños. Tendríamos en los sueños, pues, la más antigua de las actividades estéticas; muy curiosa porque es de orden dramático. Quiero agregar lo que dice Addison (confirmando, sin saberlo, a Góngora) sobre el sueño, autor de representaciones. Addison observa que en el sueño somos el teatro, el auditorio, los actores, el argumento, las palabras que oímos. Todo lo hacemos de modo inconsciente y todo tiene una vividez que no suele tener en la realidad. Hay personas que tienen sueños débiles, inseguros (al menos, así me lo dicen). Mis sueños son muy vívidos.

  Volvamos a Coleridge. Dice que no importa lo que soñamos, que el sueño busca explicaciones. Toma un ejemplo: aparece un león aquí y todos sentimos miedo: el miedo ha sido causado por la imagen del león. O bien: estoy acostado, me despierto, veo que un animal está sentado encima de mí, y siento miedo. Pero en el sueño puede ocurrir lo contrario. Podemos sentir la opresión y ésta busca una explicación. Entonces yo, absurdamente, pero vívidamente, sueño que una esfinge se me ha acostado encima. La esfinge no es la causa del terror, es una explicación de la opresión sentida. Coleridge agrega que personas a las que se ha asustado con un falso fantasma se han vuelto locas. En cambio, una persona que sueña con un fantasma, se despierta y al cabo de algunos minutos, o algunos segundos, puede recuperar la tranquilidad.

  Yo he tenido —y tengo— muchas pesadillas. A la más terrible, la que me pareció la más terrible, la usé para un soneto. Fue así: yo estaba en mi habitación; amanecía (posiblemente ésa era la hora en el sueño), y al pie de la cama estaba un rey, un rey muy antiguo, y yo sabía en el sueño que ese rey era un rey del Norte, de Noruega. No me miraba: fijaba su mirada ciega en el cielorraso. Yo sabía que era un rey muy antiguo porque su cara era imposible ahora. Entonces sentí el terror de esa presencia. Veía al rey, veía su espada, veía su perro. Al cabo, desperté. Pero seguí viendo al rey durante un rato, porque me había impresionado. Referido, mi sueño es nada; soñado, fue terrible.

  Quiero referirles una pesadilla que en estos días me contó Susana Bombal. No sé si contada tendrá efecto; posiblemente, no. Ella soñó que estaba en una habitación abovedada, la parte superior en tinieblas. De la tiniebla caía una tela negra deshilachada. Ella tenía en la mano unas tijeras grandes, algo incómodas. Tenía que cortar las hilachas que pendían de la tela y que eran muchas. Lo que ella veía abarcaría un metro y medio de ancho y un metro y medio de largo, y luego se perdía en las tinieblas superiores. Cortaba y sabía que nunca llegaría al fin. Y tuvo la sensación de horror que es la pesadilla, porque la pesadilla es, ante todo, la sensación del horror.

  He contado dos pesadillas verdaderas y ahora voy a contar dos pesadillas de la literatura, que posiblemente fueron verdaderas también. En la conferencia anterior hablé de Dante, me referí al nobile castello del Infierno. Refiere Dante cómo él, guiado por Virgilio, llega al primer círculo y ve que Virgilio palidece. Piensa: si Virgilio palidece al entrar al Infierno, que es su morada eterna, ¿cómo no he yo de sentir miedo? Se lo dice a Virgilio, que está aterrado. Pero Virgilio lo urge: «Yo iré delante». Entonces llegan, y llegan inesperadamente, porque se oyen, además, infinitos ayes; pero ayes que no son de dolor físico, son ayes que significan algo más grave.

  Llegan a un noble castillo, a un nobile castello. Está ceñido por siete murallas que pueden ser las siete artes liberales del trivium y del cuadrivium o las siete virtudes; no importa. Posiblemente, Dante sintió que la cifra era mágica. Bastaba con esa cifra que tendría, sin duda, muchas justificaciones. Se habla asimismo de un arroyo que desaparece y de un fresco prado, que también desaparece. Cuando se acercan, lo que ven es esmalte. Ven, no el pasto, que es una cosa viva, sino una cosa muerta. Avanzan hacia ellos cuatro sombras, que son las sombras de los grandes poetas de la Antigüedad. Ahí está Homero, espada en mano; ahí esta Ovidio, está Lucano, está Horacio. Virgilio le dice que salude a Homero, a quien Dante tanto reverenció y nunca leyó. Y le dice: honorate l’altissimo poeta. Homero avanza, espada en mano, y admite a Dante como el sexto en su compañía. Dante, que no ha escrito todavía la Comedia, porque la está escribiendo en ese momento, se sabe capaz de escribirla.

  Después le dicen cosas que no conviene repetir. Podemos pensar en un pudor del florentino, pero creo que hay una razón más honda. Habla de quienes habitan el noble castillo: allí están las grandes sombras de los paganos, de los musulmanes también: todos hablan lenta y suavemente, tienen rostros de gran autoridad, pero están privados de Dios. Ahí está la ausencia de Dios, ellos saben que están condenados a ese eterno castillo, a ese castillo eterno y decoroso, pero terrible.

  Está Aristóteles, el maestro de quienes saben. Están los filósofos presocráticos, está Platón, está también, solo y aparte, el gran sultán Saladino. Están todos aquellos grandes paganos que no pudieron ser salvados porque les faltaba el bautismo, que no pudieron ser salvados por Cristo, de quien Virgilio habla pero a quien no puede nombrar en el Infierno: lo llama un poderoso. Podríamos pensar que Dante no había descubierto aún su talento dramático, no sabía aún que podía hacer hablar a sus personajes. Podríamos lamentar que Dante no nos repita las grandes palabras, sin duda dignas, que Homero, esa gran sombra, le dijo con la espada en la mano. Pero también podemos sentir que Dante comprendió que era mejor que todo fuera silencioso, que todo fuera terrible en el castillo. Hablan con las grandes sombras. Dante las enumera: habla de Séneca, de Platón, de Aristóteles, de Saladino, de Averroes. Los menciona y no hemos oído una sola palabra. Es mejor que así sea.

  Yo diría que si pensamos en el Infierno, el infierno no es una pesadilla; es simplemente una cámara de tortura. Ocurren cosas atroces, pero no hay el ambiente de pesadilla que hay en el «noble castillo». Eso lo ofrece Dante, quizá por primera vez en la literatura. Hay otro ejemplo, que fue elogiado por De Quincey. Está en el libro segundo de The Prelude, de Wordsworth. Dice Wordsworth que estaba preocupado —esta preocupación es rara, si pensamos que escribía a principios del siglo diecinueve— por el peligro que corrían las artes y las ciencias, que estaban a merced de un cataclismo cósmico cualquiera. En aquel tiempo no se pensaba en esos cataclismos; ahora podemos pensar que toda la obra de la humanidad, la humanidad misma, puede ser destruida en cualquier momento. Pensamos en la bomba atómica. Bien; Wordsworth cuenta que conversó con un amigo. Pensó: ¡qué horror, qué horror pensar que las grandes obras de la humanidad, que las ciencias, que las artes estén a merced de un cataclismo cósmico cualquiera! El amigo le confiesa que también él ha sentido ese temor. Y Wordsworth le dice: he soñado eso…

  Y ahora viene el sueño que me parece la perfección de la pesadilla, porque ahí están los dos elementos de la pesadilla: episodios de malestares físicos, de una persecución, y el elemento del horror, de lo sobrenatural. Wordsworth nos dice que estaba en una gruta frente al mar, que era la hora del mediodía, que estaba leyendo en el Quijote, uno de sus libros preferidos, las aventuras del caballero andante que Cervantes historia. No lo menciona directamente, pero ya sabemos de quién se trata. Agrega: «Dejé el libro, me puse a pensar; pensé, precisamente, en el tema de las ciencias y las artes y luego llegó la hora». La poderosa hora del mediodía, del bochorno del mediodía, en que Wordsworth, sentado en su gruta frente al mar (alrededor están la playa, las arenas amarillas), recuerda: «El sueño se apoderó de mí y entré en el sueño».

  Se ha quedado dormido en la gruta, frente al mar, entre las arenas doradas de la playa. En el sueño lo cerca la arena, un Sahara de arena negra. No hay agua, no hay mar. Está en el centro del desierto —en el desierto se está siempre en el centro— y está horrorizado pensando qué puede hacer para huir del desierto, cuando ve que a su lado hay alguien. Extrañamente, es un árabe de la tribu de los beduinos, que cabalga sobre un camello y tiene en la mano derecha una lanza. Bajo el brazo izquierdo tiene una piedra; y en la mano un caracol. El árabe le dice que su misión es salvar las artes y las ciencias y le acerca el caracol al oído; el caracol es de extraordinaria belleza. Wordsworth («en un idioma que yo no conocía pero que entendí») nos dice que oyó la profecía: una suerte de oda apasionada, profetizando que la Tierra estaba a punto de ser destruida por el diluvio que la ira de Dios envía. El árabe le dice que es verdad, que el diluvio se acerca, pero que él tiene una misión: salvar el arte y las ciencias. Le muestra la piedra. Y la piedra es, curiosamente, la Geometría de Euclides, sin dejar de ser una piedra. Luego le acerca el caracol, y el caracol es también un libro: es el que le ha dicho esas cosas terribles. El caracol es, además, toda la poesía del mundo, incluso, ¿por qué no?, el poema de Wordsworth. El beduino le dice: «Tengo que salvar estas dos cosas, la piedra y el caracol, ambos libros». Vuelve hacia atrás la cara y hay un momento en que ve Wordsworth que el rostro del beduino cambia, se llena de horror. Él también mira hacia atrás y ve una gran luz, una luz que ya ha inundado la mitad del desierto. Es la de las aguas del diluvio que va a destruir la Tierra. El beduino se aleja y Wordsworth ve que el beduino también es Don Quijote y el camello también es Rocinante, y que de igual modo que la piedra es un libro y el caracol un libro, el beduino es Don Quijote y no es ninguna de las dos cosas y las dos cosas a un tiempo. Esta dualidad corresponde al horror del sueño. Wordsworth, en ese momento, despierta en un grito de terror, porque las aguas ya lo alcanzan.

  Creo que esta pesadilla es una de las más hermosas de la literatura.

  Podemos derivar dos conclusiones, al menos durante el transcurso de esta noche; ya después cambiará nuestra opinión. La primera es que los sueños son una obra estética, quizá la expresión estética más antigua. Torna una forma extrañamente dramática, ya que somos, como dijo Addison, el teatro, el espectador, los actores, la fábula. La segunda se refiere al horror de la pesadilla. Nuestra vigilia abunda en momentos terribles: todos sabemos que hay momentos en que nos abruma la realidad. Ha muerto una persona querida, una persona querida nos ha dejado, son tantos los motivos de tristeza, de desesperación… Sin embargo, esos motivos no se parecen a la pesadilla; la pesadilla tiene un horror peculiar y ese horror peculiar puede expresarse mediante cualquier fábula. Puede expresarse mediante el beduino que también es Don Quijote en Wordsworth; mediante las tijeras y las hilachas, mediante mi sueño del rey, mediante las pesadillas famosas de Poe. Pero hay algo: es el sabor de la pesadilla. En los tratados que he consultado no se habla de ese horror.

  Aquí tendríamos la posibilidad de una interpretación teológica, lo que vendría a estar de acuerdo con la etimología. Tomo cualquiera de las palabras: digamos, incubus, latina, o nightmare, sajona, o Alp, alemana. Todas sugieren algo sobrenatural. Pues bien. ¿Y si las pesadillas fueran estrictamente sobrenaturales? ¿Si las pesadillas fueran grietas del infierno? ¿Si en las pesadillas estuviéramos literalmente en el infierno? ¿Por qué no? Todo es tan raro que aun eso es posible.


En Siete Noches
México DF, 1980
Imagen: s/d

12/5/14

Jorge Luis Borges: Valéry como símbolo






Aproximar el nombre de Whitman al de Paul Valéry es a primera vista una operación arbitraria y (lo que es peor) inepta. Valéry es símbolo de infinitas destrezas pero asimismo de infinitos escrúpulos; Whitman, de una casi incoherente pero titánica vocación de felicidad; Valéry ilustremente personifica los laberintos del espíritu; Whitman, las interjecciones del cuerpo. Valéry es símbolo de Europa y de su delicado crepúsculo; Whitman, de la mañana de América. El orbe entero de la literatura parece no admitir dos aplicaciones más antagónicas de la palabra poeta. Un hecho, sin embargo, los une: la obra de los dos es menos preciosa como poesía que como signo de un poeta ejemplar, creado por esa obra. Así, el poeta inglés Lascelles Abercrombie pudo alabar a Whitman por haber creado «de la riqueza de su noble experiencia, esa figura vívida y personal que es una de las pocas cosas realmente grandes de la poesía de nuestro tiempo: la figura de él mismo». El dictamen es vago y superlativo, pero tiene la singular virtud de no identificar a Whitman, hombre de letras y devoto de Tennyson, con Whitman, héroe semidivino de Leaves of Grass. La distinción es válida; Whitman redactó sus rapsodias en función de un yo imaginario, formado parcialmente de él mismo parcialmente de cada uno de sus lectores. De ahí las divergencias que han exasperado a la crítica; de ahí la costumbre de fechar sus poemas en territorios que jamás conoció; de ahí que, en tal página de su obra, naciera en los estados del sur, y en tal otra (también en la realidad) en Long Island.

Uno de los propósitos de las composiciones de Whitman es definir a un hombre posible —Walt Whitman— de ilimitada y negligente felicidad; no menos hiperbólico, no menos ilusorio, es el hombre que definen las composiciones de Valéry. Éste no magnifica, como aquél, las capacidades humanas de filantropía, de fervor y de dicha; magnifica las virtudes mentales. Valéry ha creado a Edmond Teste; ese personaje sería uno de los mitos de nuestro siglo si todos, íntimamente, no lo juzgáramos un mero Doppelgänger de Valéry. Para nosotros, Valéry es Edmond Teste. Es decir; Valéry es una derivación del Chevalier Dupin de Edgar Allan Poe y del inconcebible Dios de los teólogos. Lo cual, verosímilmente, no es cierto.

Yeats, Rilke y Eliot han escrito versos más memorables que los de Valéry; Joyce y Stefan George han ejecutado modificaciones más profundas en su instrumento (quizá el francés es menos modificable que el inglés y que el alemán); pero detrás de la obra de esos eminentes artífices no hay una personalidad comparable a la de Valéry. La circunstancia de que esa personalidad sea de algún modo, una proyección de la obra, no disminuye el hecho. Proponer a los hombres la lucidez en una era bajamente romántica, en la era melancólica del nazismo y del materialismo dialéctico, de los augures de la secta de Freud y de los comerciantes del surréalisme, tal es la benemérita misión que desempeñó (que sigue desempeñando) Valéry.

Paul Valéry nos deja, al morir, el símbolo de un hombre infinitamente sensible a todo hecho y para el cual todo hecho es un estímulo que puede suscitar una infinita serie de pensamientos. De un hombre que trasciende los rasgos diferenciales del yo y de quien podemos decir, como William Hazlitt de Shakespeare: He is nothing in himself. De un hombre cuyos admirables textos no agotan, ni siquiera definen, sus omnímodas posibilidades. De un hombre que en un siglo que adora los caóticos ídolos de la sangre, de la tierra y de la pasión, prefirió siempre los lúcidos placeres del pensamiento y las secretas aventuras del orden.

Buenos Aires, 1945


En Otras inquisiciones (1952)
Foto: Dani Yako - Buenos Aires, junio 1983

11/5/14

Jorge Luis Borges: La Secta de los Treinta







El manuscrito original puede consultarse en la Biblioteca de la Universidad de Leiden; está en latín, pero algún helenismo justifica la conjetura de que fue vertido del griego. Según Leisegang, data del siglo cuarto de la era cristiana. Gibbon lo menciona, al pasar, en una de las notas del capítulo decimoquinto de su Decline and Fall. Reza el autor anónimo:

  "…La Secta nunca fue numerosa y ahora son parcos sus prosélitos. Diezmados por el hierro y por el fuego duermen a la vera de los caminos o en las ruinas que ha perdonado la guerra, ya que les está vedado construir viviendas. Suelen andar desnudos. Los hechos registrados por mi pluma son del conocimiento de todos; mi propósito actual es dejar escrito lo que me ha sido dado descubrir sobre su doctrina y sus hábitos. He discutido largamente con sus maestros y no he logrado convertirlos a la Fe del Señor.

  »Lo primero que atrajo mi atención fue la diversidad de sus pareceres en lo que concierne a los muertos. Los más indoctos entienden que los espíritus de quienes han dejado esta vida se encargan de enterrarlos; otros, que no se atienen a la letra, declaran que la amonestación de Jesús: Deja que los muertos entierren a sus muertos, condena la pomposa vanidad de nuestros ritos funerarios.

  »El consejo de vender lo que se posee y de darlo a los pobres es acatado rigurosamente por todos; los primeros beneficiados lo dan a otros y éstos a otros. Ésta es explicación suficiente de su indigencia y desnudez, que los avecina asimismo al estado paradisíaco. Repiten con fervor las palabras: Considerad los cuervos, que ni siembran ni siegan, que ni tienen cillero, ni alfolí; y Dios los alimenta. ¿Cuánto de más estima sois vosotros que las aves? El texto proscribe el ahorro: Si así viste Dios a la hierba, que hoy está en el campo, y mañana es echada en el horno, ¿cuánto más vosotros, hombres de poca fe? Vosotros, pues, no procuréis qué hayáis de comer, o qué hayáis de beber; ni estéis en ansiosa perplejidad.

 »El dictamen Quien mira una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón es un consejo inequívoco de pureza. Sin embargo, son muchos los sectarios que enseñan que si no hay bajo los cielos un hombre que no haya mirado a una mujer para codiciarla, todos hemos adulterado. Ya que el deseo no es menos culpable que el acto, los justos pueden entregarse sin riesgo al ejercicio de la más desaforada lujuria.

  »La Secta elude las iglesias; sus doctores predican al aire libre, desde un cerro o un muro o a veces desde un bote en la orilla.

  »El nombre de la Secta ha suscitado tenaces conjeturas. Alguna quiere que nos dé la cifra a que están reducidos los fieles, lo cual es irrisorio pero profético, porque la Secta, dada su perversa doctrina, está predestinada a la muerte. Otra lo deriva de la altura del arca, que era de treinta codos; otra, que falsea la astronomía, del número de noches, que son la suma de cada mes lunar; otra, del bautismo del Salvador; otra, de los años de Adán, cuando surgió del polvo rojo. Todas son igualmente falsas. No menos mentiroso es el catálogo de treinta divinidades o tronos, de los cuales uno es Abraxas, representado con cabeza de gallo, brazos y torso de hombre y remate de enroscada serpiente.

  »Sé la Verdad pero no puedo razonar la Verdad. El inapreciable don de comunicarla no me ha sido otorgado. Que otros, más felices que yo, salven a los sectarios por la palabra. Por la palabra o por el fuego. Más vale ser ejecutado que darse muerte. Me limitaré pues a la exposición de la abominable herejía.

  »El Verbo se hizo carne para ser hombre entre los hombres, que lo darían a la cruz y serían redimidos por Él. Nació del vientre de una mujer del pueblo elegido no sólo para predicar el Amor, sino para sufrir el martirio.

  »Era preciso que las cosas fueran inolvidables. No bastaba la muerte de un ser humano por el hierro o por la cicuta para herir la imaginación de los hombres hasta el fin de los días. El Señor dispuso los hechos de manera patética. Tal es la explicación de la última cena, de las palabras de Jesús que presagian la entrega, de la repetida señal a uno de los discípulos, de la bendición del pan y del vino, de los juramentos de Pedro, de la solitaria vigilia en Gethsemaní, del sueño de los doce, de la plegaria humana del Hijo, del sudor como sangre, de las espadas, del beso que traiciona, de Pilato que se lava las manos, de la flagelación, del escarnio, de las espinas, de la púrpura y del cetro de caña, del vinagre con hiel, de la Cruz en lo alto de una colina, de la promesa al buen ladrón, de la tierra que tiembla y de las tinieblas.

  »La divina misericordia, a la que debo tantas mercedes me ha permitido descubrir la auténtica y secreta razón del nombre de la Secta. En Kerioth, donde verosímilmente nació, perdura un conventículo que se apoda de los Treinta Dineros.

  Ese nombre fue el primitivo y nos da la clave. En la tragedia de la Cruz —lo escribo con debida reverencia— hubo actores voluntarios e involuntarios, todos imprescindibles, todos fatales. Involuntarios fueron los sacerdotes que entregaron los dineros de plata, involuntaria fue la plebe que eligió a Barrabás, involuntario fue el procurador de Judea, involuntarios fueron los romanos que erigieron la Cruz de Su martirio y clavaron los clavos y echaron suertes. Voluntarios sólo hubo dos: El Redentor y Judas. Éste arrojó las treinta piezas que eran el precio de la salvación de las almas e inmediatamente se ahorcó. A la sazón contaba treinta y tres años, como el Hijo del Hombre. La Secta los venera por igual y absuelve a los otros.

  »No hay un solo culpable; no hay uno que no sea un ejecutor, a sabiendas o no, del plan que trazó la Sabiduría. Todos comparten ahora la Gloria.

  »Mi mano se resiste a escribir otra abominación. Los iniciados, al cumplir la edad señalada, se hacen escarnecer y crucificar en lo alto de un monte, para seguir el ejemplo de sus maestros. Esta violación criminal del quinto mandamiento debe ser reprimida con el rigor que las leyes humanas y divinas han exigido siempre. Que las maldiciones del Firmamento, que el odio de los ángeles… "

  El fin del manuscrito no se ha encontrado.


En El libro de arena (1975)
Retrato de Jorge Luis Borges

10/5/14

Jorge Luis Borges: El encuentro







A Susana Bombal

  Quienes acuden cada mañana a los diarios lo hacen para olvidar o para el diálogo casual de aquella tarde, por lo que no es extraño que nadie se acuerde, o se acuerde como en un sueño, del entonces discutido y célebre caso de Maneco Uriarte y Duncan. El hecho ocurrió, además, hacia 1910, año del cometa y del Centenario, y son tantas las cosas que hemos poseído y perdido desde entonces. Los protagonistas ya han muerto; los que presenciaron el episodio juraron un silencio solemne. Yo también levanté la mano para jurar y sentí la importancia de ese rito, con toda la seriedad romántica de mis nueve o diez años. No sé si los demás se dieron cuenta de que había dado mi palabra; No sé si mantuvieron el suyo. Sea como fuere, ahí va la historia, con las inevitables variaciones que trae el tiempo y la buena o mala literatura.

  Mi primo Lafinur me llevó esa tarde a un asado a la Quinta de Los Laureles. No puedo precisar su topografía; pensemos en uno de esos pueblos del Norte, umbríos y apacibles, que descienden hacia el río y que nada tienen que ver con la larga ciudad y su llanura. El viaje en tren fue lo suficientemente largo para que lo encontrara tedioso, pero el tiempo de los niños, como saben, fluye lentamente. Había comenzado a oscurecer cuando pasamos por la puerta de la finca. Allí, sentí, estaban las antiguas cosas elementales: el olor de la carne dorada, los árboles, los perros, las ramas secas, el fuego que une a los hombres.

  Los invitados no eran más de una docena; todos, gente grande. El mayor, supe más tarde, aún no había cumplido los treinta. Pronto me di cuenta de que eran expertos en temas de los que todavía no soy digno: caballos de carreras, sastrería, vehículos, mujeres notoriamente caras. Nadie perturbó mi timidez, nadie se fijó en mí. El cordero, preparado con hábil lentitud por uno de los peones, nos retrasó en el largo comedor.

   Se discutieron las fechas de los vinos. Había una guitarra; mi prima, creo recordar, cantaba La tapera y El gauchode Elías Regules y unas décimas en lunfardo, en el lunfardo necesario de aquellos años, sobre un duelo a cuchillo en una casa de la calle Junín. Trajeron café y cigarrillos de hoja. Ni una palabra para volver. Sentí (la frase es de Lugones) el miedo de que fuera demasiado tarde. No quería mirar el reloj. Para disfrazar mi soledad de niño entre adultos, bebí de mala gana una o dos copas. Uriarte le gritó a Duncan por el póquer mano a mano. Alguien objetó que esta forma de jugar solía ser muy pobre y sugirió una mesa de cuatro. Duncan lo apoyó, pero Uriarte, con una obstinación que no entendí, ni traté de entender, insistió en lo primero. Aparte del truco, cuyo propósito esencial es poblar el tiempo con chistes y versos, y los modestos laberintos del solitario, nunca me ha gustado jugar a las cartas. Me escabullí sin que nadie se diera cuenta. Una casa desconocida y oscura (solo había luz en el comedor) significa más para un niño que un país desconocido para un viajero. Paso a paso exploré las habitaciones; Recuerdo una sala de billar, una galería de vidrio con rectángulos y rombos, un par de hamacas y una ventana desde la que se veía una glorieta. En la oscuridad me perdí; el dueño de la casa, cuyo nombre, con los años, pudo haber sido Acevedo o Acebal, finalmente me lo dijo. Por bondad o para complacer su vanidad de coleccionista, me llevó a una vitrina. Cuando encendió la lámpara, vi que contenía armas blancas. Eran cuchillos que se habían hecho famosos por su manejo. Me dijo que tenía un pequeño campo cerca de Pergamino y que había estado recogiendo estas cosas yendo y viniendo por la provincia. Abrió la vitrina y sin mirar las instrucciones de las cartas, me contó su historia, siempre más o menos igual, con diferencias de localidades y fechas. Le pregunté si las armas no incluían el puñal de Moreira, en ese momento el arquetipo del gaucho, como lo fueron después Martín Fierro y Don Segundo Sombra. Tuvo que confesar que no, pero que podía mostrarme uno igual, con el gavilán en forma de U. Fue interrumpido por unas voces furiosas. Inmediatamente cerró la vitrina; Lo seguí Inmediatamente cerró la vitrina; Lo seguí Inmediatamente cerró la vitrina; Lo seguí

  Uriarte gritó que su adversario le había tendido una trampa. Los compañeros los rodearon, de pie. Duncan, recuerdo, era más alto que los demás, robusto, algo ancho de hombros, inexpresivo, con un rubio casi blanco; Maneco Uriarte era ágil, moreno, tal vez delgado, con un bigote petulante y ralo. Era evidente que estaban todos borrachos; No sé si fueron dos o tres botellas tiradas al suelo o si el abuso del director de fotografía sugiere ese falso recuerdo. Los insultos de Uriarte no cesaron, agudos y ya obscenos.

  Duncan pareció no escucharlo; finalmente, como si estuviera cansado, se levantó y le dio un puñetazo. Uriarte, desde el suelo, gritó que no iba a tolerar ese insulto y lo retó a pelear.

  Duncan dijo que no, y añadió a modo de explicación: - Lo que pasa es que le tengo miedo.

  La risa fue general.

  Uriarte, ya de pie, respondió: - Voy a pelear contigo ahora mismo.

  Alguien, Dios no lo quiera, señaló que no faltaban armas.

  No sé quién abrió la vitrina. Maneco Uriarte buscó el arma más vistosa y larga, el gavilán en forma de U; Duncan, casi casualmente, un cuchillo con mango de madera, con la figura de un pequeño árbol en la hoja. Otro dijo que era muy Maneco elegir una espada.

  A nadie le sorprendió que su mano temblara en ese momento; todos, que lo mismo le había pasado a Duncan. 

  La tradición exige que los hombres en trance de lucha no ofendan la casa en la que se encuentran y salgan. Medio en broma, medio en serio, salimos a la noche húmeda. No estaba ebrio de vino, sino de aventura; Anhelaba que alguien me matara, para poder contarlo más tarde y recordarlo. Quizás en ese momento los demás no eran más adultos que yo. También sentí que un remolino, que nadie era capaz de sostener, nos arrastraba y nos perdía. No se dio más fe a la acusación de Maneco; todos lo interpretaron como el resultado de una vieja rivalidad, exacerbada por el vino.

  Caminamos entre árboles, dejando atrás la glorieta. Uriarte y Duncan iban en cabeza; Me sorprendió que se miraran, como si temieran una sorpresa. Bordeamos un césped. Duncan dijo con suave autoridad: "Este lugar es aparente".

  Los dos permanecieron en el centro, indecisos. Una voz les gritaba: - Soltad esa ferretería que os está estorbando y aguantad de verdad.

  Pero los hombres ya estaban peleando. Al principio lo hacían con torpeza, como si tuvieran miedo de hacerse daño; al principio miraron a los aceros, pero luego a los ojos del oponente. Uriarte había olvidado su ira; Duncan, su indiferencia o desdén. El peligro los había transfigurado; ahora eran dos hombres los que peleaban, no dos niños. Había previsto la lucha como un caos de acero, pero pude seguirla, o casi seguirla, como si fuera una partida de ajedrez. Los años, por supuesto, no habrán dejado de exaltar u oscurecer lo que vi. No sé cuánto duró; hay hechos que no están sujetos a la medida común del tiempo.

  Sin el poncho que hace de guarda, detuvo los golpes con el antebrazo. Las mangas, pronto rasgadas, se oscurecían con la sangre. Pensé que nos habíamos equivocado al suponer que ignoraban ese tipo de esgrima. No me tomó mucho tiempo darme cuenta de que se manejaban de manera diferente. Las armas no coincidían. Duncan, para salvar esa desventaja, quería estar muy cerca del otro; Uriarte retrocedió para lanzarse con estocadas largas y bajas. La misma voz que había señalado la vitrina gritó: - Se están matando entre ellos. No dejes que continúen.

  Nadie se atrevió a intervenir. Uriarte había perdido terreno; Duncan luego lo atacó.

  Los cuerpos casi se tocaban. El acero de Uriarte buscó el rostro de Duncan.

  De repente nos pareció más corto, porque le había penetrado el pecho. Duncan yacía en la hierba. Fue entonces cuando dijo en voz muy baja: - Qué raro. Todo esto es como un sueño.

  No cerró los ojos, no se movió y yo había visto a un hombre matar a otro.

  Maneco Uriarte se inclinó sobre el muerto y le pidió que lo perdonara. Sollozó sin disimular. El hecho que acababa de cometer lo abrumó. Ahora sé que se arrepintió menos de un crimen que de la ejecución de un acto sin sentido.

  No quería mirar más. Lo que había anhelado había sucedido y me dejó destrozado. Lafinur me dijo después que tuvieron que forcejear para sacar el arma. Se formó un consejo. Decidieron mentir lo menos posible y elevar el duelo de cuchillos a un duelo de espadas. Cuatro se ofrecieron como padrinos, entre ellos Acebal. Todo se arregla en Buenos Aires; Alguien es siempre amigo de alguien.

  Sobre la mesa de caoba había un revoltijo de barajas y billetes ingleses que nadie quería mirar ni tocar.

  En los años siguientes pensé más de una vez en confiarle la historia a un amigo, pero siempre sentí que ser el poseedor de un secreto me halagaba más que contarlo. Alrededor de 1929, una conversación casual me movió repentinamente a romper el largo silencio. El comisario jubilado don José Olave me había contado historias de cuchilleros del bajo del Retiro; observó que esta gente era capaz de cualquier delito, con tal de madrugar en contrario, y que ante el Podestá y Gutiérrez casi no hubo duelos criollos. Le dije que había presenciado uno y le conté lo que sucedió hace tantos años.

  Me escuchó con atención profesional y luego me dijo: "¿Estás seguro de que Uriarte y el otro nunca se habían vestido?" En el mejor de los casos, algún tiempo en el campo les había servido bien.

  "No", respondí. Todos los de esa noche se conocían y todos estaban atónitos.

  Olave prosiguió sin prisa, como si hubiera pensado en voz alta: - Uno de los puñales tenía el halcón en forma de U. Había dos puñales como los que se hicieron famosos: el de Moreira y el de Juan Almada, de Tapalquén.

  Algo despertó en mi memoria; Olave continuó: - Mencionaste también un cuchillo con mango de madera, de la marca Arbolito.

   Hay miles de armas así, pero había una...

  Se detuvo un momento y prosiguió: - El señor Acevedo tenía su establecimiento campestre cerca de Pergamino.

  A finales de siglo, otro disputador de la ceca: Juan Almanza, anduvo precisamente por esos pagos. Desde la primera muerte que hizo, a los catorce años, siempre usó uno de esos cuchillos cortos, porque le traía suerte. Juan Almanza y Juan Almada se enojaron porque la gente los confundió. Durante mucho tiempo se buscaron y nunca se encontraron. Juan Almanza fue asesinado por una bala perdida durante unas elecciones. El otro creo que murió por causas naturales en el hospital de Las Flores.

  Esa tarde no se dijo nada más. Nos quedamos pensando.

  Nueve o diez hombres, que ya han muerto, vieron lo que vieron mis ojos: la larga embestida contra el cuerpo y el cuerpo bajo el cielo, pero el final de otra historia más antigua fue lo que vieron. Maneco Uriarte no mató a Duncan; Las armas, no los hombres, lucharon. Habían dormido, uno al lado del otro, en una vitrina, hasta que unas manos los despertaron. Tal vez estaban agitados cuando despertaron; por eso tembló el puño de Uriarte, por eso tembló el puño de Duncan. Ambos sabían cómo pelear, no sus instrumentos, los hombres, y pelearon bien esa noche. Se habían buscado durante mucho tiempo, por los largos caminos de la provincia, y al fin se encontraron, cuando sus gauchos ya eran polvo. En su hierro dormía y acechaba un rencor humano.

  Las cosas duran más que las personas. Quién sabe si aquí termina la historia, quién sabe si no se volverán a encontrar.


En El Informe Brodie , 1970
Imagen: Borges por Antonio Nodar

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