26/8/16

Jorge Luis Borges - Adolfo Bioy Casares: Prólogo a «Un modelo para la muerte» de Benito Suárez Lynch







A manera de prólogo

¡Tan luego a mí pedirme un "A manera de prólogo"! En balde hago valer mi condición de hombre de letras jubilado, de trasto viejo. Con el primer mazazo amputo las ilusiones de mi joven amigo; el novato, quieras que no, reconoce que no hay tu tía, que mi pluma, ¡como la de Cervantes, qué pucha!, cuelga de la espetera y que yo he pasado de la amena literatura al Granero de la República; del Almanaque del Mensajero al Almanaque del Ministerio de Agricultura; del verso en el papel al verso que el arado virgiliano firma en la pampa. (¡Qué manera de redondearla, muchachos! Todavía manda fuerza el viejito). Pero con paciencia y saliva, Suárez Lynch salió con la suya: aquí me tienen rascándome la calvicie ante ese compañerazo que se llama Anotador. 

(¡Los sustos que nos da el viejito! No embromen, y reconozcan que es poeta). 

Además, ¿quién dijo que le faltan méritos al bambino? Es verdad que como todos los escribas de la clase del 19, recibió de lleno la indeleble marca de fuego que deja para siempre en el espíritu la lectura de un folletito de ese, donde ahí lo ven, todo un literato de campanillas, doctor Tony Agita. Pobre mamón, el encontronazo lírico se le subió a la cabeza. Chocho, al principio, al ver que le bastaba romperse todo para evacuar una parrafada que hasta el mismo doctor Basilio, experto calígrafo, atribuía, si no estaba en su sano, a la acreditada Sónnecken del maestro; luego, con los pies echando humo, cuando constató la partenza de la más aquilatada joya del escritor: el sello personal. Al que madruga, Dios lo ayuda; al año, mientras esperaba turno en la razón social de Montenegro, una feliz casualidad le puso en los carpinchos un ejemplar de la provechosa obrita sesuda Bocetos biográficos del doctor Ramón S. Castillo; la abrió en la página 135 y, sin más, tropezó con estas palabras que no tardó en copiar con el lápiz-tinta: "El general Cortés, dijo, que traía la palabra de los altos estudios militares del país, para hacer llegar a los elementos intelectuales civiles algo de los problemas atinentes a estos estudios que en las épocas actuales han dejado de ser un asunto de incumbencia exclusivamente profesional, para convertirse en cuestiones de vastos alcances de orden general". Leer esta bonitura y salir como portazo de una obsesión para entrar en otra fue... Raúl Riganti, el hombre torpedo. Antes que el reloj del Central de Frutos diera la hora del mondongo a la española, el ragazzo ya se había remachado en el caletre el primer borrador a grandes rasgos de otros bocetos casi idénticos sobre el general Ramírez, opus que no tardó en rematar pero que al corregir las pruebas de página le perlaba la frente un sudor frío ante la evidencia en letras de molde de que ese trabajito de preso era carente de toda fecunda originalidad y más bien resultaba un calco de la página 135, arriba especificada. 

Con todo, no se dejó marear por el incienso de una crítica proba y constructiva; se repitió ¡qué diantre! que la consigna de la hora presente era la robusta personalidad y, a renglón seguido, se arrancó la túnica de Neso del estilo biográfico para calzar la bota Simón de una prosa más acorde a las exigencias del hombre al día: la que le brindara un párrafo medular del Príncipe que mató al dragón, de Alfredo Duhau. Agárrense, marmotas, que ahora les enseño el dulce de leche: "Para una animada y vibrante creación de la pantalla daría seguramente esta pequeña historia, nacida y desarrollada en los barrios más céntricos de nuestra metrópoli, historia de amor, palpitante y conmovedora. Son sus fases tan hondas e inesperadas como las que triunfan en el afortunado cinema". No se hagan la ilusión que ese lingote lo escarbó con sus propias uñas; se lo cedió una testa coronada de nuestras letras, Virgilio Guillermone, que lo había retenido en la memoria para uso personal y que ya no lo precisaba por haber engrosado la cofradía del bardo Gongo. ¡Presente griego! El parrafito resultó a las cansadas uno de esos paisajes ante los que rompe la paleta el pintor; el cadete sudaba tinta para revivir los primores que destaca esa muestra en una novelita de primera comunión, que ya estaba a la firma de ese gran incansable que se llama Bruno De Gubernatis. Pero más adelante don Cangrejo: la novelita le salió más bien un informe sobre el Estatuto del Negro Falucho, que le valió ingresar en la comparsa Los morenos de Balvanera, amén del Gran Premio de Honor de la Academia de la Historia. ¡Pobre lechón! Lo mareó ese halago de la fortuna y antes que amaneciera el Día del Reservista se permitió un articulejo sobre la "muerte propia" de Rilke, escritor de raigambre superficial en la República, católico eso sí.

No me tiren con la tapa de la olla y con el puchero después. Esas cosas pasaban —no lo digo con más voz porque estoy afónico— antes del día que los coroneles, escoba en mano, pusieron un poquito de orden en la gran familia argentina. Hablo, pónganlo en baño María, del 4 de junio (un alto en el camino, muchachos, que vengo con el papel de seda y el peine y les toco la marchita). Cuando brilló esa fecha, ni el más abúlico pudo sustraerse a la ola de actividad con que el país vibraba al unísono; Suárez Lynch, ni lerdo ni perezoso, inició la vuelta al pago, tomándome de cicerone.* Mis Seis problemas para don Isidro Parodi le indicaron el rumbo de la verdadera originalidad. El día menos pensado, mientras me desentumecía el cacumen con la columna de policiales, pegué un respingo al divisar, entre mate y mate, las primeras noticias del misterio del bajo de San Isidro, que muy luego sería otro galón en la jineta de don Parodi. La redacción de la novelita pertinente era un deber de mi exclusiva incumbencia; pero estando metido hasta el resuello en unos bocetos biográficos del presidente de un povo irmão, le cedí el tema del misterio al catecúmeno.

Soy el primero en reconocer que el mocito ha hecho una labor encomiable, maleada, claro está, por ciertos lunares que traicionan la mano temblona del aprendiz. Se ha permitido caricatos, ha cargado las tintas. Algo más grave, compañeros: ha incurrido en errores de detalle. No finiquitaré este prólogo sin el doloroso deber de sentar que el doctor Kuno Fingermann, en su calidad de presidente del Socorro Antihebreo, me encarga desmentir, sin perjuicio de la acción legal ya iniciada, "la insolvente y fantástica indumentaria que el capítulo numerado cinco le imputa".

Hasta más ver. Que les garúe finito.

H . Bustos Domecq
Pujato, 11 de octubre de 1945

* ¡El viejito las canta claro! (Nota del prologuista)








En Benito Suárez Lynch: Un modelo para la muerte (1946)
Benito Suárez Lynch era seudónimo de Borges-Bioy
Foto de Borges y Bioy Casares la última vez que se vieron 
(y a su vez en vidriera) de Librería Alberto Casares Vía
Al pie: Portadilla de la primera edición de Un modelo para la muerte Vía 
Y edición autografiada por los autores, la primera parte por Bioy y, a partir de "Domecq", por Borges Vía


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