13/4/18

Georges Charbonnier: «El escritor y su obra. Ocho entrevistas con JLB» 4. Literatura (II)






GEORGES CHARBONNIER: La emisión que oirán ahora es continuación directa de la anterior.
El conjunto de las entrevistas con Jorge Luis Borges constituye en efecto una serie verdadera. Dicho de otro modo, la continuidad del desarrollo debe ser rota inevitablemente. Las emisiones se suceden separadas en el tiempo por el transcurso de siete días. Las rupturas no son, pues, en el plano lógico, verdaderas rupturas.
Proseguimos hoy las conversaciones sobre la literatura, interrumpidas la semana pasada cuando la cuestión del verso libre iba a plantearse. El verso libre no es el tema de la emisión de hoy, sino que nombra el anillo mediante el cual, hoy, proseguiremos la cadena de conversaciones sobre la literatura.
Quizá este anillo, este eslabón, no sea un anillo notable. Es menester, en la cadena temporal de la conversación, aislar los anillos a lo largo de los veinte minutos y considerarlos como notables en su particularidad. ¡Cojamos, pues, el anillo!
Jorge Luis Borges, cuando hablamos del verso libre, ¿no cree usted que la palabra «libre» sea incorrecta?
JORGE LUIS BORGES: Verso libre designa, creo yo, un poema del que no se conocen las leyes, es decir, un poema cuya estructura está dada a la buena de Dios. Si se hace un soneto, se conoce su estructura por adelantado. En el verso libre no se la conoce, pero la estructura está ahí.
Creo que fue Mallarmé quien dijo que no hay ninguna diferencia entre el verso y la prosa; que, si se piensa un poco en el ritmo, si se piensa un poco en el oído, entonces se hacen versos, aunque se escriba en prosa.
Cuando escribimos una carta a un amigo, pensamos un poco en el ritmo. No diría que en la música de la frase, pero sí, en todo caso, tratamos de hacer legible la frase. Nadie busca escribir de una manera harto oscura, alambicada. Siempre hay una estructura, una forma. Eso es lo que dice La Biblioteca de Babel, ¿no es verdad?
G. C.: Bien cierto, por eso es que la frase «verso libre» no me complace del todo, porque «libre»…
J. L. B.: ¡Pero si el verso libre es más difícil que el otro!
G. C.: Sí, sí, pero…
J. L. B.: Cuando empecé a escribir, cometí el error de empezar por el verso libre, creyendo que era más fácil. Más tarde encontré que era mucho más difícil. Porque si se hace un soneto, se conocen sus estructuras. Es menester atenerse a ellas. Si se hace poesía a la manera de… qué diré yo, de Walt Whitman, o de Lee Masters, si no existe un ímpetu interior que nos impulse, entonces la cosa no va bien. O sólo se trata de un artificio tipográfico al que llamaremos verso porque hay que llamarlo de alguna manera.
Una sola defensa tiene el mal verso libre: decir que indica al lector la necesidad de leerlo de cierta manera. El lector sabe que debe, para emocionarse, leer con otra voz, con otra entonación. Es ya un adelanto. En los malos versos libres habría también otra ventaja: indicar al lector que ese texto que se le presenta debe ser leído como un poema; y no como un fragmento en prosa, que podría no ser más que instructivo o lógico.
Esta sería una defensa del mal verso libre.
G. C.: Es la palabra «libre» la que me parece mal.
J. L. B.: En resumen, ¿peligrosa?
G. C.: Sí, porque la gente entiende «verso anárquico», lo que me parece inconcebible. Cierto orden surge inevitablemente, aunque sea débil.
J. L. B.: O aunque sea un orden secreto…
G. C.: Hay algún orden. Algo, el principio de una organización, se manifiesta con toda seguridad. Aunque dos versos libres sean vulgares, existe un enlace en alguna parte.
J. L. B.: Sí, debe de existir. Desgraciadamente sólo encuentra uno ejemplos de versos anárquicos. Cierta vez hablaba con un joven poeta argentino que me veía como a un viejo pomposo, naturalmente. Le pregunté por qué tal verso era tan desagradable. Me dijo que él no quería hacer música. Que él buscaba eso. Que también hay una música de la rudeza, de lo duro.
Evidentemente, tiene razón. Pero también es necesario conocer esa música. No llega por azar. Para hacer versos duros, es necesario saber hacerlos. El azar no los proporciona.
G. C.: Desde luego que no. Es preciso saber hacerlos.
J. L. B.: Es necesario saber. Si se me permite citar un ejemplo inglés, un ejemplo de Swinburne… Es en el último verso en el que pienso yo:
When the devil’s riddle is mastered
And the galley bench creaks with a pope
We shall see Bonaparte the bastard
Kick heels with his throat in a rope[6]
Estos últimos versos contra Napoleón III ¡evidentemente no son dulces! Son versos muy duros. Pero se siente que han sido elaborados, ¿no? Kick heels with his throat in a rope. Son de una dureza acabada.
De la misma manera que hay otros versos en los que se ha buscado la dulzura, la melodía. Allá, el poeta buscó un melodía dura. Y creo que la encontró. No fue debido al azar.
G. C.: Dicho de otro modo, mientras compone, un escritor o un poeta está, en manera continua, en los límites, ¿cómo diré?, ¿de la técnica?
J. L. B.: Sí, eso es, exactamente.
G. C.: No puede contentarse con la emoción, es completamente imposible. No existe una expresión directa de la emoción que…
J. L. B.: No, no.
G. C.:… que hiciera que la inspiración se detuviera cuando la emoción fuera expresada. Esto no es cierto. El escritor, pues, está en todo momento en los límites de la técnica.
J. L. B.: Sí, sí, tiene usted razón.
G. C.: Entonces, tengo la necesidad de profundizar en esas técnicas.
J. L. B.: Quiere decir que hay una especie de tutela o de juego entre la espontaneidad y la técnica.
G. C.: Es un primer punto. Hay un juego. Es cierto.
J. L. B.: Sí, los dos elementos están presentes. ¿Qué hay que decir?… Hay que decir que hablar de versos «que son puros sollozos» no es cierto. Si fueran puros sollozos no se trataría de literatura. «Y yo conozco versos inmortales que son puros sollozos». Y usted afirma que esto es falso y que el propio poeta, cuando escribe esto…
G. C.: … está al borde de la técnica. No puede ser de otro modo.
J. L. B.: Está al borde de la técnica, lo que de todos modos no es malo.
G. C.: No. Pero entonces, ¿por qué no profundizar hasta donde sea posible en esta técnica?
J. L. B.: Sí, podría responderse que sí. Y lo que, por lo general, se ha respondido es lo contrario: «¿Por qué no tratar de evitar la técnica y sólo producir sollozos?»
G. C.: Pueden considerarse las dos hipótesis. Las dos rutas son interesantes.
J. L. B.: No, no, estoy totalmente de acuerdo con usted, no había pensado en ello. En toda producción poética existen los dos elementos…
G. C.: Sí, seguramente; pero producir puros sollozos es un acto individual. Esto vuelve realmente al individuo, al propio poeta, que alcanza su pureza y sus propios sollozos. Mientras que si se puntualiza la técnica no estamos ya en el individuo, sino que pasamos a lo colectivo…
J. L. B.: No, no, perdón; la técnica también podría producir puros sollozos. Uno de los hechos de la técnica es producir versos que dan esta impresión.
G. C.: Sí, pero, entonces, ¿cómo?
J. L. B.: Esa antigua idea clásica que es propia del arte del disimulo es la misma idea. Es propiedad de la técnica que uno no la note demasiado. Si se la nota demasiado, como en el desgraciado caso de Gracián, simplemente se trata de una torpeza. No es un exceso de técnica, es una técnica torpe. Una técnica aplicada de una manera demasiado evidente, por lo tanto, inoperante.
G. C.: Sí, de acuerdo. Pero me parece, repito, que los puros sollozos revelan al individuo, al propio poeta, mientras que los estudios técnicos pueden ser generales. Y atañer a todo el mundo.
J. L. B.: Sí, es verdad. Pero si la técnica sirve para algo, debe también servir para producir puros sollozos. O versos que den esa idea. Lo que viene a ser lo mismo para el lector, porque el lector no sabe qué medio empleó el poeta. Y tampoco el poeta lo sabe. Por ejemplo, el célebre ensayo de Poe sobre la composición del poema El cuervo es evidentemente falsificado. Si hubiera procedido así, no habría escrito el poema. Habría escrito un número indefinido de poemas.
Y además hay otra cuestión a la que no se responde: ¿por qué Poe quería escribir un poema de esa manera? ¿Qué necesidad había de escribir esta historia del cuervo que repite su nombre? ¿Del amante cuya amante ha muerto? ¿De la biblioteca? Pienso que todo esto debió de satisfacerlo de alguna manera. Si no, no habría escrito el poema. O lo que es lo mismo, toda la reconstrucción lógica que hizo la hizo pour épater le bourgeois. O quizá porque siendo él mismo profundamente romántico, siendo un gran poeta romántico, quería ser otra cosa: ser también una especie de Auguste Dupin, de detective muy inteligente y fuerte. Cosa que no era. Era un hombre muy débil, nervioso, un hombre muy desgraciado. Pero quería imaginarse como un dios abstracto de la inteligencia. Como Valéry, quien sin duda fue mucho menos abstracto, mucho menos consciente; Valéry habría querido ser Monsieur Teste. Evidentemente, no era Monsieur Teste. Nadie es Monsieur Teste. Ni siquiera sabemos si los Messieurs Teste son deseables. No serían más que monstruos.
G. C.: Sí, quizá incluso son inconcebibles.
J. L. B.: Sí, inconcebibles; y para el propio autor.
G. C.: Si Monsieur Teste existe, podemos decir que no existe: si conseguimos hacerlo existir, entra, en efecto, en la inexistencia pura.
J. L. B.Monsieur Teste, en la realidad, estaría rodeado de circunstancias, de apetitos, de un montón de cosas; sería un hombre como los demás.
G. C.: Y en ese momento…
J. L. B.: ¿Se puede ser Monsieur Teste durante diez minutos? ¿No?
G. C.: ¡En circunstancias realmente muy favorables!
J. L. B.: En circunstancias muy favorables. Alguien que juegue al ajedrez, que haga álgebra, puede convertirse en Monsieur Teste. ¿Imagina usted a Monsieur Teste «durante» veinticuatro horas? ¡Es imposible!
G. C.: Sí, inconcebible.
J. L. B.: Lo que me sorprendió de ese texto, La soirée avec Monsieur Teste, es que Valéry haya dado ejemplos de textos escritos por su héroe. No debería haber hecho esto, ¿no lo cree usted así? Tengo la impresión de que, desde el punto de vista literario, era necesario que no mostrara ningún ejemplo: los ejemplos debilitan la idea de una inteligencia abstracta total y demasiado pura. Es un poco como en ciertas películas, que me parecen burdas. Esas películas, cuando hablan de un gran pintor o de un gran músico, no deberían nunca hacer oír su música o mostrar sus cuadros. ¡Ante ello se nos cae el alma a los pies! No, antes que nada hay que mostrar la admiración que sienten los demás. O hacer sentir la emoción de los demás. Cuando Valéry añadió a su libro el log-book de Monsieur Teste, vemos que Monsieur Teste no era realmente tan extraordinario. Es una pequeña torpeza literaria de Valéry, que era muy joven en la época en que escribió ese libro. Más tarde habría comprendido que no había que citar ni una línea de Monsieur Teste.
En un libro de un escritor argentino, Los ídolos de Mujica Láinez, se trata de un gran poeta. El autor, Mujica Láinez, es poeta. No un gran poeta, no es Valéry, pero sí un hombre inteligente. En todo el libro no cae nunca en el error de citar una sola línea del héroe poeta. El autor se limita a decir que su personaje ha escrito un libro: Los ídolos. Eso es todo. No cita un solo verso. Esto nos ayuda a pensar que el personaje es realmente un gran poeta. Si el autor hubiera dado un ejemplo, el lector encontraría el ejemplo bueno o malo. La ilusión estética sería reducida. La novela es bastante larga, 300 páginas. Al final uno tiene la impresión de que el personaje es un gran poeta y no ha leído uno solo de sus versos. Es bastante diestro, creo yo.
En las historias de Henry James sucede lo mismo. Se habla de grandes escritores, nada se dice de su obra salvo de una manera abstracta; o un poco irónica; o general.
Pero soy demasiado estricto, porque La soirée avec Monsieur Teste es un libro muy bello.
No sé por qué pensé en esa pequeña falla. Creo que Valéry tenía veinte años o algo así cuando lo escribió. Era muy joven.
G. C.: Tocó usted un problema que se presenta a cada instante en toda creación literaria. Me parece que en el teatro, por ejemplo, se puede ser muy sensible a ello. Hay gente en la escena, los miro, por hipótesis sé que ahí hay un médico, un matemático, un físico; por otro lado…
J. L. B.: Muy bien, acepta eso porque si no no entraría en el juego y se aburriría usted.
G. C.: Eso mismo. Pero esta matemática, esta física sobrentendidas, nunca se habla de ellas, nunca las veremos; sabemos bien que no existen y, en el fondo, nos interesamos por otra cosa que no es la principal. Estamos preparados para cierta…
J. L. B.: ¿Existe otra solución?
G. C.: No, ¡no la hay! ¡Cierto es! Al fin de cuentas, sólo nos interesamos por las circunstancias: por las circunstancias externas cuando estamos en el teatro. Quizá sea así en toda obra literaria. Sólo nos interesamos por la circunstancia externa y nunca por la propia cosa supuesta.
J. L. B.: Sí, es verdad. Es un poco triste, es un poco melancólico pensar así.
G. C.: No sé…
J. L. B.: Sólo tenemos circunstancias, demasiadas, en la realidad. Si pudiéramos pasarnos sin circunstancias, ¡sería maravilloso!
G. C.: Quizá el autor pueda pasarse sin ellas cuando describe objetos; y aun así, no lo sé. Cuando describe a los hombres, me parece que no puede hacerlo.
J. L. B.: La descripción de los objetos es muy fastidiosa. Los objetos sólo pueden interesar en función de los hombres. En rigor, se podría hacer una novela que sólo contuviera la descripción de esta silla y de esta mesa. Creo que ninguna persona leería una novela así y nadie querría escribirla más que para entrar en la historia de la literatura como el primero que escribió una novela en la que sólo hay una mesa. ¡Se podría encontrar de esta manera el lugar propio en la historia de la literatura! Esto tiene bien poca importancia.
G. C.: Demos su lugar al hombre. Si alguien escribe un libro sobre Borges, el escritor, lo que estará ausente del libro —aunque sea un bello libro, aunque sea muy bello—, lo que estará ausente será la literatura de Borges.
J. L. B.: Sí; veo que no ha pensado usted en mí, sino que ha pensado en el libro de Valéry sobre Leonardo, ¿no?
G. C.: ¡En lo absoluto!
J. L. B.: En el que al final dice: «En cuanto al verdadero Leonardo, fue lo que fue». Es una manera de reconocer que inventó otro Leonardo, quizá más interesante que el verdadero. Cuando Valéry escribió esto: «En cuanto al verdadero Leonardo, fue lo que fue», era una manera de decir: y bien, mi libro no se refiere a Leonardo, se trata de un personaje hipotético, es un Monsieur Teste que yo imaginé.
Sí, creo que tiene razón, así sucede.
G. C.: En cuanto se trata de los hombres, no llegamos a salir de lo exterior. Nunca llegamos a penetrar. Cuando me dicen de un hombre que es matemático, me entra la idea loca de que querría conocer su matemática, y me doy perfecta cuenta de que si me la dieran a conocer me saldría de la novela al instante. Me harían penetrar en un tratado de matemática, lo que no era el objeto buscado. El objeto era presentarme una novela. Por consiguiente, se me pide que crea y yo digo que la cosa es falsa.
J. L. B.: No, no, pero en el teatro hay palabras que hacen ver… la realidad o la irrealidad de un personaje. Hay palabras que lo expresan. Es evidente que también en la novela lo que dice una persona nos revela algo, y se le hace decir eso para que se cumpla tal revelación.
G. C.: ¿No es esto extraordinario? ¿No hay en esto una paradoja? El autor pone palabras en boca de un personaje para sugerirme cosas que no sabría explicar, que no puede mostrarme, porque sabe que no las veré, porque piensa que quizá no podría explicarlas yo mismo y porque todo el mundo está de acuerdo, a fin de cuentas, en dejarlas fuera del juego: no debemos servirnos de ellas.
Veo que apartamos uno a uno todos los dominios, y llego al punto en que ya no comprendo cuál es el dominio de una obra de arte en la que hay hombres. En esta obra de arte —sea cual fuere— se me retiran los dominios uno a uno, se me retiran todas las especialidades, y, a pesar de todo, veo que la obra de arte existe, veo que hay una novela, veo que hay una obra de teatro, pero me parece que las preguntas siempre están mal planteadas y que nadie se pregunta cuáles son los verdaderos temas de la novela o la obra de teatro, ya que todo lo que es actividad humana puntualizada, caracterizada, siempre está supuesto y nunca expuesto, en una obra de arte en la que los hombres son presentados. Lo esencial de este hombre, de estos hombres, me es escondido, no se me dice, se da por supuesto que ya lo conozco. Siempre faltará la capacidad de exponérmelo, por otra parte, porque el autor mismo supone que el personaje sabe. Ni siquiera hay la necesidad de conocer. Le es suficiente suponer que sabe. ¿Dónde está lo esencial? ¡Yo me lo pregunto!
J. L. B.: Tengo un poco la impresión de que todo esto depende del sentido que se dé a las palabras expresadas, ya que si un personaje habla, si se expresa…
G. C.: No va a expresar lo que hay de más profundo y refinado en él mismo.
J. L. B.: ¿Por qué? Yo creo que hay palabras que pueden definir a un individuo. Y las hay continuamente. ¿Por qué será esto imposible en el teatro, en una novela, cuando sucede todos los días, en el trato cotidiano de los hombres?




Nota

[6] «Cuando descifremos el enigma del diablo / y en las galeras reme el papa / 
habremos de ver a Bonaparte el bastardo / cocear colgado de la horca».





Georges Charbonnier, El escritor y su obra
Ocho entrevistas de Georges Charbonnier con Jorge Luis Borges
Título original: Entretiens avec Jorge Luis Borges
Georges Charbonnier, 1967
Traducción: Martí Soler

Imagen arriba: 
Borges. Alemania bei einem Besuch in der Stadt Parana, August 1969 
Photo Koberstein/ullstein Bild 
Via Getty Images (detalle)

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