30/9/15

Jorge Luis Borges: Crítica del paisaje







El paisaje del campo es la retórica. Es decir, las reacciones del individuo ante la madeja visual y acústica que lo integra han sido ya delimitadas. Hasta hoy —1921— ninguna reacción nueva se ha sumado a la totalidad de reacciones ya conocidas: actitud lacrimosa, actitud panteísta, actitud estoica y antitética entre el —supuesto— lujo ciudadano y el escueto franciscanismo de la visión rural. (Apuntemos de paso cómo el mismo fray Luis de León, tan verdadero, tan arrebujado en la vida campestre, escamotea muchas veces el paisaje que lo ciñe y le concede únicamente un valor de contrapeso espiritual, de sordina o cilicio contra los incentivos de la vida ambiciosa. Y cómo el oro, el jaspe, los techos artesonados y demás prestigiosas zarandajas que anatematiza, le sirven para decorar sus poemas...)

Ir a admirar adrede el paisaje es paralelizarnos con los salvajes de la cultura, con esos indios blancos que desfilan en piaras militarizadas por los museos y se quedan con los ojos arrodillados ante cualquier lienzo garantido por una firma sólida, y no saben muy bien si están ebrios de admiración o si esa misma voluntad de entusiasmo les ha inhibido la facultad de admirarse.

Desconfiemos de su indecencia emocional.

Desconfiemos de las reacciones organizadas, de las emociones previstas y de las actitudes de recluta en que se plasman los espíritus amaestrados. El Arte —comprendido, como ellos lo comprenden, con A mayúscula— es una falsedad, es una cosa que en lugar de enriquecer la vida la estruja y empobrece.

El paisaje —como todas las cosas en sí— no es absolutamente nada. La palabra paisaje es la condecoración verbal que otorgamos a la visualidad que nos rodea, cuando ésta nos ha untado con cualquier barniz conocido de la literatura. Desgraciadamente no hay gran acervo de barnices. El ruiseñor que se derrama entero en el quietismo de la selva nos sugiere, con una regularidad geometral, los instantes del Intermedio Lírico, y el tren que opera la bisección de la planicie mansa, espolea inevitablemente en nosotros los recuerdos de dos visiones literarias ya trasnochadas: la del naturalismo (nexo causal inaflojable, enfermedades hereditarias, puestas o salidas de sol en los momentos oportunos...) y la de los albores del futurismo (belleza del esfuerzo, Whitman mal traducido al italiano, instalación de luz eléctrica en la retórica...) Y no me refiero al agotamiento del tren y del ruiseñor como elementos literarios. Pluma en ristre, les impondremos la traducción que más nos convenga, y descubriremos en el ruiseñor ironía, desesperanza o cualquier otra cosa, y diremos que su cantar le saca punta al silencio, o que se enreda en las estrellas, o que sacude el liso corazón del plenilunio...

Eso hablando en urdidor de verbalismos. Pero hablando en espectador aprofesional del paisaje, las viejas sugestiones clásicas y románticas aún me doblegan, y lo veo persistente, enorme, tedioso y como atorado de ritmos sentimentales, de estatuaria esponjosa, de proyectos y de posturas de alma gastadas.

El paisaje de campo es la mentira.

Por eso he vuelto la espalda a sus alcores, a sus tablados y a los colorines gesticulantes de sus ponientes.

Hasta que alguna vez —obliterados ya los versos que Juan Ramón Jiménez dibujó en mi pizarra espiritual— pueda volver y descubrir, sin desviación ni finalidad artística alguna, la mejorana y el tomillo.


Lo bello es lo espontáneo, lo que carece de últimos planos declamatorios o egocéntricos. (La idea estilizada en frases bien peinaditas y eslabonadas sobre una firma en letras de molde, siempre será inferior a la idea repartida humanamente, sencillamente, sin mirar de reojo a la fama y ofrecida a los demás como quien ofrece un pitillo.)

Un verso puede ser muy bello, pero nunca un libro de versos.

Lo marginal es lo más bello.

Por ejemplo: Cualquier casita del arrabal, seria, pueril y sosegada. El café donde estoy (cuyos detalles sólo nebulosamente conozco). El paisaje urbano que los verbalismos no mancharon aún. La cantinela intermitente de un organillo que se derrama por los cangilones de los ruidos más duros.



Cosmópolis, Madrid, N° 34, octubre de 1921*


Notas

[*]  Este texto esta frmado "Jorge Luis Biorges". Fue publicado en la sección "Prosistas nuevos", junto con "Buenos Aires".
Cosmópolis, fundada en 1918, estaba dirigida por Enrique Gópez Carrillo. En enero de 1922 cambió de formato y su director fue Alfonso Hernández Catá. En carta a [Jacobo] Sureda fechada 24 de noviembre de 1921: «Hace tiempo que sólo escribo prosas. En Cosmópolis de octubre han publicado dos intituladas "Buenos Aires" y "Crítica del paisaje". En la misma revista de Noviembre, habrá salido —según me dice Torre, que es secretario de redacción— otro sobre la Metáfora, donde hablo de ti, y que te enviaré en cuanto lo reciba».


En Textos recobrados 1919-1929
© 1991, 2007 María Kodama
© 2011 Buenos Aires, Sudamericana S.A.

Foto: Anverso de la tarjeta postal enviada por Borges 
a Jacobo Sureda en octubre de 1921, 
desde Buenos Aires a Leysin (Suiza)



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