18/3/17

Jorge Luis Borges en su voz: Entrevista con Atilio Garrido [Radio Carve de Montevideo, junio de 1978]













—Quiere decir que este fenómeno mundial que es Jorge Luis Borges, venimos a saber ahora, nos pertenece un poquito también a los orientales.
—Sí, sí, desde luego. Puedo decirle esto: yo no sé si mi primer recuerdo, que curiosamente es el recuerdo de un cantero y de un arcoíris, debo situarlo de este lado del Río, en una quinta de Adrogué o en un modesto jardín de Palermo, o en la quinta de mi tío Francisco Haedo en el Paso Molino, en Montevideo. No sé si mi primer recuerdo corresponde a este lado del río o al otro.
Mi abuelo, el coronel Borges, nació en Montevideo e inició su carrera militar como artillero defendiendo la plaza sitiada: tenía 14 años. Luego se batió en la División Oriental de César Díaz, en la Batalla de Caseros: fue uno de los que decidieron la victoria y tenía 16 años, pero en aquel tiempo la gente maduraba pronto. Mi abuelo se hizo matar en la batalla de La Verde en el año 1874.


—¿Maduraba más pronto aquella gente? ¿Ese puede ser uno de los méritos de la generación anterior?
—Sí, creo que maduraba muy pronto, pero al mismo tiempo eran menos longevos que nosotros. La prueba de ello es que hay un poema de Lugones que empieza así: “Sintiendo vagar por su elegante persona/ Una desolada intimidad de hastío/ La bella solterona (Treinta y ocho años, regio porte, un tanto frío, de beldad sajona)”, etcétera. Bueno, pues todas mis amigas tienen 38 años y no son consideradas solteronas, pero en el año 1905, 1906, era otra cosa: a los 38 años una mujer tenía el triste derecho de llamarse solterona si no se había casado.


—Volviendo un poco a Uruguay, al margen de aquel recuerdo que usted no tiene definido…
—Tengo muchos otros recuerdos, sobre todo de la frontera, porque yo hice dos viajes con Enrique Amorim, casado con una prima mía, Ester Haedo, hasta Santana do Livramento, y ahí por primera y última vez en mi vida vi matar a un hombre. Y tengo otro primer recuerdo del Uruguay. Yo en Buenos Aires nunca había visto gauchos, pero en el Paso Molino vi troperos que traían hacienda de los departamentos del norte, y vi mis primeros gauchos, y eso me emocionó mucho, porque yo los conocía simplemente por la fama y por estampas. Pero ahí los vi de veras.


—Esos dos recuerdos, el fronterizo y el de los gauchos, ¿pueden haber motivado el cuento “El muerto”, que hace poco se llevó al cine?
—Sí. Les aconsejo que eviten el cine. Hicieron una película absurda con El muerto. Con decirles que yo situaba toda la acción en una estancia cimarrona de la frontera, allá cerca del Yaguarón o de Santana do Livramento. Bueno, todo ocurría en el año 1890 y tantos, y a ellos se les ocurrió dotar a esa estancia –y ustedes saben lo que son las estancias por ahí, que ni siquiera tienen montes– de billares, y hacer que los gauchos jugaran al billar. Pero no se buscaba un efecto cómico, era mera ignorancia de quienes hicieron la película. ¿Se da cuenta? ¡Gauchos de la frontera de Brasil jugando al billar!
—¿Y cómo fue entonces que se hizo la película estando usted en desacuerdo con la forma en que se ambientó?
—Bueno, yo simplemente firmé un contrato, mi editorial cedió los derechos y no tuve nada que ver con la película. Ni siquiera sé qué actores trabajaron, quién fue el director ni nada de eso. Simplemente ellos cedieron los derechos, se hizo el film, fui a verlo (aunque verlo en mi caso es una metáfora, porque estoy ciego desde el año 1955), pero algunos amigos míos me señalaron ese aspecto involuntariamente cómico.
—¿Con qué intelectuales del Uruguay usted se siente más vinculado, con mayor afinidad?
—Tendría que mencionar nombres ya pretéritos, pero soy un hombre viejo. No querría olvidar a Emilio Oribe, a Pedro Leandro Ipuche y a Fernán Silva Valdés, que me honraron con su amistad, pero no digo eso en desmedro de otros: son simplemente los tres primeros nombres que acuden a mi memoria. Y luego querría hablar también de mi tío injustamente olvidado, Luis Melián Lafinur. Yo recuerdo haber estado de chico en la casa de él, que creo que se ha demolido ahora, una casa en la calle Buenos Aires, en la península, en la Ciudad Vieja.
—Lamentablemente se están demoliendo muchas casas viejas, no solamente en Montevideo sino también aquí en Buenos Aires.
—Aquí en Buenos Aires ocurre otra cosa más rara: se construyen en el barrio de San Telmo, que no tiene ninguna tradición especial, falsas casas viejas, y hasta se le ha ocurrido a algún intendente poner un aljibe en una esquina. Todo el mundo sabe que los aljibes son para los patios, no para las calles, pero parece que ya se ha olvidado eso, de modo que hay una plaza en San Telmo con un aljibe en el medio, increíblemente.
—¿Los rioplatenses tenemos desapego por el pasado?
—No, yo creo que no. Creo que queremos el pasado pero, al mismo tiempo, en este caso lo falsificamos un poco. Fíjese que ahora en San Telmo están haciendo falsas casas coloniales, o falsas casas del tiempo de Rosas.
—Usted estuvo en la casa de su tío Luis Melián Lafinur, me estaba contando…
—Sí, estuve muchas veces y tuvo un destino bastante triste. El escribió un libro muy lindo sobre Juan Carlos Gómez y un libro titulado Tabaricidio, contra Zorrilla de San Martín, porque eran adversarios (Juan Zorrilla de San Martín, escritor emblemático del Uruguay, conocido como el “poeta de la patria” y autor del poema épico Tabaré, fue, además, padre del escultor José Luis Zorrilla de San Martín, autor del célebre monumento al general Roca de Buenos Aires, y abuelo de la vestuarista Guma Zorrilla y de la actriz China Zorrilla). El pensaba dedicar su vida a escribir una historia del Uruguay. Yo recuerdo la biblioteca de él, que ocupaba varias habitaciones, y él, ciego, recorriendo la biblioteca, ya incapaz de escribir el libro. Y murió, un hombre ya viejo. Hubiera podido, quizá, hacerlo. Pero yo creo que no, que es muy difícil, sobre todo un libro de historia, que requiere documentación. Quizá un ciego pueda dedicarse, como yo, a obras de imaginación, pero no a obras que requieren consulta. Y él murió ciego en esa casa vieja de la calle Buenos Aires, rodeado de los libros que le hubieran permitido ejecutar ese proyecto que él había acariciado toda su vida, de escribir la historia de la República Oriental del Uruguay. Y no pudo hacerlo.
—¿En qué año ubicamos sus viajes permanentes a la casa de la calle Buenos Aires en la Ciudad Vieja?
—Y a la quinta de mi tío Francisco Haedo en la calle Lucas Obes. Había un arroyo que se llamaba Quitacalzones y otro arroyo Miguelete también por ese lado, por el Prado.
—Un embajador argentino en nuestro país, cuando invitaba a las grandes recepciones decía “los espero en mi casa de la avenida Agraciada esquina Quitacalzones”, lo que en aquella época provocaba prácticamente el pudor de todos.
—Sí, claro, era un zanjón el arroyo. No lo recuerdo muy bien, pero corría por los fondos de la quinta. Bueno, todos esos recuerdos míos montevideanos yo no sé cuándo empiezan, pero sé que nosotros veraneábamos todos los años en Montevideo, en casa de mi tío Francisco Haedo, y que eran los veraneos largos de entonces, de dos o tres meses.
—Jorge Luis Borges, ¿encuentra similitud entre Montevideo y Buenos Aires y entre su pueblo?
—Sí. Yo siempre digo que Buenos Aires es un barrio de Montevideo.
—¿Buenos Aires un barrio de Montevideo?
—Sí, siempre lo digo, si son lo mismo. Hasta diría que Buenos Aires está más cerca de Montevideo que de Córdoba, por ejemplo, que tiene un carácter muy distinto, y mucho más cerca que de Salta, no sólo geográficamente sino espiritualmente.
—Ahora que usted me nombra a Juan Carlos Gómez y me recordaba la amistad con su tío Luis Melián Lafinur, ¿es partidario de la idea que en su momento propuso Juan Carlos Gómez y que causó la división del Río de la Plata, de la Patria Grande?
—Sí. Yo creo que tenemos que llegar a patrias más grandes todavía. Creo que tenemos que llegar a patrias tan grandes que ya no haya patrias. El que tenía la misma idea era Sarmiento. Pero a Sarmiento se le ocurrió una idea absurda: que para evitar la inevitable rivalidad entre Montevideo y Buenos Aires la capital estuviera en la isla de Martín García, algo sumamente incómodo desde luego, ¿no? Eso iba a llamarse Argirópolis, es decir la “ciudad del Plata”. A él se le ocurrió esa idea de la posible capital de ambas patrias creo que cuando estaba en Chile escribiendo el Facundo.
—Ya que estamos recordando un poco la génesis de estos países, leí hace poco un poema suyo donde usted sostiene la tesis de que Buenos Aires comenzó a fundarse por el lado de Palermo y no por San Telmo.
—Sí, pero es una broma mía. No, Buenos Aires realmente empezó a fundarse por San Telmo, sí. La primera fundación de Buenos Aires, la de don Pedro de Mendoza, fue en el Parque Lezama. La segunda fundación, en la que participó un señor llamado Juan de Garay, del cual soy descendiente, fue en la Plaza de Mayo, llamada Plaza Mayor, a una distancia de pocas cuadras. Además, en aquel tiempo no habría tal distancia, habría simplemente el campo pelado nomás, ¿no? Pero sé que la primera fundación tuvo lugar más o menos en lo que es el Parque Lezama. Ahora, la ciudad fue destruida por los querandíes, que venían del norte, del lado de San Isidro. Y luego ocurrió la segunda fundación en la Plaza Mayor, que fue el centro de la ciudad durante mucho tiempo.
 —Después de haber recorrido esta primera etapa en la vida de Jorge Luis Borges, y de haber descubierto su afinidad casi total con Uruguay, cosa que nos place.
—Y a mí también. (Risas)
—Queremos ir de a poco a otro tema. Jorge Luis Borges había expresado hace dos meses que cuando llegara el Mundial de Fútbol no podría estar en la República Argentina.
—Sin embargo, aquí estoy, y aquí estoy soportándolo. Pero creo que falta poco, ¿no? (risas). Yo no estoy en contra del deporte del fútbol, pero creo que es una frivolidad a la que se le da una importancia excesiva. Además, fomenta el nacionalismo, que es uno de los grandes males de esta época. Porque yo veo que no se piensa si un partido fue lindo o no: se piensa en quiénes ganaron, que es lo más aleatorio de un juego. En cambio, tratándose del ajedrez, por ejemplo, la gente puede estar interesada en el ajedrez. Pero creo que nadie está interesado en el juego mismo del fútbol: está interesado en tal o cual cuadro o en tal o cual país… pero en el juego mismo del fútbol nadie se interesa. Tengo esa impresión. Yo no sé: he asistido a medio partido de fútbol con mi pariente Enrique Amorim. Fuimos a ver un partido entre argentinos y orientales y, como no entendimos nada, nos fuimos, y ésa fue mi única experiencia. Y actualmente me molestan bastante los cornetazos y todo ese estrépito de automóviles que saludan a cada partido.
—Quiere decir que Borges vio sólo en su vida 45 minutos de fútbol.
—45 minutos de fútbol y, quizá, yo diría, 45 minutes too many, quizá 45 minutos de exceso, ¿no? En cambio, las carreras me parecen muy lindas, aunque no he asistido nunca al Hipódromo de Palermo, ni al de La Plata ni al de San Isidro, pero he visto carreras en el campo, he visto cuadreras, he visto pencas. Y es un lindo espectáculo, me parece.

—Volviendo al fútbol, pienso que usted, en definitiva, lo que sustenta como aspecto negativo es la identificación que se quiere hacer en los momentos actuales entre país y deporte.
—Yo creo que sí. Creo que es absurdo suponer que un país esté representado por sus jugadores de fútbol. En todo caso, tengo un concepto bastante modesto de los países. Y además que todo esto, como todos sabemos, es un comercio: se venden los jugadores, se compran, y esto lo aprovechan los hoteles para alzar los precios. No estoy revelando ningún secreto, ¿no? Ya la vida está bastante cara en Buenos Aires, y alrededor está más cara todavía.
—¿Piensa que el Mundial ha incidido en eso?
—Sin duda. En todo caso en los comercios dice “precio del Mundial”, y ese precio no es ciertamente una rebaja.

—¿Usted por qué no quería estar aquí durante el Mundial?
—Porque temía un gran barullo. Felizmente ha habido menos barullo del que yo temía. Desde luego, vivo aquí en el centro, y es bastante sensible todo eso. Si viviera un poco afuera, o si viviera como viví durante tres años en el sur, quizá se notaría menos. Pero acá se nota mucho.
—Yo noto una cosa en los argentinos. Por ejemplo, si en mi función de periodista digo que Argentina jugó mal o fue favorecida por un árbitro, aquí se entiende como que estoy diciendo que todos los argentinos son malos porque juegan mal al fútbol o sobornadores porque intentan comprar jueces.
—Es absurdo juzgar a un país por el fútbol, que es algo tan trivial. Además, es un juego que no tiene ninguna tradición aquí. Cuando yo era chico no se hablaba de fútbol: caramba, se hablaba de riñas de gallos y de cuadreras. Qué raro que siendo Inglaterra un país tan odiado aquí (yo no lo odio, yo quiero muchísimo a Inglaterra; yo tengo una abuela inglesa que se casó precisamente con ese abuelo mío oriental, el coronel Francisco Borges), qué raro que nunca se emplee contra Inglaterra el argumento de haber difundido por el mundo el fútbol, ese juego que fue atacado, y yo lo descubrí hace poco… parece que hay una referencia contra el fútbol en El rey Lear, de Shakespeare. Y luego Kipling, según se sabe, atacó al fútbol también. El pensaba en el Imperio y quería que su país fuera un país de soldados y de marinos y no de jugadores de fútbol. Los jugadores son una minoría, además, ¿no?

—Los jugadores de fútbol, ¿no han venido en el mundo de hoy a sustituir a los ejércitos?
—Bueno, yo creo que no. En todo caso, en relación con los militares, no se los usa. Son muy pocos los jugadores de fútbol. Lo que hay son espectadores. Cada equipo consta de 11 jugadores, si no me engaño. En cambio los ejércitos, caramba, son desgraciadamente mucho más numerosos.
—A Borges le rechina juntar la idea de un país con la idea del fútbol…
—O con cualquier otra idea. Yo no sé hasta dónde un país puede ser representado por unos cuantos individuos. Quizá lo importante en un país sea, digamos, el promedio. Por ejemplo, en los países escandinavos no hay criminalidad. Bueno, eso me parece que es un buen indicio, más allá del hecho de que hayan producido hombres de genio como Ibsen o Swedenborg o lo que fuere. Es más importante el promedio de la gente. Ni siquiera puede juzgarse a un país por sus hombres de genio, que son forzosamente esporádicos. Yo admiro mucho a Emerson, pero no creo que los Estados Unidos estén poblados exclusivamente por Emerson. Creo que están poblados por millones de personas bastante distintas de Emerson y bastante mediocres por lo demás. Y quizá eso puede decirse de todo país.

—¿Cómo ve usted, Jorge Luis Borges, que el presidente de un país como Perú baje a la cancha y se coloque la camiseta de su selección para festejar un triunfo?
—Es una medida crasamente demagógica.

—¿Y que un presidente, en el caso de los argentinos, que hace un año declaró que iba al fútbol por primera vez, un poco parecido a usted, ahora baje a los vestuarios, salude a los jugadores, festeje las victorias?
—Yo no quiero decir nada contra este gobierno, porque me parece el único gobierno posible. No diré el mejor gobierno posible, pero sí el único gobierno posible en estos momentos. Y diría lo mismo del gobierno de Uruguay o del de Chile. No quiero atacar a este gobierno porque es hacerles el juego a los peronistas, a los comunistas, etcétera. De modo que yo no diré una palabra sobre eso.

—¿Borges es antiperonista y anticomunista?
—Desde luego, sí. Y, sobre todo, antinacionalista.

—Antinacionalista. Quisiera que lo explicara un poquito más, ¿puede ser?
—Bueno, todo esto lo explicaron ya los estoicos. En Grecia, según usted sabe, la gente se definía por la ciudad en que había nacido, ¿no? Heráclito, de Efeso, Tales, de Mileto, etcétera. Los cosmopolitas lanzaron esa idea extraña de que el hombre era ciudadano del mundo. Esa palabra ha degenerado; ahora se usa en el sentido de turistas. Pero es la palabra “cosmopolita”: “polis”, ciudad, “cosmos”, el orden del mundo. Y ya que he hablado de la palabra “cosmos”, querría señalar una pequeña curiosidad etimológica. La palabra “cosmética” tiene la misma raíz, porque el cosmos es el orden del universo, el orden de los astros, el orden de las estaciones, el orden de los planetas, y la cosmética es el pequeño orden que las damas le dan a su cara. Pero es la misma raíz: “cosmos”, “cósmico” y “cosmética”. Bueno, pues los estoicos dijeron aquello que sin dudas escandalizó a todos, de que un hombre no era ciudadano de Atenas o ciudadano de Mileto o ciudadano de Tebas, no, que un hombre es ciudadano del mundo. Y yo creo que debemos sentirnos ciudadanos del mundo y olvidar, como sin dudas se olvidarán, los diversos colores que se marcan en los mapas. Y posiblemente merezcamos algún día no tener ningún gobierno, o un solo gobierno central que puede ser administrativo y policial y ninguna otra cosa, ¿no?

—¿O sea que hay un hombre por encima de las demarcaciones, que son circunstanciales?
—Sí. Yo diría que los individuos existen pero que los países existen de un modo abstracto solamente. Además, estoy en contra de todo nacionalismo –desde luego incluyo al nacionalismo argentino también–, porque insiste en las diferencias, y creo que debemos tratar de insistir en las afinidades, en lo que puede unirnos a nosotros. Por ejemplo, bueno, usted es oriental –en mi tiempo se decía oriental y no uruguayo– y yo argentino, y debemos insistir en lo que puede unirnos y no en lo que puede separarnos.

—¿El fútbol no une?
—No, desde luego: acentúa las diferencias.

—Usted dijo una cosa muy linda, y es que nosotros antes éramos orientales. Y es realmente así.
—Y además hay otra cosa: la palabra “oriental” es muy linda. Recuerdo unos versos de Ascasubi, que era cordobés, para celebrar la victoria de Cagancha: “Querelos, mi vida, a los orientales, que son domadores sin dificultades/ Que viva Rivera, que viva Lavalle/ tenémelo a Rosas que no se desmaye/ Los de Cagancha se animan al diablo en cualquier cancha”. Qué lindos versos criollos, escritos casi inmediatamente después de la victoria de Cagancha.

—¿Cómo fue que deformó la palabra “oriental” y nos hemos transformado en esa cosa mucho más híbrida que es “uruguayo”?
—Yo no sé. Eso podría contestárselo mi tío, que ha muerto, Luis Melián Lafinur. Pero sé que mi abuela, que había nacido en Mercedes, decía de Santos: “Habla de los uruguayos, ¡qué guarango! Yo soy oriental”. Y además ustedes recuerdan, usted sabe perfectamente bien, que no se habla de los “33 uruguayos” sino de los “33 orientales”, que no se dice “uruguayos, la patria o la tumba” sino “orientales, la patria o la tumba”. Además, la palabra “oriental” es muy linda. Qué raros esos dos nombres, eh: “oriental”, que evoca el oriente y que invoca, por su sonido, el oro, y “argentino”, que invoca la plata. Tenemos esos dos metales, la plata y el oro, de los dos lados. Qué lindas palabras. En un poema, por ejemplo, parecería difícil usar la palabra “uruguayo”. En cambio, la palabra oriental, sí.

—Es un poco el oriente del río Uruguay, ¿no es así?
—Sí, es eso exactamente. Pero quiero decir que si usted en un poema pone la palabra “oriental”, queda bien. Si pone “uruguayo”, es casi como si pusiera “paraguayo”. Es otra cosa, parece un poco extranjero ya, ¿no? 

—La exaltación de los nacionalismos, en definitiva, ¿les hace mal, en vez de hacerles bien, a los países?
—Sí, yo estoy totalmente seguro de eso, y lo malo es que el nacionalismo ahora corresponde a la derecha y a la izquierda, porque los comunistas son nacionalistas y los nazis o los fascistas son nacionalistas también. Todo el mundo es nacionalista ahora. Los únicos que nos escapamos somos usted y yo en este momento. Parece que el resto del mundo está equivocado, ¿no? (risas).

—Que estamos logrando una afinidad a través de la conversación, en vez de separarnos…
—Desde luego, sí. Yo me he educado en un país que es extraordinario, uno de los países más cultos del mundo, Suiza, y no hay nacionalismo. Y no puede haber nacionalismo porque los suizos son o de cepa francesa o de cepa italiana o de cepa alemana y profesan diversas religiones. Ginebra fue la capital del calvinismo, y hay cantones que son católicos. Pero todos se sienten suizos sin poder definir muy bien qué es eso. Salvo que se trata de un país muy culto, que es su rasgo principal, desde luego.

—Hay una cosa muy importante que quisiera conversar con usted. Jorge Luis Borges ha trascendido a la popularidad, se ha hecho popular…
—Sí, pero yo no he hecho nada en ese sentido. A mí me ha sucedido la popularidad, yo no la he buscado.

—En los últimos años. ¿Por qué no antes?
—Creo que precisamente por la radio, por la televisión, por el periodismo. Recuerdo que a mí me honró con su amistad Leopoldo Lugones, y lo acompañé digamos una media docena de veces desde la Biblioteca Nacional de Maestros, allá en Rodríguez Peña y Charcas, hasta la redacción del diario La Nación en Sarmiento y Florida. Bueno, yo iba del brazo de Lugones, que era evidentemente el primer escritor argentino, y nadie lo identificaba en la calle ni se daba vuelta para mirarlo y decir: “Mirá, ahí va Lugones”. Es decir, el escritor antes era un particular y ahora desgraciadamente ya es un hombre público. Ahora los escritores somos casi como jugadores de fútbol, casi como políticos, ¿no?

—¿Eso le molesta?
—Sí, me molesta bastante.

—Los medios de comunicación, en definitiva, le causan a usted...
—Los medios de comunicación sirven para vender más libros. Pero como yo no soy editor ni librero, a mí no me interesa que los libros se vendan, fuera del hecho de que los libros me ganan amigos o enemigos.

—¿Borges no escribe para el público?
—Yo no escribo para una mayoría ni para una minoría, escribo urgido por una íntima necesidad de escribir. Si yo fuera Robinson Crusoe y estuviera en mi isla desierta, seguiría escribiendo.

—Quiere decir que Borges escribe para satisfacer su necesidad interior aunque su página no la lea nadie: no le interesa.
—No, no, no me interesa. Yo nunca he pensado en ser popular, pero he llegado a serlo sin querer. Ahora mis libros han llegado… bueno, hay uno que está llegando a la novena edición, pero no he hecho nada en ese sentido. Hay una palabra espantosa que se usa ahora, que es la palabra “promoción”. Eso no  existía en mi tiempo, desde luego, y la presentación de libros tampoco, porque no se presentaban libros entonces. Todo ese sistema de publicidad que nos ha venido parcialmente de Francia, pero especialmente de los Estados Unidos, el hecho de que todo sea comercial, de que todo sea público, es una lástima realmente. Pero en fin: parece inevitable que yo proteste.

—Yo le agradezco mucho, Jorge Luis Borges, por haberme usted recibido aquí sin conocerme siquiera: ha sido para mí un gran placer, una de esas cosas que se recuerdan durante todo el resto de la vida de uno.
—Bueno, muchísimas gracias.

—Y le pido sí un saludo para los uruguayos.
—¿Cómo?

—Un saludo para los uruguayos, para culminar la nota.
—Y bueno, me parece que después de lo que he dicho he estado saludándolos todo el tiempo. He estado recordando mi sangre uruguaya, que la tengo por el lado materno por Jacinta Haedo de Suárez, y por el lado paterno más directamente por mi abuelo Francisco Borges Lafinur, que nació en Montevideo durante la Guerra Grande y se batió como artillero contra los blancos de Oribe, ¿no?

—Muy gentil, Borges, muy amable.
—Muchas gracias.


Imagen, texto y audios publicados en Diario Perfil
8 de enero de 2017 y 15 de enero de 2017
Entrevista original con Atilio Garrido
Para Radio Carve de  Montevideo, junio de 1978


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