23/2/17

Jorge Luis Borges: La inocencia de Layamon*






Legouis ha visto la paradoja de Layamon, pero no sé si lo patético. El exordio del Brut, redactado a principios del siglo XIII, en tercera persona, guarda los hechos de su vida. Escribe Layamon: "Hubo en el reino un sacerdote llamado Layamon; era hijo de Leovenath, a quien tenga Dios en su gloria, y vivía en Ernley, en una noble iglesia a orillas del Severn, donde era bueno estar. Dio en el pensamiento de referir las hazañas de los ingleses; cómo se llamaban y de dónde vinieron y quiénes arribaron a tierra inglesa después del diluvio. Layamon viajó por el reino y consiguió los nobles libros que fueron su modelo. Tomó el libro inglés que hizo Beda; otro tomó en lengua latina que hicieron San Albino y San Agustín, que nos trajo el bautismo; un tercero tomó y lo puso en el medio, obra de un clérigo francés llamado Wace, que bien sabía escribir y que se lo dio a la noble Leonor, reina del alto Enrique. Layamon abrió esos tres libros y volvió las hojas; con amor los miró, —¡sea Dios misericordioso con él!— y tomó la pluma entre los dedos y escribió en pergamino y ordenó las justas palabras y de los tres libros hizo uno. Ahora ruega Layamon, por amor de Dios Todopoderoso, que quienes lean este libro y aprendan las verdades que enseña, recen por el alma de su padre, que lo engendró, y por el alma de su madre, que lo dio a luz, y por su alma, para que sea más buena. Amén". Treinta mil versos irregulares, después, historian las batallas de los britanos, y singularmente de Arturo, contra los pictos, los noruegos y los sajones.

La primera impresión, y tal vez la última, que deja el exordio de Layamon es de infinita, de casi increíble ingenuidad. Colabora en esa impresión el rasgo pueril de que el poeta diga Layamon y no yo, pero detrás de las candorosas palabras la emoción es compleja. No sólo la materia cantada sino la circunstancia algo mágica de verse a sí mismo cantándola, conmueve a Layamon; ese desdoblamiento corresponde al Illo Virgilium me tempore, de las Geórgicas o al hermoso Ego ille qui quondam que alguien antepuso a la Eneida.

Una leyenda que Dionisio de Halicarnaso recoge y que Virgilio insignemente adoptó dice que Roma fue fundada por hombres de la estirpe de Eneas, troyano que en las páginas de la Ilíada pelea con Aquiles; parejamente una Historia Regum Britanniae que data de principios del siglo XII atribuyó la fundación de Londres ("Citie that some tyme cleped was New Troy") a un bisnieto de Eneas llamado Bruto, cuyo nombre estaría perpetuado en el de Britania. Bruto es el primer rey de la crónica secular de Layamon; lo siguen otros, que en la literatura ulterior han conocido muy diversa fortuna: Hudibras, Lear, Gorboduc, Ferrex y Porrex, Lud, Cimbelino, Vortigern, Uther Pendragon (Uther Cabeza de Dragón) y Arturo de la Tabla Redonda, "rey que ha sido y será", según su misterioso epitafio. Arturo recibe una herida mortal en su última batalla, pero Merlín, que en el Brut no es hijo del Diablo sino de un silenc ioso fantasma de oro que su madre amó en sueños, profetiza que volverá (como Barbarroja) cuando lo necesite su pueblo. Vanamente guerrean contra él, en revueltas hordas, los "perros paganos" de Hengest, los sajones que desde el siglo V se difundieron por la faz de Inglaterra.

Se ha dicho que Layamon fue el primero de los poetas ingleses; más justo y más conmovedor es pensarlo el último de los poetas sajones. Éstos, convertidos a la fe de Jesús, aplicaron a esa nueva mitología el duro acento y las imágenes militares de las epopeyas germánicas (los doce apóstoles, en uno de los poemas de Cynewulf, resisten al embate de las espadas y son diestros en el juego de los escudos; en el Éxodo, los israelitas que atraviesan el Mar Rojo son vikings); Layamon sujetó a ese mismo rigor las ficciones cortesanas y mágicas de la Matière de Bretagne. Por el tema, por buena parte del tema, es uno de los muchos poetas del ciclo bretón, un lejano colega de aquel anónimo que reveló a Francesca da Rimini y a Paolo el amor que sentían y que ignoraban; por el espíritu, es un descendiente lineal de aquellos rapsodas sajones que reservaban sus palabras felices para la descripción de batallas y que no produjeron en cuatro siglos una sola estrofa amatoria. Layamon ha olvidado las metáforas de los antepasados; en el Brut, ni el mar es el camino de la ballena, ni las flechas son víboras de la guerra, pero la visión del mundo es la misma. Como Stevenson, como Flaubert, como tantos hombres de letras, el sedentario clérigo se complace en violencias verbales; ahí donde Wace escribió: "En aquel día los britanos dieron muerte a Passent y al rey irlandés", Layamon amplifica: "Y dijo estas palabras Uther el Bueno: ¡Passent, aquí te quedarás; aquí viene Uther a caballo! Lo golpeó en la cabeza y lo derribó y le puso la espada en la boca (ese alimento para él era nuevo) y la punta de la espada se hundió en la tierra. Entonces dijo Uther: Ahora te va bien, irlandés; toda Inglaterra es tuya. En tus manos la entrego para que te quedes a vivir con nosotros. Mira, aquí está; ahora la tendrás para siempre". En todo verso anglosajón hay ciertas palabras, dos en la primera mitad y una en la segunda, que empiezan con la misma consonante o con una vocal; Layamon trata de observar esa vieja ley métrica, pero los octosílabos pareados de la Geste des Bretons de Wace —uno de lo s tres "nobles libros"— continuamente lo distraen con la nueva tentación de la rima y así después de brother tenemos other, y night después de light... La conquista normanda ocurrió al promediar el siglo once; el Brut data de principios del XIII, pero el vocabulario del poema es casi puramente germánico; no hay cincuenta palabras de origen francés en treinta mil versos. He aquí un pasaje, que apenas prefigura el idioma inglés y tiene afinidades notorias con el alemán:

And seothe icb cumen wulle
to mine kineriche
and wumien mid Brutten
mid muchelere wunne.

Son las últimas palabras de Arturo; el sentido es: "Y luego iré a mi reino y entre britanos moraré con mucho deleite".

Layamon cantó con fervor las antiguas batallas de los britanos contra los invasores sajones, como si él no fuera sajón y como si britanos y sajones no hubieran sido, desde el día de Hastings, conquistados por los normandos. El hecho es singular y permite diversas conjeturas. Layamon, hijo de Leovenath (Leofnoth), habitó no lejos de Gales, baluarte de los celtas y manantial (según Gastón Paris) del complejo mito de Arturo; su madre bien pudo ser britana. Esta conjetura es verosímil, inverificable y pobrísima; también cabría suponer que el poeta fue hijo y nieto de sajones, pero que en lo más hondo el jus soli pudo más que el jus sanguinis. No de otra suerte un argentino sin sangre querandí suele identificarse con los indios que defendían su tierra, no con los españoles de Cabrera o de Juan de Garay. Otra posibilidad es que Layamon, a sabiendas o no, hubiera dado a los britanos del Brut el valor de sajones y a éstos el de normandos. Los enigmas, el Bestiario y las curiosas runas de Cynewulf prueban que tales ejercicios criptográficos o alegóricos no eran ajenos a esa vieja literatura; algo, sin embargo, me dice que esta especulación es fantástica . Si Layamon hubiera pensado que los conquistadores de ayer eran los conquistado s de hoy y los conquistadores de hoy podían ser los conquistados de mañana, habría recurrido, creo, al símil de la rueda de la Fortuna, que está en el De Consolatione, o a los libros proféticos de la Biblia, no a la intrincada gesta de Arturo.

El tema de la épica anterior lo constituían los trabajos de un héroe o la lealtad que los guerreros deben a su capitán; el verdadero tema del Brut es Inglaterra. Layamon no podía prever que a los dos siglos de su muerte sus aliteraciones serían ridículas ("I can not geste —rum, ram, ruf— by lettre", dice un personaje de Chaucer) y su lengua, una rústica jerigonza. No podía sospechar que sus injurias contra los sajones de Hengest eran las últimas palabras del idioma sajón, destinado a morir para renacer en el idioma inglés. Según el germanista Ker, apenas conoció la literatura cuya tradición heredó; nada supo de las andanzas de Widsith entre persas y hebreos ni del combate de Beowulf en el fondo de la ciénaga roja. No conoció los grandes versos de los que procederían los suyos; quizá no los hubiera entendido. Su curioso aislamiento , su soledad, lo hacen (ahora) patético. Nadie sabe quién es, afirmó Léon Bloy; de esa ignorancia íntima no hay símbolo mejor que este hombre olvidado, que abominó con ímpetu sajón de su estirpe sajona y fue el postrer poeta sajón y no lo supo nunca.




Sur, Buenos Aires, N° 197, marzo de 1951
También en Otras inquisiciones, Buenos Aires, Editorial Sur, 1952

Luego en Borges en Sur
© 1999 María Kodama
© 2016 Buenos Aires, Pengüin Random House Mondadori

[*] Un fragmento de este texto fue incluido en el libo de J. L. Borges, Antiguas literaturas germánicas, México, FCE, 1951, con el título de "Layamon, el último poeta sajón". Con este mismo título está publicado en JLB, Literaturas germánicas medievales, Buenos Aires, Emecé Editores, 1978 y 1996

Imagen: The Round Table—Arthur in Wace and Layamon

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