7/5/14

Jorge Luis Borges: La casa de Asterión







Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.

    APOLODORO, Biblioteca, III, 1

  Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito)* están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida).

  Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se prosternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó bajo el mar. No en vano fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.

  El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda transmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y los días son largos.

  Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocamos en otro patio o Bien decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás cómo el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.

  No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo.

  Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo.

  Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanzara todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será como yo?


  El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.

  —¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.


*El original dice catorce, pero sobran motivos para inferir que, en boca de Asterión, ese adjetivo numeral vale por infinitos.

  A Marta Mosquera Eastman



En El Aleph (1949)



En el epílogo leemos:  A una tela de Watts, pintada en 1896, debo La casa de Asterión y el carácter del pobre protagonista
Imagen: El Minotauro, óleo en panel de George Frederick Watts (¿1877-1886?) Presentado por el Watts en 1897
Tate Gallery (London, United Kingdom) [+]

Nota PD: Las fuentes difieren en la fecha del cuadro respecto al dato de Borges

6/5/14

Jorge Luis Borges: Argumentum ornithologicum






Cierro los ojos y veo una bandada de pájaros. La visión dura un segundo o acaso menos; no sé cuántos pájaros vi. ¿Era definido o indefinido su número? El problema involucra el de la existencia de Dios. Si Dios existe, el número es definido, porque Dios sabe cuántos pájaros vi. Si Dios no existe, el número es indefinido, porque nadie pudo llevar la cuenta. En tal caso, vi menos de diez pájaros (digamos) y más de uno, pero no vi nueve, ocho, siete, seis, cinco, cuatro, tres o dos pájaros. Vi un número entre diez y uno, que no es nueve, ocho, siete, seis, cinco, etcétera. Este número entero es inconcebible; ergo, Dios existe.


En El Hacedor
Madrid, 1972
Foto: Pedro Meyer

5/5/14

Jorge Luis Borges: Un lobo





Furtivo y gris en la penumbra última,
va dejando sus rastros en la margen
de este río sin nombre que ha saciado
la sed de su garganta y cuyas aguas
no repiten estrellas. Esta noche,
el lobo es una sombra que está sola
y que busca a la hembra y siente frío.
Es el último lobo de Inglaterra.
Odín y Thor lo saben. En su alta
casa de piedra un rey ha decidido
acabar con los lobos. Ya forjado
ha sido el fuerte hierro de tu muerte.
Lobo sajón, has engendrado en vano.
No basta ser cruel. Eres el último.
Mil años pasarán y un hombre viejo
te soñará en América. De nada
puede servirte ese futuro sueño.
Hoy te cercan los hombres que siguieron
por la selva los rastros que dejaste,
furtivo y gris en la penumbra última.


Atlas (1984)
Luego en Los conjurados (1985)
Foto: Borges en Madrid, España, 1980. EFE/Archivo

4/5/14

Jorge Luis Borges: Arte poética




Mirar el río hecho de tiempo y agua
y recordar que el tiempo es otro río,
saber que nos perdemos como el río
y que los rostros pasan como el agua.

Sentir que la vigilia es otro sueño
que sueña no soñar y que la muerte
que teme nuestra carne es esa muerte
de cada noche, que se llama sueño.

Ver en el día o en el año un símbolo
de los días del hombre y de sus años,
convertir el ultraje de los años
en una música, un rumor y un símbolo,

ver en la muerte el sueño, en el ocaso
un triste oro, tal es la poesía
que es inmortal y pobre. La poesía
vuelve como la aurora y el ocaso.

A veces en las tardes una cara
nos mira desde el fondo de un espejo;
el arte debe ser como ese espejo
que nos revela nuestra propia cara.

Cuentan que Ulises, harto de prodigios,
lloró de amor al divisar su Itaca
verde y humilde. El arte es esa Itaca
de verde eternidad, no de prodigios.

También es como el río interminable
que pasa y queda y es cristal de un mismo
Heráclito inconstante, que es el mismo
y es otro, como el río interminable.


En El hacedor, 1960
Foto: Borges por Eduardo Comesaña


3/5/14

Jorge Luis Borges: El encuentro en un sueño





Superados los círculos del Infierno y las arduas terrazas del Purgatorio, Dante, en el Paraíso terrenal, ve por fin a Beatriz; Ozanam conjetura que la escena (ciertamente una de las más asombrosas que la literatura ha alcanzado) es el núcleo primitivo de la Comedia. Mi propósito es referirla, resumir lo que dicen los escoliastas y presentar alguna observación, quizá nueva, de índole psicológica.

La mañana del trece de abril del año 1300, en el día penúltimo de su viaje, Dante, cumplidos sus trabajos, entra en el Paraíso terrenal, que corona la cumbre del Purgatorio, Ha visto el fuego temporal y el eterno, ha atravesado un muro de fuego, su albedrío es libre y es recto. Virgilio lo ha mitrado y coronado sobre sí mismo («per ch'io te sovra le corono e mitrio»). Por los senderos del antiguo jardín llega a un río más puro que ningún otro, aunque los árboles no dejan que lo ilumine ni la luna ni el sol. Corre por el aire una música y en la otra margen se adelanta una procesión misteriosa. Veinticuatro ancianos vestidos de ropas blancas y cuatro animales con seis alas alrededor, tachonadas de ojos abiertos, preceden un carro triunfal, tirado por un grifo; a la derecha bailan tres mujeres, de las que una es tan roja que apenas la veríamos en el fuego; a la izquierda, cuatro, de púrpura, de las que una tiene tres ojos. El carro se detiene y una mujer velada aparece; su traje es del color de una llama viva. No por la vista, sino por el estupor de su espíritu y por el temor de su sangre, Dante comprende que es Beatriz. En el umbral de la Gloria siente el amor que tantas veces lo había traspasado en Florencia. Busca el amparo de Virgilio, como un niño azorado, pero Virgilio ya no está junto a él.

Ma Virgilio n 'avea lasciati scemi
di sé, Virgilio dolcissimo patre,
Virgilio a cui per mia salute die' mi.

Beatriz lo llama por su nombre, imperiosa. Le dice que no debe llorar la desaparición de Virgilio sino sus propias culpas. Con ironía le pregunta cómo ha condescendido a pisar un sitio donde el hombre es feliz. El aire se ha poblado de ángeles; Beatriz les enumera, implacable, los extravíos de Dante. Dice que en vano ella lo buscaba en los sueños pues él tan abajo cayó que no hubo otra manera de salvación que mostrarle los réprobos. Dante baja los ojos, abochornado, y balbucea y llora. Los seres fabulosos escuchan; Beatriz lo obliga a confesarse públicamente... Tal es, en mala prosa española, la lastimada escena del primer encuentro con Beatriz en el Paraíso. Curiosamente observa Theophil Spoerri (Einführung in die Göttliche Komödie, Zurich, 1946): «Sin duda el mismo Dante había previsto de otro modo ese encuentro. Nada indica en las páginas anteriores que ahí lo esperaba la mayor humillación de su vida.»

Figura por figura descifran los comentadores la escena. Los veinticuatro ancianos preliminares del Apocalipsis (4, 4) son los veinticuatro libros del Viejo Testamento, según el Prologus Galeatus de San Jerónimo. Los animales con seis alas son los evangelistas (Tommaseo) o los Evangelios (Lombardi). Las seis alas son las seis leyes (Pietro di Dante) o la difusión de la doctrina en las seis direcciones del espacio (Francesco da Buti). El carro es la Iglesia universal; las dos ruedas son los dos Testamentos (Buti) o la vida activa y la contemplativa (Benvenuto da Imola) o Santo Domingo y San Francisco (Paraíso, XII, 106-111) o la justicia y la Piedad (Luigi Pietrobono). El grifo —león y águila— es Cristo, por la unión hipostática del Verbo con la naturaleza humana; Didron mantiene que es el Papa «que como pontífice o águila, se eleva hasta el trono de Dios a recibir sus órdenes y como león o rey anda por la tierra con fortaleza y vigor». Las mujeres que danzan a la derecha son las virtudes teologales; las que danzan a la izquierda, las cardinales. La mujer dotada de tres ojos es la Prudencia, que ve lo pasado, lo presente y lo porvenir. Surge Beatriz y desaparece Virgilio, porque Virgilio es la razón y Beatriz la fe. También según Vitali porque a la cultura clásica sucedió la cultura cristiana.

Las interpretaciones que he enumerado son, sin duda, atendibles. Lógicamente (no poéticamente) justifican con bastante rigor los rasgos inciertos. Carlo Steiner, después de apoyar algunas, escribe: «Una mujer con tres ojos es un monstruo, pero el Poeta, aquí, no se somete al freno del arte, porque le importa mucho más expresar las moralidades que le son caras. Prueba inequívoca de que en el alma de ese artista grandísimo el arte no ocupaba el primer lugar sino el amor del Bien.» Con menos efusión, Vitali corrobora ese juicio: «El afán de alegorizar lleva a Dante a invenciones de dudosa belleza.»

Dos hechos me parecen indiscutibles, Dante quería que la procesión fuera bella («Non che Roma di carro cosi bello, rallegrasse Affricano»); la procesión es de una complicada fealdad. Un grifo atado a una carroza, animales con alas tachonadas de ojos abiertos, una mujer verde, otra carmesí, otra en cuya cara hay tres ojos, un hombre que camina dormido, parecen menos propios de la Gloria que de los vanos círculos infernales. No aminora su horror el hecho de que alguna de esas figuras proceda de los libros proféticos («ma leggi Ezechiel che li dipigne») y otras de la Revelación de San Juan. Mi censura no es un anacronismo; las otras escenas paradisíacas excluyen lo monstruoso.

Todos los comentadores han destacado la severidad de Beatriz; algunos, la fealdad de ciertos emblemas; ambas anomalías, para mí, derivan de un origen común. Se trata, claro está, de una conjetura; en pocas palabras lo indicaré.

Enamorarse es crear una religión cuyo dios es falible. Que Dante profesó por Beatriz una adoración idolátrica es una verdad que no cabe contradecir; que ella una vez se burló de él y otra lo desairó son hechos que registra la Vita nuova. Hay quien mantiene que esos hechos son imágenes de otros; ello, de ser así, reforzaría aún más nuestra certidumbre de un amor desdichado y supersticioso. Dante, muerta Beatriz, perdida para siempre Beatriz, jugó con la ficción de encontrarla, para mitigar su tristeza; yo tengo para mí que edificó la triple arquitectura de su poema para intercalar ese encuentro. Le ocurrió entonces lo que suele ocurrir en los sueños, manchándolo de tristes estorbos. Tal fue el caso de Dante. Negado para siempre por Beatriz, soñó con Beatriz, pero la soñó severísima, pero la soñó inaccesible, pero la soñó en un carro tirado por un león que era un pájaro y que era todo pájaro o todo león cuando los ojos de Beatriz lo esperaban (Purgatorio, XXXI, 121). Tales hechos pueden prefigurar una pesadilla: ésta se fija y se dilata en el otro canto. Beatriz desaparece; un águila, una zorra y un dragón atacan el carro; las ruedas y el timón se cubren de plumas; el carro, entonces, echa siete cabezas («Trasformato cosi'l dificio santo / mise fuor teste...»); un gigante y una ramera usurpan el lugar de Beatriz.

Infinitamente existió Beatriz para Dante. Dante, muy poco, tal vez nada, para Beatriz; todos nosotros propendemos por piedad, por veneración, a olvidar esa lastimosa discordia inolvidable para Dante. Leo y releo los azares de su ilusorio encuentro y pienso en dos amantes que el Alighieri soñó en el huracán del segundo círculo y que son emblemas oscuros, aunque él no lo entendiera o no lo quisiera, de esa dicha que no logró. Pienso en Francesca y en Paolo, unidos para siempre en su Infierno. «Questi, che mai da me non fia diviso...» Con espantoso amor, con ansiedad, con admiración, con envidia.


En Nueve ensayos dantescos (1982)
Foto: Héctor Villalobos/Corbis


2/5/14

Almuerzo Jorge Luis Borges







Calle Junín, Barrio de La recoleta
Visto en Baires

Jorge Luis Borges: Adam Cast Forth






¿Hubo un Jardín o fue el Jardín un sueño?
Lento en la vaga luz, me he preguntado,
casi como un consuelo, si el pasado
de que este Adán, hoy mísero, era dueño,

no fue sino una mágica impostura
de aquel Dios que soñé. Ya es impreciso
en la memoria el claro Paraíso,
pero yo sé que existe y que perdura,

aunque no para mí. La terca tierra
es mi castigo y la incestuosa guerra
de Caínes y Abeles y su cría.

Y, sin embargo, es mucho haber amado,
haber sido feliz, haber tocado
el viviente Jardín, siquiera un día.


En El otro, el mismo, 1964
Imagen: Captura cortometraje Borges 75 de G. Zorroaquín y B. Docampo Feijoó


1/5/14

Jorge Luis Borges: La noche de los dones







En la antigua Confitería del Águila, en Florida a la altura de Piedad, oímos la historia.

  Se debatía el problema del conocimiento. Alguien invocó la tesis platónica de que ya todo lo hemos visto en un orbe anterior, de suerte que conocer es reconocer; mi padre, creo, dijo que Bacon había escrito que si aprender es recordar, ignorar es de hecho haber olvidado. Otro interlocutor, un señor de edad, que estaría un poco perdido en esa metafísica, se resolvió a tomar la palabra. Dijo con lenta seguridad:

—“No acabo de entender lo de los arquetipos platónicos. Nadie recuerda la primera vez que vio el amarillo o el negro o la primera vez que le tomó el gusto a una fruta, acaso porque era muy chico y no podía saber que inauguraba una serie muy larga. Por supuesto, hay otras primeras veces que nadie olvida. Yo les podría contar lo que me dejó cierta noche que suelo traer a la memoria, la del treinta de abril del 74.

  »Los veraneos de antes eran más largos, pero no sé por qué nos demoramos hasta esa fecha en el establecimiento de unos primos, los Dorna, a unas escasas leguas de Lobos. Por aquel tiempo, uno de los peones, Rufino, me inició en las cosas de campo. Yo estaba por cumplir mis trece años; él era bastante mayor y tenía fama de animoso. Era muy diestro; cuando jugaban a vistear el que quedaba con la cara tiznada era siempre el otro. Un viernes me propuso que el sábado a la noche fuéramos a divertirnos al pueblo. Por supuesto accedí, sin saber muy bien de qué se trataba. Le previne que yo no sabía bailar; me contestó que el baile se aprende fácil. Después de la comida, a eso de las siete y media, salimos. Rufino se había empilchado como quien va a una fiesta y lucía un puñal de plata; yo me fui sin mi cuchillito, por temor a las bromas. Poco tardamos en avistar las primeras casas. ¿Ustedes nunca estuvieron en Lobos? Lo mismo da; no hay un pueblo de la provincia que no sea idéntico a los otros, hasta en lo de creerse distinto. Los mismos callejones de tierra, los mismos huecos, las mismas casas bajas, como para que un hombre a caballo cobre más importancia. En una esquina nos apeamos frente a una casa pintada de celeste o de rosa, con unas letras que decían La Estrella. Atados al palenque había unos caballos con buen apero. Por la puerta de calle a medio entornar vi una hendija de luz. En el fondo del zaguán había una pieza larga, con bancos laterales de tabla y, entre los bancos, unas puertas oscuras que darían quién sabe dónde. Un cuzco de pelaje amarillo salió ladrando a hacerme fiestas. Había bastante gente; una media docena de mujeres con batones floreados iba y venía. Una señora de respeto, trajeada enteramente de negro, me pareció la dueña de casa. Rufino la saludó y le dijo:

  »—Aquí le traigo un nuevo amigo, que no es muy de a caballo.

  »—Ya aprenderá, pierda cuidado —contestó la señora.

  »Sentí vergüenza. Para despistar o para que vieran que yo era un chico, me puse a jugar con el perro, en la punta de un banco. Sobre la mesa de cocina ardían unas velas de sebo en unas botellas y me acuerdo también del braserito en un rincón del fondo. En la pared blanqueada de enfrente había una imagen de la Virgen de la Merced.

  »Alguien, entre una que otra broma, templaba una guitarra que le daba mucho trabajo. De puro tímido no rehusé una ginebra que me dejó la boca como un ascua. Entre las mujeres había una, que me pareció distinta a las otras. Le decían la Cautiva. Algo de aindiado le noté, pero los rasgos eran un dibujo y los ojos muy tristes. La trenza le llegaba hasta la cintura. Rufino, que advirtió que yo la miraba, le dijo:

  »—Volvé a contar lo del malón, para refrescar la memoria.

  »La muchacha habló como si estuviera sola y de algún modo yo sentí que no podía pensar en otra cosa y que esa cosa era lo único que le había pasado en la vida. Nos dijo así:

  »—Cuando me trajeron de Catamarca yo era muy chica. Qué iba yo a saber de malones. En la estancia ni los mentaban de miedo. Como un secreto, me fui enterando que los indios podían caer como una nube y matar a la gente y robarse los animales. A las mujeres las llevaban a Tierra Adentro y les hacían de todo. Hice lo que pude para no creer. Lucas mi hermano, que después lo lancearon, me perjuraba que eran todas mentiras, pero cuando una cosa es verdad basta que alguien la diga una sola vez para que uno sepa que es cierto. El gobierno les reparte vicios y yerba para tenerlos quietos, pero ellos tienen brujos muy precavidos que les dan su consejo. A una orden del cacique no les cuesta nada atropellar entre los fortines, que están desparramados. De puro cavilar, yo casi tenía ganas que se vinieran y sabía mirar para el rumbo que el sol se pone. No sé llevar la cuenta del tiempo, pero hubo escarchas y veranos y yerras y la muerte del hijo del capataz antes de la invasión. Fue como si los trajera el pampero. Yo vi una flor de cardo en una zanja y soñé con los indios. A la madrugada ocurrió. Los animales lo supieron antes que los cristianos, como en los temblores de tierra. La hacienda estaba desasosegada y por el aire iban y venían las aves. Corrimos a mirar por el lado que yo siempre miraba.

  »—¿Quién les trajo el aviso? —preguntó alguno.

  »La muchacha, siempre como si estuviera muy lejos, repitió la última frase.

  »—Corrimos a mirar por el lado que yo siempre miraba. Era como si todo el desierto se hubiera echado a andar. Por los barrotes de la verja de fierro vimos la polvareda antes que los indios. Venían a malón. Se golpeaban la boca con la mano y daban alaridos. En Santa Irene había unas armas largas, que no sirvieron más que para aturdir y para que juntaran más rabia.

  »Hablaba la Cautiva como quien dice una oración, de memoria, pero yo oí en la calle los indios del desierto y los gritos. Un empellón y estaban en la sala y fue como si entraran a caballo, en las piezas de un sueño. Eran orilleros borrachos. Ahora, en la memoria, los veo muy altos. El que venía en punta le asestó un codazo a Rufino, que estaba cerca de la puerta. Éste se demudó y se hizo a un lado. La señora, que no se había movido de su lugar, se levantó y nos dijo:

  »—Es Juan Moreira.

»Pasado el tiempo, ya no sé si me acuerdo del hombre de esa noche o del que vería tantas veces después en el picadero. Pienso en la melena y en la barba negra de Podestá, pero también en una cara rubiona, picada de viruela. El cuzquito salió corriendo a hacerle fiestas. De un talerazo, Moreira lo dejó tendido en el suelo. Cayó de lomo y se murió moviendo las patas. Aquí empieza de veras la historia.

  »Gané sin ruido una de las puertas, que daba a un pasillo angosto y a una escalera. Arriba, me escondí en una pieza oscura. Fuera de la cama, que era muy baja, no sé qué muebles habría ahí. Yo estaba temblando. Abajo no cejaban los gritos y algo de vidrio se rompió. Oí unos pasos de mujer que subían y vi una momentánea hendija de luz. Después la voz de la Cautiva me llamó como en un susurro.

  »—Yo estoy aquí para servir, pero a gente de paz. Acercate que no te voy a hacer ningún mal.

  »Ya se había quitado el batón. Me tendí a su lado y le busqué la cara con las manos. No sé cuánto tiempo pasó. No hubo una palabra ni un beso. Le deshice la trenza y jugué

  con el pelo, que era muy lacio, y después con ella. No volveríamos a vernos y no supe nunca su nombre.

  »Un balazo nos aturdió. La Cautiva me dijo:

»—Podés salir por la otra escalera.

  »Así lo hice y me encontré en la calle de tierra. La noche era de luna. Un sargento de policía, con rifle y bayoneta calada, estaba vigilando la tapia. Se rió y me dijo:

  »—A lo que veo, sos de los que madrugan temprano.

  »Algo debí de contestar, pero no me hizo caso. Por la tapia un hombre se descolgaba.

  De un brinco, el sargento le clavó el acero en la carne. El hombre se fue al suelo, donde quedó tendido de espaldas, gimiendo y desangrándose. Yo me acordé del perro. El sargento, para acabarlo de una buena vez, le volvió a hundir la bayoneta. Con una suerte de alegría le dijo:

  »—Moreira, lo que es hoy de nada te valió disparar.

  »De todos lados acudieron los de uniforme que habían ido rodeando la casa y después los vecinos. Andrés Chirino tuvo que forcejear para arrancar el arma. Todos querían estrecharle la mano. Rufino dijo riéndose:

  »—A este compadre ya se le acabaron los cortes.

  »Yo iba de grupo en grupo, contándole a la gente lo que había visto. De golpe me sentí muy cansado; tal vez tuviera fiebre. Me escurrí, lo busqué a Rufino y volvimos. Desde el caballo, vimos la luz blanca del alba. Más que cansado, me sentí aturdido, por esa correntada de cosas.”

  —Por el gran río de esa noche —dijo mi padre.

  El otro asintió.

  —Así es. En el término escaso de unas horas yo había conocido el amor y yo había mirado la muerte. A todos los hombres le son reveladas todas las cosas o, por lo menos, todas aquellas cosas que a un hombre le es dado conocer, pero a mí, de la noche a la mañana, esas dos cosas esenciales me fueron reveladas. Los años pasan y son tantas las veces que he contado la historia que ya no sé si la recuerdo de veras o si sólo recuerdo las palabras con que la cuento. Tal vez lo mismo le pasó a la Cautiva con su malón. Ahora lo mismo da que fuera yo o que fuera otro el que vio matar a Moreira.


En El libro de arena, 1975
Imagen: Borges, óleo sobre tela por Emilio Angel Sirimarco 
St Antony's College, University of Oxford

29/4/14

Jorge Luis Borges: La señora mayor





  El 14 de enero de 1941, María Justina Rubio de Jáuregui cumpliría cien años. Era la única hija de guerreros de la Independencia que no había muerto aún.

  El coronel Mariano Rubio, su padre, fue lo que sin irreverencia puede llamarse un prócer menor. Nacido en la parroquia de la Merced, hijo de hacendados de la provincia, fue promovido a alférez en el ejército de los Andes, militó en Chacabuco, en la derrota de Cancha Rayada, en Maipú y, dos años después, en Arequipa. Se cuenta que la víspera de esta acción, José de Olavarría y él cambiaron sus espadas. A principios de abril del 23 ocurriría el célebre combate de Cerro Alto que, por haberse librado en el valle, suele denominarse también de Cerro Bermejo. Siempre envidiosos de nuestras glorias, los venezolanos atribuyeron esta victoria al general Simón Bolívar, pero el observador imparcial, el historiador argentino, no se deja embaucar y sabe muy bien que sus laureles corresponden al coronel Mariano Rubio. Éste, a la cabeza de un regimiento de húsares colombianos, decidió la incierta contienda de sables y de lanzas, que preparó la no menos famosa acción de Ayacucho, en la que también se batió. En ésta recibió una herida. El 27 le fue dado actuar con denuedo en Ituzaingó, a las órdenes inmediatas de Alvear. Pese a su parentesco con Rosas, fue hombre de Lavalle y dispersó a los montoneros en una acción que él llamó siempre una sableada. Derrotados los unitarios, emigró al Estado Oriental, donde se casó. En el decurso de la Guerra Grande, murió en Montevideo, plaza sitiada por los blancos de Oribe. Estaba por cumplir cuarenta y cuatro años, que ya eran casi la vejez. Fue amigo de Florencio Varela. Es harto verosímil que los profesores del Colegio Militar lo hubieran aplazado; sólo había cursado batallas pero ni un solo examen. Dejó dos hijas, de las cuales María Justina, la menor, es la que nos importa.

  A fines del 53 la viuda del coronel y sus hijas se fijaron en Buenos Aires. No recobraron el establecimiento de campo confiscado por el tirano, pero el recuerdo de esas leguas perdidas, que no habían visto nunca, perduró largamente en la familia. A la edad de diecisiete años, María Justina casó con el doctor Bernardo Jáuregui, que, aunque civil, se batió en Pavón y en Cepeda y murió en el ejercicio de su profesión durante la Fiebre Amarilla. Dejó un hijo y dos hijas; Mariano, el primogénito, era inspector de rentas y solía frecuentar la Biblioteca Nacional y el Archivo, urgido por el propósito de escribir una exhaustiva biografía del héroe, que nunca terminó y que acaso no empezó nunca. La mayor, María Elvira, se casó con un primo suyo, un Saavedra, empleado en el Ministerio de Hacienda; Julia, con un señor Molinari, que, aunque de apellido italiano, era profesor de latín y una persona de lo más ilustrada. Omito a nietos y a bisnietos; basta que mi lector se figure una familia honrosa y venida a menos, presidida por una sombra épica y por la hija que nació en el destierro.

  Vivían modestamente en Palermo, no lejos de la Iglesia de Guadalupe, donde Mariano recordaba aún haber visto, desde un tranvía de La Gran Nacional, una laguna que bordeaba uno que otro rancho de ladrillo sin revocar, no de chapas de cinc; la pobreza de ayer era menos pobre que la que ahora nos depara la industria. También las fortunas eran menores.

  La casa de los Rubio ocupaba los altos de una mercería del barrio. La escalera lateral era angosta; la baranda, que estaba a la derecha, se prolongaba en uno de los costados del oscuro vestíbulo, donde había una percha y unas sillas. El vestíbulo daba a la salita con muebles tapizados, y la salita al comedor, con muebles de caoba y una vitrina. Las persianas de hierro, siempre cerradas por temor a la resolana, dejaban pasar una media luz. Me acuerdo de un olor a cosas guardadas. En el fondo estaban los dormitorios, el baño, un patiecito con pileta de lavar y la pieza de la sirvienta. En toda la casa no había otros libros que un volumen de Andrade, una monografía del héroe, con adiciones manuscritas, y el Diccionario Hispano-Americano de Montaner y Simón, adquirido porque lo pagaban a plazos y por el mueblecito correspondiente. Contaban con una pensión, que siempre les llegaba con atraso, y con el alquiler de un terreno —único resto de la estancia, antes vasta— en Lomas de Zamora.

  En la fecha de mi relato, la señora mayor vivía con Julia, que había enviudado, y con un hijo de ésta. Seguía abominando de Artigas, de Rosas y de Urquiza; la primera guerra europea, que le hizo detestar a los alemanes, de los que sabía muy poco, fue menos real para ella que la revolución del noventa y que la carga de Cerro Alto. Desde 1932 había ido apagándose poco a poco; las metáforas comunes son las mejores, porque son las únicas verdaderas. Profesaba, por supuesto, la fe católica, lo cual no significa que creyera en un Dios que es Uno y es Tres, ni siquiera en la inmortalidad de las almas.

  Murmuraba oraciones que no entendía y las manos movían el rosario. En lugar de la Pascua y del Día de Reyes había aceptado la Navidad, así como el té en vez del mate.

  Las palabras protestante, judío, masón, hereje y ateo eran, para ella, sinónimas y no querían decir nada. Mientras pudo no hablaba de españoles sino de godos, como lo habían hecho sus padres. En 1910, no quería creer que la Infanta, que al fin y al cabo era una princesa, hablara, contra toda previsión, como una gallega cualquiera y no como una señora argentina. Fue en el velorio de su yerno donde una parienta rica, que nunca había pisado la casa pero cuyo nombre buscaban con avidez en la crónica social de los diarios, le dio la desconcertante noticia. La nomenclatura de la señora de Jáuregui siguió siendo anticuada; hablaba de la calle de las Artes, de la calle del Temple, de la calle Buen Orden, de la calle de la Piedad, de las dos Calles Largas, de la plaza del Parque y de los Portones. La familia afectaba esos arcaísmos, que eran espontáneos en ella.

  Decían orientales y no uruguayos. No salía de su casa; quizá no sospechaba que Buenos Aires había ido cambiando y creciendo. Los primeros recuerdos son los más vívidos; la ciudad que la señora se figuraba del otro lado de la puerta de calle sería muy anterior a la del tiempo en que tuvieron que mudarse del centro. Los bueyes de las carretas descansarían en la plaza del Once y las violetas muertas aromarían las quintas de Barracas. Ya no sueño más que con muertos fue una de las últimas cosas que le oyeron decir. Nunca fue tonta, pero no había gozado, que yo sepa, de placeres intelectuales; le quedarían los que da la memoria y después el olvido. Siempre fue generosa. Recuerdo los tranquilos ojos claros y la sonrisa. Quién sabe qué tumulto de pasiones, ahora perdidas y que ardieron, hubo en esa vieja mujer, que había sido agraciada. Muy sensible a las plantas, cuya modesta vida silenciosa era afín a la de ella, cuidaba unas begonias en su cuarto y tocaba las hojas que no veía. Hasta 1929, en que se hundió en el entresueño, contaba sucedidos históricos, pero siempre con las mismas palabras y en el mismo orden, como si fueran el Padrenuestro, y sospeché que ya no respondían a imágenes. Lo mismo le daba comer una cosa que otra. Era, en suma, feliz.

  Dormir, según se sabe, es el más secreto de nuestros actos. Le dedicamos una tercera parte de la vida y no lo comprendemos. Para algunos no es otra cosa que un eclipse de la vigilia; para otros, un estado más complejo, que abarca a un tiempo el ayer, el ahora y el mañana; para otros, una no interrumpida serie de sueños. Decir que la señora de Jáuregui pasó diez años en un caos tranquilo es acaso un error; cada instante de esos diez años puede haber sido un puro presente, sin antes ni después. No nos maravillemos demasiado de ese presente que contamos por días y por noches y por los centenares de las hojas de muchos calendarios y por ansiedades y hechos; es el que atravesamos cada mañana antes de recordarnos y cada noche antes del sueño. Todos los días somos dos veces la señora mayor.

  Los Jáuregui vivían, ya lo hemos visto, en una situación algo falsa. Creían pertenecer a la aristocracia, pero la gente que figura los ignoraba; eran descendientes de un prócer, pero los manuales de historia solían prescindir de su nombre. Es verdad que lo conmemoraba una calle, pero esa calle, que muy pocos conocen, estaba perdida en los fondos del cementerio del Oeste.

  La fecha se acercaba. El 10, un militar de uniforme se presentó con una carta firmada por el propio ministro anunciando su visita para el 14; los Jáuregui mostraron esa carta a todo el vecindario y recalcaron el membrete y la firma autógrafa. Luego fueron llegando los periodistas para la redacción de la nota. Les facilitaron todos los datos; era evidente que en su vida habían oído hablar del coronel Rubio. Gente casi desconocida habló por teléfono para que los invitaran.

  Con diligencia trabajaron para el gran día. Enceraron los pisos, limpiaron los cristales de las ventanas, desenfundaron las arañas, lustraron la caoba, pulieron la platería de la vitrina, modificaron la disposición de los muebles y dejaron abierto el piano de la sala para lucir el cubreteclas de terciopelo. La gente iba y venía. La única persona ajena a esa bulla era la señora de Jáuregui, que parecía no entender nada. Sonreía; Julia, asistida por la sirvienta, la acicaló, como si ya estuviera muerta. Lo primero que las visitas verían al entrar sería el óleo del prócer y, un poco más abajo y a la derecha, la espada de sus muchas batallas. Aun en las épocas de penuria se habían negado siempre a venderla y pensaban donarla al Museo Histórico. Una vecina de lo más atenta les prestó para la ocasión una maceta de malvones.

  La fiesta empezaría a las siete. Fijaron como hora las seis y media, porque sabían que a nadie le gusta llegar a encender las luces. A las siete y diez no había un alma; discutieron con alguna acritud las desventajas y ventajas de la impuntualidad. Elvira, que se preciaba de llegar a la hora precisa, dictaminó que era una imperdonable desconsideración tener esperando a la gente; Julia, repitiendo palabras de su marido, opinó que llegar tarde es una cortesía, porque si todos lo hacen es más cómodo y nadie apura a nadie. A las siete y cuarto la gente no cabía en la casa. El barrio entero pudo ver y envidiar el coche y el chauffeur de la señora de Figueroa, que no las invitaba casi nunca, pero que recibieron con efusión, para que nadie sospechara que sólo se veían por muerte de un obispo. El presidente envió a su edecán, un señor muy amable, que dijo que para él era todo un honor estrechar la mano de la hija del héroe de Cerro Alto. El ministro, que tuvo que retirarse temprano, leyó un discurso muy conceptuoso, en el cual, sin embargo, se hablaba más de San Martín que del coronel Rubio. La anciana estaba en su sillón, contra unos almohadones y a ratos inclinaba la cabeza o dejaba caer el abanico. Un grupo de señoras distinguidas, las Damas de la Patria, le cantaron el Himno, que pareció no oír. Los fotógrafos dispusieron a la concurrencia en grupos artísticos y prodigaron sus fogonazos. Las copitas de oporto y de jerez no daban abasto.

  Descorcharon varias botellas de champagne. La señora de Jáuregui no articuló una sola palabra: acaso ya no sabía quién era. Desde esa noche guardó cama.

  Cuando los extraños se fueron la familia improvisó una pequeña cena fría. El olor del tabaco y del café ya había disipado el del tenue benjuí.

  Los diarios de la mañana y de la tarde mintieron con lealtad; ponderaron la casi milagrosa retentiva de la hija del prócer, que "es archivo elocuente de cien años de la historia argentina". Julia quiso mostrarle esas crónicas. En la penumbra, la señora mayor seguía inmóvil, con los ojos cerrados. No tenía fiebre; el médico la examinó y declaró que todo andaba bien. A los pocos días murió. La irrupción de la turba, el tumulto insólito, los fogonazos, el discurso, los uniformes, los repetidos apretones de manos y el ruidoso champagne habían apresurado su fin. Tal vez creyó que era la Mazorca que entraba.

  Pienso en los muertos de Cerro Alto, pienso en los hombres olvidados de América y de España que perecieron bajo los cascos de los caballos; pienso que la última víctima de ese tropel de lanzas en el Perú sería, más de un siglo después, una señora anciana.


En El informe de Brodie, 1970
Imagen: Christopher Pillitz/Getty


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